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—Tranquila —respondió afablemente.
Drew fue a su habitación y, con rapidez, se puso un traje deportivo. Bajó y se despidió de su hermana.
—Hasta luego. Adiós.
—Adiós.
La puerta se había cerrado apenas detrás de Drew y Timorina ya estaba sentada en el sillón. Con una sonrisa de oreja a oreja cogió el teléfono y compuso un número.
Llamaba a Cliff.
Drew se dirigió con buen paso a su cervecería preferida. Estaba en un callejón cerca de la Universidad y, a veces iba allí para respirar ese olor de madera antigua, bancos rígidos y grifos de cerveza enormes. Le gustaba ese mundo a la antigua usanza, con las luces tenues y los colores cálidos de los tiempos pasados. Lo frecuentaban mayoritariamente hombres maduros, como él, pero había visto también parejas de novios jóvenes que sabían apreciar una buena cerveza saboreada de la manera correcta en el lugar correcto.
El aire era fresco, incluso frío a aquella hora, y Drew lo respiró a pleno pulmón, revitalizándose a cada paso. Amaba su Manchester, formaba parte de aquella ciudad, y sentía que la ciudad formaba parte de él.
¿Y qué le hacía encontrar su Manchester ahora?
Pues bien: Schultz, que venía hacia él mirando a todos los lados un poco desorientado y caminando con paso titubeante. Cuando pasaba cerca de una farola su figura de guerrero teutónico emergía de la oscuridad como un tímido habitante de las tinieblas, para, después, desaparecer unos metros más lejos.
Drew sonrió divertido, porque encontraba la escena ridícula. Agitó la mano y lo llamó.
—¡Dieter! ¡Amigo mío!
Schultz miró en su dirección y agudizó la mirada.
—¡Oh! ¡Drew! —lo llamó, reconociéndolo solo después de unos instantes—. Amigo mío, ¡estoy feliz de encontrarme contigo! Estoy buscando un lugar agradable para cenar y no consigo orientarme. ¿Qué me aconsejas?
—Ningún consejo, ¡te invito! Estaba yendo a mi cervecería preferida, y allí ofrecen también una excelente cocina británica típica. Estoy seguro de que podrás satisfacer tu apetito de la mejor manera, y regar tu cena con una cerveza buenísima. ¡Por aquí! —Y lo cogió por el brazo haciéndole invertir el sentido de la marcha.
—Oh, bien, gracias, Lester —aceptó Schultz, siguiéndolo motivado—. Después del laboratorio he vuelto a mi alojamiento y te confieso que me desplomé sobre la cama con la ropa puesta. Me he dormido profundamente y me he despertado hace poco tiempo, con un hambre horrible. Me alegro de haberme cruzado contigo.
—Yo también me alegro. Una cerveza en compañía es lo mejor para hombres cansados tras un día como el nuestro —y le guiñó un ojo.
—A propósito de hombres cansados, ¡mira por quién viene por allí! —Schultz señaló con el dedo delante de sí, a unos cincuenta metros de distancia.
Drew siguió las indicaciones de su amigo. Estaban pasando por el parque Sackville, y una figura oscura estaba sentada, erecta, sobre el banco de Turing, al lado de la estatua del genio.
—¿No te parece que es...? —preguntó Schultz.
—Sí —confirmó Drew, aguzando la vista—. Sí, es él.
—Kamaranda —concluyó Schultz, asintiendo.
Caminaron en silencio hasta que llegaron delante del individuo, y allí mismo se pararon.
Kamaranda estaba inmerso en su meditación, como cabía esperarse. Pasó algún segundo y después, dándose cuenta de su presencia, se activó. Levantó la mirada y los reconoció. Una sonrisa e pintó en su cara del color del café, y se levantó sin decir ni una palabra. Se dirigió con ellos a la cervecería.
La taberna Ole Sinner estaba incrustada en un bloque de lo más corriente que bordeaba una calle pequeña y poco iluminada. Un farol amarillo evidenciaba la entrada del local, y una mesa de madera con una inscripción grande, groseramente grabada, estaba apoyada al lado de la puerta. La inscripción estaba pintada de color rojo oscuro, y algo desgastada por el paso del tiempo, como desgastaba estaba también la mesa que cada día desplazaban para barrer la acera y que luego volvían a colocar en su sitio. El aspecto exterior era típico del siglo XVIII. Una gran aldaba de bronce estaba fijada a la madera maciza de la puerta y daba la impresión de que había que usarla para que abrieran la puerta. Para nada. En cuando los tres hombres se acercaron a la entrada, un posadero con delantal y bigote al estilo de la época de la revolución industrial abrió la puerta. Les saludó amablemente y los llevó directamente a una mesa libre. Schultz y Kamaranda estaban perplejos, pero Drew les explicó el truco.
