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El Criterio De Leibniz
El Criterio De Leibniz
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El Criterio De Leibniz

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—Oh, sí, perdona, amor mío —intentó tranquilizarla Marlon—, estoy preparando un dispositivo complicado y estoy muy concentrado en el trabajo.

—¿Así que no tienes tiempo para mí? —respondió ella, molesta.

—¡No, no es eso! Es que se trata de un experimento muy delicado que... —miró a su alrededor con aire circunspecto —que solo puedo hacer yo. Si sale bien, tendré un éxito tal en mi carrera que nadie podrá igualarme —concluyó, susurrando en su oído.

No había mentido y tampoco había revelado informaciones reservadas. Estaba a gusto con su conciencia y esperaba haber satisfecho a su novia.

—Ah, es eso entonces —Charlene respondió con una falsa expresión de alivio. Marlon era un libro abierto para ella, que tenía un instinto natural para captar las mentiras. Además, el hecho de estudiar psicología le había permitido estudiar las microexpresiones faciales, lo cual la había apasionado de tal manera que había empezado a estudiar por su cuenta todo lo que había encontrado sobre el tema, en paralelo a los cursos normales de su facultad. Veía con toda claridad que Marlon estaba tratando con algo enorme y no quería que ella lo supiera. Y había más, mucho más que un posible resultado brillante de sus estudios. Algo lo tenía en vilo y al mismo tiempo lo llenaba de entusiasmo. Si él no quería o no podía decírselo tenía que ser algo muy, muy secreto.

—Muy bien Joshua. Me alegro —le mintió descaradamente.

Marlon suspiró aliviado y volvió a comer, pensando haber acabado con las preguntas.

Charlene le ofreció una sonrisa y atacó su ensalada con apetito.

«Creo que te voy a dar una pequeña sorpresa, amor mío», pensó para sí, y comenzó a preparar una estrategia para conseguir de una vez por todas, una respuesta.

No podía soportar, de ninguna manera, que su novio tuviese secretos con ella.

Capítulo XI

Marlon acabó de comer sobre la una, se despidió de Charlene y volvió al laboratorio.

Durante el trayecto se cruzó con la profesora Bryce; tenía una expresión oscura y lo ignoró cuando él fue a saludarla.

En cuanto abrió la puerta del laboratorio se dio cuenta de que había ocurrido algo grave. Todos tenían la ropa sucia y arrugada, y, en el laboratorio, reinaba el caos. Un humo acre se desprendía todavía de las partes metálicas atacadas por el ácido, la zona de descanso estaba destrozada y muchos instrumentos parecían dañados definitivamente. Por suerte, el montaje para los intercambios estaba intacto, gracias a un armario que lo había protegido de la explosión.

Notó un mal humor generalizado y, sobre todo, una hostilidad evidente entre Maoko y Novak, que se miraban con expresión arisca.

Cuando lo vio entrar, Drew lo llamó.

—Hemos provocado una explosión, Marlon —le explicó el profesor con aire grave.

Drew le contó lo que había ocurrido esa mañana y acabó con la descripción del accidente. El estudiante lo escuchó con preocupación creciente.

—Profesor, esto significa que, en cada intercambio que intentemos hacer a partir de ahora no sabremos dónde está el punto B —dijo, mostrando sus temores—. Me parece muy peligroso. ¿Qué podemos hacer?

—Por ahora, parar. Como ves —dijo Drew, señalando a sus compañeros y a sí mismo—, todos necesitamos hacer una pausa y comer. ¿Has encontrado el material?

Marlon asintió y posó la caja sobre una mesa cercana.

—Muy bien, Marlon. ¿Tú has comido ya?

—Sí, profesor.

—Perfecto. Quédate aquí vigilando. Nosotros vamos a recargar las pilas. —Llamó a los demás—. Compañeros, ¿todos de acuerdo para hacer una pausa?

Todos asintieron vigorosamente.

