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Para él era un hábito dormir en compañía de Anne, también porque no podían hacer otra cosa. Con lo poco que podían ganar, era un milagro que pudiera pagar el alquiler a Bartolomé, el dueño de la posada. Anne trabajaba por él.
«¡Date prisa!» gritó otra vez ella, desde el otro lado de la puerta. «Avery te estará esperando. Vas a llegar tarde, como siempre.»
Johnny percibió la clásica nota de reproche que conocía bien, seguido un momento después por un golpe de tos. Volteó sus ojos. Eran algunos días que estaba enferma. Y no había necesidad de consultar a un médico para entenderlo. Sólo una vez se había tomado el riesgo de comentar algo pero ella lo había advertido, agregando que era solamente un problema de cansancio.
«Eres como tu padre» agregó la mujer, esforzándose de controlar los espasmos.
“Siempre con la cabeza entre las nubes” pensó Johnny.
El motivo detrás de las reprimendas constantes de Anne tenía que ver exactamente con Stephen Underwood. Nunca le había perdonado de haberla llevado a Port Royal.
Gracias a la empresa de negocios que había fundado, Stephen había podido acreditarse una pequeña parte del transporte de mercancías que llegaban desde Inglaterra hacia el Mar Caribe. Al principio todo había funcionado perfectamente. Posteriormente, debido al monopolio de la Compañía de las Indias, la situación se había desplomado. Y como si no fuera suficiente, algunos acreedores a quienes el hombre había pedido ayuda, lo habían forzado a cerrar el negocio y a declararse en bancarrota. Ante la insistencia continua de su esposa, él había contestado que se iba a marchar pronto para ver de resolver la situación y poder liquidar sus deudas. Anne había confiado en él, como de costumbre. Ciertamente no podía imaginarse que nunca más lo volvería a ver.
Stephen Underwood se había ido a bordo de una nave holandesa. Los rumores que habían circulado después de su desaparición eran muchos. Había quien decía que era toda culpa de unos piratas que lo habían atacado y otros que afirmaban haber visto su barco inundarse a lo largo de las costas de Aruba, a la merced de una tormenta.
A pesar de esto, Anne había perdido todo, obligada a modificar totalmente sus costumbres de una vida rica: había tenido que encontrar un trabajo en el único lugar que más odiaba en el mundo.
El lugar que le había quitado a su esposo.
Y sus sueños.
Cada vez que su madre lo atormentaba con esta historia, Johnny guardaba silencio y escuchaba. No se atrevía a contradecirla por temor que sufriera todavía más. Varias noches la había oído llorar a su lado y se preguntaba por qué la familia Davies no iba a Port Royal a ayudarlos.
Había descubierto la verdad una vez que había alcanzado a la adolescencia. William Joseph Davies nunca había accedido a que su hija se hubiera ido a una parte del globo donde el concepto de civilización era demasiado relativo. Anne había permanecido como quiera en contacto con la familia, al menos hasta la desaparición de su marido. Luego había dejado de contestar a las cartas que llegaban desde Londres. Johnny había pensado que iba a ser solamente un periodo, en espera de tiempos mejores. Pero cuando sorprendió a su madre quemar esas cartas, se dio cuenta de que cada vínculo con el pasado estaba totalmente cortado.
Esa mañana se vistió con prisa. Se acomodó los rizos marrones frente a un espejo con los bordes oxidados y abrió y cerró la boca un par de veces. La cicatriz que tenía en la mejilla se hizo más sutil hasta convertirse en una línea casi imperceptible. Sobre sus dientes habían aparecido puntos oscuros de suciedad: puso un dedo en una vasija cercana y se los frotó con fuerza.
Cuando terminó, bajó las escaleras justo un poco después de su madre; pensaba de encontrarla en el rellano que coincidía con la parte trasera del Pássaro do Mar, en su trabajo de limpieza. De hecho, estaba allí. Estaba cantando una canción. La saludó rápidamente; poco después escuchó la voz de Bartolomeu que le estaba llamando.
«Anne, ven aquí» dijo con ese extraño acento portugués. Aunque era un tipo excéntrico, había sido el único a ofrecerle un lugar donde poder quedarse y algo parecido a un trabajo. Siempre él había insistido con Bennet Avery a emplear a un aprendiz en su tienda.
