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—¡Aaah! —suspiró con voz alta, tirando el pañuelo y tensando los abdominales.
Maoko no dijo nada.
Empezó a pasar los dedos sobre el punto G, arriba y abajo, con una presión moderada y con un ritmo de un pasaje por segundo. De vez en cuando hacía fuerza con la otra mano sobre los abdominales, para que no se moviera. Novak empezó a levantar la cabeza de la cama, con el cuerpo contraído y la boca abierta en forma de «O», emitiendo un «Oooh...» continuo y gutural. Dejó el pañuelo y llevó los brazos hacia delante, agarrándose con las manos a los laterales del colchón y apretándolo con fuerza. Con cada pasaje de los dedos dentro de ella, la noruega subía y bajaba con la cabeza y parte del busto.
Maoko seguía impertérrita con su estimulación y dejaba que Novak se moviera libremente. Era lo que quería: la había contenido hasta ese momento para que explotase en el orgasmo supremo que una mujer pueda sentir.
Ahora el rostro de la mujer noruega era una máscara descompuesta, roja y empapada en sudor. También era rojo el cuello, del que las arterias emergían hinchadas y con fuertes pulsaciones; junto con los tendones tensos hasta el espasmo dibujaban una estructura manifiesta de tabla de anatomía cada vez que levantaba el busto. Su cuerpo brillaba cubierto de sudor y bajo las ingles la sábana estaba empapada de líquido vaginal.
Maoko arqueó ligeramente los dedos y, en vez de usar la punta de las yemas como había hecho hasta ese momento, comenzó a pasar las uñas por el punto G. Eran las uñas de una científica acostumbrada a hacer pequeñas manualidades, no demasiado largas y nada afiladas. Las pasó con decisión sobre la carne sensible en el interior de Novak, una y otra vez, mientras esta apretaba el colchón de manera espasmódica y jadeaba. Unos pocos segundos más, y la mujer noruega echó la cabeza hacia atrás improvisamente y gritó salvajemente con todo el aire que tenía en el cuerpo.
Maoko puso rápidamente su mano izquierda sobre su boca para que no se oyera por todas partes aquel grito tremendo.
Los abdominales de Novak se contraían y se relajaban a un ritmo frenético, descargando la energía devastadora de aquel orgasmo como nunca antes había sentido. El grito continuaba, sofocado por la mano de la japonesa.
Maoko esperó.
Pasaron muchos segundos hasta que las contracciones del cuerpo de Novak comenzaron a disminuir. El grito se fue atenuando hasta que cesó, y poco a poco la mujer noruega volvió a apoyar la cabeza en la cama. Soltó el colchón y abandonó los brazos a los lados. Maoko le quitó la mano de la boca y empezó a acariciarle el abdomen de nuevo. Delicadamente, empezó a sacar la mano derecha de su vagina. Se deslizaba fácilmente en el canal inundado de fluido vaginal, y los músculos estaban relajados por la dilatación a la que habían estado sometidos. En pocos segundos la mano estuvo fuera y Maoko constató que el guante había permanecido entero, a pesar de que había usado las uñas con decisión. Se alegró por esto, ya que para los japoneses la higiene es algo fundamental, y que persiguen de manera obsesiva.
Miró a Novak. Yacía inmóvil en la cama, con los ojos ausentes mirando el techo. La respiración se estaba volviendo regular. La cara retomaba poco a poco su color natural y el sudor se estaba secando rápidamente. Un minuto después dormía tranquila, con la boca medio abierta y la cabeza levemente girada hacia la derecha.
Maoko bajó de la cama, moviéndose con cuidado para no despertarla; tiró los guantes, apagó la luz principal y volvió a ponerse el pijama. Con extrema delicadeza, tiró de la manta a los pies de la cama y tapó a Novak para que no cogiera frío, después fue al armario y cogió una pequeña manta. Apagó la lámpara de la mesilla y, a tientas, fue hasta el sillón. Se tumbó de lado y se tapó con la manta.
