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El Criterio De Leibniz
El Criterio De Leibniz
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El Criterio De Leibniz

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—Pero... ¿y las llaves? Las tengo yo... ¿cómo podréis...? —Desorientado, miró al hombre sentado a su lado. Este devolvió la mirada con una expresión significativa—. Ah... entiendo... no las necesitáis...

Fuera, el último hombre ya había entrado en el coche de McKintock y había encendido el motor; estaba listo para salir.

Durante la acción Boyd había salido del furgón y había fingido controlar un neumático, para justificar delante de posibles observadores la extraña maniobra que había realizado. En cuanto vio al coche gris que venía hacia él comprendió que la operación estaba acabada y volvió a entrar veloz como un rayo en su vehículo, conduciéndolo a continuación a una velocidad moderada, como si no hubiera pasado nada. El coche gris salió del aparcamiento y lo adelantó, ágil y silencioso, seguido por el coche de McKintock a pocos metros de distancia.

El aparcamiento permaneció indiferente, esperando a los propietarios de los otros vehículos. Estos llegarían poco a poco.

La acción entera no había durado más de diez segundos.

En un cuarto de hora el pequeño convoy ya estaba en la autopista hacia Manchester, avanzando a una velocidad sostenida, y manteniéndose constantemente en el carril para adelantar. El conductor del primer coche, el que llevaba a McKintock, procedía con seguridad y concentración. Estaba acostumbrado a desenvolverse en las situaciones más complicadas, y el tráfico de primera hora de la mañana no era nada comparado con las persecuciones que realizaba de vez en cuando. No decía nada, pero controlaba sistemáticamente que el coche de McKintock los siguiese a poca distancia. Su compañero de conducción, en el coche del rector, era un experto como él, especialista en atacar repentinamente cualquier tipo de vehículo del cual hubiera que tomar el control instantáneamente, sometiendo eventualmente al conductor hostil y saliendo rápidamente hacia la destinación justa, incluso evitando al mismo tiempo del fuego enemigo.

El hombre sentado detrás junto a McKintock levantó las cortinas, y el paisaje campestre empezó a desfilar veloz a su lado.

McKintock, mientras tanto, había podido relajarse, y había empezado a reflexionar. ¿Qué podía querer la policía de él? ¿Había hecho, quizá, algo grave? ¿Qué acto suyo podía justificar una captura de ese tipo? Porque se sentía capturado, sí, lo habían cogido como si fuera un delincuente a la salida de un bar oscuro. ¿Cómo osaban? Él era el rector de la Universidad de Manchester. Tenía que haber un error. Recuperó su valor y pasó al contraataque.

—Escuche, señor —se dirigió al hombre sentado a su lado.

—¿Sí? —respondió este, mirándolo con aire de suficiencia.

—Enséñeme su distintivo otra vez, si no le importa.

—Cuando lleguemos —fue la respuesta, seguida de una mirada penetrante y significativa, acompañada de una mano que, de manera despreocupada, metía bajo la chaqueta, cerca de la axila izquierda.

McKintock siguió inevitablemente ese movimiento y se asustó. Decidió que no era el momento de hacer más preguntas. A pesar de todo, aquellos parecían realmente ser policías y no le habían tocado ni un pelo, después de todo, así que se relajó contra el asiento y esperó a que los hechos siguieran su curso. Sentía una enorme curiosidad, además; curiosidad y preocupación, porque no podía imaginar qué podían querer de él.

Fuera lo que fuera, lo iba a descubrir pronto. Antes de lo que hubiera creído se dio cuenta de que estaban entrando en Manchester, con su coche pisándoles los talones como si estuviera enganchado con una cuerda de acero. El hombre junto a él bajó las cortinas de las ventanillas, e incluso colocó un tejido más grueso que separaba los puestos delanteros de los traseros. También bajó un parasol delante de la luna trasera, de manera que el paisaje que les rodeaba resultaba completamente oculto. McKintock no podía saber hacia dónde se dirigían en el interior de Manchester, que conocía tan bien.

Después de unos veinte metros el coche se paró.

El hombre que estaba a su lado salió del coche y le abrió la puerta.

—Salga —le ordenó secamente.

McKintock salió, titubeando, y se encontró en un aparcamiento subterráneo, con muros de cemento armado bien acabado y pocas luces, aquí y allá, en las paredes. Su coche ya estaba aparcado al lado, y el hombre que lo había conducido lo estaba cerrando con un mando a distancia negro, extraño y anónimo. Lo cogieron por los codos, pero él hizo un gesto de que iba a colaborar.

