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Sangre Pirata
Sangre Pirata
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Sangre Pirata

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A él le hubiera gustado replicar, pero no tenía fuerzas. Esa revelación lo petrificó. Acusó un fuerte dolor en el estómago, el latido de su corazón era muy acelerado y las extremidades parecían derretidas como la cera de una vela.

«Unos dos meses después de la desaparición de tu padre» siguió contando el anciano, «Anne vino a verme. Dijo que Bart le había contado toda la verdad sobre nuestro pasado. Me rogó que cuidara de ti, si llegara a ser necesario.»

Las lágrimas de Johnny empezaron a salir más rápidamente. «¿Porque nunca me lo dijeron?»

Otra vez el mismo tono suave de antes. «El mundo no es un lugar agradable, créeme. He visto demasiadas cosas para pensar de manera diferente. No estás listo para enfrentarlo. Desde que te conocí, he visto en ti un dolor y una ira listos para explotar en cualquier momento. Si quieres sobrevivir, tendrás que aprender a usarlas ambas.»

«¿Y tú qué sabes de lo que son mis sentimientos?» gritó el joven. «¡Las tuyas son puras escusas!»

«Siento mucho que tú puedas pensar eso.»

«Entonces dime, ¿qué debería hacer?»

Avery intentó con su mano acariciarle la mejilla, pero él quitó la cabeza con desdén. «Para ti llegó el momento de convertirte en un hombre. Debes…» Luego frunció el ceño. Un conjunto profundo de arrugas cubrió su piel morena. Él comenzó a hurgar en sus bolsillos.

«¿Que estás haciendo?» preguntó Johnny, intentando mantener un poco de auto control.

«Cualquier cosa que llegue a sucederte, debes mantenerlo en un lugar seguro» contestó el otro y dejó caer el ojo de vidrio de Wynne entre sus manos.

«Yo…» El muchacho se quedó sorprendido al ver una luz adentro, inmóvil como si fuera agua estancada.

«¡Prométemelo!» exclamó el anciano. De repente, trató de doblar una rodilla, las articulaciones crujientes, para pararse frente a su rostro. «Si algo sale mal, tendrás que esconderlo. Cuando esa historia termine, volveremos a buscar a tu madre. Bart es un buen tipo. Estoy seguro de que la cuidará.»

Johnny asintió, sin entender bien el por qué. Le parecía de haber sido lanzado adentro de la existencia de otra persona. Su mirada se perdía en la palpitante luz verdosa. Parecía que esa luz lo estaba llamando, atrayéndolo con vagas promesas de cosas que no podía entender.

***

Después de un rato, dejó de llover.

Rogers apenas se dio cuenta. Su atención estaba dirigida en Teach: estaba recorriendo la distancia que lo separaba del sacerdote con pasos lentos y tranquilos, como si intentara fortalecer la solemnidad de su forma de andar.

«La Fe es llena de luz, padre» sentenció, una vez que llegó cerca del hombre. «Pero hay tinieblas que pueden cegar.»

«En nombre de Dios» gritó Mckenzie. «Tengan piedad.»

«Piedad es mi segundo nombre» contestó sarcásticamente el pirata. «Y se lo quiero demostrar salvando la vida de ese niño. Como mencionaba anteriormente, también tenemos nuestro propio código de buena conducta.» Hizo un ligero asentimiento con la cabeza y el enano liberó al rehén, que se regresó rápidamente en los brazos de su madre. «Pero ahora usted me debe un gran favor, por este acto de clemencia.»

“¡Maldito perro!” Rogers estuvo a un nada de gritar en voz alta esa oración. Una nueva sensación de enojo lo invadió. Lo más detestable de Teach era exactamente eso: el gusto que obtenía con esos infames jueguitos psicológicos en contra de sus víctimas. O'Hara lo agarró por el brazo.

«Debes mantener la calma» susurró. «No llegamos hasta aquí para que después nos maten.»

El corsario asintió. Salir a campo abierto sería desastroso. Habría perdido el control de la situación, con el riesgo de ser aniquilado por la tripulación de Barbanegra. Tenía que idear un plan.

Por mientras Mckenzie no dejaba de llorar. «Wynne no me dijo nada. ¡Es la verdad!» Esa última palabra salió en un grito desesperado.

«Quiero creerle» contestó Teach. «Además, no creo sea usted tan estúpido como para arriesgar todas estas vidas inocentes.» De forma casi teatral abrió los brazos como si quisiera abrazar a toda la multitud.

