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Drew no había llevado cuidado para no mancharse más y ese era el resultado. Un traje oscuro de buena calidad estaba en condiciones lamentables, y su hermana se lo haría pagar.
—He cogido frío. Me he sentido mal. ¿Qué puedo hacerle? —mintió, tratando de justificarse.
—Ah, ¿sí? —fue la respuesta comprensiva de su hermana—. ¡Acabo de arreglar el otro traje, ese que, sin decirme nada, has dejado encima de la cama este mediodía!
Drew se sobresaltó. Vaya. Estaba el traje que había sufrido la explosión de por la mañana.
El tono de reproche aumentó.
—Ese solo estaba cubierto de polvo y arrugado. «Solo» por así decir, porque hacen falta horas para lavar y planchar perfectamente la chaqueta, los pantalones, la camisa y la corbata. Tú, es evidente que no te das cuenta, si no, ¡no habrías venido ahora así! —dijo, señalándolo con la mano.
Drew no respondió y se fue al baño a desnudarse. Se quitó todo. Metió la camisa blanca y la ropa interior en la lavadora. No lavaba nunca, así que intentó entender cómo funcionaba aquello: giró la rueda de la programación hasta el símbolo del algodón e hizo empezar el ciclo. Puso la chaqueta y los pantalones en la bañera y, con la ducha, lavó todo el vómito. Usó agua fría porque, por lo que sabía, no encogía la ropa. Esperaba haberlo hecho bien. Dejó todo en el baño y se dio una ducha, después fue a la habitación y se puso el pijama. Y entonces tuvo una idea fulgurante. ¡El detergente! No había puesto el detergente. Corrió hacia el baño, pero ya era demasiado tarde. Timorina estaba allí y estaba mirando por la puerta de la lavadora, moviendo la cabeza. Se enderezó y miró a Drew con expresión de compasión, mientras seguía moviendo la cabeza.
—Ve a dormir, Lester. Ya hago yo esto —dijo, resignada.
Drew suspiró y se retiró a su habitación.
¡Si al menos Timorina supiera todo lo que había pasado ese día en el laboratorio! Desmayos, explosiones, terror, agitación. Pero también el triunfo de la ciencia. Un paso determinante hacia una nueva era de la historia humana. Sabía que era un idealista, pero sentía en lo más profundo de sí mismo que ya se dirigían hacia el éxito, y que esos incidentes eran muy poco comparados con el enorme resultado que les esperaba.
Se tumbó en la cama.
Oía a Timorina en el baño, pasando un cepillo por la ropa para limpiarla a fondo. Claro, eso es lo que había que hacer. Pero él, ¿cómo podía saberlo? Él pensaba en la física, flotaba en las alturas estratosféricas del pensamiento, las conquistas de la mente, la reunión del día siguiente para hacer un balance de la investigación...
Se deslizó hacia el sueño dejando la luz encendida.
Soñó que estaba en una habitación amarilla, justo después en una roja, y después otra vez en la amarilla y otra vez en la roja, pasando de una a la otra improvisadamente, sin transición perceptible, a una velocidad en aumento, cada vez más rápido, cada vez más rápido, hasta que empezó a marearse y ya no podía ver nada. Como ruido de fondo oía el rumor del agua junto con voces excitadas hablando frenéticamente, pero no podía entender lo que decían. Era prisionero de ese torbellino de luces y colores, sin control sobre él, incapaz de pensar o de emprender una acción cuando, de repente, se despertó.
El despertador sonaba con violencia, con su martillo golpeando la generosa campana de bronce, y se desplazaba por la mesilla con las vibraciones provocadas por el mecanismo en acción.
Drew se enderezó de golpe, empapado en sudor, trastornado, completamente desorientado. No sabía dónde estaba, le faltaba el aire y agitaba los brazos para poder respirar. Después de unos segundos comenzó a tranquilizarse; movió la cabeza hacia los lados para despejar su cerebro y se volvió para mirar el despertador. Había avanzado hasta el borde de la mesilla y estaba a punto de caer. Lo atrapó justo a tiempo y apretó el botón para silenciar la campana. Se quedó con el despertador sobre su vientre un rato, todavía atónito; después lo puso en la mesilla y se levantó. Eran las siete y media; la reunión era a las nueve. Se dio otra vez una ducha, para deshacerse de ese sudor, tomó un buen desayuno y salió. Por suerte Timorina estaba regando sus flores en la parte trasera del jardín, así que salió por la parte delantera para evitar ser interceptado. Había evitado otra charla maternal...
En el laboratorio estaban todos, McKintock incluido.
—¿Cómo está la situación? —se informó el rector.
Drew tomó la palabra, seguro de sí mismo.