—Muy bien. Nos vemos aquí otra vez, digamos a las... —propuso al mismo tiempo que miraba el reloj—, a las cuatro.

Los científicos salieron y Marlon se quedó solo.

Intentó ordenar el laboratorio, aunque la tarea era ardua. Abrió las ventanas de par en par para crear una corriente de aire que se llevara el humo que todavía quedaba. Se puso unos guantes y, escoba en mano, recogió todos los fragmentos que vio por el suelo. Los trozos más pequeños habrían ido seguramente a los huecos entre los muebles y a los rincones más inaccesibles del local; difícil encontrarlos sin desmontar todo y desordenando todavía más el laboratorio. Esos fragmentos los iban a encontrar durante los próximos años, poco a poco, los más fervientes a la limpieza y los estudiantes que trabajaran allí. Ninguno de ellos sabría cómo habían llegado allí, a los lugares más recónditos, fragmentos de metal corroído y de plástico fundido.

Algunos trozos, además, no se encontrarían nunca. Ya eran parte del edificio, y el recuerdo silencioso de un experimento del que no se podía hablar, pero que era una piedra angular del progreso científico.

Cuando acabó de limpiar, Marlon liberó completamente una mesa y, con un paño húmedo con detergente, limpió el plano y después colocó todos los elementos que había encontrado, alineándolos y clasificándolos por tipología. Faltaban las piezas hechas a mano que Drew estaba preparando.

Cogió, de otra mesa, un ordenador similar al que usaban para el experimento y lo colocó también en la mesa limpia, después instaló los mismos programas que había en el otro. Completó la instalación con los parámetros que habían guardado en el disco la noche del descubrimiento.

Vio que la pizarra estaba llena de ecuaciones, gráficos y dibujos extraños que, intuyó, intentaban representar configuraciones posibles de una distorsión espaciotemporal. Intentó seguir el hilo del razonamiento expresado allí, pero se dio cuenta de que no tenía suficientes conocimientos para comprender todo. Podía comprender por dónde habían empezado, evidentemente, la relatividad general, pero el desarrollo era oscuro. Había habido numerosas correcciones, de lo que deducía que esas mentes prodigiosas luchaban fuertemente para penetrar la esencia de ese fenómeno portentoso. Distinguió con claridad tres escrituras distintas, que se alternaban de manera completamente casual. La intuición de uno era la solución del problema que había bloqueado a otro, y el trabajo en la pizarra representaba con la máxima evidencia cómo los profesores estaban aunando sus facultades para convertirse en un único supercientífico, sin que cada individuo fuese mejor que otro.

Eso era el auténtico espíritu de la investigación en grupo, y Marlon estaba feliz de formar parte de él.

Todavía estaba mirando la pizarra cuando llegaron Maoko y Kobayashi. Estaban discutiendo animadamente, en japonés, algo completamente incomprensible para él. Por el tono de voz y los gestos, le parecía comprender que Maoko quería absolutamente hacer una cosa y que Kobayashi intentaba disuadirla.

Lo vieron y dejaron de discutir.

—Oh, hola, Marlon-san —lo saludó Kobayashi—. Bien, has encontrado todo el material para la segunda máquina. Podemos empezar a construirla ahora mismo. Seguiremos con los experimentos más tarde —concluyó con energía, mirando a Maoko directamente a los ojos y haciendo énfasis en el «más tarde».

La muchacha hizo una mueca y fue a buscar su cartera, donde estaba el plano de la máquina.

Marlon consiguió los distintos cables, tornillos, y una variedad de accesorios para el montaje. Después colocó sobre la mesa las herramientas necesarias: alicates, destornilladores, tijeras e incluso un taladro eléctrico para perforar agujeros

Kobayashi y él empezaron a perforar la placa soporte, mientras Maoko daba las indicaciones con las medidas. Después montaron los elementos verticales del esqueleto del dispositivo. Colocaron algunos componentes en estos elementos y los conectaron a una caja eléctrica de conexiones sujeta a la placa. Prepararon con cuidado un imán que formaba un circuito resonante junto con un condensador constituido por dos placas una en frente de la otra, y cuya distancia se podía regular con un tornillo micrométrico. Regularon la distancia a tres milímetros exactamente, el mismo valor con el que estaba calibrado el condensador de la máquina original.

