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El Criterio De Leibniz
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El Criterio De Leibniz

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Timorina, por su parte, lo sometía a chantaje psicológico, como muchas mujeres saben hacer sin que el hombre se dé cuenta, y lo inducía a hacer algunas tareas que ella simplemente no tenía ganas de hacer, proponiéndolas a Drew como trabajos que «solo tú sabes hacer bien».

Uno de estos era cortar el césped delante de la casa.

Tenía una superficie de unos doscientos metros cuadrados y con el cortacésped que tenían hacía falta una hora. No era mucho, pero últimamente la hermana lo asaltaba los domingos por la mañana, un momento sagrado para él, durante el cual habría querido relajarse completamente y permanecer en el sillón escuchando música clásica. Hasta hace un par de meses él cortaba el césped los sábados por la tarde, pero entonces Timorina había empezado a invitar a sus amigas, que antes invitaba los domingos, justo el sábado, y sostenía que no podía tomar el té con el ruido del motor del cortacésped.

Drew se había adaptado, pero estas últimas semanas esto estaba empezando a resultarle insoportable, y había tenido una idea.

Pensó que, como profesor de física que era, habría podido construir un dispositivo que pudiera quemar instantáneamente la hierba por encina de una altura dada, obteniendo un resultado parecido al del cortacésped.

Drew sospechaba que, con un retículo de conductores en el jardín, y generando un campo eléctrico con un alto potencial a, digamos, cinco centímetros sobre la hierba, podría quemarla en una cierta longitud, obteniendo el mismo efecto que al cortarla.

No se le pasó por la cabeza, ingenuo él, que su hermana pudiera no aceptar las marcas de las quemaduras en la hierba, y que él habría tenido que volver al cortacésped como siempre.

En todo caso, de todo esto había salido el dispositivo que ahora reposaba en la mesa del laboratorio.

Si hubiese sabido que la «amiga de Leeds» que Timorina visitaba desde hace poco los domingos, y esta vez todo el fin de semana más el lunes, era un simpático señor de mediana edad que en aquel preciso momento estaba haciendo gimnasia con su hermana en una buena cama de matrimonio.

Capítulo IV

Marlon se despertó pronto, al amanecer. Normalmente no tenía ninguna dificultad para levantarse por las mañanas, y esta vez, a pesar del cansancio de la noche anterior, no fue diferente. Pero se quedó un poco en la cama, reflexionando sobre todo lo que había ocurrido, y volvió a preguntarse a dónde estarían mandando el material. ¿Quizá a una pagoda japonesa? ¿A un desierto australiano? ¿O quizá a algún pueblo africano remoto?

«Bah! Si hay una manera de descubrirlo, ¡lo descubriremos!» concluyó filosóficamente.

Bajó a la cocina y encontró a Drew, que estaba preparando un copioso desayuno para dos.

Se saludaron y atacaron con gusto los huevos con panceta acompañados de un buen té.

Hablaron poco mientras comían, porque no tenían mucho tiempo.

Acabado el desayuno Drew llamó a la secretaría de la Universidad para informar de que llegaría tarde.

Marlon, sin embargo, no tenía clases esa mañana, así que estaba libre.

Se prepararon y salieron.

Lo primero que hicieron fue ir a ver a un notario amigo de Drew. Después de unas explicaciones breves, el notario ordenó preparar un documento en el que se declaraba que en una cierta fecha los señores Lester Drew y Joshua Marlon habían descubierto un efecto físico, descrito sucintamente, y que este efecto era producido por un instrumento construido por Drew y oportunamente regulado por Marlon. Del gato no se hablaba.

Después de firmar, entraron en el coche y Drew condujo hasta el aparcamiento cercano al despacho del rector.

Se hicieron anunciar y pocos minutos después entraron.

El rector McKintock ocupaba ese despacho de manera espartana y sin florituras. Solo lo esencial y lo útil tenían cabida en ese local. El aspecto mismo del rector emanaba sobriedad y eficiencia.

—Drew, amigo mío, ¿qué puedo hacer por ti? —Tan solo una ojeada a Marlon, sin saludarlo.

—Hola, McKintock. Tengo un descubrimiento.

Lo escueto de la afirmación de Drew hizo que la frente del rector se arrugara, colocándose la fría máscara que presentaba en su puesto de trabajo. Esa máscara debía expresar autocontrol y también control total sobre todo y sobre todos, y eso era una ayuda valiosa para mantener la escala jerárquica como debía.

McKintock sabía que Drew era bueno, pero no esperaba que, con sesenta años, el físico produjese algo especial, después de una vida transcurrida a la sombra de la enseñanza, digna pero anónima.

—¿Un descubrimiento? ¿Cuál?

—Mi estudiante Marlon y yo hemos creado un aparato capaz de intercambiar volúmenes de espacio de manera instantánea y con poco gasto de energía.