—Magnífica, por usar un eufemismo. Ayer, mis compañeros —y con un amplio movimiento de su brazo abarcó a todos los científicos, incluido Marlon—, consiguieron, en un solo día, obtener una teoría de base sobre el fenómeno, a construir otro prototipo de la máquina y a realizar numerosos experimentos de intercambio con éxito.
McKintock estaba sinceramente impresionado.
—Entonces, ¿cuándo podremos empezar a usar la máquina con fines prácticos?
—Estamos en la fase de la teoría de base, que tiene que ser perfeccionada —precisó Drew—. Debería ser fácil proyectar, y luego construir, una máquina más grande.
Schultz y Kamaranda se miraron un momento, con caras serias, pero McKintock no se dio cuenta.
—Bien. Gracias a todos. Drew, voy a mi despacho. Espero noticias.
—Eh, un momento, McKintock —lo paró Drew.
El rector ya estaba en la puerta y se dio la vuelta con expresión interrogativa.
—En uno de los experimentos de ayer, trajimos, por casualidad, e insisto en que fue por casualidad, un trozo de botella de salsa de tomate del almacén del comedor, aquí cerca —explicó Drew—. Sería necesario eliminar todos los residuos antes que alguno se dé cuenta y empiece a hacer preguntas.
—¿Esto es todo? —preguntó, divertido, el rector. Se acercó al teléfono interno y llamó a su secretaria.
—¿Señorita Watts? Soy yo, buenos días. ¿Podría hacer que me trajeran las llaves del almacén del comedor ahora mismo, si fuera tan amable? Delante de la puerta del almacén, gracias. Sí. Gracias de nuevo.
Miró al estudiante.
—¡Marlon! —lo llamó por su nombre, tras un momento de duda.
Marlon se dio cuenta inmediatamente, orgulloso porque el rector recordaba cómo se llamaba.
—¡Sígueme! —ordenó McKintock con autoridad.
Salieron y fueron al almacén del comedor. Después de unos minutos llegó un celador en bicicleta y le dio las llaves que había pedido, y después se fue tan rápido como había llegado.
—Aquí tienes —McKintock puso las llaves en las manos de Marlon—. Abre, coge lo que tienes que coger, cierra con cuidado y después lleva las llaves inmediatamente a mi secretaria. ¿Está claro?
—Por supuesto. Gracias, rector McKintock.
El rector se despidió y se fue hacia su despacho, canturreando.
Marlon entró y encontró enseguida el palé manchado con salsa de tomate. El bote dañado era fácilmente accesible, por suerte. Lo retiró y constató que el prisma transferido estaba dentro. Limpió todo lo mejor que pudo con unos clínex que llevaba encima, y después cerró y fue a devolver las llaves. Qué lástima toda esa salsa desaprovechada. Estaba buenísima.
Cuando volvió al laboratorio notó que el ambiente estaba bastante serio.
—El problema está aquí —estaba diciendo Schultz, señalando la pizarra—. La triada de traslación queda completamente definida por los parámetros K9, K14 y R11, pero la función que la gobierna muestra claramente que la energía necesaria para el intercambio aumenta con el cubo de la distancia.
—Veo —constató Drew, observando la función—. ¿Habéis calculado algún caso práctico?
—Kamaranda y yo hemos estado despiertos hasta las dos de la noche para encontrar una escapatoria a este comportamiento del sistema, pero no lo hemos conseguido. Según están las cosas ahora, para intercambiar a 100 kilómetros de distancia hacen falta 64 kilovatios, que no es mucho, pero para intercambiar a 200 kilómetros ya harían falta 512 kilovatios. Eso es la energía que usa una fábrica de producción mediana.
Y para 1000 kilómetros hacen falta 64 megavatios
(#litres_trial_promo) —añadió Kamaranda—. Haría falta una central eléctrica pequeña.
—Por eso el sistema intercambia sin problemas a distancias pequeñas. Para los 300 metros que hay de aquí al despacho de la profesora Bryce hemos usado, por lo tanto... solo 2 milivatios —calculó Drew rápidamente, escribiendo en la pizarra—. Menos de lo que sirve para encender un LED.
—Esta característica es fantástica para las aplicaciones a corta distancia, que podrían ser las de diagnóstico o las terapéuticas —intervino Bryce.
—Ya —asintió Drew—. Pero las largas distancias son impensables. Imagínate explorar el universo.
Suspiró, dejando caer los brazos a los lados. McKintock estaría contento, de todas formas, porque solo el poder curar a gente significaría grandes entradas de dinero, pero él era un físico, y sus compañeros le habían propuesto, inicialmente, abrir las puertas del universo. Él había proyectado ya exploraciones inimaginables, y ahora volvía a estar encadenado al suelo.
No podía digerirlo. Tenía que haber otra solución.
