banner banner banner
Sangre Pirata
Sangre Pirata
Оценить:
Рейтинг: 0

Полная версия:

Sangre Pirata

скачать книгу бесплатно


«¿Más?»

«Después de todos los años dedicados a servir a la Corona, creo merecer algo más que una simple carta de compromiso. Así que quisiera ser recompensado con la asignación de algunas posesiones y de un título nobiliario reconocido por la soberanía del Rey.»

«¿Un ascenso político, entonces?»

«¡Exactamente!»

«¿Independientemente si su expedición tendrá éxito?»

Rogers asintió.

«Como usted desea» aceptó Morgan, visiblemente cansado. «Veremos de interceder por usted en la Corte.»

«Se lo agradezco.» El corsario dejó las manos del gobernador y se alejó de la mesa rápidamente. Antes de salir se detuvo un momento cerca de la puerta. «Cada promesa es como una deuda. Que nunca se le olvide, excelencia.»

Después de haber dicho eso, se salió.

***

Anne estaba sentada en la cama, la espalda apoyada contra la pared, mirando hacia la ventana. En sus manos tenía un plato de sopa. Sus cabellos ondulaban en la brisa que precedía a la puesta del sol, despeinados alrededor de su cabeza. Ya no parecía un calamar en putrefacción. Parecía más bien una gavilla de trigo arrastrada por el viento. Su rostro, aunque pálido, estaba recuperando un ligero enrojecimiento. Al menos por ahora la sombra de la enfermedad había desaparecido.

«¿Cómo te sientes?» le preguntó Johnny que acababa de regresar. Todo el día había estado ansioso, excepto durante el ahorcamiento de Wynne. Asistir a su muerte lo había inundado de un horror que había alejado temporalmente sus preocupaciones sobre la salud de su madre.

«Cansada» contestó ella, con un hilo de voz. «Durante tu ausencia Bartolomeu me ha cuidado. Se portó muy bien conmigo. Mira hasta me ha preparado la cena.» Queriendo demostrar quién sabe qué, movió el cucharón hasta sus labios con dificultad.

«Déjame ayudarte.» El muchacho se sentó a su lado y empezó a embocarla. El olor de la sopa hizo que su estómago se quejara.

«¿Comiste?» preguntó Anne.

«Claro que si» mintió él. No tocaba comida desde la noche anterior. Peor aún: lo poco que había tragado había terminado en el callejón tras el ron ofrecido por el portugués.

De vez en cuando limpiaba las esquinas de la boca de su mamá con una servilleta. Anne sonreía, tratando de tragar la sopa. Una vez terminado, le ayudó a acostarse.

«No tengo ganas de dormir» protestó la mujer.

«Tienes que descansar.» Johnny la miró de una forma que no admitía replicas.

Ella apoyó tranquilamente la cabeza sobre la almohada. «¿No te parece algo raro? Hasta hoy fui siempre yo a ocuparme de ti.»

«No hables ahora.»

«Es desde hoy en la mañana que ya no tengo tos, ¿sabes?» Anne parecía no escucharlo.

«Te vas a sentir mucho mejor, confía en mis palabras.»

«Ojalá tengas razón.»

Hubo un breve silencio entre ellos, durante el cual Johnny sintió un fuerte sentimiento de culpa. Como si estuviera prisionero en un cuerpo que no le pertenecía, se veía obligado a asistir impotente a la enfermedad de su madre. La observaba a través de un caleidoscopio multicolor, cuyas facetas reflejaban dolor y resignación. Entendió en ese momento que quería huir, correr lo más lejos posible para no verla reducida en ese estado.

«Será mejor que descanses» dijo. Agarró el plato y la cuchara. «Bartolomeu seguramente me va a necesitar. ¿Puedo dejarte sola?» En su corazón tenía miedo que le rogara de quedarse.

Anne lo sorprendió, contestándole con tranquilidad: «Ve y no te preocupes. Nos volveremos a ver cuándo habrás terminado.»

«De acuerdo.»

«Te quiero mucho, John.»

«Yo también» contestó él. Luego se agachó para darle un beso en la frente.