Después de cada fase de montaje, Maoko verificaba que las conexiones y las regulaciones correspondieran perfectamente a lo que indicaban los documentos.

Colocaron el generador de alta tensión en la placa de soporte y lo conectaron a la caja de conexiones y al imán.

Los parámetros que iban modificando durante los experimentos influían en la tensión, la corriente y la forma de la onda producida por el generador, por lo que conectaron este componente al ordenador para controlarlo.

Mientras fijaban los soportes para dos retículos de ionización llegó Drew, seguido en muy poco tiempo por Novak, Schultz y Kamaranda.

—Veo que habéis avanzado. Fenomenal —dijo Drew, observando el trabajo realizado. Fue a coger una caja y se la dio a Marlon—. Aquí están las piezas que he construido esta mañana. Faltan la placa del punto A y la placa secundaria —miró a Kobayashi, incierto.

El japonés le devolvió la mirada con aspecto serio.

—La máquina tiene que ser exactamente igual, Drew-san —dijo—. Si el comportamiento es idéntico al de la máquina original, sabremos que el efecto de intercambio es una realidad científica, reproducible y utilizable. Si no, tendrás que olvidar todo lo que hemos hecho hasta ahora.

Los científicos noruego, hindú y alemán ya estaban en la pizarra, concentrados en una ecuación particular.

Drew estaba contra las cuerdas y no tenía alternativas.

Fue al banco mecánico y preparó las dos placas.

Cuando se las llevó a Kobayashi, vio que todo lo demás ya estaba montado. Maoko estaba guiando a Marlon para la regulación de una distancia micrométrica

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—Un poco más... más... no, ¡demasiado! —La muchacha medía con un micrómetro digital el espacio entre dos retículos de ionización—. Hacia atrás despacio... sigue... despacio... ¡para! Un poco más, pero poco, poco... cuidado... y... ¡para!

Marlon retiró inmediatamente su mano del tornillo de regulación, sin rozarlo.

Maoko se enderezó, respiró, y volvió a inclinarse sobre la mesa para repetir la medida y comprobar que correspondía a los datos iniciales.

—Cuatrocientos treinta y siete micrómetros. Perfecto. Fija el tornillo.

Marlon abrió y cerró varias veces la mano, para relajar los músculos cansados, y después la acercó lentamente al tornillo de regulación micrométrica para, con la máxima delicadeza, apretar la arandela de fijación concéntrica. Aguantaba la respiración para no provocar movimientos indeseados de la mano. Se retiró y miró a Maoko.

Ella no había quitado los ojos del micrómetro en ningún momento.

—Bien —declaró, mirando seriamente la pantalla del instrumento.

Miró a Drew.

—En nuestra opinión —dijo, mirando a Kobayashi, que aprobó con la cabeza—, esta regulación es probablemente la más crítica del proyecto. Durante la generación de energía necesaria para que ocurra el intercambio, los retículos producen un campo ionizado especial que genera un efecto secundario en el espacio a su alrededor, se acopla con las placas del punto A, la primaria y la secundaria, y, de alguna manera, provoca el intercambio.

—El ordenador da la orden al generador de alta tensión para que genere un impulso de energía de una duración de medio segundo —continuó Kobayashi—. Hemos observado que cambiar la duración del impulso influye poco sobre el funcionamiento. El efecto se produce siempre del mismo modo, con la condición de que la duración sea de al menos dos décimas de segundo. Por encima de ese umbral no se manifiestan cambios en el resultado del intercambio. Suponemos que el campo ionizado de los retículos alcanza la intensidad óptima cuando se impone, al menos durante el intervalo de tiempo mínimo, un valor de 1.123,08 V al parámetro K22 con una distancia entre los retículos de 437 micrómetros. Otros parámetros del sistema varían las dimensiones y la forma de la materia intercambiada, y queda por determinar qué determina las coordenadas del destino, para lo que hay que experimentar a partir del punto B, que la placa secundaria ha desplazado a este laboratorio.

