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«¿Que estás haciendo aquí?» le preguntó Avery, tomándolo totalmente por sorpresa.
«Me espantaste» comentó el joven, sorprendido. «Yo pensaba que era una de las guardias.»
El viejo se puso a reír mostrando los pocos dientes que le quedaban. «¿De casualidad tienes tu conciencia sucia, mocoso? ¿Tienes miedo de terminar ahorcado tú también?» y levantó flojamente su mano delante de él.
Siguiendo su dedo huesudo, Johnny se asombró de lo sencillo que era la estructura que los soldados habían erigido: una viga, sostenida por una vertical, de la cual colgaba un lazo robusto. Todo eso colocado sobre un palco elevado a más de tres metros del suelo, accesible a través de una escalera.
«¿Viste muchas ejecuciones por ahorcamiento?» preguntó.
«Oh, sí.» La expresión de Avery se entristeció y su mirada se volvió inusualmente vacía. «A todas estas personas no le interesa el prisionero, si no escuchar el ruido de su cuello cuando se rompe. La experiencia me enseñó a ser insensible. Con el tiempo también tu aprenderás esta lección.»
Johnny se quedó impactado. Había notado un increíble sufrimiento en el tono del viejo hombre, como si un recuerdo muy doloroso hubiera regresado de repente en su memoria. “Si es cierto que ha presenciado tantas ejecuciones, debería estar acostumbrado a estas. Entonces, ¿qué es lo que lo perturba?”
Al contestarle de hecho fue su fantasía. “Bennet Avery es un pirata, John. ¿No lo has entendido todavía? Los rumores sobre él son ciertos. Estaba a bordo de la Queen Anne’s Revenge. ¡Tal vez hasta conoce al condenado!”
Sus reflexiones fueron sofocadas por jolgorio de aclamación que venía directamente desde la multitud. Alguien estaba festejando la llegada del gobernador. Morgan bajó del carruaje seguido por una segunda persona. Los dos subieron los peldaños que conducían a la zona elevada de la plaza.
«Ciertas personas nunca cambian» comentó Avery, disgustado.
Johnny parecía no entender. «¿Qué quieres decir?»
«Antes de entrar en política» comentó el otro, «el señor gobernador era un pirata sin escrúpulos.» La preocupación de antes fue sustituida por una expresión de odio. «No dudaba en matar a los miembros de su propia tripulación. Como nivel de crueldad se colocaba inmediatamente después de Edward Teach .» Al pronunciar ese nombre, fue sacudido por un escalofrío que el chico pudo apenas percibir. «El tipo detrás de él se llama Woodes Rogers. Es un corsario. Es conocido por ser uno de los más famosos cazadores de piratas.»
«¿Entonces porque están juntos?»
«El oro hace milagros.»
«Pero todo eso no tiene sentido.»
«Deberás entender eso también» comentó Avery, con tristeza. «Muchos hombres han perdido la vida en el desesperado intento de acumular riquezas. Es una enfermedad que no puede ser sanada.»
Johnny asintió con la cabeza. Había entendido lo que quería decir, aunque nunca había tenido nada que ver con el dinero. Cuando su padre manejaba el negocio, él era demasiado pequeño para comprenderme la importancia. Ahora, las pocas monedas que lograba ahorrar, le parecían un tesoro de inmenso valor.
«Ya van a empezar» comentó el anciano. «Ese es el verdugo.»
Un hombre enorme había salido de las chozas, seguido por un joven que sostenía un tambor. Saludó al gobernador y a su anfitrión con un ligero gesto de la cabeza. Luego se subió cansadamente por la escalera.
Un susurro se levantó entre la gente, como una ola creciente. El ruido de tambor comenzó, y desde un segundo edificio aparecieron tres soldados. El último acompañaba a un hombre con una apariencia demacrada, vestido de harapos. Caminaba cojeando, con los brazos atados atrás de la espalda, el cabello grasiento le cubría la cara. Gran parte del cuerpo estaba marcado por heridas profundas, algunas de las cuales eran sangrientas.
La multitud comenzó a reír y gritar y alguien empezó a tirarle verduras. Un tipo incluso le arrojó una piedra, que golpeó al preso en su frente. Este vaciló, casi cayó, recuperó el equilibrio y levantó la cara cerca de la multitud.
«¡Camina!» le gritó una guardia al prisionero.
«¡Bastardo!» le gritaba la gente.