—Hay una célula fotoeléctrica sobre la puerta. Cuando alguien se acerca a menos de tres metros de la entrada, la fotocélula hace sonar un timbre en el interior y el posadero viene a abrir. Siempre está moviéndose y casi siempre llega a tiempo para abrir, y, si no, te lo encuentras en el umbral dándote la bienvenida. Da gusto ser recibido con hospitalidad.
Sus compañeros asintieron vigorosamente mientras se sentaban. En un mundo en el que el individualismo estaba volviéndose la filosofía de vida predominante, en el que el desinterés por los otros era la práctica cotidiana y el respeto hacia los demás ya no se enseñaba ni a los niños, encontrar un lugar en el cual se entusiasmaban con tu llegada y donde se esforzarían para agradarte te alegraba el corazón
Drew sonrió jovialmente, mirando a sus compañeros consultar el menú, satisfechos. Por su parte, él consultó la lista de cervezas, a pesar de que ya sabía lo que iba a pedir.
—¿Qué nos aconsejas, Drew? —preguntó Schultz, instalándose mejor en la pesada silla de madera maciza. Debía tener mucha hambre.
Kamaranda leía toda la lista rápidamente, esforzando los ojos en la luz difusa del local.
—Eso, ¿qué nos aconsejas? Tú aquí eres como el dueño de la casa —dijo el hindú, asociándose al alemán.
—Yo ya he comido, así que me tomaré una cerveza. Para vosotros, diría un buen bistec Balmoral, que es un bistec hecho en la sartén con champiñones, güisqui, nata y diversas especias. Está buenísimo y es muy nutritivo.
Los dos buscaron el plató en el menú y leyeron la descripción detallada.
—Muy rico, sin duda —aprobó Kamaranda. Schultz asintió convencido y cerró el menú, apoyándolo a un lado.
—Yo me tomaré una old ale —dijo Drew—. Es oscura, con mucha malta y tiene unos 6 grados. Creo que sería perfecta también para vuestro plato.
Schultz era un buen bebedor de cerveza, en tanto que alemán, y aceptó inmediatamente. Kamaranda se agregó, justo cuando llegaba el tabernero para tomar el pedido. Tenía una pequeña libreta de papel amarillo cuadriculado y una tiza desgastada por el uso. Drew pidió en nombre de todos y el tabernero se fue.
El local estaba medio lleno, cerca de siete u ocho mesas, casi todas ocupadas por gente de su edad. Pero había también una mesa con dos chicas que tenían ante ellas una jarra enorme de cerveza oscura y un plato ahora ya casi vacío. Tenían pinta de ser estudiantes universitarias, pero extranjeras. Con el pelo negro y las facciones latinas, Drew habría dicho que eran italianas o españolas. Reflexionó un poco, y después se acordó. ¡Pues claro! Las había visto caminar juntas por las avenidas de la universidad estos últimos meses, y una vez se había cruzado con ellas mientras hablaban con un compañero suyo, profesor de inglés. Concluyó que estaban allí para aprender inglés.
«Bien —se dijo Drew—, es bonito que haya jóvenes que sepan disfrutar de los placeres de la tradición inglesa». Y que esas chicas extranjeras estuvieran justo allí por esa razón le hacía muy feliz. Sentía que eso creaba un puente entre ellos, los profesores de siempre, y los miembros de nuevas generaciones que un día tomarían en sus manos el bastón de mando de la cultura y continuarían el trabajo esencial que era el bien más valioso de la humanidad: la difusión del conocimiento y el avance de la ciencia.
Estaba inmerso en esos pensamientos mientras Kamaranda y Schultz conversaban a dos. Pasado un rato el tabernero volvió con una bandeja grande y pesada para llevar todo lo que habían pedido.
La apoyó a medias en un lado de la mesa y distribuyó los platos y las cervezas. Solo de ver los platos se les hacía la boca agua, y las cervezas monumentales eran irresistibles. Cada uno de ellos aferró su jarra y la levantó en el aire para brindar.
