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El Criterio De Leibniz
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El Criterio De Leibniz

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—¿Cuál sería el radio de la esfera imaginaria si el retículo de ionización estuviera a 436,5 micrómetros? ¿Y con 437,4?

—Unos 62 kilómetros en el primer caso, y 15 en el segundo. —Ya lo habían calculado, previendo la pregunta—. Y si la distancia fuera 436,99 micrómetros, la esfera tendría un radio de pocos metros, pasando por nuestros cuerpos —añadió Schultz para concluir.

Drew abrió mucho los ojos durante un segundo, después le dominó una sensación de cansancio.

¿Cómo podía experimentar con una tolerancia tan amplia?

No podía. Y al mismo tiempo no tenía alternativas.

—Hagámoslo —dijo con voz seria, bajando la cabeza y mirando al suelo con ojos vacíos.

Todos se colocaron alrededor de la mesa con la segunda máquina. Novak estaba cubierta de sudor frío, mientras que Marlon se apartó un poco, como si esto pudiera protegerlo de alguna manera.

Maoko observó de nuevo todo el sistema y después presionó la tecla con decisión.

Una masa roja y densa apareció en lugar del prisma de cristal, desecha, y comenzó a fluir lentamente por la placa.

Plop.

Plop.

Todos los presentes palidecieron.

Drew vomitó allí donde estaba, cayendo después de rodillas sobre su propio vómito.

Las piernas de Novak cedieron y tuvo que agarrarse a una estantería, pálida como un cadáver.

Kamaranda y Schultz se quedaron de piedra, y los japoneses no mostraron ninguna reacción.

Marlon tenía los ojos y la boca abiertos de par en par, aterrorizado.

Después de unos segundos, sin embargo, mirando la masa roja, notó algo.

Se acercó para ver mejor.

Había algo, en medio de esa pasta.

Cogió unas pinzas y, con un cuidado extremo, la introdujo en la masa.

Dudó un momento, después cerró el pico de la pinza sobre un trozo sólido.

Retiró la pinza con mucha atención y dejó caer el objeto encontrado sobre la mesa.

Los demás seguían sus movimientos como si estuvieran en un trance, menos Drew que seguía arrodillado, impresionado.

Marlon examinó el objeto durante unos momentos, después cogió un vaso de cristal y lo llenó con agua de un grifo del laboratorio.

Cogió el objeto con la pinza y lo sumergió en el agua, sin soltarlo. Lo sacudió varias veces para limpiarlo, y el agua del vaso se tornó de color rosa.

Alzó la pinza lentamente para sacar el objeto limpio.

Una sonrisa se dibujó en su rostro, y emitió un sonoro suspiro de alivio.

—Profesor —llamó—, profesor Drew...

Drew sacudía la cabeza, y daba la espalda a todo el mundo, como si no quisiera saber nada.

—Profesor —insistió Marlon—. Todo está bien, profesor. Mire esto.

Drew se levantó con dificultad, sin ganas, y se acercó reluctante.

Lo que vio lo dejó de piedra.

Marlon sujetaba un trozo de plástico rosa con la pinza, al que estaba sujeta una etiqueta estampada.

—Esta es la salsa de tomate que pongo todos los días sobre mi filete —explicó el estudiante—. El comedor de la Universidad la compra directamente a Italia, a un productor artesano, y la guardan en un refrigerador que está a unos veinte metros al este de aquí.

»Está muy rica, ¿sabe? —añadió—. Está aromatizada con orégano, mi especia preferida.

Capítulo XII

Maoko estaba volviendo a su apartamento, caminando despacio por las avenidas del campus, iluminadas por farolas de estilo victoriano. El aire de la noche era refrescante y energizante, después de un día como aquel.

Estaba muy cansada, pero, al mismo tiempo, excitada por los resultados obtenidos.

Era increíble que en un solo día hubieran podido construir una segunda máquina que funcionaba, y, además, llegar a una aproximación a la teoría del fenómeno. Drew había elegido bien su equipo, y la unión de esos expertos había tenido un resultado excepcional.