—Esto es solo el principio —declaró—. Si trabajamos a fondo, a lo mejor encontramos algún factor que elimine esta limitación.
—Ya lo estamos haciendo —comentó secamente Novak.
Bryce notó que ese día la noruega llevaba una camisa con mangas largas, y con los puños abotonados.
«Extraño», había pensado. «Ayer llevaba mangas cortas. Acostumbrada como tiene que estar a los climas fríos Inglaterra en marzo debería parecerle cálida. Quién sabe por qué ha cambiado». Una mujer no podía pasar por encima de estos detalles.
Maoko, mientras tanto, observaba la pizarra con los brazos cruzados.
Kobayashi estudiaba por enésima vez los datos iniciales, y de vez en cuando comprobaba algún cálculo desarrollándolo en una hoja a parte.
—¿Y si, mientras mejoramos la teoría, experimentáramos con las formas biológicas? —propuso Marlon.
Drew miró a la profesora Bryce.
—Empecemos con vegetales —aceptó ella—. Voy a buscar muestras.
—Mientras tanto voy a conseguir un instrumento más preciso que nuestro micrómetro. Tenemos que calibrar la segunda máquina —dijo Drew, dirigiéndose al laboratorio de metrología.
Marlon comenzó a preparar la primera máquina, mientras los dos japoneses se ocuparon de la segunda. Discutían en su idioma sobre algunos detalles técnicos mientras esperaban el instrumento de medida.
Media hora más tarde Bryce colocaba sobre la placa A de la primera máquina una hoja de lechuga.
Activaron el mecanismo y la hoja apareció donde antes estaba la botella de agua. La bióloga la cogió y la examinó con un microscopio portátil que había traído también. Después de unos minutos separó los ojos de los oculares.
—Parece perfecta. Las venas, los estomas, las células. Por lo que puedo ver, todo está bien.
Drew asintió satisfecho.
Probaron con flores, tubérculos, una seta e incluso un bonsái en su tiesto.
Todas las muestras aparecían absolutamente inalteradas tras la transferencia.
Mientras tanto Maoko había vuelto a calibrar la distancia entre las placas de la segunda máquina usando un instrumento más preciso.
Pusieron una judía en la placa de la máquina dos y activaron el proceso. La judía reapareció a unos tres metros a la izquierda de la botella de agua, el punto exactamente equidistante entre las dos máquinas.
Bryce examinó rápidamente la semilla y la consideró perfecta.
—Pasamos a la carne —anunció.
Formaba parte de la colección de muestras que había llevado.
Extrajo una caja llena de filetes de una bolsa térmica.
Marlon la miró con gula; ya tenía hambre, y solo eran las once de la mañana.
La profesora Bryce lo miró con una sonrisa irónica y le dio la bolsa vacía, para que la pusiera en otro sitio. Marlon le guiñó un ojo, apreciando la broma, y fingió que estaba decepcionado.
Bryce cogió un cuchillo del rincón con la cafetería del laboratorio y cortó un trozo de filete de forma cuadrada y de unos cuatro centímetros de lado. El espesor de la muestra era de unos ocho milímetros.
La transferencia con la máquina dos y el examen al microscopio demostraron que todo funcionaba bien.
Marlon lo probó.
—El sabor es el que cabe esperar. Ídem la consistencia. Diría que la transferencia no lo altera en absoluto.
—Es lo que tendría que pasar, ya que la teoría dice que la máquina intercambia directamente dos volúmenes de espacio independientemente de su contenido —comentó Drew—. ¿Qué le parece si probamos con una forma animal? —preguntó a Bryce.
La profesora permaneció pensativa por un tiempo, y luego se decidió.
—Sí, intentémoslo. Tendríamos que realizar análisis de biología molecular con las muestras ya transferidas, para estar totalmente seguros, pero hasta ahora los resultados obtenidos corroboran la teoría del intercambio de espacio.
Reflexionó otra vez.
—Por cuestiones de bioética, empezaremos con formas de vida privadas de sistema nervioso. Si algo no va bien, no les habremos hecho sufrir. Nos vemos después de comer. —Y, diciendo eso, se marchó.
Drew y los demás se concentraron en la teoría, buscando una solución al problema de la potencia.
—Se nos escapa algo —dijo Schultz—. Por lo que hemos comprendido hasta ahora, la activación de la máquina crea un conector extradimensional entre los volúmenes de espacio determinados por las placas A y B. El Conector se mantiene durante el tiempo de Planck
(#litres_trial_promo) y en ese instante los dos espacios son intercambiados.
—Si es realmente extradimensional, eso quiere decir que estamos deformando una dimensión muy densa —intervino Kobayashi—. Solo así se puede justificar la necesidad de una potencia tan elevada al aumentar la distancia.
—Eso parece —convino Schultz.