Johnny abrió la puerta y se fue por el callejón que cruzaba la posada, inmerso en la agitada vida de Port Royal.
***
Un conjunto de personas estaba atestado en la calle.
Paseaban entre los banquetes de los vendedores o charlaban en voz alta bajo las ventanas de las casas. Había prácticamente de todo, desde las prostitutas coquetas delante de las tabernas hasta los lobos de mar que bromeaban alegremente entre ellos y los soldados de la marina inglesa que empujaban sin vergüenza a cualquiera que estuviera delante de ellos.
Secándose la frente sudorosa, Johnny volteó por un camino lateral que bajaba hacia el puerto. Al hacerlo, habría evitado la multitud turbulenta de todos aquellos que se dirigían al mercado. Sólo tenía que cruzar el antiguo barrio español, luego…
“¡Maldición!” pensó. Sin darse cuenta se mordió los labios.
La última persona que quería encontrar era Alejandro Naranjo Blanco. Junto con algunos otros muchachos, había formado una pandilla que atormentaba a cualquiera que fuera a pasar por allí. Nadie les caía bien. Especialmente a los ingleses. Esto se debe a que Port Royal había sido una fortificación española antes de la dominación británica.
Sus problemas habían comenzado cuando a Avery le había sido comisionado una espada. Además de ser un gran carpintero, era un herrero de reconocida habilidad. Había ordenado a Johnny de entregarla, y él, sin pensarlo demasiado, se había ido por el Barrio Español. La pandilla de Alejandro la había atacado de inmediato. El chico había intentado defenderse, pero el mismo Alejandro se había arrojado sobre él, sacando un cuchillo y dejándole un recuerdo en la mejilla derecha.
Mientras se encontraba en medio de la estrecha calle, Johnny sintió esa sensación ardiente de calor líquido que probó inmediatamente después de recibir el corte. Se tocó su cicatriz, empezando por el pómulo y bajando hasta sus labios. En ese momento, le pareció casi poder oír las palabras de su madre: “Este lugar es peligroso, ¡por eso me preocupo tanto por ti! ¿Ahora andas peleándote también con los muchachos de tu edad?”
«Cállate» dijo entre sí mismo.
«¿Con quién estás hablando, amigo?» Alejandro lo estaba esperando algunos pasos atrás. Ni había entrado en la colonia que ya lo había alcanzado.
«Déjame ir, gordo» respondió Johnny. Sabía que decirle gordo a Alejandro no era una buena idea. Sin embargo, solamente con el verlo, podía darse cuenta de cómo su sangre hervía en sus venas. «Este todavía no es tu barrio privado. Puedo regresarme y tomar otro camino.»
«Claro que sí.» El español no parecía molesto para la ofensa que había recibido. «Pero, como quiera es por aquí donde estabas caminado.»
«¿Estás buscando un pretexto para pelear?»
«Puede ser.»
Johnny se movió con cautela hacia adelante. « Es exactamente eso que no me gusta de ti. Por favor no me provoques.»
La sonrisa de Alejandro se hizo todavía más profunda, tanto que su cara gordita pareció dividirse en dos partes.
«¿Cómo está tu padre?» le preguntó.
Los pies de Johnny se negaban a moverse. Apretó los puños. Ese bastardo sabía muy bien qué argumentos utilizar para molestarlo.
«¿Intentaron buscarlo en el estómago de algún tiburón?» continuó. «O a lo mejor se ha largado junto con una puta que conoció en algún lugar. Puede ser que se había cansado de tu mamá. Y de ti. ¿Dime qué opinas, pendejo?»
Él tenía unas increíbles ganas de atacarlo, de resolver el asunto de inmediato. Pero obligó a todas las fibras de su cuerpo a desistir .
«Te lo voy a repetir por una última vez» dijo rápidamente. «No tengo ganas de…»
Casi ni pudo terminar la frase. Algo pasó volando junto a él. Era una piedra. Él miró a sus espaldas, aunque el cerebro le respondió de antemano. El querer tomarlo por sorpresa solamente había sido un pretexto para permitir a los miembros de la pandilla de ponerle una trampa. John vio a tres muchachos correr hacia él.
«Esta vez estoy preparado» contestó. Su tono traicionó una fría seguridad, ya que Alejandro cambió su expresión. La sonrisa había cambiado en una mueca de incertidumbre. Luego sacó un cuchillo de punta plana, que recordaba vagamente la navaja de un barbero.
