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El Criterio De Leibniz
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El Criterio De Leibniz

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«Pobres», pensó McKintock, «lo están pasando realmente mal, ellos. Querían un poco de libertad y en su lugar les llueven palos. Y los soldados tienen que golpearlos, porque si no, no comen, y son ellos los que se llevan los palos, o peor aún. China está lejos de nosotros, en todos los sentidos...».

En ese momento se acordó del encuentro con Drew.

Ya, Drew, que, de punta en blanco había sacado de su sombrero aquel descubrimiento, junto con ese estudiante de color. ¿Cómo se llamaba? No se acordaba. Las implicaciones, sin embargo, las recordaba, y bien. Si de verdad había una aplicación comercial para aquel fenómeno, sería muy útil en el ateneo. Desde que el gobierno de Howard había decidido recortar los fondos a la Universidad de Manchester para destinar una cantidad mayor a otros centros él luchaba para mantener el ateneo al mismo nivel, pero era prácticamente imposible. Cualquier actividad tenía un coste, y si el coste no estaba cubierto la actividad no se podía desarrollar. Sin discusiones. Sin peticiones. Había que renunciar. Y el orgullo del sistema universitario británico estaba deslizándose hacia un segundo plano. Era algo inaudito, absurdo, y, sin embargo, estaba pasando.

«Equidad e igualdad», había sido el lema de Howard, y lo estaba poniendo en práctica demasiado bien, ese bastardo.

Las luces de Salford volaban a los lados de la carretera, mientras la lluvia fina se había reducido a un goteo esporádico sobre el cristal.

Un tráfico discreto circulaba en dirección opuesta. Eran los que volvían a la ciudad después de haber estado fuera por el trabajo.

A medida que él avanzaba el número de coches iba disminuyendo progresivamente, y cuando llegó a la altura de Alder Forest, y la M602 se convirtió en la M62, se encontró en campo abierto.

La idea de transportar paquetes con el sistema de Drew le había venido improvisadamente, quizá estimulada por un documental sobre el comercio mundial que había visto hacía unos días, en el que habían mostrado líneas de transporte para paquetes de varios tamaños, siempre llenas y siempre en movimiento. Era impresionante ver cuánta mercancía era enviada por correo o por compañías de mensajería. Sin duda, el transporte de mercancías era un enorme negocio, y poseer un método totalmente innovador, inmediato, seguro y de bajo coste sería ciertamente un golpe ganador. Sin concurrencia. La tecnología sería únicamente suya, y podrían ganar todo lo que quisieran. Vistas las dimensiones del asunto, tenía la sensación de que la universidad podría permanecer en el nivel en el que siempre había estado.

Cierto, cómo conciliar una gestión puramente administrativa, como la de un ateneo, con una gestión netamente comercial, como era la del transporte internacional, era una cuestión que había que estudiar a fondo. También sería necesario comprobar si la ley permitía una combinación tal, incluso siendo por el bien de la universidad. Habría que consultar con expertos en el tema lo más pronto posible.

Sintonizó la radio en un canal de música clásica y durante unos minutos estuvo escuchando a Bach. La «Passacaglia en Do menor» era una obra excelsa, muy superior a la mucho más famosa «Tocata y Fuga en re menor», y la escuchó con gran placer.

Mientras tanto las pequeñas ciudades que atravesaba iluminaban brevemente el oscuro paisaje del Noroeste. McKintock solo identificó alguna, absorto como estaba en escuchar la música: Risley, Westbrook, Rainhill.

Al acabarse la Passacaglia apagó la radio, para mantener dentro de sí la sensación de elevación que le transmitía la obra. El placer sublime que experimentaba lo colocaba en un estado de gracia, y se sentía pletórico. El cansancio del día era un recuerdo, y cuando, pasado Broadgreen, terminó la autopista y empezó a acercarse a Liverpool tras tomar la Edge Lane Drive, se sintió electrizado con la idea de ver a Cynthia, de pasar la velada y la noche con ella. Era una mujer excepcional. Le daba todo lo que un hombre puede desear. La necesitaba. La amaba con locura.

La quería.

Capítulo VII

Drew no podía dormir.