***

Durante la noche Johnny notó que Bartolomeu andaba muy preocupado. Había pronunciado solamente unas pocas palabras, y él se había dado cuenta de eso, sobre todo cuando entendió de que estaba esperando a alguien: seguía lanzando miradas discretas a la puerta y cada vez que esta se abría contenía la respiración, como agotado por la interminable espera. Sin embargo, prefirió no investigar, ocupado como estaba sirviendo a los clientes.

Pudo escuchar algunas de sus conversaciones que inevitablemente atraían su atención. Y volvieron a prender su fantasía. Había quien comentaba de la horrible muerte de Wynne y quien afirmaba que un cierto capitán Rogers se estaba preparando para una misteriosa expedición.

Una vez que el último cliente salió de la posada, Bartolomeu ordenó al muchacho de cerrarse en la cocina y limpiar los platos. Luego empezó a recorrer en el local, apagando una a una las velas. La habitación cayó en un crepúsculo sombreado, aún más obscura a causa de las pocas llamas que habían quedado.

Johnny pasó una hora enjuagando un sin fin de platos y jarras. Debido al inconfundible olor a especias, tenía los ojos hinchados y la nariz tapada. Le daba miedo de desmallarse. Pero una vez acostumbrado, procedió más rápidamente. Estaba limpiando una jarra de barro, cuando la puerta del otro lado de la habitación se abrió con un ruido sordo.

«Llegaste, por fin» oyó decir a Bartolomeu.

«Estuve muy ocupado con algunos asuntos personales.»

Reconoció la voz de Avery. Después del trabajo, le había confiado que no se sentía bien y que prefería irse a dormir temprano. Entonces, ¿por qué estaba allí?

«¿Bart, estamos solos?» preguntó el anciano.

«Tú no te preocupes» contestó el otro. «Mandé el muchacho a la cocina. Seguro tendrá bastante trabajo. Ahora siéntate y explícame porque querías hablar conmigo.»

Hubo un ruido de sillas. Johnny caminó cautelosamente hacia la puerta que separaba la cocina de la habitación principal. La empujó lentamente, dejándola lo suficientemente abierta para escuchar a escondidas.

«¿Cómo está Anne?» preguntó Avery.

«No bien» contestó el portugués. «Son algunos días que parece haber mejorado. Esto me hace esperar. Pero sin la opinión de un médico, no podemos estar seguros.»

«Es una verdadera lástima.»

«Así es.»

Johnny se impresionó. Escucharlos platicar con un tono tan preocupado sobre la condición en la que se encontraba su madre lo animó. Empujó aún más la puerta y siguió mirando. Desde la posición donde estaba era capaz de vislumbrar la espalda de Avery.

El anciano comentó: «Sin embargo no quería platicar de eso, si no de lo que le pasó a Wynne. Fui a su ejecución.»

«¿Lo conocías?» preguntó Bartolomeu.

«Estábamos en el mismo barco.»

Faltó muy poco a que el joven gritara por el asombro. ¿Así que los rumores sobre la vida de Avery eran verdad? ¿Era realmente un pirata? Tenía que encontrar una manera de averiguarlo.

Se deslizó fuera de la cocina, empujando la puerta tan lentamente que se tardó una eternidad. Caminando gatoneando como un bebito llegó al largo mostrador y se detuvo para calmar los latidos de su corazón. Podía sentirlo palpitar hasta dentro de las sienes. En su mano derecha todavía sostenía la jarra de vino: se había olvidado que la tenía con él. La emoción era tan fuerte que ni siquiera notó que estaba apoyado en el estante lleno de botellas. El movimiento las hizo tintinear. Él levantó la vista, asustado. Durante una fracción de segundo, no sucedió nada. Luego oyó algunos pasos que se acercaban. Levantó la mirada. La mano callosa de Bartolomeu apareció por encima de su cabeza. Estaba a unas pocas pulgadas. Incluso podía oír el hedor de su aliento. Pronto le agarraría el pelo, lo sacaría y... al contrario, se inclinó sobre el estante y tomó una botella de ron, volviendo hacia Avery.