Uno de los muchachos intentó golpearlo con un palo. Johnny lo oyó siseando cerca de sus oídos. Trató de acercarse, con la intención de golpearlo. No tuvo éxito. El oponente pegaba siempre más rápido. De repente, Alejandro lo empujó por detrás, haciéndole terminar contra el tipo que lo había atacado primero.
«¡ Hijo de puta!» gritó y lo golpeó con un codazo en la cara.
Johnny no se dejó sorprender. Instintivamente hundió el cuchillo en el muslo. El muchacho cayó al suelo, gritando por el dolor. Otra vez Alejandro volvió a atacarlo, sacó el cuchillo y trató de apuñalarlo. Él se dio cuenta y logró moverse a tiempo. El golpe alcanzó al joven que había arrojado la piedra hiriéndolo en el hombro. Inmediatamente los dos comenzaron a insultarse uno al otro, olvidando la pelea. El último de la banda se quedó observándolos con una expresión desorientada.
Fue entonces cuando comprendió.
Era el momento de vengarse.
«Te voy a regresar el favor, gordo » comentó e hirió al español a la altura de la ceja. Vio un destello de sangre derramándose sobre su ojo, borrando la vista. Decidió aprovechar de esa situación para retirarse. Giró sobre sus talones y corrió rápido en la dirección por donde había venido, dejando atrás los gritos llenos de odio de sus agresores.
***
«Estoy retrasado» se disculpó, abriendo de repente la puerta de la tienda. Tenía el aliento corto, su pecho estaba bailando bajo su vestido. El codazo que había recibido hacia que su tono de voz se escuchara muy nasal.
«Me doy cuenta» contestó Avery. Estaba sentado sobre un taburete, en un rincón en las sombras. Desde la pipa que colgaba de sus labios, salían olas de humo de color azul. Daban vueltas hacia las vigas del techo, donde yacían en una nube opaca. El rostro lleno de arrugas no revelaba ningún tipo de emoción. Se levantó lentamente y cruzó el arco de piedra que dividía la tienda en dos áreas distintas. Llegó a la fragua. Con tranquilidad empezó a estudiar el yunque. Daba la impresión de que nunca lo había visto antes en su vida.
«Déjame explicarte…» intentó decir Johnny.
Avery se movió con una rapidez casi impensable para un hombre de su edad. Estiró su mano rugosa y agarró su antebrazo, entrecerrándolo con fuerza. «¡En serio que ya no sé qué hacer contigo!» Desde su boca casi sin dientes salían brotes de saliva. «Llegas tardes y te vas cuando tú quieres. ¡Eres un irresponsable! Si no era por Bartolomeu nunca hubiera aceptado contratarte para trabajar conmigo.» Luego modificó su expresión. «¿Que te pasó?»
Johnny titubeó. Vio en los ojos ardientes de su interlocutor una vaga sensación de duda. ¿O se trataba de compasión? Habría preferido escuchar el regaño de siempre en lugar que tener que contar su encuentro con Alejandro.
«No es tu problema, viejo» contestó con rencor el joven.
El rostro arrugado de Avery pareció relajarse. Lo Soltó y se rascó el cráneo pelado, cruzado solamente por dos mechones de pelo gris sobre sus orejas.
«Tuviste problemas con el gordo español, ¿verdad?» preguntó.
El joven volvió su mirada.
«Está bien» continuó diciendo el hombre. «Haz como quieras. No es necesario decir nada más. Ahora es importante averiguar si tienes o no la nariz rota. Luego veremos de encontrar una excusa que podremos usar con tu mamá. Le podemos comentar que te lastimaste aquí. Esa mujer se preocupa demasiado por ti. Un día le romperás el corazón.»
«¿Y tú qué sabes?» contestó Johnny.
«Tú de mí no conoces muchas cosas.»
Y eso era verdad.
Prácticamente no sabía nada de Bennet Avery.