Uno de los hombres asintió, y, caminando a su lado, lo condujeron hasta un ascensor estropeado en la pared frente a ellos. Entraron, McKintock y los otros tres, y uno de ellos apretó un botón blanco, sin número. Los otros botones tampoco tenían número, en realidad.

«Vaya, qué ascensor más raro», pensó McKintock.

Un breve ascenso y después la puerta se abrió a un pasillo blanco sucio, sucio en el sentido de que las paredes tenían moho, marcas de zapatos, surcos hechos por respaldos de sillas y, pareció a McKintock, extrañas marcas de color rojo oscuro. Algunas parecían casi huellas parciales de manos, como si alguien manchado de sangre se hubiera apoyado en la pared, manchándola. Esperaba estar interpretando mal. Mientras tanto la comitiva llegó hasta una puerta de madera blanquecina, desconchada y sucia como las paredes. Uno de los tres la abrió y lo acompañó dentro, obligándolo a sentarse en una silla del mismo estilo que lo demás, cerca de una mesa que había visto tiempos mejores.

El hombre cerró la puerta y se sentó en otra silla, a esperar. Los otros dos se fueron. El que se había quedado era el mismo que había estado junto a McKintock en el asiento posterior durante el viaje.

—¿Pero qué sitio es este? ¿Dónde me habéis llevado? —soltó, irritado, McKintock. Estaba acostumbrado a entornos de un nivel completamente diferente. Olía a humedad y a rancio, y en el suelo corrían sin ser molestadas algunas cucarachas. Las esquinas superiores de la habitación estaban cubiertas de telarañas gruesas y amarillentas, cargadas de polvo. Algunas arañas negras vivían tranquilamente en su interior, a la espera de alguna presa.

El hombre lo ignoró, y McKintock comprendió que habría sido inútil insistir.

Después de unos minutos se abrió la puerta y entró un hombre de unos sesenta años, con un buen traje azul y ojos con montura de concha.

—Buenos días, señor McKintock. Me llamo William Farnsworth, responsable de los Servicios de Seguridad.

¿«Servicios de Seguridad»? ¿Qué era? —se preguntó McKintock.

—Buenos días —respondió, hostil—. ¿Por qué me habéis traído aquí? ¿Qué queréis de mí? ¿Qué sitio es este? —preguntó cada vez más agresivo.

—Le hemos traído aquí —respondió Farnsworth, enfatizando fuertemente la primera sílaba, con voz imperiosa—, porque usted sabe algo que podría ser de importancia capital para este país —dijo, haciendo una pausa para crear más efecto—. Porque usted ama Inglaterra, ¿verdad? —dijo, jugando la carta del patriotismo, mirándolo brutalmente a los ojos.

—Eh... bueno... claro. Claro que amo Inglaterra. —Farnsworth derribaba una puerta abierta, porque McKintock era un británico leal y fiel, y amaba incluso a la reina, al contrario de muchos otros conciudadanos suyos. Completamente desmontado, cedió las armas—. ¿Qué queréis saber? Estoy a vuestra disposición.

—Tenemos conocimiento de un proyecto en el que está implicado —informó Farnsworth mirándolo a los ojos, pero esta vez sin animadversión—. Un proyecto que concierne una cierta Máquina capaz de desplazar cosas y personas a distancias medidas en la escala universal, e inventada por un cierto Drew. ¿Qué puede decirnos al respecto?

McKintock permaneció en estado de shock.

¿Cómo podían saber esto?

Ni siquiera él lo sabía hasta la noche anterior. ¿Cómo lo habían hecho? Era imposible que nadie hubiera hablado de ello, y, sin embargo, tenía que haber ocurrido, no cabía otra posibilidad. Palideció como un cadáver, después enrojeció violentamente, y finalmente encontró las palabras.

Suspiró profundamente antes de responder.

—No sé cómo han podido saberlo, pero eso que usted ha descrito de manera tan concisa es la realidad. Explicaré todo, pero al menos dígame qué son estos Servicios de Seguridad de los que ha hablado, y quién es usted realmente.

—Después —respondió secamente Farnsworth—. Se lo aseguro, sabrá todo a su debido tiempo. Mientras tanto, este es mi distintivo, si le sirve para tranquilizarse. —Agitó delante de sus ojos, brevemente, unas siglas similares a las que había visto durante la «captación» en el aparcamiento de Liverpool.