Caminando lentamente, el detenido fue escoltado hasta abajo del andamio, donde se vio obligado a detenerse. El joven dejó de tocar el tambor. Uno de los soldados se puso en posición de saludo, desenrolló un pergamino y empezó a leer. «Por deseo de Su Majestad y del Gobernador de Jamaica, ser Henry Morgan, el presente Emanuel Wynne ha sido condenado a la pena de muerte por medio de ahorcamiento. Es acusado de robo, homicidio, secuestro y piratería.»
La última palabra tuvo el poder de desencadenar un frenesí incontrolable entre los presentes, tanto que Johnny temió por su propia vida. Se dio cuenta de que la gente estaba como poseída por una furia de la que nunca había oído hablar. Todos gritaban sin distinción de sexo o edad. Muchos incluso buscaron llegar hasta el pirata para poder golpearlo personalmente. Los soldados se vieron obligados a sacar las armas y respingar los más violentos.
“Eso era lo de que hablaba Avery” pensó. “Lo quieren ver muerto. Y pronto. Es lo único que le interesa.”
«¿Usted cómo se declara?» le preguntó el soldado a Wynne. Una pregunta que representaba solamente un ritual, respuesta que no tenía ninguna importancia.
El pirata no contestó.
«Que Dios tenga piedad de su alma» concluyó el hombre. Envolvió nuevamente el pergamino y miró al gobernador, que contestó agitando perezosamente su mano.
Sin perder tiempo, Wynne fue obligado a subir. Casi a la mitad de la escala sus piernas perdieron fuerza y casi casi se iba a caer de espalda. Desde la multitud surgieron gritos de protesta. Uno de los soldados lo agarró fuertemente y lo obligó a continuar.
«Su destino ya está decidido» afirmó Johnny, con tristeza. «¿Porque lo odian tanto?»
Esperó a que Avery le contestara algo, dando por sentado su participación. Cuando este no respondió, se volvió para mirarlo.
Se quedó desorientada por lo que vio.
El anciano tenía los ojos tan brillantes que casi podían reflejar la luz del sol. Se estaba conteniendo de llorar sólo porque no quería mostrarse en ese estado.
Mientras tanto, Wynne había llegado al destino y estaba a completa disposición del verdugo. Decenas y decenas de voces gritaron nuevamente su desprecio, seguidas por un ruido de tambores más potentes. Kane colocó el condenado con cuidado sobre la trampilla y apretó el nudo alrededor de su cuello. Todo estaba inmóvil, incluso el aire. Incluso el lejano remolino de las olas se había detenido.
Fue entonces cuando el francés sorprendió a los presentes. Se echó a reír en voz alta, tan alta que cubrió el mismo ruido de los tambores y la multitud abajo. Era como si un cañón estuviera disparando muy cerca de allí.
«¡Así es como me agradecen por haber revelado el lugar donde se oculta el más grande tesoro que este mundo nunca haya visto!» gritó.
Un silencio glacial cayó sobre Fort Charles. De la locura que animaba el cerebro del pirata pareció no quedar ningún rastro. Incluso Henry Morgan quedó sorprendido, con la boca abierta en una expresión idiota.
«Gobernador» le gritó Wynne, «¿dígame donde ocultó el mapa que le dibujé para llegar al Triangulo del Diablo?»
Un grito agitado surgió entre la gente. Como muchos otros, Johnny también se volvió para mirar a Morgan: bajo el blanco pálido del truco, era posible notar un rubor debido a la vergüenza y a la ira. Luego miró nuevamente a Avery. Antes de que sus ojos cruzaran los del viejo, se detuvieron sobre la figura de otra persona, no lejos de donde ellos estaban.
Era el pirata con los dientes de oro.
El chico se tambaleó, como si alguien le hubiera dado un puñetazo en el estómago. El individuo estaba concentrado escuchando las palabras de Wynne. Durante una fracción de segundo estuvo convencido de verlo sonreír.
«¿Porque vino aquí?» se preguntó. Ese sujeto le daba miedo y lo ponía increíblemente nervioso.
«¿Que dijiste?» le preguntó Avery.
«Allá…» Las palabras murieron en la garganta. El tipo había desaparecido. Lo buscó en todas partes, estudiando con cuidado los muchos rostros que lo rodeaban, pero no lo pudo ver en ningún lugar.
Mientras tanto Wynne seguía gritando: «Si mi destino es de irme al infierno, ¡es mejor que se den prisa!»