Algunos rumores decían que había sido protagonista de algunos asaltos llevados a cabo en contra del barco Queen Anne’s Revenge, el barco del pirata Barbanegra. Por supuesto, según lo que comentaba el viejo hombre eran puras mentiras que la gente decía para crearle problemas. Pero Johnny seguía dudando. A veces se había preguntado si no era su imaginación que hablaba: tal vez no era una buena idea dejarla ir así a brida suelta. Y sin embargo, las perplejidades sobre el pasado del anciano lo llenaban de curiosidad. En varias ocasiones, lo había escuchado contar algunas partes de su vida, a menudo acompañados por un par de copas de ron. Como conocido de Bartolomeu, la suya era una presencia constante en el Passaro do Mar. Sin embargo, sus historias siempre tenían algo que no encajaba. Parecía, de hecho, que voluntariamente omitiera siempre ciertos detalles.
«Acércate» le dijo Avery, listo a pasarle un balde lleno de agua, «por favor, antes de empezar a trabajar, límpiate.»
Sin decir una palabra, Johnny obedeció. Puso el balde sobre un barril y metió la cabeza en su interior. El agua fresca le dio un ligero escalofrío. Aguantó la respiración un rato. Luego volvió a emerger, inhalando aire fresco en sus pulmones. Sus dedos involuntariamente subieron hasta la punta de la nariz.
«¿Entonces?» preguntó nuevamente el anciano hombre.
«El dolor ha disminuido» comentó Johnny. No podía creerlo.
«Si tu nariz estuviera rota ahora estarías llorando como el mocoso que eres. Tuviste suerte.»
«Me fue mejor que a ellos» añadió Jhonny mostrando el cuchillo con la punta plana. Le dio vuelta entre sus manos. Sobre la lama estaba una mancha de sangre seca.
Avery lo miró con una sonrisa satisfecha. «Ahora ya deja de pavonearte, mocoso. Ve a darte una arregladita. Hay mucho trabajo que te está esperando.»
***
En el instante en que Johnny luchaba con Alejandro, el capitán Woodes Rogers observaba pensativo el horizonte desde una de las ventanas de la villa del gobernador. Su imagen opaca se reflejaba en el vidrio como la de un fantasma, su corto cabello castaño y su amplia frente le daban un aire de solemne austeridad, mitigado por una pequeña estatura. La boca, reducida a un corte apenas perceptible, resaltaba un sentimiento de incertidumbre. Pero tal vez la característica que lo hacía parecer como una persona tan rígida era la espesa telaraña de cicatrices que le arruinaba el lado izquierdo de la cara.
En su corazón esperaba que la reunión con Henry Morgan durara lo menos posible. Nunca había aceptado su ascenso político, sobre todo después de ese afortunado asalto a Panamá. Seguramente le tenía mucha envidia. Siempre había sostenido que había poco que confiar en un pirata que había elegido cazar a sus semejantes, sólo para complacer a la familia real. Ceremonias y banquetes formaban parte de un estilo de vida que a él mismo le hubiera gustado hacer, aunque si lo que consideraba más importante era descubrir por qué lo había convocado nuevamente.
«Su tarea es sencilla» le había comentado durante la última reunión. «Tiene que capturar monsieur Wynne. Dado que es un pirata no necesita de más motivaciones. No se podrá escapar por siempre a ser ahorcado. Como gobernador de Jamaica y vocero de la voluntad del Rey Jorge, tenemos la obligación moral de darle esa orden. Espero que usted pueda comprender.»
“Claro que sí”, había pensado. “Maldito idiota vanidoso”.
Y seguía pensándolo ahora, cuando un soldado entró en la habitación. Se detuvo en el umbral y se puso firme en espera.
«Capitán Rogers» le dijo este. «Su excelencia sir Henry Morgan lo está esperando.»
Él le dirigió un gesto distraído con la mano y se dejó conducir en el estrecho pasillo que conducía a la antecámara, hecho aún más angosto por la multitud de obras de arte que la llenaban, un signo obvio de opulencia de las cuales el gobernador amaba rodearse.
«La ejecución tendrá lugar mañana por la mañana, mi capitán.» El soldado se paró frente a una puerta blindada con barras de hierro. «El gobernador quiere poner un alto a la piratería. Espero que usted también pueda estar presente.»
“Tu hipocresía es asombrosa, Henry” pensó Rogers. “Has encontrado una máscara más respetable para usar. Si no hubiera sido por tus amistades, tú también estarías esperando tu merecido ahorcamiento.”
Mientras tanto, el militar estaba golpeando los nudillos sobre la puerta. La voz de Morgan resonó en el otro lado, invitándolos a entrar, seguida de una risa de barítono que provocó en Rogers una nueva ola de desdén.
