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El Criterio De Leibniz
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El Criterio De Leibniz

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El Criterio De Leibniz
Maurizio Dagradi

TEKTIME S.R.L.S. UNIPERSONALE

Delia Sanz Nieto

Un descubrimiento científico casual es el inicio de una aventura impactante que llega a los límites de la ciencia y empuja para superarlos. Los protagonistas son arrastrados por caminos inusuales e inesperados, y se enfrentan a situaciones completamente fuera de lo normal. La aventura de la ciencia y la tecnología también se convierte en aventura interior para algunos de ellos, que descubren aspectos de su vida privada y de su propia sexualidad desconocidos hasta entonces. En una rica secuencia de eventos interesantes y giros de la trama, la historia envuelve al lector y lo mantiene en suspenso desde el principio hasta el final.

EL CRITERIO DE LEIBNIZ

de

Maurizio Dagradi

Traducción de Delia Nieto Sanz

(Título original: «Il criterio di Leibniz»)

Prefacio

A nadie le gusta leer los prefacios, incluido yo mismo, así que seré breve.

Este libro quiere contribuir a abrir la mente de muchas (demasiadas) personas escépticas que no sienten instintivamente que el universo bulle de vida, o que todavía no han afrontado el problema.

Quien haya intentado explicarles de manera más o menos argumentada, más o menos científica, más o menos filosófica cómo son las cosas en realidad se habrá dado cuenta de que el número de personas a las que ha conseguido convencer seriamente es irrisorio con respecto al número de sujetos interpelados. No sé por qué; no sé si es por el patrimonio genético, o por la información que la persona haya podido recibir en su infancia, o por qué otra razón. El hecho es que esta situación trágica es degradante para la raza humana, que es sólo una de las numerosísimas razas diferentes dispersas en el universo.

Me gusta pensar que en este momento otro iluso y presuntuoso como yo esté escribiendo un prefacio parecido de un libro parecido en el primer planeta de Epsilon Eridani para intentar convencer a sus lectores de que puede haber otras razas con solo dos piernas y dos brazos, y que a lo mejor no respiran formaldehido líquido.

Post-prefacio

Si habéis llegado hasta aquí, os amo. Os amo porque ya tenéis la Chispa, o La queréis encender.

Mientras tanto, decid adiós a los que por ahora no lo han conseguido y ahora me están maldiciendo con las ofensas más sangrientas y más degradantes que su léxico puede exprimir. Irán a la tienda donde han adquirido incautamente este libro, lo tirarán sobre el mostrador con fuerza e intentarán que se les devuelva el dinero o que se lo cambien por otro, mostrando al vendedor incapacitado su enorme indignación por el hecho de que un editor haya tenido el pésimo gusto de publicar una tal porquería. Estos individuos no nos acompañarán nunca en nuestro creer en una Verdad, si es que alguna vez ha habido una que lo mereciese y no fuese una religión, que requiere un acto de fe.

Prólogo

El helicóptero de combate levitaba a diez metros de altura sobre el pantano pestilente, con el rotor de cola parándose a ratos, haciendo que el fuselaje empezase a girar en su sentido natural, opuesto al del rotor principal. Inmediatamente después el rotor de cola volvía a funcionar, y el delicado equilibrio se restablecía de nuevo con peligrosos bandazos hasta la vez siguiente, que podía ser la última. Sin el rotor de cola el helicóptero habría entrado en autorrotación y se habría perdido toda posibilidad de gobernar el aparato.

En la cabina, el piloto luchaba para mantener la estabilidad y la posición, accionando los mandos con una delicadeza y una precisión que contrastaban de manera onírica con su estado: de su hombro izquierdo salía un trozo de cristal proveniente del parabrisas, hundido al menos cinco centímetros en la carne; alrededor de la herida el traje estaba empapado de sangre que se extendía rápidamente hacia el brazo y el tórax del hombre. Muchos otros fragmentos de cristal estaban esparcidos sobre sus rodillas y por el suelo del habitáculo.

A su derecha, el copiloto yacía volcado hacia atrás, sujeto al asiento, degollado por otro trozo de cristal. La sangre borbotaba copiosamente de la carótida seccionada, bombeada sin parar por su corazón ignaro.

El comandante intentaba mantener el helicóptero sobre la posición establecida, pero para ello solo contaba con referencias visuales, ya que cuando el parabrisas había recibido el golpe y los fragmentos les habían saltado encima, al ver la herida de su compañero había vomitado sobre el panel de control, y casi todos los instrumentos habían quedado cubiertos por un líquido amarillento, e invisibles. Con el rotor de cola seriamente dañado, no podía permitirse quitar una mano de los mandos, ni siquiera durante los pocos segundos necesarios para limpiar lo suficiente los instrumentos fundamentales.