—Bien —asintió Drew, serio—. Sigamos.

Montaron las placas A y A2, como habían denominado la placa secundaria, y Maoko controló de nuevo todas las conexiones y las regulaciones.

Marlon se sentó frente al ordenador, lanzó el programa necesario y comprobó la comunicación con el generador. Funcionaba perfectamente. Se volvió hacia los demás con expresión interrogante.

Drew estaba angustiado. Todo estaba listo para ensayar la segunda máquina, pero él tenía pavor de que el intercambio ocurriera en el interior de una persona. Habría sido un desastre, una tragedia para su carrera y para el futuro de la ciencia. Incluso para la víctima, para ser sinceros.

Kobayashi lo miraba como un samurái habría mirado a un compañero que no se atrevía a suicidarse por honor. Drew sentía el desprecio de su amigo, pero no podía cambiar su manera de sentirse. No tenía miedo solo por sí mismo, sino por todos los demás.

Maoko colocó los puños sobre sus caderas, inclinó la cabeza y se puso a mirarlo de soslayo, molesta, esperando.

Marlon lo miraba, nervioso.

Drew dudó todavía, inseguro, pero finalmente se decidió.

—De acuerdo —dijo, con resolución—. Intentémoslo.

Maoko se acercó al ordenador y miró a Marlon intensamente. Él entendió y se levantó enseguida, incluso aliviado de que le hubieran relegado de esa responsabilidad.

Maoko se sentó e introdujo los valores de todos los parámetros, y luego miró a Drew.

—Una muestra, por favor —dijo con voz seca, como el viento que azota la cima del monte Fuji.

Drew miró alrededor, después eligió un pequeño prisma de cristal y lo situó en la placa primaria.

Maoko miró a Kobayashi, que observó por última vez los instrumentos para asegurarse de que todo era correcto, y después afirmó con un gesto de la cabeza.

La joven acercó el dedo a la tecla de activación, dirigió su mirada a la muestra, e hizo un ademán para apretar la tecla, cuando un grito de Novak la paralizó al instante.

—¡Quietos! —chilló, corriendo hacia la mesa de experimentación seguida por Schultz y Kamaranda—. ¡No actives la máquina! ¡Todos quietos! —ordenó, agitadísima.

Maoko retiró la mano del teclado y miró con odio a Novak.

—Hemos comprendido cómo se definen las coordenadas —continuó la mujer noruega—. Están directamente relacionadas con la distancia entre la placa primaria y la secundaria según una función matemática que analizaremos más tarde, pero el problema es que, según nuestro trabajo, hay una relación particular con la longitud de Planck

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Drew la miró atónito.

—¿Qué quieres decir exactamente?

—Quiero decir que algunos de vuestros estimados parámetros influyen sobre las coordenadas de destino, más de lo que cabría esperar, pero sólo si se ajustan a valores muy específicos y de acuerdo con combinaciones bien definidas —anunció triunfalmente—. Hasta esta mañana el destino se encontraba en el despacho de la profesora Bryce solo porque la relación con la distancia entre la placa del punto A y la placa en el laboratorio encima de este no cambiaba con una combinación de los parámetros oportunos. Cuando habéis montado la nueva placa secundaria el experimento ha funcionado igualmente, solo que, al ser menor la distancia entre las placas, el destino del intercambio también se ha reducido. Hemos encontrado una función aproximada que puede explicar este comportamiento. Por suerte para todos nosotros, no habéis encontrado las combinaciones cruciales con vuestros experimentos. Hay tres parámetros, el K9, el K14 y el R11, que, según lo que hemos comprendido, componen una triada de traslación. La triada desplaza el punto B de una mera posición relacionada con la distancia entre la placa A y la placa A2, corregida con la función que he mencionado, a una posición en el espacio completamente arbitraria. Y cuando digo arbitraria quiero decir «donde sea» —Kamaranda y Schultz asentían vigorosamente.