El rector era profesor de filología, y la física era para él un mundo completamente etéreo e incomprensible. Conceptos como el espacio-tiempo, la relatividad o incluso la estructura del átomo le eran del todo extraños.

Creyó comprender lo que Drew había dicho, y lo miró con una sombra de sarcasmo. Después cogió simultáneamente un pisapapeles y el estuche de sus gafas, se cruzó de brazos y los cambió de sitio.

—No me parece un descubrimiento importante, Drew. Yo también lo puedo hacer con mis propias manos y sin la ayuda de instrumentos, como puedes ver.

—Estupendo, ¿pero tienes los brazos suficientemente largos para hacerlo entre Manchester y Pequín? —Drew conocía las lagunas científicas de McKintock, así como su propensión al sarcasmo, así que decidió responder con la misma actitud.

—¿Cómo? ¿Pequín? —El rector estaba confuso.

—Así es, Pequín —afirmó Drew—. Nuestro instrumento es capaz de efectuar el intercambio a una distancia que creemos que depende de cómo lo regulemos, pero seguramente hablamos de kilómetros, cientos, por no decir miles.

—¿Qué quieres decir con «creemos»? —McKintock ya había retomado el control de la situación.

—Que hemos trabajado esta noche y hemos conseguido obtener muchos datos fundamentales sobre el funcionamiento del dispositivo, pero todavía debemos establecer a dónde apunta el instrumento y cómo modificar esas coordenadas. Como el intercambio no ha ocurrido en el mismo laboratorio, obviamente, por el momento este es un dato que todavía tenemos que determinar.

Drew se había dado cuenta demasiado tarde de que ese «creemos» le había hecho perder la ventaja que tenía sobre el rector, y esto podría resultar problemático.

En ese momento se oyó un altercado en la secretaría. Un portazo, pasos rápidos y una voz femenina estridente que agredía a la secretaria, después otra vez pasos rápidos, con ruido de tacones, y la puerta del rector que se abría de par en par, de golpe, con la profesora Bryce entrando como una furia y llegando hasta la mesa, ignorando a los que estaban dentro.

A través de la puerta abierta, la secretaria, consternada, alargó los brazos y sacudió la cabeza, comunicando así al rector que no había podido pararla.

—¡Rector McKintock! —exclamó la mujer con voz alterada, casi gritando—, ¡esta vez es demasiado, realmente! ¡Mire lo que he encontrado esta mañana en la silla de mi despacho!

La profesora blandió una bolsa de plástico transparente, que contenía numerosos objetos de distintos colores.

—He llegado esta mañana a mi despacho, me he sentado..., pero encima de todas estas cosas. Mire qué asco: cristal, metal, plástico, y, oooh, ¡sobras de comida! Me han estropeado la falda y no sé si conseguiré arreglarla. Los estudiantes de segundo año se han pasado de la raya esta vez, y espero que usted tome las medidas necesarias. ¡En lo que me respecta, ya sé cómo ponerlos en su sitio!

Durante la diatriba, Marlon y Drew habían palidecido de golpe: habían reconocido en el contenido de la bolsa los materiales que habían intercambiado por la noche. El misterio del destino del instrumento estaba resuelto, pero ahora tenían un problema mucho más inmediato.

McKintock había permanecido impasible frente al enfado de Bryce, de hecho, bromas similares ocurrían con una cierta frecuencia y él consideraba que este caso fuese uno de tantos, sin poder relacionar el descubrimiento de Drew con los objetos del escándalo.

Drew comprendió la situación, y vio que la profesora estaba demasiado enfadada como para aceptar explicaciones: buscaba solo venganza. Así que dejó que el rector se apañase por sí mismo.

McKintock asumió una expresión severa de reprobación.

—Tiene toda la razón, profesora Bryce. Esos estudiantes no saben qué son la disciplina o el respeto hacia los profesores, y puede estar segura de que tomaré medidas inmediatamente para que se aplique un castigo ejemplar, tras el cual no tendrán ningunas ganas de hacer otra cosa que no sea estudiar.

Bryce aceptó la respuesta asintiendo con la cabeza secamente, después giró sobre sus tacones y salió a grandes pasos del despacho, dirigiéndose al aula de biología, su materia, para imponer su castigo personal a los estudiantes de segundo año con un examen escrito. Les daría una tarea imposible y la calificaría para que bajase la media de todos.

Esos chicos iban a ser las primeras víctimas del Intercambio.

En el despacho del rector, mientras tanto, el ambiente estaba volviendo a la normalidad después de ese paréntesis de furia, y Drew retomó la palabra.

—McKintock, olvídese de esos estudiantes. Esas cosas son nuestras. Ahora sabemos dónde apuntaba el instrumento: a unos trescientos metros al este del laboratorio de física.