«¡Larga vida al capitán!» gritó alguien y el resto de la tripulación empezó a reírse.

Barbanera enseñó una risa sarcástica. «Es para ese motivo que elegí liberar a los civiles.» Los miró uno por uno, enigmático, con los ojos ardiendo bajo la manta de humo que rodeaba su cabeza. «Se pueden ir.»

Los presentes intercambiaron entre ellos miradas de terror puro. Rogers pensó que el pirata podía mentir. Después de todo, era una eventualidad de tomar en cuenta. Desde un personaje así había que esperarse de todo.

Edward Teach sacudió su cabeza, parodiando de alguna manera la actitud decepcionada de quien no se espera tal comportamiento. Tomó una de las pistolas y apuntó al azar en contra de los prisioneros.

«¡No lo quiero repetir!» exclamó.

La placita estaba llena de sonidos agudos, no eran de terror ni de gratitud. Las mujeres gritaban, los niños lloraban y los hombres maldecían, empujándose en busca de una salida.

«Le repito nuevamente que nosotros también tenemos dignidad» afirmó Barbanegra, otra vez sarcástico. Luego se dirigió nuevamente a Mckenzie. «Miren al contrario sus feligrés» y con su pistola apuntó a un tal. En el tentativo de salvarse, no había dudado en golpear a una mujer, dejándola caer en el barro. Ella pedía ayuda, aunque nadie la estaba ayudando. «Los cobardes no los soporto.»

Las gritas de los presentes fueron ahogadas por un disparo.

La bala golpeó al tipo casi en el centro de la espalda, levantándolo hacia adelante de alrededor de un metro. Cayendo este gesticuló un par de veces, rascando el aire en busca de dónde agarrarse. Teach se le acercó, guardando el arma. Silbaba tranquilo. Una vez que alcanzó el hombre lo traspasó con su sable.

«¡Esta es la ira de Dios!» dijo gritando el pirata.

Mckenzie entrecerró los ojos y bajó la cabeza. Sus hombros se levantaban y bajaban, siguiendo el ritmo irregular de su llanto.

«Le ruego de parar con todo eso» borboteó. Era como escuchar alguien que tenía la boca llena de comida. «Estoy seguro que Dios tendrá piedad de usted.»

Rogers sintió como un escalofrío. Aunque había sido educado en un ambiente de bueno principios, había preferido dejarlo todo para pasar su vida en el mar. Sin embargo, no pudo ocultar su desprecio por la actitud ultrajante de Teach.

«Ha llegado el momento de actuar» dijo mirando a sus hombres.

O’Hara asintió.

«¿Qué piensas hacer?» le preguntó.

Él señaló tres callejones en el lado opuesto de donde se encontraba ahora: dos de estos estaban a un lado de la iglesia; el tercero, al contrario, estaba ligeramente más distante.

«Los vamos a rodear» contestó. «Barbanegra nos ha dado una gran ventaja alejando a los prisioneros. Al menos no estarán molestando al momento de enfrentarnos.» Volvió a estudiar la situación. Casi en el centro de la plaza, las guardias estaban todavía de rodillas, bajo el control de los piratas. «Por lo que tiene que ver los soldados, juraron de morir por la patria. Entonces no es nuestro problema. Divídanse en tres grupos y den la vuelta a las casas. Yo me quedaré aquí.»

Su observación fue muy fría, sin posibilidad de réplica.

O’Hara parecía no estar de acuerdo. «Es muy riesgoso que te quedes solo. Sería mejor si yo me quedara contigo.»

El corsario lo miró pensativo por un momento. «Preferiría que tu alcanzaras la calle aislada. Es una excelente vía de escape. Si llegaran a escaparse podríamos alcanzarlos con facilidad.»

Un renovado grito de terror los distrajo de sus discursos. Rogers tuvo el tiempo de ver a su tripulación alejarse en tres direcciones diferentes. Luego volvió a mirar la escena: Teach había regresado con Mckenzie y tenía la cabeza del sacerdote entre sus manos. Quién sabe por qué estaba convencido de que podía aplastarla como si fuera una uva. Un pensamiento gracioso, realidad que lo llenó de un terror inaudito.

«¿Que quiere de mí?» El sacerdote estaba mirando su verdugo con los ojos muy grandes sin poder creer lo que le estaba pasando.

«Quiero hacer un juego» contestó Teach. La sombra de una sonrisa surgió en sus labios.

«No entiendo.»