Estaba feliz de que Kobayashi la hubiera traído con él. Sabía haber contribuido de manera importante a la investigación, y esto la llenaba de orgullo. Después de todo, había conseguido calibrar el retículo de ionización con solo 0,1 micrómetros de error, un valor extremadamente reducido, puesto que había usado un calibrador con resolución de un micrómetro.

Llegó delante de la puerta de su apartamento, en una zona más bien aislada del campus. Giró la llave en la cerradura y abrió la puerta. Estaba dando el primer paso hacia el interior cuando un ruido precipitado la hizo girarse de golpe.

De la oscuridad surgió Novak, que se situó delante de ella con ojos incendiados.

—¡Señorita Yamazaki! —la interpeló bruscamente—. ¿Cómo se ha permitido, hoy, dirigirse a mí de ese modo? ¡Usted, una mera estudiante! —de manera impulsiva dio un paso hacia delate y pasó el umbral de la puerta—. ¡En todos mis años de enseñanza no he encontrado nunca nadie tan insolente como usted! —siguió, hablando con desprecio—. Quizá en vuestro país de comedores de arroz estáis acostumbrados a trataros como perros los unos a los otros, pero aquí, en occidente... ¡fff!

Maoko le había tapado la boca con una mano, cerrándosela con fuerza. Con la otra mano la agarró por la muñeca derecha y al mismo tiempo clavó su mirada en los ojos de la mujer noruega. Entonces Maoko abrió los suyos de manera innatural, sin parpadear, y sus pupilas negras parecieron agrandarse desmesuradamente, irradiando una luz hipnótica que entraba en los ojos de Novak y la iba paralizando.

Con un pie dio un golpe a la puerta para cerrarla y, después, mirándola fijamente todavía, le quitó la mano de la boca muy lentamente.

Novak permaneció inmóvil, con los labios medio abiertos y los ojos fuera de sus órbitas.

Maoko retiró delicadamente el bolso de su hombro y después, lentamente, le tomó la muñeca izquierda y la colocó sobre la derecha que ya estaba sujetando, cruzándolas y manteniéndolas juntas con una sola mano.

Sin quitar la mirada, buscó algo en un cesto de paja sobre un mueble cercano con la mano libre y sacó un rollo de cuerda. Tanteó hasta encontrar el extremo justo, lo sujetó e hizo caer el resto al suelo con destreza.

Lentamente dio unos giros de cuerda alrededor de una muñeca, después alrededor de la otra, y acabó dando unas vueltas alrededor de las muñecas cruzadas, sujetando todo con un nudo doble.

Novak estaba completamente paralizada.

Maoko dejó correr una pequeña longitud de cuerda para mantenerla en tensión con las muñecas de Novak, alzados a la altura de su abdomen.

Dobló ligeramente las rodillas y con la otra mano recogió el rollo, con un movimiento veloz de los ojos apuntó, y con estilo magistral lo lanzó por encima de un gancho en hierro macizo fijado al techo del que colgaba una lámpara de estilo antiguo.

Del rollo, que había caído cerca de ella, tomó el otro extremo de la cuerda, y con las dos manos empezó a tirar lentamente, levantando las muñecas de Novak hacia arriba.

Siguió tirando, palmo tras palmo, hasta que los brazos de la mujer noruega estuvieron sobre su cabeza y empezaron a tensarse. Novak emitió un gemido sofocado, pero lo calló inmediatamente, mientras seguía mirando delante de sí con una mirada ausente.

Maoko tiró más, lentamente pero firmemente. Ahora los brazos estaban estirados al máximo y comenzaban a levantar el peso del cuerpo. Novak empezó a gemir de manera sumisa, continuamente, mientras la frente se le llenaba de sudor.

Maoko tiró un poco más, hasta que los pies de la mujer noruega estuvieron levantados con un ángulo de unos sesenta grados con respecto al suelo. En ese momento ató el extremo libre de la cuerda a un robusto toallero fijado a la pared, al lado del fregadero de servicio de la cocina.

Del cesto de paja cogió un trozo de cuerda más corto y ató los tobillos uno contra el otro, y después se alejó para ver el resultado de su trabajo.