El rector miró a Drew con aire interrogativo.

—¿Quieres decir que habéis sido vosotros, esta noche, los que habéis mandado todo eso a la silla de Bryce?

—Así es. He reconocido los objetos. Todos tenían la forma que esperábamos y los materiales eran los mismos. Los hemos mandado nosotros.

McKintock cambió radicalmente de expresión, intentó controlarse, pero en pocos segundos estalló en carcajadas, y tanto Drew como Marlon se asociaron sin retenerse.

—Con todos los sitios a donde podían ir a parar, y van justo al despacho de Bryce... ¡ja...ja...ja! —el rector reía como un loco.

—¿Has visto su cara? Parecía el apocalipsis en forma de mujer... ¡je... je...je! —dijo Drew, imitándolo.

Marlon reía de manera desenfrenada, sujetándose la tripa.

La hilaridad general duró unos cuantos segundos, y después, gradualmente, volvieron a la normalidad.

McKintock fue el primero en hablar.

—Bien, querido Drew, parece que tu descubrimiento es un descubrimiento de verdad, ya que yo no tengo unos brazos de trescientos metros de longitud y no habría podido hacerlo —miró al profesor de física con aire provocador—, así que ahora ¿qué intenciones tienes?

Drew no reaccionó a la provocación, limitándose a levantar la ceja con falso estupor.

—Quiero hacer público el descubrimiento, y quiero compartir los detalles del experimento con mis compañeros en el extranjero con cuyas universidades colabora la nuestra, para que lo puedan reproducir y estudiar. Necesitamos su ayuda para poner a punto la teoría que...

—Calma, calma, Drew. No tan rápido —lo interrumpió el rector—. Hacer público el descubrimiento está bien, pero comunicar todos los detalles no me parece oportuno. Sabes, nuestro ateneo necesita dinero, mucho dinero, y si este descubrimiento puede traérnoslo debemos guardar los detalles para nosotros mismos y aprovechar al máximo la ventaja que tenemos, es decir, ser los únicos en el mundo que poseen esta tecnología.

Drew se quedó paralizado durante unos instantes. No esperaba un comportamiento de ese tipo. Él siempre había visto la ciencia como algo que compartir con los otros, para que la humanidad pudiese progresar lo más rápidamente posible y de manera armoniosa, en el interés común. Tenía que luchar.

—McKintock, ¡maldito escocés! —exclamó con rabia apenas controlada—, ¿te das cuenta de lo que estás diciendo? Por un puñado de monedas que no se notarían en una Universidad como la nuestra, que ya está más financiada que el resto de Gran Bretaña, ¿pretendes que el descubrimiento de Marlon permanezca confinado entre estas cuatro paredes? ¿Cómo puede progresar la ciencia? ¿Cómo puede progresar la humanidad? Imagínate si... —buscó un ejemplo que el rector pudiese comprender—, si Guillermo Marconi no hubiese compartido la invención de la radio. Si ahora quisieses comprar una radio tendrías que ir a ver a sus descendientes, suponiendo que todavía construyeran radios, o bien olvidarte de ello y buscar otra cosa que te tuviera compañía mientras conduces hasta Liverpool cuando vas a ver a tu amiguita. Por ejemplo, un carillón.

McKintock no perdió la compostura.

—¿Y cómo crees que podría conseguir dinero con tu descubrimiento de otro modo?

—Bueno, organizando seminarios, escribiendo artículos en revistas del sector...

—Drew, sin duda alguna eres un físico óptimo, pero no tienes ningún sentido práctico. ¿No has pensado que tu instrumento, convenientemente regulado, podría permitir transferir materiales con fines comerciales? Actualmente, si queremos mandar un paquete de Manchester a Pequín debemos utilizar un correo que necesita días, en el mejor de los casos, y cuesta muchísimo. Con tu dispositivo la transferencia sería instantánea y, haciendo pagar, no sé, la mitad de lo que cuesta por correo, sería realmente interesante para todos. ¿Tienes idea de cuántos paquetes se mandan desde Manchester en un día? Yo no, pero supongo que serán miles. Extiende el mercado a Inglaterra, a Europa, al mundo...

Drew estaba confundido. No había pensado en esa posibilidad y ahora empezaba a comprender el punto de vista del rector, pero esto no lo distrajo de su cruzada por la ciencia.

—Escuche, McKintock, las aplicaciones comerciales siempre podremos estudiarlas a su debido tiempo, pero ahora es indispensable construir una teoría que explique el funcionamiento del aparato y permita regularlo correctamente. Sin esta teoría el dispositivo es inutilizable, a menos que quiera limitarse a mandar caramelos a la silla de Bryce. El efecto del intercambio está completamente fuera de toda teoría conocida, y es muy difícil que Marlon y yo solos, incluso con la ayuda eventual de nuestros compañeros de aquí, podamos llegar a un resultado satisfactorio en un tiempo razonable. Cuando tengamos la teoría tendremos que construir más aparatos y estudiar cómo mejorarlos y hacerlos más eficaces. O sea, necesitamos la ayuda de las mejores mentes del circuito, y esto no es negociable —concluyó Drew con firmeza.