La discusión con McKintock lo había turbado más de lo que habría creído. Pensaba ser suficientemente sólido como para no dejarse influenciar por las escaramuzas verbales, y ahora había que verlo ahí tumbado en la cama mirando el techo, escuchando estoicamente el tictac estentóreo del reloj, ese viejo despertador mecánico al que estaba tan apegado. Él, que se ocupaba fundamentalmente de física teórica mediante excursiones sorprendentes con los métodos matemáticos más abstractos y abstrusos con el fin de demostrar las leyes que gobiernan el universo ante sus estudiantes, tenía encima de su mesilla un despertador de agujas y al que había que dar cuerda. El despertador constituía un anclaje a las cosas simples, que funcionaban sin dificultad, y que funcionarían siempre, gracias a una tecnología anticuada, quizá, pero fácilmente comprensible y reproducible, cosa que en su campo de estudio era totalmente impensable. Necesitaba un lugar seguro en el que refugiarse tras las jornadas vividas en medio de teorías intangibles, y ese puerto era el despertador. Esa noche, sin embargo, su tictac no lo relajaba, sino que agitaba todavía más el curso de sus pensamientos.

Durante el día, entre dos lecciones, había empezado a crear un elenco de posibles compañeros que podría involucrar en la investigación del fenómeno. Había incluido, sin dudarlo, a Nobu Kobayashi, quien, por sus investigaciones sobre las altas energías, dispondría seguramente de los instrumentos necesarios para trabajar de manera eficaz sobre el problema; después había añadido a Radni Kamaranda, un matemático brillante que había podido construir el modelo matemático de un proceso físico complejo en un periodo de tiempo irrisorio respecto a lo que habrían necesitado los especialistas. Como el fenómeno que debían estudiar estaba ligado, muy probablemente, a la manipulación del tejido espaciotemporal, un físico relativista de gran valor como Dieter Schultz podría encontrar materia prima para sus fabricaciones. También necesitaba el elemento clave del grupo, alguien dotado de una intuición tal que pudiera ver la solución escondida dentro del revoltijo enorme de información y conjeturas. Alguien que, en el momento justo, pudiera comprender la verdadera esencia del fenómeno, y sintetizar instantáneamente los elementos desordenados que tuviera a su disposición, abriendo así el camino a sus compañeros.

Solo conocía una persona con esta cualidad innata, que, por otro lado, le había generado grandes complicaciones. Jasmine Novak había publicado algunos artículos sobre la teoría de las cuerdas, en los que su capacidad para intuir lo que otros no conseguían ni siquiera entrever emergía con una claridad tan cristalina que la hacían parecer como un ser sobrehumano. Drew sabía que nunca habría sido capaz de igualarla, y sabía, por lo tanto, que Novak era la persona que podría llevarlos directamente hasta la solución. Pero Novak también era una mujer.

Él no conseguía relacionarse adecuadamente con las mujeres, y temía no ser capaz de trabajar de manera serena y provechosa con una científica de ese calibre. Además, Novak era orgullosa y rebelde; un espíritu independiente que no hacía compromisos con los que estaban a su alrededor. Veía su vida como la única justa y posible; en caso de conflicto era más que capaz de abandonar todo sin importarle las consecuencias. En resumidas cuentas, era una mujer difícil y él no sabía cómo gestionarla, pero la necesitaba. La había añadido, resignado, al final de la lista, el último nombre de un pequeño grupo de científicos que habría intentado desvelar las leyes que gobernaban un fenómeno físico de tal envergadura que podría cambiar el curso de la historia humana, si llegaran a comprenderlo.

Volvió a pensar en Kobayashi y las altas energías. Después de todo, el experimento que Marlon había hecho funcionar no necesitaba tanta energía; todo cabía en una mesa de laboratorio, estaba constituido por un generador de unos miles de voltios, dos fuentes de alimentación de baja tensión, electrodos, placas, una bobina y varios aparatos de regulación, además del ordenador para controlarlo todo. No parecía que hiciera falta nada demasiado especial para obtener el efecto, pero Drew se dijo que debían obtener la solución lo más rápidamente posible, y para ganar tiempo era mejor recurrir a los mejores científicos.