—¡Al nuevo universo! —proclamó Drew en voz alta.
—¡Al Sistema! —declaró Kamaranda.
—¡A nosotros! —añadió Schultz, entusiasmado.
Los vecinos de mesa levantaron sus jarras y se unieron al brindis.
Bebieron ávidamente ese néctar de los dioses, fuerte, seco y sabroso, y después los dos extranjeros atacaron sus platos apetitosos.
Aquel era un momento de fiesta.
Aquella era su noche.
Se lo habían merecido.
Capítulo XVII
Cuando salió Drew, McKintock se quedó solo en su despacho. La puesta al día que acababa de recibir sobre el proyecto, con esas noticias tan positivas sobre el potencial de la máquina le había afectado enormemente. No conseguía concentrarse en las prácticas que estaba preparando; seguía pensando en los usos del nuevo dispositivo revolucionario. Curar las enfermedades actuando directamente en el interior del cuerpo, desplazar objetos a distancias inimaginables..., ¡transportar gente! Le parecía ser una lombriz que acabara de sacar la cabeza de la tierra por primera vez, y se estuviera dando cuenta de lo ilimitado y atractivo que era el mundo exterior. Una sensación de inmensidad se había apoderado de él, dejándolo sin aliento en el umbral del infinito.
Se esforzó para definir los últimos detalles de la práctica que iba a entregar a la señorita Watts por la mañana, para la redacción final. Su sentido del deber era inalienable, incluso en ese momento de exaltación, y era esto lo que hacía de él el hombre que él era.
Escribió la última nota y apoyó la pluma sobre el escritorio, y después tuvo una idea fulminante.
Se levantó de golpe, con las manos apoyadas al lado del documento, y se dijo: «¿Por qué no?».
Para celebrar el gran evento iría a ver a Cynthia, a pesar de que no era el día programado. Cierto, no podría decir la verdadera razón de aquella visita inesperada, pero seguramente ella se alegraría de verlo y pasarían una buena velada juntos.
Cerró deprisa el despacho, fue a su coche, y se sumergió en el tráfico nocturno, con dirección a Liverpool. Afortunadamente encontró varios semáforos verdes y en poco tiempo se encontró en la oscuridad, conduciendo hacia el oeste, cruzando solo algunos coches en la autopista tranquila. Condujo más rápidamente de lo normal, aunque siempre respetando los límites de velocidad, como hacía siempre, y rápidamente, sin darse cuenta, salió de la noche y entró en la pequeña ciudad costera.
El elegante barrio residencial donde vivía Cynthia estaba rodeado por el verde de un parque creado con ese fin con árboles de crecimiento rápido, macizos de flores de colores y césped cortado cada día al estilo inglés. Era una zona nueva, en la que los apartamentos refinados se armonizaban bien con el paisaje. McKintock dejó el coche en el amplio aparcamiento del edificio que contenía el apartamento de Cynthia y, a grandes pasos, llegó al panel de los timbres. Sonriendo, presionó el botón «Farnham», y esperó.
Pasó un buen minuto y no tuvo respuesta.
Perplejo, llamó de nuevo.
Después de medio minuto, una voz enfermiza salió por el altavoz.
— Mmm, ¿sí? ¿Qué pasa? ¿Quién es?
Era Cynthia, pero como no la había oído nunca antes.
McKintock se turbó.
—Soy Lachlan. Perdona mi visita imprevista, Cynthia, pero... ¿no estás bien?
—No..., no. Sube, Lachlan —y le abrió la verja.
McKintock entró veloz y cerró la verja detrás de él, recorrió con rapidez el camino que llevaba al edificio y entró en el portal. Con expresión preocupada llamó al ascensor; por suerte estaba ya en el piso bajo y la puerta se abrió inmediatamente. Aplastó el botó número cuatro y esperó impaciente hasta llegar arriba.
Cuando la puerta corredera se abrió, salió y giró a la derecha, encontrándose frente a la puerta blindada del apartamento de Cynthia.
Estaba entornada. La empujó con cuidado y, sorprendido, vio que el apartamento estaba completamente a oscuras. Buscó el interruptor a tientas, pero una voz le detuvo.
—Cierra la puerta y no enciendas la luz, por favor. —Era ella, con el mismo timbre de sufrimiento de antes.
McKintock cerró cuidadosamente la puerta y se encontró en la oscuridad más absoluta.
—Cynthia, pero ¿qué...?