Morgan pareció recuperarse de su estado de indolencia. Gritó una serie de órdenes, sin que nadie pudiera hacer mucho. Wynne había concluido una segunda y más poderosa carcajada, al punto que la total confusión que había tomado posesión de la fortaleza estaba continuamente aumentando.
«¡Kane!» gritó. «¡La escotilla! Abre esa maldita escotilla. ¡Estúpido idiota! ¿Qué estás esperando?»
El verdugo agarró la palanca del mecanismo de apertura y la jaló. Siguieron una serie de ruidos en rápida sucesión. Entonces Wynne cayó en el vacío, flotando y colgando en el aire. A pesar de la violenta colisión, el cuello no se había roto. Y no solamente eso. Aunque se estaba ahogando, no dejaba de reír. Su cara empezó a hacerse de color morado y su lengua salió de su boca. Debido a los espasmos se la mordió hasta arrancársela. Un torrente de sangre ensució sus labios y las mejillas, como los pétalos de una flor rosada.
«¡Que alguien lo detenga!» gritó Morgan, delirando como aquello que estaban presenciando a esa escena escalofriante.
Solamente el hombre sentado a su lado eligió actuar.
Subió al andamio y sacó la espada. Cuando llegó a la plataforma se escapó al agarre de Kane, quien, sorprendido de encontrarlo allí, instintivamente había tratado de detenerlo. Dió un corte muy fuerte a la cuerda, y el francés terminó por derrumbarse sobre el pavimento. El impacto generó un ruido desagradable, de huesos rotos. Rodó un par de veces, emitiendo unos versos agonizantes, y después su cuerpo permaneció inerte.
Johnny vio todo esto con el corazón en la garganta. La imagen de Wynne estaba impresa en su retina como una marca de fuego.
Ya no lo podía evitar. Podía distinguir cada detalle; desde la posición falsa del pirata, sus piernas quebradas y el busto doblado, hasta el rostro morado y sucio de la sangre que había vomitado. El desprecio de esa ejecución había sido revelado en todo su horror.
«Ya vámonos, Johnny.» Bennet Avery le estaba hablando. «Escuché lo que quería escuchar. Aparte no me gusta nada toda esta confusión.»
El muchacho asintió, aún más asombrado: el anciano rara vez se había dirigido hacia él llamándolo por su nombre. A parte había percibido algo obscuro en su actitud, una sensación que no le daba tranquilidad. La fantasía lo arrastró con la misma violencia que un río lleno, tanto que pudo disipar su indecisión: Avery sabía más de lo que dejaba entender y había llegado el momento de averiguar de qué se trataba.
CAPÍTULO TRES
LOS MUERTOS NO HABLAN
«¡Rayos!»
Poseído por un ansia incontrolable, Morgan tiró todos los objetos que llenaban su escritorio, incluyendo unas cartas náuticas, un sextante de excelente construcción y la carta de compromiso destinada a Rogers.
«¡Maldito malcriado!» gritó. «¡Merecía sufrir cien veces más!»
Frente a él, el corsario estaba sentado sobre un sofá de terciopelo, y parecía no preocuparse mucho del enojo del gobernador.
«Si me permite…» intentó comentar.
«¡Usted cállese!» lo interrumpió el gobernador.
Siguió un largo y profundo silencio, sólo marcado por la respiración jadeante del hombre. Rogers prefirió no discutir. Habría sido mejor esperar a que él solo se tranquilizara, para lograr perseguir sus propios intereses.
Las revelaciones de Wynne habían contribuido a empeorar la ya baja reputación de Morgan entre los colonos. La carrera política y las amistades de alto nivel no le habían servido de mucho. Y el hecho de observar un respeto compasivo hacia él escondía una etiqueta hecha de hipocresía y falsa educación. Como si eso no fuera suficiente, la noticia sobre el tesoro sin duda ya se conocía en toda Port Royal. No iba a tardar mucho en llegar hasta orejas indiscretas.
“Cuando el Rey Jorge sepa que financias expediciones piratas por tu mero interés personal, estarás en problemas amigo mío” pensó Rogers. Su continua indiferencia no se debe equivocar con falta de interés. La situación era muy problemática, pero de todo eso seguramente él podía sacar unas ventajas.
«¿Cómo logra estar tan tranquilo?» le preguntó Morgan cerrando los puños hasta poner blancos los nodillos de las manos.