Miró en la oscuridad durante unos minutos, pensativa, y finalmente se durmió.
Capítulo XVI
Drew se había ido del laboratorio junto a los demás y se estaba dirigiendo a casa. Ya era casi de noche y quería descansar, cerrar ese día infernal. ¡Había pasado alguna que otra cosa! La existencia tranquila y regular del maduro profesor de física se había puesto patas arriba de forma inesperada con ese descubrimiento increíble. Estos últimos días le habían hecho vivir cosas portentosas, con un ritmo trepidante, en un aumento continuo de gloria y emoción, mucho más de lo que había sentido el resto de su vida.
Caminando por la pequeña avenida, su mirada se posó casualmente en el edificio que albergaba el despacho del director.
«Tengo que decírselo», pensó.
Estaba cansado, pero se dirigió en aquella dirección de todas formas.
La luz se filtraba por la ventana de McKintock. Drew sabía que trabajaba más de lo que debía.
La señorita Watts ya se había marchado, así que llamó directamente a la puerta del despacho.
—Adelante —respondió una voz cansada—. Ah, eres tú, Drew. Entra, por favor, amigo mío. —En ese «amigo mío» había un afecto sincero, que Drew percibió. Quizá, en el fondo, McKintock no era solamente una máquina de dar órdenes siempre en busca de dinero. ¿O quizá sí? En este caso, esa manifestación inusual de amistad habría sido solo un agradecimiento por los beneficios que el rector preveía gracias al descubrimiento de Drew y Marlon, los cuales, por lo tanto, merecían ser tenidos en gran consideración.
Cierto, las ganancias serían para la Universidad, pero McKintock era un idealista, y hacer prosperar el ente que dirigía era un objetivo vital para él. Lo era hasta el punto de que se identificaba con la universidad misma, así que todo el bien que le hacía se lo hacía a sí mismo. Y por esto estaba todavía allí, trabajando, avanzando con prácticas administrativas que habrían podido ser gestionadas al día siguiente. Pero el rector sabía demasiado bien que podría surgir cualquier problema que habría impedido realizar esos trámites, lo cual habría provocado nuevos problemas, en una reacción en cadena que era mejor no comenzar.
—Lo hemos conseguido, McKintock —anunció Drew con voz cálida—. Tenemos la teoría de base y podemos estimar la energía necesaria para intercambiar distintos volúmenes a distancias dadas.
—Perfecto —se alegró el rector—. ¿Y hasta qué distancia podemos llegar?
—Podemos llegar a todas partes —respondió simplemente Drew, sentándose—.
—Es decir, ¿hasta Pequín, Moscú, Ancorage? ¿Dónde queramos?
—Allí, y no solo.
—¿Cómo «no solo»? —McKintock estaba un poco perdido. Reflexionó un momento—. ¿A la luna? —preguntó con ironía.
—La luna está a la vuelta de la esquina, para esta máquina —respondió Drew, sereno—. El Intercambio se puede realizar con un punto cualquiera del universo conocido.
McKintock no tenía ni idea de lo grande que era el universo conocido, ni cuánto se conocía del universo mismo. Para él la luna y los planetas del sistema solar constituían todo el universo que él conocía.
— El universo es muy grande, McKintock. La estimación actual ronda los noventa y tres mil millones de años luz. Imagina una esfera de ese diámetro.
McKintock lo miró estupefacto. ¿Qué sabía él lo que era un año luz?
Drew se dio cuenta de que tenía que explicárselo. No le apetecía, pero era necesario.
—Un año luz es la distancia que recorre un rayo de luz en un año. Como la luz viaja a una velocidad de unos trescientos mil kilómetros por segundo, en un año recorre más de nueve billones de kilómetros.