—Quiere decir... —balbuceó Drew.

—Quiero decir, egregio profesor Drew, que configurando correctamente la triada podemos situar el punto B en una posición cualquiera del universo conocido —concluyó Novak con los ojos brillantes y la expresión animada.

Drew estaba como loco. Había aguantado la respiración durante la explicación de la científica y ahora le faltaba el oxígeno.

Marlon tenía un sudor frío causado por todo lo que acababa de aprender, mientras Kobayashi y Maoko sonreían satisfechos. Quién sabe por qué.

—La longitud de Planck aparece en la ecuación de la traslación para establecer posiciones discretas del punto B —explicó Schultz—. Esto significa que, por ejemplo, podemos situar el punto B en la superficie de Júpiter, en las coordenados con latitud 30º N y longitud 125º E, y ni un metro más lejos, más cerca, arriba o abajo. La destinación alternativa más cercana podría estar a 100 kilómetros de distancia. Esto es solo un ejemplo, cuidado, porque todavía tenemos que encontrar los valores reales, y además hay que experimentar con la triada.

—Entonces... —tentó Drew.

—Entonces —intervino Kamaranda— si la máquina que acabáis de construir presenta alguna diferencia, por pequeña que esta fuera, estructural o de regulación, el destino se desplazará. En vez de donde estaba la botella de agua, ahora destruida, el punto B se encontraría en otro sitio, siendo la magnitud del desplazamiento proporcional a la longitud de Planck según la función que hemos encontrado.

—¡La máquina es igual! —exclamó Maoko con rabia, pero Kobayashi posó su mano sobre el brazo de la chica para calmarla.

—Hemos situado los retículos de ionización a 437 micrómetros de distancia —dijo el científico japonés—. El instrumento que hemos usado para calibrar la distancia tiene una resolución de un micrómetro, por lo que el valor exacto puede variar entre 436,5 y 437,4 micrómetros

(#litres_trial_promo). Supongamos que la distancia sea de 436,9 micrómetros. ¿Dónde estaría el punto B?

Novak, Kamaranda y Schultz volvieron a la pizarra, borraron una zona que no era indispensable y desarrollaron la función basándose en los datos reales recibidos de sus compañeros. La ecuación era compleja y tardaron unos minutos, hasta que Schultz anotó el resultado en una hoja y los tres volvieron a la mesa con el dispositivo.

—Suponiendo que no queremos modificar la triada —dijo el alemán—, es decir, dejando los parámetros como están, el punto B estaría a unos 18,6 metros respecto a la botella de agua. La dirección del desplazamiento no sabemos determinarla todavía, así que imaginaos una esfera de 18,6 metros de radio centrada en la posición de la botella. Pues bien, el nuevo punto B estará en un punto cualquiera de la superficie de esa esfera.

Drew miró por la ventana.

Ya era de noche. Había pocas personas por las avenidas de la Universidad cercanas al laboratorio. En los pisos superiores seguramente ya no había nadie, y lo mismo en los locales adyacentes. La superficie de la esfera imaginaria pasaba también bajo la tierra, además. ¿Podrían pasar tuberías de gas por allí? Drew pensaba que no. Una opresora sensación de impotencia se mezclaba con resignación se apoderó de él. Sentía como si tuviera una roca sobre el pecho que le impedía respirar. Fue a la puerta, la abrió y salió a respirar el aire fresco de su Manchester. Respiró unas bocanadas profundas, repetidamente, mientras los demás lo miraban desde dentro.

¿Podía pedir permiso a McKintock para realizar un experimento así? No, el rector lo habría ridiculizado por haber montado todo aquello y después no ser capaz de controlarlo.

Tenía que asumir su responsabilidad, y también los riesgos asociados.

Volvió a entrar y se dirigió a Schultz.