«Lo más rápido posible...», se repitió Drew a sí mismo. «Pero... ¿por qué?». ¿Para que McKintock pudiera iniciar su actividad de mensajería internacional para financiar la Universidad? Aquello se había convertido, en apariencia, en el fin último de su descubrimiento, pensó con amargura. Pero no podía reducirse a eso; él no lo aceptaría. Es cierto que la Universidad podría tener la exclusiva del hallazgo para su aplicación en sistemas de transporte de mercancías, pero todas las demás aplicaciones deberían estar a disposición de todos. Y no podría ser de otro modo para un descubrimiento científico tan revolucionario

Transportar personas, por ejemplo, como en el famoso teletransporte a menudo presente en las historias de ciencia ficción, debería ser una aplicación más importante que el mero movimiento de mercancía. Habría permitido una interacción directa e inmediata entre individuos que vivieran a mucha distancia; podrían organizarse reuniones de trabajo pocos minutos antes de su comienzo, con intervinientes dispersos por todo el mundo, y que tras el encuentro podrían volver en un instante a sus actividades propias.

Un enfermo podría ser tratado por los mejores especialistas independientemente del lugar en el que estos operaran habitualmente, y sin los tiempos ni los costes del transporte convencional.

El lugar de trabajo o de estudio podría ser cualquiera con un sistema de transporte como aquel. El padre podría trabajar en Sidney, la madre en Toronto, el hijo estudiaría en Dallas y, por la noche, irían todos juntos a cenar a un restaurante en Venecia.

El modo de vida cambiaría radicalmente, con consecuencias sociales tan potentes que dejarían a todo el mundo perplejo. Por otro lado, ¿estaría bien poner en las manos del hombre un instrumento de tal calibre? ¿Para qué lo habría utilizado? ¿Las guerras? ¿Cómo habrían sido? Espantosas, de solo pensarlo.

Pero, quizá, si el método de transporte estuviera realmente al alcance de todos se podrían evitar, con mucha probabilidad, los abusos más que probables de un único propietario. La Tierra encontraría un nuevo equilibrio y una nueva era de paz, y el hombre sería más libre de pensar y de progresar.

«¡Qué utopía!», se dijo Drew. «¿Cómo puedo hacerme ilusiones de que, justamente, gracias a este descubrimiento, el hombre pueda hacerse mejor?». Nunca había sido así en toda la historia humana, independientemente de los instrumentos de los que se disponía.

No había nada que hacer, ya sabía que tenía entre las manos algo extraordinariamente revolucionario, pero en vez de estar excitado y anticipar la gloria que habría obtenido, estaba lleno de desconsuelo y amargura. Este nuevo descubrimiento podría, quizá, llevar a la humanidad a la ruina, y los libros de historia recordarían que él, Drew, fue el máximo responsable de todo aquello, el que había iniciado todo.

Pero, pero... también era verdad que, a pesar de sus errores y sus locuras delirantes, la humanidad había avanzado de todas formas. Cierto, dejando atrás un enorme rastro de muertes de inocentes. Pero la evolución había continuado, tanto de la tecnología como de la ética. ¡Quién sabe si esta vez los seres humanos podrían demostrar más raciocinio y más respeto por los otros...! Le costaba creérselo, pero ¿quién era él para decidir qué era lo mejor para la raza humana? Él era un científico que había tropezado por total casualidad con un fenómeno inesperado y excepcional, o, mejor, gracias a la perspicacia de su estudiante, el fenómeno se había revelado y ahora se preparaban para estudiarlo. Sin Marlon, quizá nunca se habría producido el descubrimiento, en vista de las circunstancias absolutamente casuales que habían tomado parte en él, y la humanidad no habría podido conocer ni utilizar el fenómeno, ni para bien ni para mal.

Tenía que esforzarse al máximo en su estudio y su comprensión, con una teoría que lo explicase y permitiera utilizarlo. Se lo debía a la ciencia, a Marlon y a sí mismo. Si McKintock quería usarla para sostener la universidad, que lo hiciera. La Universidad de Manchester era todo para Drew, le había dado trabajo durante treinta años, un trabajo prestigioso al lado de muchos premios Nobel; era su casa durante muchas más horas al día que su propio domicilio, y los compañeros y los alumnos lo respetaban. Gracias a la universidad podría colaborar con otros científicos como él, vinculados a los ateneos más importantes del globo. Se sentía en deuda, y donar al menos una parte de los beneficios del descubrimiento a la universidad le parecía una manera de devolver lo recibido.