McKintock abrió mucho los ojos. Nueve mil millones de kilómetros. Las distancias a las que él estaba acostumbrado eran las que él podía recorrer con el coche. Diez kilómetros, cien, doscientos kilómetros, y no mucho más.
Nueve billones de kilómetros. No podía imaginar una distancia similar.
—Bien —continuó Drew, observando, divertido, la perplejidad del rector—, por lo que sabemos el universo tiene un tamaño de noventa y tres mil millones de veces esos nueve billones de kilómetros, o sea, unos ochocientos mil trillones de kilómetros.
McKintock miraba a Drew con ojos perdidos.
—No te preocupes, McKintock. Yo tampoco puedo imaginarme esta distancia. Nadie puede. No está hecha a medida del hombre. Lo importante, sin embargo, es que a nivel matemático eso es un número como cualquier otro, y por lo tanto se puede trabajar con él. Y todavía más importante es que con nuestra máquina podremos explorar cualquier región del universo que queramos. Esto es importante. Piensa al progreso de la ciencia. Todos los tesoros de conocimiento que nos esperan. Es increíble que nos haya pasado a nosotros, pero ha sucedido, y soy inmensamente feliz de vivir en esta nueva era que está comenzando.
McKintock permaneció en silencio durante un tiempo. Tenía que digerir todo lo que acababa de oír. Se sentía oprimido por la inmensidad de aquellas distancias, de esos conocimientos de los que había hablado Drew. Estaba como aplastado bajo aquella masa inconmensurable que imaginaba que estaba sobre ellos.
—Pero... ¿y alguna aplicación más..., digamos, cotidiana? —preguntó, inseguro.
—Ah, claro. Se me olvidaba —respondió Drew—. Podemos construir máquinas pequeñas, estructuradas convenientemente, que permitirían trabajar en el campo médico. Podrán eliminar masas tumorales del cuerpo, sin intrusión. Las biopsias se convertirán en una simple consulta en absoluto traumática. Piensa lo que esto conllevará. Bastará regular la máquina sobre la posición, la forma y la dimensión de lo que se quiere extraer, activarla, y, en menos de lo que canta un gallo, esa masa estará fuera del cuerpo. El espacio que ocupaba podrá ser ocupado, por ejemplo, por solución fisiológica, o productos similares. No soy médico, así que no puedo adentrarme en los detalles. Ya lo pensarán los especialistas.
Omitió deliberadamente citar la posibilidad de desplazar seres vivos, esperando que al rector no se le ocurriera.
Iluso.
—Dime una cosa, Drew —comenzó McKintock con aire indagador—, ¿qué tamaño pueden tener las cosas que podrían transportarse?
«¡Ay!», pensó Drew, anticipando lo que venía.
—Bien —respondió de forma evasiva—, todavía no lo sabemos bien —lo cual era verdad—. Tenemos que construir una máquina más grande y ver qué puede hacer —y esto también era verdad. Apretó los puños que tenía sobre sus piernas, escondidos por el escritorio. No le gustaba mentir, y se sentía mal.
—Uhm, entiendo —respondió el rector asintiendo lentamente, serio. Era un gran conocedor de la gente y veía cuando su interlocutor le estaba escondiendo algo.
—Por casualidad —retomó con aire de poco interés—, ¿habéis experimentado con alguna forma viva?
«Vale», capituló Drew en su fuero interno. Pero aún hizo un último intento desesperado.
—¿Por qué me lo preguntas? —probó.
—Así, por pura curiosidad —respondió McKintock, esta vez con sorna—. He visto pasar a Bryce por la ventana, con algunas cajas, y me preguntaba si a lo mejor contenían cobayas para tu laboratorio. Sabes, he tenido la impresión de que dentro de esos contenedores se agitase algo nervioso. ¿Qué puedes contarme?