La mujer noruega colgaba del techo, tensa y perfectamente vertical, apoyada ligeramente, en vertical, sobre la punta de sus pies, que eran el único punto de apoyo que le quedaba.

Ya no gemía. Ahora respiraba lentamente, jadeando, y todo el cuerpo se le había cubierto de sudor por la tensión muscular.

La camiseta había salido de la falda, descubriendo una parte de su abdomen sudoroso.

«No está mal», se felicitó Maoko a sí misma.

Cerró la puerta con llave, se quitó el abrigo y los zapatos y fue al baño; después se preparó un té japonés. Degustó algunas de sus pastas y finalmente se acomodó en un sillón para leer una novela. Había sido un día largo y ajetreado; sentía la necesidad de relajarse. Las aventuras amorosas de la protagonista del libro la llevaron a un mundo fantástico, pero también muy real; los japoneses tienen una sensibilidad particular por los matices y los detalles, y su nivel de introspección es superior. Sobre todo, las mujeres; escuchan todo el tiempo e interaccionan con el entorno de una manera profunda.

Midori era una estudiante de letras enamorada de Noboru, un pescador joven que vivía en un pueblo costero a cien kilómetros de distancia. Se habían conocido en un parque, un año antes, con ocasión del florecimiento de los cerezos

(#litres_trial_promo), y se habían enamorado perdidamente. Cada pensamiento de ella era un pensamiento de él; habían descubierto que se comprendían tan profundamente que se consideraban una sola persona, indivisible. Pero Noboru tenía un trabajo durísimo. Salía con la barca en medio de la noche, con los compañeros, para pescar, y el mar estaba agitado a menudo. Uno de los chicos había caído al agua, una vez. Gritaba, en la oscuridad, pero no podían verlo. Lanzaron varios salvavidas hacia el lugar de donde provenía la voz, pero ola tras ola la voz se había ido alejando. Hasta que se hizo el silencio. Solo oían el murmullo violento e indiferente de las olas que golpeaban la embarcación, y agitaban la red en el mar oscuro.

Estás con nosotros, Ryuu,

estás con nosotros.

Cada noche vendremos contigo sobre el mar negro,

y sabremos que nos estás esperando

con tus fuertes brazos abiertos.

Subirás al barco como la espuma de las olas

y a nuestro lado, junto a nosotros, tirarás las redes,

como las noches pasadas,

cuando tus ojos y tu sonrisa

nos hacían afrontar la tempestad con alegría.

Noboru había escrito esta elegía a su amigo perdido, y la había mandado a Midori en una de sus numerosas cartas. Ella había llorado por él, y por Ryuu, a pesar de que no lo había conocido. Noboru era un poeta, con un ánimo dulcísimo y sensible, pero la vida que llevaba no le permitía exprimir su talento como merecía.

Ella lloraba también por eso, hija de una familia acomodada, con posibilidad de estudiar y de viajar, pero obligada a esconder su relación porque sus padres nunca habrían aceptado que se casara con un pescador pobre. Noboru no tenía familia; lo habían abandonado al poco de nacer, y había pasado de un orfanato a otro hasta que creció lo suficiente para poder trabajar. La economía del pueblo en el que vivía estaba basada en la pesca, por lo que ser pescador había sido su destino inevitable. No podía llamarlo por teléfono, porque los padres de Midori habrían podido descubrir todo. Así que le escribía a través de una compañera de su escuela, que le daba las cartas que recibía y mandaba las que iban dirigidas al muchacho.

El día en que se conocieron, en el parque, un gorrión jugueteaba cerca de ellos, picoteando el terreno y observándolos de tanto en tanto. Midori se había convencido en ese momento de que el pájaro era su mensajero. Todas las tardes se sentaba en el jardín y se acercaba al pájaro más cercano y le hablaba, le decía lo que tenía que contar a Noboru, y escuchaba su piar, que llevaría el mensaje a su amor, muy lejos. Después, por la noche, se levantaba y abría la ventana, despacísimo para no hacer ruido, y se dejaba envolver por el viento, el mismo viento que ella suponía que estaría agitando las velas y el pelo de su amado en aquel mismo instante.