El techo no era tan oscuro como hasta ese momento; se asomó por la ventana y vio que la aurora ya había disuelto la noche, irradiando una claridad portentosa y creciente sobre Manchester; el preludio de un amanecer espléndido. La misma aurora que él estaba viviendo en la dilución progresiva del misterio científico que habría intentado, junto a sus compañeros, transformar en el amanecer de un conocimiento superior para la humanidad.

Se levantó, en absoluto cansado, y descubrió que tenía muchísima hambre. Se preparó un desayuno sustancial y lo consumió con satisfacción, pensando mientras tanto en cuál sería la hora más correcta para llamar a los colaboradores que había elegido para el proyecto. Tenía que llamar inmediatamente a Kobayashi, porque en Osaka ya era por la tarde. Justo después tendría que llamar a Kamaranda, porque trabajaba en Raipur, en el noreste de la India. Schultz en Heidelberg y Novak en Oslo estaban mucho más cerca de su huso horario, por lo que a ellos podría llamarlos más tarde durante la mañana.

Se vistió y salió al encuentro del alba, derecho a la Universidad, y al inicio de una aventura que lo llevaría donde él no habría podido imaginar jamás.

Capítulo VIII

Drew llegó a su estudio después de haber atravesado patios vacíos y de haber recorrido pasillos desiertos. Todavía era demasiado pronto para que hubiera estudiantes, empleados o profesores en el campus, como ya sabía por las otras veces en las que había llegado a primerísima hora a la universidad. Le gustaba vivir ese momento en el que el inmenso ateneo parecía dormir en la bruma matinal, como un leviatán yaciendo para descansar, pero poseedor de la potencia que en poco tiempo se habría liberado durante la acción. Buscó el número de Kobayashi en su agenda y llamó. Respondió una voz sutil, en japonés.

—Moshi moshi

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—Drew desu ga, Kobayashi-san onegaishimasu

(#litres_trial_promo)? —respondió Drew con su japonés básico.

—Buenos días, profesor Drew —la interlocutora conmutó inmediatamente al inglés, al reconocerlo—. Soy Maoko. El profesor Kobayashi me ha hablado de usted. Desgraciadamente, ahora está dando una clase, pero acabará dentro de poco. Lamento muchísimo no poder ponerles en comunicación ahora mismo, profesor.

Drew se acordó de cuando lo había visto la última vez, hace unos meses, en una conferencia; Kobayashi le había hablado de su brillante alumna, Maoko Yamazaki, que estaba saltando cursos y acabaría la carrera antes de los tiempos convencionales. Era un placer poder hablar con alguien con tales dotes, y, al mismo tiempo, apreciaba la exquisita educación de la que los japoneses hacen gala durante las conversaciones. La muchacha sentía verdaderamente no poder ponerlo en comunicación con Kobayashi; no fingía de manera hipócrita como habría hecho un occidental.

—Le agradezco su amabilidad, Maoko-san

(#litres_trial_promo). ¿Sería tan amable de pedirle que me llamara en cuanto volviera? Es muy importante —preguntó Drew.

—Por supuesto, profesor. ¿Puede darme su número...? ¡Oh! ¡Aquí está el profesor Kobayashi! Se pone inmediatamente. Le deseo que tenga un buen día.

«Increíble», pensó Drew, «Maoko sabía que Kobayashi iba a volver muy pronto y, sin embargo, para no hacerme esperar, había preferido que me llamara él más tarde. Un occidental habría dicho simplemente: espere un momento, llegará dentro de poco. Verdaderamente, tenemos mucho que aprender de los japoneses, en lo que a educación se refiere».

—¡Drew-san, amigo mío! —exclamó Kobayashi en el teléfono con alegría—. ¿Qué te hace llamar a un comedor de arroz como yo?

—Hola, Kobayashi. Necesito tu ayuda en una investigación bastante complicada. ¿Tienes tiempo para mí?