—Muy bien. No se te puede esconder nada, McKintock —se rindió Drew—. Efectivamente, hemos experimentado el intercambio con plantas y animales, y todo ha funcionado bien, al menos por lo que hemos podido ver hasta ahora —dijo, y dio un profundo respiro—. No quería escondértelo, solo quería tener tiempo para experimentar más para poder confirmarlo.
—Entiendo —y esta vez el rector aceptó con comprensión, apreciando la corrección de Drew—. Pero, en teoría, en teoría, digo bien, ¿sería en principio posible desplazar personas? —preguntó, mirando fijamente al físico a los ojos.
Drew no tenía escapatoria, así que no alargó más la cosa.
—Sí. En teoría, sí. Cuando tengamos la máquina apropiada y hayamos experimentado todo lo que haga falta con ella, y si legalmente se puede hacer, sí, podremos desplazar a gente —concluyó, diciendo todo de una vez.
McKintock estaba radiante de alegría. El cansancio del día se había disipado como con un golpe de viento que lo hubiera llevado lejos. Se levantó y pasó por detrás del escritorio. Le dio la mano a Drew, apretándola calurosamente.
—Fantástico, amigo mío. Increíble y fantástico —le felicitó con sinceridad.
—Gracias, McKintock. Ahora, me voy a casa. Estoy realmente cansado. Hasta mañana.
—Adiós, Drew. Hasta mañana —se despidió el rector, y lo vio salir encorvado de su despacho.
Drew llegó a casa y lo primero que hizo fue darse una ducha.
La extrema tensión del día fluyó junto con el agua sucia y él se dio cuenta de que tenía muchísima hambre. Su hermana había preparado la cena, como correspondía a una persona perfecta y estricta como era ella, y comieron juntos charlando de todo y de nada.
—¿Cómo está tu amiga de Leeds? —preguntó Drew dentro de esa dinámica—. Ahora vas a verla todos los fines de semana. ¡Tenéis que tener muchos intereses en común! Por cierto, ¿cómo se llama?
Timorina levantó la ceja derecha, sorprendida por ese interés inesperado por sus cuestiones personales. Drew le preguntaba raramente sobre asuntos que la concernían personalmente, inmerso como estaba en su trabajo y sus estudios.
Además de sorprenderse se dio cuenta de que su hermano estaba muy animado.
—Estás contento esta noche, Lester —le respondió, observándolo—. ¿A qué se debe?
—Resultados excelentes en una investigación. No sucede a menudo —explicó vagamente, ya que no podía entrar en detalles—. ¿Y tu amiga, entonces?
Timorina comprendió que Drew solo tenía ganas de conversar y que el entusiasmo que le mostraba se debía a la felicidad que sentía por el éxito de la investigación de la que había hablado.
—Jenny es una señora estupenda —comenzó, sonriendo—. La conocí en una exposición de pintura hace unos meses. Hemos descubierto que tenemos casi los mismos pintores preferidos, y por eso he decidido frecuentarla. Tiene varios cuadros valiosos y una buena colección de libros sobre pintura. Cuando nos vemos siempre encontramos detalles estimulantes sobre los que hablar. Te aseguro que para los apasionados de pintura un cuadro ofrece muchos matices, detalles que quizá no has notado antes y que ahora saltan a la vista inesperadamente. Empezamos a analizar la obra y nos gusta confrontar nuestras respectivas valoraciones sobre ella: pueden ser la técnica, el objetivo del cuadro, la condición mental del autor. Es un placer discutir con ella. Es culta e inteligente, una persona muy interesante —concluyó con esa voz siempre controlada que la distinguía.
—¡Vaya! ¡Felicidades! —se alegró Drew—. Es una amistad magnífica. Me alegro por ti. —Cogió la última patata, pero dejó el tenedor en el aire—. ¿Por qué no la invitas para que venga la próxima vez? Nosotros también tenemos algunos cuadros que podríamos enseñarle —y metió la patata en la boca.