McKintock suspiró nuevamente, y comenzó a contar.

—Hace una semana un profesor de física de mi Universidad, el profesor Drew, vino a verme junto con un estudiante suyo, Joshua Marlon. Este muchacho había descubierto, por pura casualidad, un efecto producido por un dispositivo construido por Drew con otro objetivo. Él había informado a su profesor y, juntos, habían analizado el efecto. Resulta que el dispositivo puede intercambiar dos volúmenes de espacio recíprocamente, a la distancia que se quiera, incluso a una escala cósmica, con todo lo que contienen. Esto significa que la Máquina, como la llamo yo, puede ser regulada para apuntar a su compañero aquí —y señaló al otro hombre—, y transportarlo instantáneamente a otro sitio, poniendo en su lugar cualquier otra cosa. Si quisiera —y aquí McKintock empezó a disfrutar, tomándose una pequeña revancha—, podría ser transportado al fondo del mar, y en su lugar aparecería una buena salpicadura de agua salada —concluyó, levantándose de golpe de la mesa.

El hombre sentado se movió nervioso en su silla y miró serio a su jefe.

Farnsworth había abierto los ojos de par en par, impresionado, pero había recuperado el control rápidamente.

—Bien. O sea, que es verdad. ¿Y ya han hecho pruebas con esta... ... Máquina?

—Existe un pequeño prototipo capaz de desplazar objetos de pequeño tamaño. Con la ayuda de un equipo de científicos de entre los mejores del mundo, el profesor Drew ya ha podido construir la teoría del funcionamiento de la Máquina, y justo ayer por la tarde me había hecho partícipe de los resultados de las pruebas. Por eso me sorprende que ya estén al corriente de todo ello. Ahora —añadió, y miró directamente a los ojos a Farnsworth—, ¿puedo saber cómo han podido saberlo? Me debe esta explicación.

—Tenemos nuestros métodos. Y no se los puedo revelar, porque entonces se volverían ineficaces. Pero visto que ha colaborado, le diré esto: Los Servicios de Seguridad que yo coordino se ocupan de recoger información de todo tipo que pueda ser de interés para el país, y somos muy buenos haciendo nuestro trabajo.

—El Servicio Secreto, pues —constató McKintock.

—Sí —respondió simplemente Farnsworth—. Y si le revelo esta información es porque estoy convencido de que usted es realmente un patriota, y, por el puesto que ocupa, deduzco que es una persona con un gran sentido de la responsabilidad. La tecnología de la que dispone, sin embargo, puede ser de un valor incalculable para Gran Bretaña, en una magnitud que usted quizá no se haya comprendido todavía.

«¿Y cómo habría podido?», pensó McKintock, «solo me dijeron ayer por la noche lo que la Máquina puede hacer...»

—Porque, como sabrá —continuó Farnsworth—, nuestro país está viviendo un período de estancamiento económico y político. Con la tecnología que ha descrito, con la Máquina, Gran Bretaña tendría una ventaja tecnológica incalculable respeto a todos los demás países, y esto hace automáticamente que su proyecto tenga una importancia fundamental. De todo esto resulta que la Máquina se convierte a partir de ahora en un Secreto de Estado, y nadie, y digo nadie, puede saber de su existencia sin mi autorización. ¿Cuántas personas están al corriente?

Durante todo este tiempo McKintock se había limitado a escuchar y a asentir. La directiva de confidencialidad era la misma que él había impuesto a Drew y a los otros, y ahora se encontraba él mismo teniendo que asumirla. Así funcionaban las cosas.

Contó mentalmente.

—Unas diez, incluyéndome.

—¿Tantas? —se alarmó Farnsworth, perplejo—. ¿Qué relación tienen estas personas con usted? Quiero decir, ¿son de confianza? ¿Podrían revelar a otros la existencia de la Máquina?

—No. Yo mismo les impuse que el proyecto debía mantenerse en secreto, y estoy seguro de que han mantenido el pacto. Son todos científicos o colaboradores de integridad probada, y es su interés, al menos en esta fase de estudio y pruebas, que el proyecto se mantenga en secreto. Sabe, tendrán todo el mérito con las publicaciones científicas, el efecto será nombrado en honor a ellos, y todo eso —dijo y frunció el ceño, pensativo—. A pesar de todo, debo suponer que alguno de ellos haya hablado. Si no, no se explica cómo habéis podido obtener la información.


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