—Por supuesto, Drew-san. Acabo de terminar un trabajo para el nuevo acelerador de partículas que están construyendo en Chiba y tengo unas semanas de descanso. ¿Qué necesitas exactamente?

—He topado con un fenómeno extraño que requiere un profundo estudio. Se manifiesta solo en presencia de cantidades precisas de energía y me gustaría comprender el mecanismo que lo gobierna. Como trabajas cotidianamente con los niveles de energía que me interesan, he pensado que podrías ocuparte de esta parte de la investigación. ¿Qué opinas?

Kobayashi se sentía halagado.

—Tu petición me honra. Acepto sin dudarlo. ¿Cómo piensas proceder?

—Sobre todo, necesito que vengas a Manchester para que te pueda mostrar el fenómeno y el montaje que lo produce. Después, junto a los otros científicos del grupo que estoy formando, intentaremos construir la teoría que explique lo que pasa. ¿Te parece bien?

—Naturalmente, Drew-san. ¿Quiénes son los demás?

—Kamaranda para los cálculos, Schultz para la relatividad y... ejem..., Novak para la estructura fina de la materia.

—¿Novak? ¿Jasmine Novak? —soltó Kobayashi, pero se contuvo enseguida—. Drew-san, amigo mío, sabes que he tenido discusiones muy desagradables con Jasmine Novak. No consigo ponerme de acuerdo con ella. En la última conferencia, en Berna, se levantó en medio del público al final de mi exposición y proclamó: «Profesor Kobayashi, ¿está usted convencido realmente de lo que dice? He identificado, en su exposición, tres, y digo bien, tres, errores fundamentales de apreciación...» y a partir de ahí empezó a deshacer trozo a trozo mi tesis, con los científicos del público escuchándola como si fuera un oráculo y yo haciendo el papelón del principiante. Te lo ruego, Drew-san, amigo, ¿no tienes ninguna alternativa?

Drew estaba al corriente del numerito de Novak con Kobayashi, pero no, no tenía ninguna alternativa.

—Nobu-san, querido amigo, eres el mejor en tu campo y nadie puede igualarte. Novak tiene un carácter difícil pero también una mente excepcional; por eso precisamente pudo encontrar algunos puntos en tu trabajo que ella consideraba «errores fundamentales» pero que, sin embargo, para todos los demás, parecían solo detalles que había que afinar. Justamente, necesitamos una mente como la suya en nuestro grupo. ¿Crees que podrás trabajar con ella?

Kobayashi cedió:

—De acuerdo, Drew-san, amigo mío. Lo haré por ti y por la ciencia. Pero te lo ruego, deja que venga Maoko-san también. Es excepcional y me ayudará a soportar a Jasmine-san.

Drew estaba exultante.

—Por supuesto, Nobu-san. Será un honor para mí tener en mi grupo a una brillante estudiante como es la señorita Yamazaki. En unas horas te informaré de la fecha de la reunión en Manchester. Te doy las gracias desde lo más profundo de mi corazón.

—Soy yo quien está agradecido, Drew-san. Hasta pronto. ¡Konnichiwa!

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—¡Konnichiwa, Nobu-san!

Drew se sentía inmensamente aliviado por haber conseguido la participación de Kobayashi a pesar de las dificultades que sabía que se iban a presentar, y la idea de añadir a Maoko, por parte de Kobayashi, era la garantía de una convivencia aceptable en el seno del grupo.

La cultura japonesa coloca a la mujer en una posición subordinada con respecto al hombre, por eso era normal que Kobayashi no viera de buen ojo a la emancipadísima Jasmine Novak. Maoko daría a Kobayashi la impresión de que él seguía teniendo el control y, al mismo tiempo, sería la intermediaria entre él y Novak, tanto en lo científico como en lo humano, para la serenidad de todos y el éxito del proyecto.

Ahora, Kamaranda.

El teléfono estuvo sonando mucho rato, hasta que una voz femenina respondió directamente en inglés:

—Dígame —dijo alguien en un tono apático.

—Soy el profesor Drew, de Manchester. ¿Está el profesor Kamaranda?

—Está bajo la higuera, reflexionando —dijo la mujer con tono molesto.