«Déjeme explicárselo.» El pirata soltó la cabeza del sacerdote y empezó a caminar tranquilamente, reduciendo el espacio entre el religioso y el grupo de los soldados. «Estaba hablando en serio cuando dije que estaba seguro que Wynne no le había contado nada.»

Mckenzie pareció ponerse más tranquilo.

«Pero creo que usted pueda ser muy útil como quiera» comentó. «Usted lo confesó y lo absolvió. Entonces, seguramente, sabe dónde fue enterrado.»

La solicitud de Barbanegra catapultó a Rogers en un estado de profundo asombro. Su llegada a Port Royal estaba relacionada con la ejecución del francés. Sobre esto, no había duda. Si era el mapa que estaba buscando, ciertamente no lo iba a encontrar sobre un cadáver. Se preguntó para qué le podía servir esa información. Con movimientos lentos y cuidadosos se deslizó detrás de un barril. Hacerse descubrir quería decir ser condenado a muerte. Apoyó la espalda contra los listones y prestó más atención.

«Adelante, padre» le insistió otra vez Teach. «Aunque la noche es muy larga, no tengo tiempo para controlar cada tumba.»

Mckenzie desvió la mirada, y esto fue suficiente para que el pirata estallara en una risa ruidosa.

«Está bien» dijo. «Mientras que usted piensa, yo les explicaré las reglas de este juego.» Ordenó a la tripulación de cerrarse alrededor de los soldados. Luego agregó: «De hecho, las reglas son bastante simples. Tienes tres minutos de tiempo, a partir de ahora.» Sacó un reloj de bolsillo y lo miró con avidez. «Si me dirá dónde está enterrado Wynne, mis hombres les dispararán a los soldados. De lo contrario, yo le dispararé a usted. ¿Qué elije hacer? ¿Salvar las vidas de estas personas, sacrificando la suya? O…»

«Usted es un monstruo» el sacerdote, llorando tuvo el valor de interrumpirlo.

«Más que nada podemos decir que soy un hombre práctico» contestó él. «Y como quiera, tiene solamente dos minutos a su disposición.»

Los guardias comenzaron a gritar en contra de Mckenzie, argumentando que tenía la obligación de salvar sus vidas. El cura estaba llorando, y se veía muy pequeño en su traje oscuro. Parecía una cucaracha a punto de ser aplastada. Sobre todos dominaba la imponente figura de Barbanegra.

«Un minuto» declaró el pirata.

“¿Dónde están?” Rogers empezó a morderse los labios. La tensión lo estaba matando. Por un momento incluso pensó de intervenir directamente él mismo.

«El tiempo se está acabando» avisó Teach.

Otra vez, el pánico.

Un soldado intentó escapar. Logró moverse unos pasos, pero fue alcanzado por la parte trasera de un mosquete. Se derrumbó en el piso. De nada sirvieron sus suplicas. Alguien le disparó. El ruido fue extrañamente ensordecedor y el desgraciado se quedó inmóvil en un enorme charco de sangre que se alargaba debajo de él.

«Quedan treinta segundos, padre» confirmó Barbanegra y comenzó a contar hacia atrás, pronunciando cada número solamente, para aumentar la tensión que ya impregnaba la situación.

«¡Hay un túmulo de piedras!» confesó Mckenzie, de repente. «Allí está enterrado, enseguida de la capilla.» Indicó temblando, el fondo de un callejón. «El cementerio se encuentra por allá.»

El público se quedó en silencio. Incluso Rogers contuvo el aliento. Solo Teach había cambiado su expresión: las mechas atadas a su tricornio se estaban apagando, reduciendo la niebla. En su rostro se podía notar una mirada famélica.

«Muy bien» comentó y empezó a mirar a los hombres de su tripulación. La orden fue llevada a cabo sin necesidad de agregar nada más.

Una lluvia de balas centró a los soldados, acribillándolos como si fueran palmeras bajo la rabia de una tormenta violenta. El aire se impregnó con el aroma intenso de la pólvora, un olor penetrante y muy agudo que contrastaba completamente con el perfume húmedo de la lluvia.

«Por lo que tiene que ver con usted» continuó diciendo Barbanegra, moviendo su dedo con un gesto pedante, «No se olvide que yo siempre cumplo mis promesas. El único problema es que usted prefirió sacrificar la vida de otras personas, nada más para salvar la suya. Y usted sabe muy bien cuánto odio a los cobardes.»

Mckenzie se encontró con la pistola del pirata a pocos centímetros de su cara. Empezó a temblar moviendo la boca como si fuera un pescado.