—Nuestros cuadros no son del tipo que estamos estudiando —mintió cándidamente Timorina—. Cuando pasemos al expresionismo podría invitarla. Aunque ella también tiene una colección impresionante de esta corriente. Ya veremos —concluyó, sonriendo.
Nunca le hablaría de Cliff. Se había enamorado perdidamente de aquel hombre que conoció en el museo, y le parecía que, si se lo revelara, se podría estropear la imagen de castidad y perfección que su hermano tenía de ella. No sabía bien cómo comportarse, porque, aunque era la primera vez en sus cincuenta años de vida que se había enamorado así, también era cierto que podría compartir su felicidad con su hermano. Habían vivido siempre juntos desde que sus padres murieron, y no había habido un día en que Lester no le hubiera agradecido la atención que ella tenía con él. Era un hombre distraído, sí, y pensaba siempre en la física, cierto, pero le demostraba continuamente, con palabras y con su comportamiento, lo perfecta, importante e indispensable que era ella. ¿Cómo podía esconderle esto?
Pero por ahora era mejor así. Temía que, si hubiese revelado su historia de amor tan pronto, después de tan solo unos meses, y luego le hubiera ido mal, la tragedia habría sido peor. Tanto para ella, como para la imagen que de ella tenían, como para su hermano, al que no quería disgustar.
No quería reflexionar sobre la rígida educación religiosa, mojigata y represiva a la que había sido sometida. Se le había impuesto no mirar a los chicos ni pensar en ellos, ya que eran fuente de pecado y de perdición. Y es lo que había hecho, o mejor, había tenido que hacer, mientras sus compañeras de clase tonteaban con los muchachos que pululaban por allí, salían con ellos, se dejaban, cambiaban de novio y, adultas, se casaban y formaban una familia. No, ella no había podido. Con dieciséis años su corazón había batido fuertemente por un chico; lloraba de noche, en la cama, apretando fuerte contra sí la almohada, como si le estuviese abrazando a él, inundando la sábana con lágrimas ardientes, pero todo en el silencio más total. No podía dejar que la oyera su madre, que, en la habitación adyacente, tenía el sueño ligero. Unos días más tarde, sin embargo, él había empezado a salir con una rubia insignificante de otra clase, un año más joven. Cuando Timorina lo descubrió fue terrible. No se había atrevido a intentar nada durante mucho tiempo, y otra lo había hecho en su lugar. Ahora ya era demasiado tarde, y la rabia se apoderó de ella. Se rebeló en su mente contra el mundo, contra sus padres, contra sí misma, cobarde. Pasó días reprimiendo su furia interior, desahogándose con los estudios y con la gimnasia, para la que tenía excelentes aptitudes. Cuando acabó la tormenta, decidió que no miraría nunca más a los chicos, porque podría volver a sufrir otra vez, desilusionarse, y desesperarse. No, ya había tenido suficiente con el amor, a pesar de que no lo había experimentado de verdad.
Se hizo profesora de gimnasia e inició su vida profesional en una escuela pública en la que todavía se practicaba su profesión. Ignoró o rechazó hábilmente proposiciones que le hicieron algunos y se construyó una sólida fama de solterona empedernida. No le pesaba el estar sola. Tenía que ocuparse de su hermano, en todo caso, y él merecía todo su respeto y sus atenciones.
Aquel día, sin embargo, en el museo de Leeds había sucedido lo que ella nunca pensó que podría suceder. Estaba admirando un cuadro que representaba un paisaje marino cuando un hombre en la cincuentena se puso también a mirar la obra, a su lado, observó la escena dibujada y la comentó con naturalidad, con una voz profunda, y como hablando consigo mismo.
—Ese azul del agua que se desvanece en el naranja del anochecer es increíble.
Timorina se volvió hacia él, sorprendida. Estaba pensando exactamente lo mismo.