El rector sopesó atentamente los argumentos de Drew, y finalmente convino que para ganar dinero con el dispositivo era necesario saber cómo funcionaba y por qué funcionaba.

—De acuerdo, Drew, me has convencido. Hagamos lo siguiente: seleccionemos un grupo reducido de científicos de quien podamos fiarnos, acordamos con ellos una compensación adecuada, compartimos la información e intentamos llegar lo más rápidamente posible a la definición de la teoría de la que hablas. Cuando tengamos la teoría y los aparatos funcionando como queremos, solo entonces, haremos público el descubrimiento. Hasta ese momento no podréis hablar de ello con nadie sin mi autorización.

Drew no estaba satisfecho. Era un idealista y no podía concebir que todo se redujese a una cuestión de vil dinero.

—Pero el progreso, la ciencia... —inició con tono amargo, pero McKintock lo interrumpió.

—El mundo progresará y la ciencia se enriquecerá con vuestro descubrimiento, pero no veo nada malo en que contribuya también a aumentar los ingresos de esta universidad. Necesitamos dinero de verdad, Drew, y créeme cuando te digo que tengo que atrapar al vuelo todo lo que sea para conseguir unos céntimos más. Bueno, estamos de acuerdo —estableció por su cuenta—, prepara la lista de los científicos con los que quieres hablar y tráemela. Empezaremos inmediatamente.

Drew capituló, desmoralizado.

—Bien —replicó con tono apagado—, nos vemos esta tarde.

Se levantó y, seguido por Marlon, que no había dicho ni una palabra durante todo el encuentro, salió del despacho.

El aire fresco de marzo entró en sus pulmones, vivificante, y eliminó la sensación de opresión que sentían. El cielo azul presentaba algunas estrías de cirros blancos. El sol brillaba con fuerza.

Marlon intervino:

—Ha sido difícil, ¿eh?

Drew no respondió.

El Nobel tendría que esperar.

Capítulo V

—¡Oooah!

Era de noche y Marlon estaba haciendo el amor salvajemente con Charlene Bonneville, su novia. Llevaban más de una hora con el asunto, y durante todo ese tiempo habían hecho tanto ruido que el gran final no pasó desapercibido. Desde las habitaciones adyacentes llegaron reacciones de distintos tipos.

—¡Basta! ¡No lo soportamos más! ¡Queremos dormir!

—¡Vamos, Charl! ¡Que vean de qué estamos hechos nosotros, los psicólogos!

—Esa mulatita te pone a cien, ¿eh?

—¡Si te atrapo mañana te rompo las piernas!

Pero Marlon ya no sentía nada. Después de su actuación se había derrumbado al lado de Charlene, boca arriba, y se había dormido inmediatamente, empapado en sudor, y en estado cataléptico. Ciertamente, esa era la condición a la que estaba abonado esos días. Todavía llevaba el preservativo, y la chica se rio al ver lo ridículo que resultaba Marlon en esa situación. Su participación en el acto sexual había sido portentosa, como siempre, de hecho, a ella también le gustaba hacer el amor intensamente, usando todo su cuerpo y realizando una actividad física notable, pero, como muchas otras mujeres, mantenía el control de la situación. Su mente estaba siempre despierta y atenta a cómo se desarrollaban las cosas. Valoraba y juzgaba, y memorizaba para el futuro.

Marlon, por el contrario, se dejaba llevar completamente por los instintos primarios, se volvía un animal gobernado por las hormonas y se comportaba como tal. El final de sus coitos era a menudo pirotécnico, pero aquella noche había llegado a un paroxismo superior a todas las otras veces.

Charlene fue al baño para darse una ducha, pensativa.

El tan vituperado instinto femenino es una realidad; de hecho, ella sentía que había algo nuevo en su novio. A lo mejor se sentía más atraído por ella, pero no le parecía probable, porque Marlon estaba tan enamorado de ella que una atracción mayor no habría sido posible.

El agua caliente se deslizaba agradablemente por su cuerpo, la masajeaba generosamente y la relajaba, después de tanta actividad.

«No, es otra cosa», pensó Charlene, «más de una vez parecía que estuviese a punto de decirme algo, esta noche, pero siempre se ha retenido. Quién sabe por qué».

Cerró el grifo de la ducha y se envolvió en un albornoz amarillo, suave y esponjoso.

Se secó vigorosamente, frotando con energía todo el cuerpo, y dejando que el tejido absorbiera el agua del pelo, y luego encendió el secador.