Sus únicas referencias eran el horizonte lejano, sobre el cual floraba la luz violeta, innatural, del crepúsculo de ese maldito lugar, y los bosques oscuros a su izquierda, de los que habían surgido pocos minutos antes los otros miembros de la expedición.

En el área de carga, detrás de la cabina de pilotaje, dos soldados yacían en el suelo en posiciones absurdas, como dos sacos de patatas arrojados sin cuidado. El primero era robusto, de mediana estatura, con el pelo negro y la barba de algunos días. Su pierna derecha estaba sujeta con una férula para mantener alineado el fémur destrozado; habían cortado sus pantalones y le faltaba la bota. Toda la pierna estaba cubierta con sangre coagulada. El hombre estaba inconsciente por la pérdida de sangre causada por la brutal fractura. Su ritmo cardíaco era lento y débil, su cuerpo estaba frío, con una palidez mortal.

El segundo soldado era una mujer. Era rubia, con pelo corto, apelmazado por la sangre que goteaba de una herida enorme en la cabeza, sobre la oreja izquierda. Una porción de piel de un diámetro de al menos seis centímetros había desaparecido, junto al pelo que la cubría, y esa deformación resultaba absurda al lado de las facciones suaves de la chica, mandíbula redondeada, barbilla discreta, nariz ligeramente puntiaguda y labios carnosos. Sus ojos estaban cerrados, pero los párpados se movían como a sacudidas, sin llegar a abrirse. Sus labios temblaban, como pronunciando un discurso silencioso, y su cuerpo era recorrido por los escalofríos provocados por la fiebre alta.

Los uniformes de ambos eran completamente anónimos, carentes de cualquier símbolo. Ningún escudo con el nombre, ningún grado, nada que pudiese identificarlos. Eran SAS, Special Air Service, la unidad de fuerzas especiales mejor preparada del mundo. Eran combatientes superiores, preparados para operar y sobrevivir en condiciones imposibles, con cualquier clima y contra cualquier enemigo, rápidos, eficientes, mortales. Sus misiones siempre eran secretas, por lo que su identidad debía ocultarse.

Y ahora estaban inermes y eran sacudidos de un lado para otro con cada bandazo del helicóptero, mientras lo único que impedía que cayeran era una cuerda atada a su cintura y asegurada a un asa del compartimento de carga.

Las armas de a bordo estaban completamente descargadas, incluida la novísima arma de plasma, que ahora se balanceaba medio fundida fuera de su soporte, bajo el vientre del helicóptero. Era el primer prototipo, y no estaba previsto que debiese disparar continuamente durante un periodo prolongado. Y todo esto solo por intentar llegar al punto de contacto y mantener la posición.

—¡Adams! ¡Prepárate para descender! —la llamada llegó fuerte y clara a los auriculares del piloto.

Justo en ese momento el rotor de cola vaciló otra vez, pero el piloto recuperó rápidamente el equilibrio, mientras respondía:

—¡Listo, señor!

Bajo el helicóptero, en la cuenca formada por el giro de las palas sobre el agua pútrida, tres figuras estrechamente reagrupadas eran arrastradas por el flujo cíclico de aire que se abatía violentamente sobre ellas.

El comandante Camden estaba disparando sin cesar hacia los bosques con la ametralladora de campo, sujetándola con el brazo a pesar de su tamaño prohibitivo. El arma estaba caliente y era pesadísima. El soldado apretaba los dientes mientras la sostenía con sus manos quemadas, el dedo contraído sobre el gatillo, los ojos inyectados en sangre, expresando un odio feroz, inextinguible, que se convertía en un torrente de balas que el cañón negro de aquel instrumento de muerte vomitaba sin pausa. Camden estaba cubierto de sangre de los pies a la cabeza, en parte por algunas heridas superficiales en el tórax y en los brazos, pero, sobre todo, por la sangre de los compañeros heridos a los que había ayudado y arrastrado hasta el punto de recogida.

—¡Comandante!

Camden oyó a malas penas a la chica que gritaba para superar el martilleo continuo de la ametralladora. Con los pies firmemente anclados en el fango del pantano, sujetaba por debajo de los brazos a un chico inconsciente, de piel oscura, que yacía boca abajo y estaba medio sumergido en el agua. Su cabeza se balanceaba inerte, la boca entreabierta, los ojos cerrados. De una enorme herida en su abdomen salía parte de sus tripas.

La chica miraba con desesperación hacia el bosque, después al chico herido, después al comandante que seguía disparando. Estaba llegando al límite de sus fuerzas, el pelo negro estaba pegado a la cabeza por el sudor y la mugre, que recubrían todo su cuerpo de color de café con leche, al que se adhería la ropa empapada de fango maloliente.