«Esto no me explica porque quisiste verme» comentó mientras abría el corcho de la botella.

«Ahora te lo explicó» contestó Avery.

Se escuchó el eco de un segundo ruido de pasos, seguido por las jarras que venían dispuestas una junta de la otra. Johnny se inclinó sobre el borde del mostrador. Vio a los dos servirse de beber.

«Wynne hizo muchas cosas malas en su vida» afirmó el anciano y se tomó su ron. «Pero era solamente un miserable. No merecía terminar su vida así.»

«Mejor él que nosotros» declaró Bartolomeu.

Avery asumió una expresión que era una mezcla entre incredulidad y resignación.

«¿Tienes miedo que te descubran?» le preguntó el portugués.

El no respondió. Empezó a mirar a su alrededor, sospechoso. Después de un rato añadió, con la voz reducida a un silbido apenas perceptible: «El problema tiene que ver con lo que dijo antes de ser ahorcado.»

Todavía escondido detrás del mostrador, Johnny se estremeció. Se acordó del pirata mientras se agitaba colgando de la horca, las piernas moviéndose en el aire y el borbotón de sangre que le manchaba la cara.

«¿Hablas del Triángulo del Diablo?»

«Las noticias corren rápidamente, Bart.»

«Son puras tonterías» comentó con fastidio el portugués.

«¡Te puedo asegurar que ese lugar existe!» La mirada de Avery destilaba una seguridad palpable... y amenazante. «Incluso el más ingenuo entre los marineros de agua dulce conoce la leyenda. Pero yo puedo asegurarte que existe.»

«¡Ya basta!»

«¿Como ves si te cuento una pequeña historia?»

El portugués murmuró algo, sin preocuparse.

«Muy bien.» Avery volvió a beber. Los dedos temblaban visiblemente y algunas gotas de ron se vertieron a lo largo del cuello de la botella. «Todo empezó hace unos años. Con la tripulación con la cual trabajaba nos desembarcamos en una isla cerca de Antigua. Nos alojamos en el puerto durante varios días tratando de averiguar dónde estábamos realmente.»

«El archipiélago de las Antillas es famoso por albergar islas que no aparecen en ninguna carta náutica» precisó Bartolomeu.

«Ya lo sé» contestó el otro, con tono fastidiado. «Lo que ninguno de nosotros podía imaginar era que el lugar estaba habitado por una tribu de indígenas.»

«¿Cuales?»

«Los Kalinago.»

Durante unos segundos Bartolomeu se quedó en silencio. Luego sacudió lentamente la cabeza, como si el asunto no le convenciera completamente.

«¿Los comedores de muerte?» preguntó.

«Exacto» replicó Avery. Estaba sonriendo. Evidentemente, ese recuerdo lo divertía. O lo ponía nervioso. Difícil de decir. «Déjame continuar.» Tragó la segunda copa llena de ron y se llenó una tercera. «El capitán decidió enviar una expedición para inspeccionar la isla. Los esperamos de regreso por varios días, en vano. Así que decidió ir él mismo, junto con otros de la tripulación. Incluyendo a Wynne y a mí. La tripulación estaba muy preocupada, aunque nadie se atrevía a discutir sus órdenes. Dejamos las chalupas en la playa y entramos adentro de la selva.»

«Allí se encontraron con los Kalinago» afirmó Bartolomeu.

«Fueron ellos que nos encontraron» dijo el anciano, resignado. «Nos capturaron tal como lo habían hecho con nuestros camaradas. Nunca olvidaré lo que vi. Son bestias, sin una pizca de piedad.» Tomó todo el líquido, haciendo que goteara sobre su barbilla y cuello. «Descuartizan sus víctimas cuando todavía están vivas, con una ferocidad sin precedentes.»

La actitud de Bartolomeu estaba cambiando. A diferencia de su interlocutor, apenas había tocado el ron. Ahora tenía sus brazos extendidos sobre la mesa, sus dedos tan estrechamente entrelazados entre sí que los nudillos se habían puesto blancos.