Él se puso de pie sin responder. Tenía la intención de considerar muy bien las palabras que iba a pronunciar para evitar que se enfureciera aún más, y al mismo tiempo, hacerle comprender que con personajes de ese tipo se debía tratar con la justa firmeza. Empezó a caminar adelante y hacia atrás por toda la habitación.
«Si me permite» repitió, «creo que reaccionar de esta manera no le servirá de nada. Wynne ya reveló a todo mundo sus negocios secretos.»
«¿Y le parece algo de poca importancia?»
«Claro que no.»
«¡Se burló abiertamente de todos nosotros!» ladró Morgan.
«No es verdad» Rogers exhibió una teatral cuanto evidentemente falsa sonrisa. «Sólo se divirtió a burlarse de usted, excelencia. Así que gritar en contra de un hombre muerto no resolverá el problema. ¿Usted pensaba de tener la situación bajo control? ¡Bueno, siento decirle que estaba equivocado!»
El gobernador se puso rojo, su boca se redujo a una línea muy sutil. El maquillaje derretido lo hacía parecer más grotesco de lo normal. Sus ojos parecían querer brincar fuera de las órbitas.
Viéndolo en ese estado, Rogers tuvo que aguantar una sonrisa llena de satisfacción.
«Siempre y cuando usted no esté listo a hacer una elección» sugirió. «Lo que quiero decir…» y deliberadamente cortó la frase. Fingió estar pensando, presionando el índice sobre sus labios. De alguna manera quería que su gesto pareciera como algo que pudiera ayudarlo a reflexionar. Y de hecho se puso a pensar: “Perdiste el control de la situación, Henry. Acéptalo. Ese pirata te jugó una buena broma. A lo mejor estaba loco de verdad. O a lo mejor no. ¿Quién puede decirlo?”
«¡Entonces!» le preguntó Morgan, desesperado. Empezó a masajearse las sienes.
«Puedo anticipar mi salida de un par de días» comentó Rogers. «Puede ayudarnos a ganar un poco de tiempo, aunque eso nos obligaría a modificar nuestros acuerdos. Casi seguramente la tripulación no estará nada contenta de esta decisión.»
«Si el problema es el dinero…» comentó el gobernador.
«El problema es el tesoro.» El corsario recogió del piso la carta de compromiso y la movió adelante de sus ojos, antes de ponérsela otra vez en la bolsa del pantalón.
«¡Todo lo que usted quiera!» Morgan golpeó con ambas manos el escritorio. «Tenemos que llegar antes de los demás. Actuar rápidamente nos pudiera salvar de la humillación y evitar problemas con Su Majestad.»
«No lo sabrá. Aunque la noticia llegue hasta él, no hay pruebas concretas. Aparte el Triángulo del Diablo siempre ha sido considerado como una leyenda.»
«Si tiene toda la razón.»
«E incluso si se esparciera el rumor de que usted pagó una tripulación de piratas, ¿qué culpa tendría usted para tal participación? El último miembro de la tripulación de Bellamy murió hace unas horas.»
«¿Entonces?»
«El precio que acordamos es justo.» La declaración de Rogers quería tener la doble función de calmar a su interlocutor y centrar su atención sobre lo que iba a decir. «Pero si quiere garantizada mi fidelidad y la de mis hombres pretendo ocho partes de cien.»
«¡Usted está loco!» gritó Morgan, que parecía estar muy cerca de desmallarse.
«Nunca me sentí mejor en mi vida.»
«¡Este es un robo!»
«Puede aceptar o no, usted elige.»
«Cuatro partes de cien» contestó el gobernador.
«Usted es un hombre muy avaro, su excelencia.» El corsario se encogió de hombros. «Usted hiere mi orgullo si cree que solamente valgo cuatro partes de cien. Recuerde: si la expedición será exitosa, ni siquiera se verá obligado a dividir el botín con el Rey.»
«Cinco partes, capitán. Ya no quiero hablar de ese tema.»
«Con sólo cinco partes no puedo garantizar que alguien no vaya contando esta historia por donde sea.»
«Como ve seis, entonces.»
«¡Siete!»
Morgan permaneció inexpresivo, con los codos apoyados en la mesa y los dedos entretejidos delante de él.
«Está bien» aceptó finalmente. «Siete.»
«Usted es una persona muy sabía.» Rogers extendió el brazo y esperó a que el otro, aunque evasivo, respondiera al saludo. Cuando lo hizo, agarró su mano juntándola con la suya. «Con su permiso quisiera pedir algo más.»