—Hay algo en su técnica que no consigo comprender —había dicho sin darse cuenta—. Yo diría que es óleo. Le habrá añadido algún pigmento inusual, quizás hecho por sí mismo —había reflexionado el hombre en voz alta, sujetándose el mentón con la mano derecha y llevando el brazo izquierdo en horizontal sobre el estómago, para sostener el codo derecho.
—Es posible —le había respondido Timorina—. Pero el efecto no es uniforme. ¿Ve aquí? —y se había acercado al cuadro, señalando un punto. Él también se acercó y siguió sus indicaciones—. Cerca de la barca el gradiente es menor. Si fuera un pigmento en el óleo supongo que lo habría utilizado para toda la parte del mar, mientras que la barca, que está plenamente bañada por la puesta de sol, parece emerger como una entidad separada.
Él la miró lleno de admiración.
—Tiene razón. No lo había notado —le había respondido con entusiasmo—. Veo que es usted una especialista. Felicidades. ¿Qué piensa de la playa?
Y allí empezaron una supuesta conversación sobre el cuadro, diseccionando la técnica, el período artístico, la psicología del pintor, la calidad del lienzo e incluso la iluminación de aquella ala del museo, que juzgaron imperfecta para un disfrute correcto de la obra.
Tras dos horas el guarda había tenido que invitarlos a dirigirse hacia la salida porque tenía que cerrar.
Ni siquiera se habían presentado, después de toda esa charla, y él le tendió la mano.
—Cliff Brandon. Ha sido un placer para mí.
—Timorina Drew —le había respondido ella, apretándosela calurosamente—. Un placer también para mí.
—¡Qué hambre! —dijo él, mirándola sonriente, esperando una reacción.
Ella lo había mirado y no había podido evitar apreciar aquella cara sincera y simpática.
—Yo también tengo hambre —había dicho alegremente.
Media hora después estaban sentados en un restaurante italiano no lejos del museo, paladeando una abundante ración de lasaña. Siguieron hablando de pintura durante un buen rato, y después, sin darse cuenta, empezaron a hablar de sí mismos. Él estaba solo, divorciado desde hacía algunos años, y sin hijos. Su mujer lo había dejado por otro, después de muchos años de matrimonio, porque «necesitaba estímulos nuevos», había dicho.
Timorina había levantado las cejas maravillada, preguntándose cómo se podía dejar un hombre tan simpático, y tuvo que constatar, que a pesar de haberlo conocido apenas, se sentía en perfecta sintonía con él. Una sensación de calor crecía en su interior, y las manos casi le temblaban. Nunca había sentido nada parecido, antes, así que decidió deshacerse de su voto de castidad. Con una media sonrisa lo miró a los ojos.
—¿Vives lejos? —preguntó, tratándole directamente de tú.
—No sabía cómo pedírtelo —le respondió él—. Me siento tan a gusto contigo...
—¡Sssh! —lo interrumpió Timorina, colocando su dedo índice sobre los labios, haciéndole un gesto para que callara. Se levantó y se dirigió hacia la recepción. Él fue rapidísimo a para adelantarla y pagar la cuenta.
Una hora más tarde, sobre las ocho y media de la tarde su ropa estaba desperdigada por el suelo alrededor de la cama de Cliff, y Timorina estaba perdiendo su virginidad.
Recordando aquella tarde determinante pocos meses atrás, Timorina se electrizó, pero consiguió impedir que su hermano se diera cuenta. Sustancialmente le había dicho la verdad, sobre el museo, la pintura, las discusiones técnicas; la única diferencia consistía en la persona. Por el momento, se repitió a sí misma, se lo guardaría para ella. Más tarde, quizá, si las cosas se consolidaran, se lo contaría.
Se levantó y comenzó a quitar la mesa. Drew la ayudó y después se dirigió a su sillón. Estaba a punto de sentarse, pero cambió de idea.
—Oye, ¿te molesta si voy a tomarme una cerveza?
—Ya ves tú. No vuelvas muy tarde. Y no bebas demasiado —le advirtió.