«Todavía se ríe como un pirata» pensó entre sí. Agarró la manija de la puerta y la cerró detrás de él, dejando al soldado solo. Inmediatamente fue invadido por el intenso olor del incienso que estaba quemando, un aroma penetrante de hierbas secas. La luz se filtraba por las ventanas y las cortinas de terciopelo temblaban en el aliento de una brisa marina. Sin embargo, no había rastro del gobernador. Ni de él ni de nadie más. Avanzó con cuidado hasta encontrarse adelante de una gran mesa cubierta de mapas.
«¿Algo está mal?» le preguntó de repente Morgan.
Woodes Rogers se dio la vuelta y tuvo miedo de tropezar. Se sentía tremendamente vulnerable. Y lento. Cuando el sentido de desconcierto desapareció, se encontró en presencia de un hombre imponente y con un vientre pronunciado. Había salido de detrás de una separación, trayendo puesto un vestido brillante con amplias de encaje. Sobre su cabeza llevaba una larga peluca empolvada que no se acompañaba por nada con su bigote rojo y espeso.
«Usted es demasiado tenso, mi capitan.» Morgan se rio otra vez. «Según nuestra opinión debería aprender a gozar de las cosas buenas que la vida le puede ofrecer.»
«Los placeres son un lujo que no puedo permitirme» replicó Rogers.
«Que lastima, en serio.»
«¿Por qué me mandó a llamar excelencia?»
Morgan lo miró con atención de arriba a abajo. Luego estiró los músculos faciales, con una expresión divertida y reluciente. «Nos gustaría platicar con usted de una cuestión muy importante. Conocemos bien sus inclinaciones. Sabemos que usted no es una persona que ama perder el tiempo.»
«Entonces podemos ir directo al grano» dijo rápidamente el corsario. «Hace más de veinte días usted me envió a buscar a Emanuel Wynne, un pirata de poco valor que…»
«Fue más que nada una casualidad» lo interrumpió el gobernador. Seguía sonriendo. «Haberlo encontrado a la deriva, no lejos de Nassau, ha sido extremadamente providencial. Ha transformado su caza en una misión de rescate.»
«De hecho se trató de pura suerte.»
«¿Y eso para usted es un problema?»
«De ninguna forma» mintió Rogers. Tuvo que esforzarse para quedarse tranquilo. Henry Morgan se dio cuenta que le había adivinado. Se había embarcado en el Delicia para ir a cazar a un pirata para, finalmente encontrarlo a pocos kilómetros del puerto. «Intento captar el lado positivo de las cosas. He evitado innecesarios días de viaje. Pero aún no ha respondido a mi pregunta. ¿Por qué me mandó a llamar?»
Morgan se le acercó. Apoyó ambas manos sobre sus hombros y apretó ligeramente. Rogers llegó a pensar que quería aplastarlo. Casi hubiera leído sus pensamientos, el otro inmediatamente dejó su agarre y lo sobrepasó con unos pocos pasos. Cogió de la mesa uno de los mapas y comenzó a estudiarlo.
«Yo pensaba que usted era una persona muy atenta a ciertos detalles» dijo, con tono burlesco. «Así nos decepciona, capitán. La contestación está exactamente bajo sus ojos.»
Rogers levantó las cejas. No parecía entender. Entonces un recuerdo brilló en su mente, frío y despiadado como un relámpago. Miró el objeto que Morgan tenía en sus manos.
«Solamente es un mapa, su señoría» comentó.
«Usted tiene toda la razón» asintió él y pasó el cilindro al corsario. «Como quiera le insto a que lo mire mejor. Es lo único que Wynne tenía con él cuando lo sacaron del mar.»
Rogers sentía que se estaban burlando de él. El tono de suficiencia con que fue interrumpido solamente lo hacía sentir aún más inquieto. Recordaba perfectamente la botella con el papel adentro que el pirata tenía con él cuando lo habían encontrado. Él no le había dado peso. Debería haberlo hecho. ¿Por qué un hombre agonizante se tomaría la molestia de proteger un mapa?
Lo extendió frente a él. Bajo la punta de sus dedos podía sentir el crujido del papel mohoso. Las líneas y curvas se intersecan entre sí, formando signos fuertes, bien derechos. Luego, pero se veían más inciertos, arriesgados. Además no había ninguna ruta a la cual hacer referencia, como si Wynne se hubiera perdido.