—¡Mayor! —volvió a llamar, con un grito histérico.

Camden le respondió gritando a su vez, sin dejar de vomitar fuego hacia el bosque.

—¡Ahora tenemos suficiente ventaja para que el helicóptero pueda aterrizar!

»¡Adams! ¡Ahora!

—¡Roger

(#litres_trial_promo), Señor!

Adams inició el descenso, pero cuando estaba a unos seis metros de cota el rotor de cola se paró y el helicóptero entró en autorrotación. El piloto intentó inútilmente hacer funcionar el rotor, al mismo tiempo que maniobraba para intentar elevar el aparato.

—¡Emergencia, emergencia! ¡Quitaos de ahí! —gritó Adams.

Camden percibió el helicóptero fuera de control por el rabillo del ojo, y comprendió la situación inmediatamente. No tenían tiempo para huir, y, de todas formas, ser aplastado por el helicóptero que se precipitaba era preferible al atroz destino que se aproximaba desde el bosque. En su cara se pintó una sonrisa irónica y su mirada se iluminó con una luz diabólica, la expresión de un hombre que mira cara a cara a su propia muerte, y al desafío que se le presenta. Siguió disparando brutalmente en la oscuridad, sin ni siquiera sentir el dolor del metal incandescente o el peso del arma.

La chica comprendió.

—¡No! —gritó desesperada, con toda la energía que le quedaba—. ¡No, no, no! ¡Ahora no! —sollozó desesperada—. Estábamos tan cerca, tan cerca... ¡¿por qué?! ¡¿Por qué?!

Bajó la mirada hacia el chico herido, y un inmenso desaliento le anegó el alma. Estaban a un paso de la muerte, ahora.

Su corazón palpitó.

Y en ese momento terrible, mientras sujetaba a su chico, con el helicóptero que podía aplastarla en cualquier momento, con el tronar de la ametralladora que le descomponía los miembros, y con las piernas sumergidas hasta los muslos en aquella agua fétida, sus pensamientos se centraron en aquello que ella había ignorado durante tanto tiempo, y que había encerrado en una esquina recóndita de su memoria.

Levantó su mirada al cielo, y con las lágrimas que le regaban las mejillas azotadas por el viento cíclico generado por el helicóptero averiado, empezó a rezar.

—Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre, venga a nosotros tu Reino, hágase tu Voluntad así en el cielo como en la tierra...

Primera parte

«Estás con nosotros, Ryuu,

estás con nosotros.

Cada noche vendremos contigo sobre el mar negro,

y sabremos que nos estás esperando

con tus fuertes brazos abiertos.

Subirás al barco como la espuma de las olas

y a nuestro lado, junto a nosotros, tirarás las redes,

como las noches pasadas,

cuando tus ojos y tu sonrisa

nos hacían afrontar la tempestad con alegría.»

Noboru.

Capítulo I

Todo empezó de manera casual, como sucede a menudo en estos casos.

El estudiante Marlon se disponía a recoger los instrumentos que estaban sobre la mesa de un laboratorio de física de la Universidad de Manchester, gruñendo, irritado, porque el profesor Drew le había impuesto hacerlo cuando estaba saliendo para a ir a casa.

—Recoge mi experimento, Marlon, antes de irte, ¡de todas maneras no funciona! —le había ordenado.

¿No podía esperar al día siguiente? Ya era tarde, por la noche, ¿quién diablos habría venido a controlar si habían dejado el laboratorio ordenado?

—¡Bah! —suspiró, resignado, Marlon—, el camino de la física pasa también a través de las angustias de los profesores viejos.

Había apoyado su bocadillo de jamón en una placa de acero que habían utilizado para el experimento, ya que acababa de desenvolverlo justo antes de que Drew le diera la orden, y aquella superficie le parecía la más limpia del laboratorio en ese momento.

Iba a coger unos aparatos cuando el gato del laboratorio, de pelo largo anaranjado, saltó ágilmente sobre la mesa, caminó sobre el teclado del ordenador, mordió la parte superior del bocadillo, apartó con sus patas algunas regulaciones micrométricas y, finalmente, saltó al suelo. Todo en unas pocas décimas de segundo.

Marlon dejó escapar un grito ahogado y empezó a perseguir al gato, el cual se refugió en un instante en lo alto de la estantería más alta del laboratorio.

El estudiante llegó furioso al pie de la estantería, agitando los puños en dirección al gato y haciéndolo objeto de adjetivos poco amables, y luego, como persona razonable que era, estimó que la energía requerida para una recuperación incierta del alimento robado era superior a la energía que este le habría proporcionado, así que se calmó y se dio por vencido, pensando que, de alguna manera, así salía ganando él. Dirigió una última mirada de reprobación al gato y volvió a la mesa.