—Me duele la cabeza, Lachlan. Un dolor de cabeza tremendo, y no soporto la luz.
—Oh... ah... eh... ¿qué puedo hacer? Me gustaría estar a tu lado... —balbuceó titubeante.
—Conoces el apartamento. Intenta llegar aquí, pero ¡no enciendas la luz! —concluyó con un lamento.
—Oh... eh... de acuerdo. Lo intentaré.
Sus ojos se estaban acostumbrando a la oscuridad y McKintock avanzó lentamente, paso a paso y tocando el muro, hacia el salón. La voz de Cynthia provenía de allí. Eran seis o siete metros, pero en la oscuridad total parecían un kilómetro. A mitad de distancia McKintock se sintió un poco más seguro y aceleró, pero enseguida la mano que tocaba el muro chocó con un adorno. Este cayó pesadamente al suelo con un ruido estruendoso.
—¡Aaah! —chilló Cynthia, sobrepasada por el dolor.
—¡Maldi...! —soltó McKintock, parándose en seco.
—¡Tampoco soporto el ruido! ¡Lleva cuidado! —gritó, presa del sufrimiento.
McKintock estaba empapado en sudor. No encontró otra solución que ponerse a cuatro patas y avanzar así, de rodillas, hacia la voz.
Tanteando, se dio cuenta de que el objeto que había caído era una pesada estatua de ébano que representaba un guerrero africano armado con una lanza. Esperaba que no se hubiera roto; le disgustaría causar pérdidas a Cynthia.
—Ya estoy casi. —Avanzó un poco más y llegó a su destino—. Aquí estoy. Querida, ¿qué tal estás? —le preguntó acurrucándose cerca del sillón sobre el que Cynthia estaba tumbada.
—Mmm, estoy mal —respondió ella, con una voz quejumbrosa—. Me siento mal, tan mal...
Él buscó su mano y se la cogió con delicadeza.
—Lo siento. Si lo hubiera sabido... si hubiera imaginado... lo siento —se sentía mal como no se había sentido quizá nunca en toda su vida. Al menos, no por una situación similar—. Pero ¿desde cuándo estás así? Nunca te he visto en este estado.
—Habla en voz baja, por favor —le suplicó Cynthia con una voz débil.
—Oh, perdona —susurró McKintock—. Perdóname, querida. Entonces, ¿qué te pasa?
—Me pasa que me duele la cabeza, ¿no lo ves? —respondió ella, irritada. Se sentía mal, era evidente, y sus reacciones no eran normales.
McKintock prefirió quedarse en silencio durante un rato para que ella se calmase.
Estuvo así unos cinco minutos, y después, en voz baja, intentó comunicarse.
—¿Puedes decirme algo?
—En cuanto he vuelto del trabajo me ha venido este dolor de cabeza —le respondió con dificultad, susurrando—. No sé ni qué hora es...
—Son las ocho —la informó McKintock, después de mirar su reloj con cuadrante fosforescente.
—Entonces hace dos horas que estoy así.
—¿Has comido?
—No. Cuando estoy así no puedo comer. Tendría náuseas y vomitaría todo. También me duele mucho el estómago. Tengo migrañas. Ese es mi problema. Como el de muchas mujeres.
A McKintock se le encogía el corazón. Había llegado allí en el peor momento posible, la había molestado y la había hecho sufrir todavía más con todo el jaleo que había montado, y ahora no tenía ni idea de qué hacer para ayudarla.
—¿Qué puedo hacer por ti, para que te encuentres mejor? —osó—. ¿Has tomado algo? No sé, una pastilla, un analgésico... algo que te ayude en estos casos.
Cynthia tragó y después tosió fuertemente, sujetándose el estómago con una mano.
—Sí, he tomado la única medicina que normalmente me hace algún efecto, pero la he vomitado enseguida, así que es como si no hubiera tomado nada. —Tosió otra vez, como si tuviera náuseas de nuevo—. Y no puedo tomar ninguna otra cosa. ¡No menciones más la posibilidad de que trague algo! —concluyó, lamentándose y algo nerviosa.
—No, no, está bien —consintió McKintock, consternado. Acurrucado allí, con uno de sus mejores trajes arrugado y por el suelo como un trapo, se dio cuenta de que tenía hambre. Había pensado cenar con ella, pero esto era imposible en vista de la situación. ¿Qué podía hacer? Intentó negociar un compromiso.