«Como quiera» comentó Avery, «nuestro capitán logró que el chamán lo recibiera. Pudimos evitar la muerte, pero a un precio demasiado alto.»

Escondido detrás del mostrador, Johnny empezó a temblar. El asunto era muy interesante. Terriblemente interesante.

Por otro lado, Avery era como dudoso, y se sirvió otra vez de beber.

«El capitán pactó con él» explicó, lentamente. «Y este le contó de la existencia de un gran tesoro escondido en una isla al noreste de las Bahamas. Incluso mostró un viejo dibujo grabado en una tableta de arcilla. La ubicación de este lugar coincidía aproximadamente con el punto donde se supone se encuentre el Triángulo.»

«Háblame de ese pacto.»

«El capitán tenía que comprometerse a recuperar el tesoro. Podía quedarse con lo que quería para el mismo. El chamán, a cambio, tenía que traerle un amuleto.»

«¿Un amuleto?»

Avery asintió. «Sí. Un amuleto de jade.»

«¿Porque?» insistió Bartolomeu.

«No tengo la menor idea. Sólo se lo dijo a él y a sus hombres más confiados. A nosotros nos dejaron afuera de la cabaña. Después me enteré de que gracias al amuleto habría garantizado al capitán que este iba a poder recuperar lo que había perdido en el pasado.» Se quedó pensando. «Quien sabe de qué estaba hablando.»

«¿Y luego?»

«Tan pronto como lo expuso, este aceptó. Para sellar el pacto marcó a ambos con un tatuaje. Añadió luego que si uno de los dos no respetaba los acuerdos, ese signo lo llevaría a la muerte.»

«Supersticiones» comentó el portugués.

«Piensa como quieras Bart» insistió Avery. «¡Sé lo que he visto! Y eso me lleva de nuevo a Emanuel Wynne. Pero te lo explicaré más tarde.» Emitió un gemido, como si esos pensamientos todavía lo atormentaran. «Puedo jurar sobre mi propia vida que después de esa experiencia, el capitán estaba como enloquecido. Algunos decidieron amotinarse. Eran treinta, incluyéndome a mí. Obviamente el capitán no estuvo muy feliz con eso y nos abandonó en una isla deshabitada al este de Puerto Rico, con sólo una botella de ron por cabeza y sin comida. Pasaron algunas semanas, regresó por nosotros. Los sobrevivientes erábamos quince.»

Bartolomeu abrió la boca en una mueca de asombro. Se pegó en la frente con el típico gesto de aquel que de repente se recuerda de algo importante. «Tú quieres que yo crea que…»

«Exacto» lo anticipó Avery, mostrando una profunda incomodidad. «Yo estaba en la tripulación del Queen Anne’s Revenge, bajo el mando de Barbanegra.»

A causa del asombro Johnny saltó hacia atrás, instintivamente puso las dos manos sobre el suelo, ignorando el hecho de que con una, sostenía la jarra. Perdió el equilibrio y se estrelló nuevamente contra del estante. Esta vez el impacto fue violento. Una punzada de dolor lo golpeó a las espaldas. Las botellas hicieron mucho ruido. Uno hasta se cayó rompiéndose al momento de golpear el pavimento. Partículas de vidrio brillaban por todas partes.

El anciano brincó sobre su silla. «¿Qué pasó?»

«Fue una rata» replicó Bartolomeu y se dirigió hacia la fuente del ruido. «Una rata muy grande.»

El joven se quedó paralizado, los ojos brillantes, las pupilas dilatadas. Podía oír su corazón latir con fuerza. Sus latidos dolorosamente rebosaban en sus oídos, semejantes al ruido de un martillo, tanto que los pasos del portugués parecían venir de un mundo lejano y desconocido.

“Tengo que hacer algo” pensó. “Me tengo que largar, ¡ahora mismo!”

Lástima que el pánico se hubiera apoderado de él. Era como si estuviera al acecho en las arenas movedizas: cuanto más se movía, más se hundía. Finalmente, la sombra de Bartolomeu cayó amenazante sobre de él.