«Que tenga un excelente viaje» sentenció Edward Teach y oprimió el gatillo.

El cráneo del religioso explotó como un frasco de arcilla, cientos de fragmentos rodaron en el aire desde el involucro que antes había sido su cabeza. Se envolvió sobre sí mismo, todavía mirando a Barbanegra con una expresión llena de incredulidad.

«En serio eres un hombre con un gran sentido del honor, mi capitán.»

El comentario sarcástico surgió de repente desde un desconocido, escondido en la penumbra que dominaba un espacio entre dos casas. Los piratas se movieron rápidamente, sacando las armas. Incluso Rogers se quedó sorprendido: esa voz cristalina lo había tomado totalmente desprevenido.

«¡Hardraker!» exclamó Barbanegra. «¡Caramba! Regresaste del mundo de los muertos.»

Al momento de escuchar su nombre, el hombre apareció bajo la luz de un poste que estaba allí cerca. Estaba sonriendo El resplandor dorado de un par de dientes brilló a través de sus labios estrechos.

«No ha sido sencillo salir de Fort Charles» comenzó a explicar. Movió los brazos de arriba hasta abajo, enfatizando sus condiciones físicas. Un corte vertical cruzaba la manga izquierda de su chaqueta, apretada por una venda debajo de su codo. A través de la venda se podía notar una mancha de sangre seca. Una de las botas tenía la punta destruida. Desde el agujero, se veía el dedo gordo. «Los soldados de Port Royal son el orgullo de la Armada británica, estaban demasiado ocupados a domar el fuego para preocuparse de mí.»

Todos empezaron a reírse.

Teach, al contrario, guardó su pistola todavía caliente y se dirigió hacia el recién llegado. «Llévate algunos hombres y corre al cementerio. Encuentra la tumba de Wynne.» Luego comentó, con tono muy serio: «Quiero que me traigas su ojo. Por mientras yo regresaré sobre la Queen Anne’s Revenge. Tengo que planear la ruta para la isla de los Kalinago.» Puso su brazo alrededor de los hombros de su compañero y se rio. «Esta vez es la buena, mi estimado Victor.»

“Ese debe ser el primero oficial” evaluó Rogers. Lo había deducido del tono confidencial con el que Barbanera se dirigía a él. Desafortunadamente ese intercambio de bromas, no disipaba las demasiadas cuestiones que no lograba entender. ¿Por qué Teach quería saber la ubicación de la tumba de Wynne? ¿Para qué le servía el ojo de un hombre muerto? Por un momento creyó de haber entendido mal, pero cuando vio ese tal Hardraker desaparecer en la dirección indicada por Mckenzie, se dio cuenta de que la situación estaba cambiando demasiado rápido.

Se dio cuenta que ya no podía esperar.

Sus sentidos eran tan agudos que aún podía sentir el penetrante aroma de la pólvora. A esto se sumaba el ritmo de su aliento y el murmullo continuo de la sangre en sus venas.

Una vez, alguien le había dicho que incluso la batalla más corta parecía ser muy larga para los que participaban en ella. El tiempo se volvía elástico; se estiraba hasta desaparecer. No recordaba quién se lo había comentado, no había entendido exactamente a qué se refería. Tuvo que esperar unos años para aprender la lección.

Al mando de una fragata, había recibido la orden de vigilar las rutas de los buques comerciales británicos frente a las costas de Cuba. Durante un día particularmente bochornoso había interceptado el Queen Anne’s Revenge. A esto había seguido un abordaje. Emocionado por el frenesí de la pelea, se había lanzado sobre el puente del barco enemigo con un solo objetivo: eliminar a Barbanegra. Los dos se habían enfrentado en un duelo que le pareció infinito. Al contrario, solo pasaron unos minutos. Al final, Teach le había disparado en la cara. Solo el instinto natural de Rogers lo había salvado de una muerte segura. Se había movido unos pocos centímetros de la trayectoria de la bala, pero como quiera lo había alcanzado, destruyéndole una gran porción de mejilla.

Se acordaba muy bien del dolor, el enojo, el miedo… y también ahora esas eran las únicas emociones que lograba probar.

«Edward Teach!» gritó, saliendo detrás de un bote. «En nombre de Su Majestad, estás bajo arresto. Tira las armas y ríndete.»

En la plaza había alrededor de unos veinte hombres. La intervención inesperada de Rogers los paralizó. Nadie dijo nada, todavía demasiado sorprendidos como para poder reaccionar. El único que dijo algo fue Barbanegra.


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