—¿Podría ir a buscarlo?

—Ahora no. Estoy ocupada.

Drew pasó al ataque, impaciente.

—Tengo que hablar con él urgentemente. ¡Vaya a llamarlo inmediatamente!

En absoluto impresionada, la mujer se puso más impertinente.

—Voy en cuanto pueda. Llame dentro de una hora.

Drew perdió los estribos.

—¡Escucha, imbécil, ve inmediatamente a llamar a Kamaranda, si no tendrás que vértelas con él, que te devolverá a la calle para que duermas en las aceras!

Entonces la mujer reaccionó, y cómo:

—¡Bastardo colonialista de mierda! Tus padres masacraron a poblaciones inocentes, incluidos mujeres y niños; nos exprimíais hasta matarnos para enriqueceros y ganar honores para la zorra de vuestra reina. Si crees que voy a mover el culo para servirte, ¡puedes morirte ya! —Y colgó violentamente.

Drew estaba furioso. Se vio a sí mismo con el teléfono mudo en la mano; por la rabia tuvo el impulso de golpearlo contra el escritorio como si fuera un martillo, pero hizo una respiración profunda, cerró los ojos, y se calmó rápidamente.

¡Justo esa mañana había tenido que toparse con la nieta de las víctimas del colonialismo! Y qué bien hablaba inglés, ¡parecía de Birmingham! Pero no conocía mucho la historia de la India: en la época de Gandhi, cuando presumiblemente sus padres habían sufrido la opresión inglesa, estaba el rey, y no la reina.

En todo caso, ahora, ¿qué podía hacer? Esa mujer le iba a impedir comunicar con Kamaranda; no le pasaría jamás sus llamadas. Y él tenía prisa ¡demonios!

Además, la mujer debía haber visto el número en la pantalla del teléfono, y había comprendido que la llamada venía de Gran Bretaña: por eso había respondido en inglés. Ahora estaría atenta, y si Drew volviera a llamar sería inútil y contraproducente.

En ese momento entró Marlon. Habían quedado a las ocho en el despacho de Drew y el chico era puntual. Tuvo una idea.

—¡Hola Marlon! Escucha, ¿conoces a alguien que esté estudiando en India, en Raipur?

—Buenos días, profesor. Déjeme pensar... ¡Ah, sí! Thomas Chatham está haciendo allí su doctorado. Lo conozco bien. ¿Por qué lo pregunta?

Drew volvió a tener esperanza.

—Un pequeño favor. ¿Podrías llamarle y pedirle que fuera a buscar al profesor Kamaranda? Está bajo la higuera, donde suele ir para reflexionar sobre los problemas de matemáticas; tendría que pedirle que me llamara lo más rápidamente posible a este número.

La petición extrañó mucho a Marlon, pero como conocía las excentricidades de Drew no hizo más preguntas. Buscó el número de su amigo en su móvil y usó el teléfono fijo del laboratorio para llamarlo.

Chatham respondió enseguida. Acababa de terminar la última clase del día; le vendría bien darse un paseo para ir a buscar al iluminado de Kamaranda. Lo encontró, efectivamente, bajo la higuera, con la expresión absorta de un gurú en plena meditación. Le transmitió el mensaje y, diez minutos más tarde, sonaba el teléfono de Drew.

—Buenos días, con Drew.

—Hola, Drew. Soy Kamaranda. Cuéntame. —Kamaranda era un hombre sintético que iba directamente al grano, sin hacer historias.

—Perdona si te he molestado, pero me gustaría proponerte un trabajo de investigación sobre un fenómeno físico particular. Necesito tu capacidad para crear modelos matemáticos para trabajar sobre la teoría del fenómeno. ¿Te apuntas?

—¿Cuándo y dónde?

—Aquí, en Manchester, en cuanto puedas. Tienes que verlo con tus propios ojos y...

—Mañana por la tarde, según Greenwich, estaré allí.

—¡Estupendo! Gracias, Radni. Hasta mañana.

Drew se relajó. Había podido salir del lío en que se había metido, aunque no había sido completamente por su culpa, gracias a la ayuda de los dos estudiantes. Eran unos buenos chicos.