—Intentemos visualizar el problema, quizá nos ayude —intervino Kamaranda. Retomó un tono catedrático, como si estuviese dando una lección a sus estudiantes—. Vivimos en un espacio que percibimos como tridimensional, con las dimensiones conocidas de longitud, anchura y altura. Pero también sabemos que la gravedad deforma el espacio, y esto nos supone una dificultad porque no podemos concebir una situación tal. Así que usamos la clásica similitud de la alfombra elástica, en la que una superficie elástica, la alfombra, representa el espacio tridimensional. Si colocamos un objeto en la alfombra, esta se deformará, cediendo bajo el peso del dicho objeto. Cuanto más pesado sea el objeto mayor será la deformación, es decir, la deformación de la alfombra. Digamos masa en lugar de peso, ya que la masa es independiente de la gravedad, pero, sin embargo, la genera. Así vemos que cuanto mayor es la masa, mayor es la deformación. Si colocáramos sobre la alfombra otro objeto, de masa inferior al primero, rodaría en la deformación, acercándose al objeto de masa mayor. Este comportamiento lo definimos como atracción gravitacional. En realidad, el objeto de masa menor también deforma el espacio, por lo que también ejerce una atracción gravitacional sobre el objeto con más masa, pero en una magnitud menor. Con la analogía de la alfombra elástica, que es bidimensional, podemos comprender el concepto de deformación del espacio a causa de la gravedad; esta, de hecho, deforma la alfombra en una dirección perpendicular al plano de la alfombra, y así añade una dimensión más a su geometría. Ahora supongamos que cogemos nuestra alfombra elástica y la colocamos en una placa de gel, que, como sabemos, es un sólido elástico coloidal, deformable a voluntad. La máquina que estamos estudiando subsiste en el espacio tridimensional, que está representado por la alfombra elástica, y, aparentemente, cuando se activa, accede directamente a la placa de gel, que representa una dimensión añadida; hace condensar, o deformar, una porción de gel, generando un canal, el Conector, que está sujeto en sus extremos a la alfombra elástica, es decir, el espacio normal, y que intercambia entre ellos los fragmentos de espacio a los que está conectado. Después del intercambio el Conector se disuelve y el gel vuelve a su estado normal.
Kamaranda hizo una pausa tras la larga exposición, y después continuó con su razonamiento.
—Evidentemente, el gel es muy denso, por lo que hace falta mucha energía para condensarlo. Por alguna razón que no conocemos, el Conector tiene una duración igual al tiempo de Planck, a pesar de que el suministro de energía es mucho más largo en el tiempo. Dura medio segundo, ¿verdad? —preguntó, dirigiéndose a Kobayashi, que asintió, y añadió:
—Debe haber algo que impide que la existencia del Conector sea más larga que el tiempo de Planck. ¿Qué sucedería si el Conector durase más tiempo? ¿Se volverían a intercambiar los dos fragmentos de espacio desplazados? ¿Se desencadenaría una oscilación continua de intercambio de los dos espacios? No veo que esto sea un problema para la geometría del espacio. Simplemente, desactivando la máquina los dos espacios se encontrarían en la última configuración establecida. Pero puede suceder también que, si el Conector durase más tiempo de lo que dura el tiempo de Planck, se manifestase una paradoja, cuyas características no puedo imaginar en este momento, y que una ley de la naturaleza por ahora desconocida interviniera para impedirlo.
Permanecieron todos en silencio, meditando sobre las consideraciones del matemático hindú.
Tras algunos minutos Novak se levantó de golpe, con la cara pálida.
—¡Dios mío! —exclamó con voz sofocada.
Todos la miraron asustados.
—No hay ninguna paradoja —continuó, sombría—. ¡Lo que hay es una violación!
Se acercó a la pizarra y borró una parte de las ecuaciones que habían deducido con tanto esfuerzo, como si fueran garabatos de algún estudiante irrespetuoso. Dibujó la alfombra elástica de Kamaranda, en una perspectiva de tres cuartos, y un tubo estilizado que, pasando por debajo, unía dos puntos de la alfombra.
—Esto es el Conector, como lo hemos denominado —dijo, señalando el tubo—. En cuanto lo generamos comienza el intercambio. Estamos en el momento 0 del proceso. El volumen de espacio A se activa y entra en el Conector, cómo y de qué manera todavía no lo sabemos, y comienza a viajar hacia el extremo opuesto. Al mismo tiempo, el volumen de espacio B hace lo mismo desde su posición y empieza a viajar hacia la salida opuesta en el Conector. Pasa un intervalo de tiempo igual al tiempo de Planck y los dos espacios llegan a su destino, salen del Conector y se posicionan cada uno donde estaba antes el otro espacio. Estamos en el tiempo 1 y el proceso ha terminado.