Cuando se encontró delante de los restos de su pobre bocadillo y lo observó, se bloqueó de golpe y, a medida que la conciencia se abría camino en su mente, fue entrando en una especie de trance, con los ojos fuera de las órbitas, disparados, fijos en el bocadillo, mientras un sudor frío salía de su frente y empezaba a gotear copiosamente por su cuerpo, ya de por sí húmedo, con la ropa empapada, las manos temblorosas, los pulmones con espasmos buscando aire desesperadamente.

Más o menos en el centro del bocadillo, un poco hacia arriba a la derecha, faltaba un trozo, y ese trozo no era de una forma cualquiera, lo que habría hecho pensar que era un trozo que el gato había arrancado junto al resto. No, era una porción de unos cuatro centímetros de longitud, ancha un centímetro y ondulada paralelamente a los lados más largos, los horizontales.

No había indicios de quemaduras, migas o residuos de cualquier otro tipo, olores o vapores de combustión. Simplemente, esa parte del bocadillo ya no estaba.

Ese trozo con forma de sándwich había sido ¿desplazado?, ¿desintegrado? ..., ¿qué?

En la cabeza de Marlon pasaron a la velocidad del rayo todas las hipótesis de las que tenía conocimiento, ortodoxas o no, y mientras tanto la catalepsia empezó a retirarse, la respiración tornó progresivamente a la normalidad y él retornó al presente.

Marlon no lo sabía todavía con certeza, pero la Historia de la humanidad estaba en un punto de inflexión crucial.

En ese momento.

Para siempre.

Capítulo II

Prestando mucha atención para no tocar mínimamente la mesa, y con la mirada fija en el gato, ovillado en la estantería a unos diez metros de distancia y dispuesto a mordisquear el trozo de pan, Marlon se movió hacia el teléfono instalado en la pared, a su espalda. Intentó recordar el número de casa de Drew: lo había llamado una vez para pedirle ayuda sobre una tarea. Acababa en 54, ¿o en 45?

—Oh, ¡al infierno!

Compuso el primer número y, después de una breve espera, el profesor respondió al teléfono:

—¡Cof...! ¿Dígame? —el profesor estaba resfriado.

—Profesor, soy Marlon, creo que sería mejor que volviera inmediatamente al laboratorio, hay algo que tendría que ver y...

—¡Marlon! —lo interrumpió Drew, sin mucha ceremonia—, sabes que he tenido un día complicado: el rector me ha comunicado que los fondos para nuestro laboratorio han sido recortados en un cuarenta por ciento y... cof... parece que, encima, no me dejarán jubilarme este año. ¡Espero que sea por una razón muy, muy importante!

—Bueno, profesor, creo que, si no lo quiere también usted, el Nobel será todo para mí.

—¿Qué estás diciendo, Marlon? ¡No tengo tiempo que perder con bromas!

Marlon no perdió la compostura.

—Es su experimento, profesor. Produce un efecto que...

El estudiante percibió una brevísima conmoción y, pocos segundos después, oyó un portazo. Todavía podía oír los ruidos de la casa de Drew. La televisión estaba encendida y soltaba vacuidades como siempre. El profesor ni siquiera había colgado el teléfono.

Marlon volvió a vigilar el experimento, sin olvidarse del gato para evitar un segundo asalto que seguramente habría tenido consecuencias desastrosas. El animal estaba comiéndose el bocadillo a mordiscos pequeños, pero con cada mordisco la comida disminuía inexorablemente, y el gato empezaba a mirar la mesa con discreción.

Drew no llegaba.

Marlon maldijo no haber dado nunca de comer a ese gato, y es que sabía que otros estudiantes se ocupaban de él. Lo que no sabía es que ese día esos estudiantes habían ido a una conferencia y no habían dado de comer al gato, convencidos de que Marlon se habría ocupado de ello.

Mientras tanto el michino había acabado el bocadillo y se estaba estirando, sin quitar los ojos de la mesa. Marlon empezó a sudar, sin saber cómo hacer, cuando oyó el ruido de la puerta de un coche que se cerraba y un corretear rápido por el camino de acceso al laboratorio.

La puerta se abrió de golpe y entró Drew. En cuanto su cabeza pasó por el umbral de la puerta sus ojos abarcaron la escena entera y valoró rápidamente la situación: Marlon estaba inmóvil delante de la mesa, con los ojos fijos en el gato, que parecía seriamente motivado en atrapar un bocadillo sobre la placa del experimento, que parecía todavía montado.

Drew tenía una buena relación con el gato y resolvió el impasse de manera absolutamente banal: