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Luego movió la palma de la mano cerca de la antorcha, de modo que la luz se filtrara a través de ella. Un resplandor verdoso brillaba dentro del bulbo ocular. Si antes parecía una llama sutil, bajo el calor de la llama ahora estalló como un pequeño sol incandescente.
«Oh, ¡Dios mío!» exclamó Johnny, la boca abierta por el asombro.
«Ya ves, ¿ahora me crees?» Dijo Avery. Luego movió los labios, continuando a hablar, pero el muchacho no escuchó el resto de la oración.
Sin ningún previo aviso, un estruendo ensordecedor explotó cerca de la bahía, seguido de una columna de fuego, que se elevó en el cielo como el tentáculo gigante de un calamar. Y casi de inmediato se empezaron a escuchar terribles gritos de dolor.
CAPÍTULO CUATRO
BARBANEGRA
Cuando se escuchó la detonación, Rogers estaba dormido. Después de reunirse con el gobernador, había pasado el resto de la noche encerrado en su cabina. Se había acostado sobre su catre, intentando seguir el hipnótico balanceo de la linterna que colgaba sobre su cabeza, movida por la resaca que hacia ondear al barco. Lentamente se había quedado dormido, gracias también al ruido de la lluvia contra los vidrios de las ventanas. Cuando el estruendo lo despertó, abrió los ojos y se levantó rápidamente, justo en tiempo para ver la puerta de su cabina que se estaba abriendo.
Husani estaba a la entrada, casi no podía respirar.
«¡Mi capitán!» exclamó, todo sudado. «¡Nos están atacando!»
«¿Nos están atacando?» repitió él.
«Apareció una embarcación, en alta mar. Luego escuchamos un estruendo desde Fort Charles. Hay llamas en todas partes.»
«¿Qué tipo de embarcación?»
El gigante negro tuvo un momento de indecisión. «Velas negras, mi capitán. No estoy totalmente seguro… pero parece…»
«¡Habla!» gritó el corsario, mientras se arreglaba como mejor podía la camisa adentro de las mallas. «¿Quieres hacerme perder más tiempo?»
A pesar de la notable diferencia física entre los dos, Husani dio unos pasos por atrás, aparentemente asustado por esa reacción brutal y repentina. «Bueno… tengo miedo que pueda ser… el Queen Anne’s Revenge.»
Como si tuviera al diablo en los talones, Rogers agarró las botas y salió corriendo descalzo afuera de la cabina. Salió al puente, el resto de la tripulación estaba corriendo por todos lados como tantas hormigas enloquecidas. O’Hara se le acercó y trató de preguntarle qué estaba sucediendo. Él lo ignoró: se inclinó hacia afuera, en la parte del barco que daba frente a la ensenada.
Lo que vio lo dejó congelado.
Desde Fort Charles salía un denso, humo aceitoso. La pared sur estaba totalmente envuelta en llamas y amenazaba con colapsar. Los cañones eran inutilizables, destruidos o inútiles, ardientes a causa del fuego que los envolvía. También la torre estaba empezando a ser envuelta por las llamas.
«¡Capitán!» Alguien indicó algo que se encontraba lejos. «¡Mire allá!»
Rogers volvió la mirada y sobresaltó. A pesar del mal tiempo, sobre la superficie negra del mar se podía ver claramente un barco que se movía como una sombra entre las sombras. Parecía inmóvil, no había ninguna linterna encendida que permitiera ver alguna maniobra. La única fuente de luz provenía del resplandor pálido de la luna y desde los cañones posicionados entre el puente de cubierta y los que estaban más abajo. No necesitaba contarlos: sabía que la Queen Anne’s Revenge tenía unos cuarenta por lado. Una cifra impresionante, en comparación con la mitad que poseía la Delicia.
«Teach» dijo, haciendo una sonrisa sarcástica y llevando su mano hasta la mejilla desfigurada.
Se escucharon otras explosiones.
En el viento, las bolas de cañón silbaban, detonando cerca de la costa. Algunas terminaron en el agua, elevando grandes salpicaduras en el cielo. Luego vino un fugaz silencio, después una segunda lluvia de balas de cañón cayó esta vez cerca de la fortaleza.
“Están arreglando el tiro” pensó Rogers.
«¡Adelante!» gritó después. «Tráeme el catalejo.»
Detrás de él apareció un marinero, llevando el instrumento con él. Se lo arrancó de las manos y comenzó a mirar hacia el horizonte. De no haber sido por los cañones, podría pensar que el barco estaba desierto. En el puente vio figuras diminutas que aparecían y desaparecían como fantasmas, siguiendo el relámpago. Buscó tanto en popa como en proa. No había rastro de Barbanegra. Una duda lo atacó. Giró el telescopio hacia abajo y vio varias líneas en el agua, una señal del paso de algunas chalupas.
Y allí estaban mientras viajaban en silencio, dirigiéndose al este del fuerte, donde la costa era baja y arenosa y más cercana a la ciudad.
«Bajen los botes» ordenó, corriendo a babor. «¡Con prisa, malditos idiotas!»
Una bola llegó muy cerca a la Delicia, estrellándose contra una pared rocosa cercana. Se extendió un polvo alrededor y el mismo aire pareció vibrar.
“Se están moviendo” pensó con horror Rogers. “Quieren bloquear la bahía y hacer fuego sobre la dársena.”
«Cuáles son las ordenes, ¡mi capitán!» gritó un marinero.
«Bajen las chalupas, les dije» insistió él.
«Nos están disparando» contestó el otro.
«Aquí estaremos más seguros.» Rogers no estaba acostumbrado a tener miedo, pero en ese momento tuvo que aceptarlo. «Si saliéramos al mar, nos harían pedazos. La entrada es demasiado estrecha para realizar maniobras evasivas.»
Inmediatamente un gran caos comenzó a animar el barco. Las chalupas se deslizaron fuera de la borda. El corsario se puso sus botas y subió al frente, continuando dando órdenes por todas partes. O’Hara estaba con él.
«Escúchame» dijo hablando con Husani, que se había quedado sobre el puente, «afloja las velas pero mantén el ancla en el mar. Debemos estar listos para perseguir la Queen Anne’s Revenge, si es necesario.»
El africano asintió.
Las chalupas se alejaron rápidamente. Rogers estaba sentado en la proa y animaba a los remeros para que hicieran ir la embarcación lo más rápido posible.
«¿Según tu porque vino?» le preguntó de repente O’Hara.
«Teach nunca atacaría Port Royal» contestó él. «Es un riesgo muy grande.» Titubeó por un momento, los pensamientos se amontonaban entre ellos frenéticamente. «Si eligió venir hasta aquí seguramente hay un buen motivo. A lo mejor supo de Wynne.»
Las chalupas atravesaron el pañuelo de tierra donde se encontraba la fortaleza. En ese punto, la bahía formaba un ángulo agudo, cubierto de rocas puntiagudas.
«Hacía allá» ordenó Rogers.
«Vamos a correr el riesgo de estrellarnos, mi capitán» comentó uno de los remeros. «La corriente es demasiado fuerte. Nos va a arrastrar.»
«Eso es exactamente lo que quiero. Usaremos el flujo para tomar velocidad y desembarcar en ese punto.» Movió un dedo siguiendo la costa. «Cortaremos a través de los muelles. Las chalupas de Barbanegra ya estarán allí. No podemos perder más tiempo.»
«¿Una vez que desembarquemos que piensas hacer?» le preguntó O’Hara.
«Encontrar a ese bastardo y regresarle el favor.» Rogers se tocó una vez más el conjunto de cicatrices que dominaban su cara. Tenía una sonrisa extraña impresa en su rostro.
Como había ordenado, las chalupas dirigieron la proa hasta el punto establecido. La tripulación estaba a la merced de la corriente, a pesar de eso, los remeros lograron mantener el equilibrio. A su alrededor continuaban silbando los proyectiles. Bajo el fuego enemigo, el fuerte inerme, no se podía defender: la orilla de un bastión fue golpeada y destrozada. Luego tocó a la puerta principal. Explotó en una tormenta de piedras y parte de los escombros cayeron al mar.
«¡Harás que nos maten!» gritó O’Hara.
Rogers estaba demasiado concentrado para escucharlo. Ahora ya no tenía dudas: la Queen Anne’s Revenge actuaba para capturar su atención. Con su ataque de fuego, permitiría a los piratas de Barbanegra de actuar sin algún problema. ¿Pero con qué fin?
«¡Cuidado!» gritó un remero.
Otro conjunto de proyectiles había golpeado a Fort Charles. Un trozo de la torre cayó por debajo, rodando sobre su eje. Se estrelló contra una de las chalupas, rompiéndola en dos, y los marineros a bordo desaparecieron bajo el agua, arrastrados por la corriente.
Un silencio absoluto se apoderó de los presentes, evidenciado por el sonido de las explosiones y de los gritos. Una vez que llegaron hasta la ensenada bajaron al suelo. El espectáculo que se presentó a sus ojos era de un terror absoluto: la gente corría hasta los muelles, buscando refugio en los botes que se encontraban en el puerto. Los soldados intentaban contenerlos en vano: algunos fueron atacados y empujados al mar. La zona del puerto cerca de la fortaleza estaba ardiendo.
«Saquen las armas» Rogers agarró su espada. «Seguramente querrán secuestrar al gobernador.» Miró a su alrededor, señalando un callejón cercano. Quería llegar a la residencia lo antes posible. «¡Por acá!»
Corrieron por las tortuosas calles del puerto. Dondequiera se veían multitudes de desesperados que estaban intentando huir. Los soldados también estaban muy asustados: probablemente no se esperaban un ataque tan preciso y violento.
Cuando llegaron a una intersección, se encontraron en una placita, llena de lodo a causa de la lluvia. A pocos pasos de ellos se encontraba la iglesia, una estructura austera hecha completamente de madera. Si el fuego la hubiera alcanzado las llamas, habrían envuelto el área circundante devorando toda la ciudad en unas pocas horas. Sin embargo, no era eso que le preocupaba a Rogers. Con un gesto de la mano, ordenó a sus hombres de tomar reparo a la vuelta de la esquina de una casa.
«¿Qué pasa, mi capitán?» preguntó un hombre de la tripulación.
«Miren» contestó él apuntando su dedo hacia adelante.
La puerta de la iglesia estaba abierta. Un puñado de hombres estaba saliendo de ese lugar sagrado. Tenían en sus manos espadas, cuchillos, hachas y pistolas. Estaban escoltando un grupo de civiles y media docena de soldados, todos desarmados.
«¿Alguna idea?» preguntó O’Hara.
«Habrán tomado un atajo por el mercado» opinó Rogers. «Alguien se habrá quedado atrás para saquear las tiendas en busca de suministros. Pelear cara a cara es demasiado peligroso. Nos arriesgamos a estar rodeados. Vamos a ver.»
Algunos bucaneros miraban a los rehenes con aire indiferente; otros, al contrario, estaban, señalando y sonriendo. Los obligaron a ponerse de rodillas, en el centro de la placita. Desde el grupo, salió un tipo tan pequeño que parecía un enano.
«¡Sáquenlo!» gritó.
Desde adentro salió un murmullo de dolor. Un hombre vestido como sacerdote fue arrastrado hacia afuera. Rogers no lo conocía bien, pero sabía que el único sacerdote de la colonia era el padre Mckenzie, el que había confesado a Wynne antes de la ejecución.
«Si no empiezas a hablar, tendremos que lastimar a este rebaño de ovejas perdidas.» El hombrecito comenzó a caminar nerviosamente sobre sus piernas cortas y regordetes. «Un hombre con su gran sentido moral no puede permitir que eso pase, ¿no es verdad?»
Los piratas empezaron a reír.
«Por eso» continuó, «¿Por qué no nos cuentas lo que Emanuel Wynne te ha confiado? Estoy seguro de que una persona a punto de morir tenga muchas cosas que decir.»
«Ya les explique…» intentó decir Mckenzie.
Hubo un disparo y uno de los soldados se dobló sobre sí mismo, terminando en un charco. Parte de su cráneo había desaparecido. En su lugar, palpitaba una masa sanguinolenta de materia cerebral.
«Esta era justo una advertencia» admitió el enano, con gran satisfacción. «Mi paciencia tiene un límite.»
«¡Estaba loco!» gritó el sacerdote, victima seguramente de una crisis histérica. «Por amor de Dios, ¡ya paren ese masacre!»
El hombrecito no le prestó atención y llamó a uno de sus compadres. Murmuró algo. El segundo pirata asintió y alcanzó a los prisioneros. Comenzó a caminar en medio de ellos hasta que vio a un niño, abrazado en el cuello de la madre. Una sonrisa famélica le apareció en la cara. Lo agarró, dando una patada a la mujer.
El enano se precipitó hacia ellos y sacudió el niño. Paradójicamente era solamente un poco más alto que él. «Debido a su terquedad, usted será responsable de la muerte de un pobre inocente, padre. ¿Está listo para soportar tal peso? ¿Qué le dice su conciencia?»
«Ya basta, ¡Crook!»
El orden inmediato, que se parecía al estallido de una bomba, hizo palidecer a Rogers. Sintió como si su estómago estuviera apretado en una presa de consternación. Cada fibra de su cuerpo fue atravesada por descargas de adrenalina. Miró abajo hacia sus manos. Estaba temblando.
“Esa voz”, pensó. “La podría reconocer a donde sea.”
«¿Mi Capitán?» O’Hara le estaba hablando.
Enfocó nuevamente su atención a la entrada de la iglesia, a tiempo para ver algo cruzar la oscuridad que dominaba el interior. Las sombras, que vibraban como el aire caliente durante un día bochornoso, tomaron la forma de una figura cuyos contornos se podían evidenciar cada vez más claramente.
«Nosotros también tenemos a nuestra dignidad» comentó el hombre que había aparecido en el umbral. Su tono de voz parecía venir directamente del fondo del Infierno .
Era alto, impresionante, casi regio en su aspecto amenazante. Llevaba un largo abrigo de color negro, apretado por una chaqueta color carmesí. Alrededor de sus hombros tenía una banda de cuero donde colgaban tres pares de pistolas. Una barba larga y obscura como brea enmarcaba su rostro, parcialmente ocultado por una nube de humo que se desarrollaba a partir de unas mechas prendidas bajo el tricornio, coronado por un conjunto de plumas negras como las de un cuervo. Debajo de la cortina brillaban unos ojos brillantes como el hielo caliente. En su mano derecha sostenía un sable.
Barbanegra por fin había llegado.
***
La situación estaba empeorando y Johnny lo entendió mirando la expresión preocupada del viejo: una palidez mortal lo había convertido en una especie de fantasma y el efecto estaba subrayado por sus cejas fruncidas.
Desde donde se encontraba no lograba distinguir claramente la bahía, pero el resplandor rojo que serpeaba sobre ella no dejaba ninguna duda. Lentamente sintió crecer un miedo oscuro, un temor sordo.
«¡Tenemos que largarnos de aquí!» Avery lo agarró violentamente por un brazo. «Ya no estamos seguros.»
Él empezó a mirarlo fijamente, sin darse cuenta realmente de lo que estaba hablando: cientos de imágenes se superponían en su mente, un coacervo indistinto que tenía el sabor de la muerte.
Entre todos surgía un único, fundamental pensamiento.
«¡Tengo que regresar con mi madre!» gritó. Se liberó del agarre y desapareció entre los árboles. Un par de veces se tropezó entre las raíces, con el riesgo de caerse en el lodo. Con la fuerza de la desesperación, encontró el equilibrio y se puso de pie.
Tenía que correr. Solamente correr.
Era lo único verdaderamente importante.
Pasó la capilla y salió del cementerio, dirigiéndose hacia el puente. Llegando a la mitad, empezó a dudar. Se sentía perdido ¿Qué creía poder hacer?
“No puedo abandonarla” pensó. Esa sensación de estar perdido lo había asustado, como si viera todo a través de una lente deformante.
«¡Espera!» atrás de él Avery le estaba hablando.
Johnny pareció reanimarse. Se volvió y lo vio correr hacia él. Esperó que lo alcanzara. Luego, lo abrazó y empezó a llorar. Después de un momento sintió que alguien tocaba sus antebrazos. Durante unos segundos, su mirada cruzó únicamente el pecho delgado del anciano.
«Es demasiado peligroso regresar» dijo. Tenía un tono muy decidido.
«Te lo ruego.» El muchacho alzó la cabeza, dudando, con las mejillas mojadas por las lágrimas. Movía la boca como si estuviera rumiando. «Tengo que regresar por ella. Déjame ir.»
«No puedo hacerlo.»
«Tú no entiendes.»
«Claro que sí.»
«¡No!» gritó él, desesperado. Distorsionó sus facciones en una mueca de ira e intentó escapar nuevamente del agarre.
«¡Ya basta!» le gritó Avery y le dio una bofetada, dejando marcas rojas sobre sus mejillas. Johnny abrió la boca, mirándolo nuevamente, alternando sentimientos de odio e incredulidad. «Si te llegara a pasar algo nunca me lo podría perdonar.» Su tono se había modificado, ahora tenía como un aire más protector. «Es una promesa que le hice a tu mamá.»