«Ah, Midori, Midori», pensó Maoko, «qué romántica eres. Y qué triste estás».

Miró a la mujer noruega para ver cómo estaba.

No se podía decir que estuviera mal. Había cerrado los ojos y respiraba con regularidad, sin jadeos. Se había acostumbrado a la posición. De vez en cuando movía ligeramente las puntas de los pies para ajustar su precario equilibrio. Ya llevaba media hora allí.

«Bueno, vamos a llevar a la cama a esta gaijin

(#litres_trial_promo)», se dijo, «ya es hora».

Dejó el libro y se acercó silenciosamente a Novak. Esta pareció no darse cuenta.

Maoko cogió la cuerda tensa con sus dos manos, en la parte que iba desde el punto de fijación del toallero hasta el gancho del techo, y tiró con decisión algunos centímetros. Novak abrió los ojos de golpe y gimió con un sonido nasal; tenía la garganta seca desde hacía un buen rato.

Tendió la cuerda en tracción durante casi medio minuto y después fue soltándola lentamente. Novak expiró ruidosamente por la boca e inclinó la cabeza hacia delante, moviéndola de derecha a izquierda, levantándola y dejándola caer otra vez.

Maoko acercó una silla por detrás de la noruega, después desató la cuerda del toallero y empezó a relajarla poco a poco. A medida que Novak descendía Maoko la iba empujando hacia la silla, para que acabara sentada allí. Cuando, finalmente, Maoko dejó la cuerda, Novak yacía en la silla con las manos atadas sobre su vientre, las piernas dobladas hacia un lado con los tobillos atados y la cabeza abandonada hacia atrás, sobre el respaldo.

Maoko llenó un vaso de agua y, levantándole la cabeza con una mano, le hizo beber pequeños sorbos. Dejó el vaso y le desató los tobillos, después deshizo los nudos de las muñecas y desenrolló la cuerda, liberándola.

La cuerda había dejado profundas marcas de color rojo oscuro. Maoko empezó a masajearle las muñecas con un movimiento delicado y, al mismo tiempo, firme. Al principio Novak protestó un poco, pero luego se calmó, al sentir que, poco a poco, volvía la circulación. Maoko siguió con el masaje casi un minuto más, y después, sujetándola por las muñecas, la hizo ponerse en pie. Puso su bolso sobre su hombro. Cuando estaba colocando la bandolera Novak puso una mano sobre la suya, con su rostro que expresaba una mezcla de agradecimiento y de una manifiesta confusión interna.

Maoko la miró a los ojos.

—Ve a dormir, Novak.

—Yo... —intentó decir, con voz dubitativa.

—Ve a dormir, Novak —repitió Maoko, retirando la mano y abriéndole la puerta.

Novak se detuvo un momento, indecisa, y luego se dirigió lentamente hacia la puerta, apoyó una mano en el marco y se volvió de nuevo Maoko.

En la cara de la japonesa solo había una expresión indescifrable.

La noruega se dio la vuelta, reluctante, y se dirigió con pasos inciertos hacia su alojamiento, un poco más lejos.

Capítulo XIII

—Pero ¡¿qué ha pasado?! —exclamó Timorina Drew al ver a su hermano llegar a casa.

Drew se miró por primera vez esa noche.

Después de las pruebas con la segunda máquina, con el medio incidente de la salsa de tomate, había mandado a todos a descansar y había limpiado su vómito del suelo del laboratorio. No podía pedir a nadie que lo hiciera, ni siquiera a alguien del servicio de limpieza. ¿Cómo habría explicado lo que había pasado? Él habría quedado fatal en cualquier caso. Además, limpiándolo, evitaba que vinieran a curiosear.

Y así acabó con la chaqueta y la camisa pringados de vómito amarillo y granuloso. Los pantalones, por otro lado, eran un desastre indescriptible. De las rodillas para abajo estaban cubiertos de una pasta maloliente y asquerosa, resultado de vomitar y de limpiar el vómito.