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Sangre Pirata
Sangre Pirata
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Sangre Pirata

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«¿Qué haces aquí, mocoso?» quiso saber.

Johnny sonrió, con una expresión bastante estúpida.

Y se dio cuenta que estaba en serios problemas.

***

Lo hicieron acomodar a la fuerza en el medio de los dos piratas. Las velas temblaron por un momento, movidas por un viento invisible, haciendo que los contornos de la habitación fueran vagamente distorsionados.

«Tenemos un clandestino» dijo riéndose Avery.

«¿Desde cuando estás escondido allí atrás?» Bartolomeu se sentó otra vez. En su comportamiento, ese sentimiento paternal expresado al principio de su conversación había desaparecido. Ahora sólo había resentimiento.

«Te lo juro que yo no quería, Bart…» dijo con miedo el joven. Temblaba desde la cabeza hasta los pies.

El portugués dio un puñetazo arriba de la mesa. «¡No me interesan tus escusas! Te pregunté desde cuando estabas escondido atrás del mueble. ¡Contéstame!»

«Es suficiente mirarlo para darse cuenta que escuchó todo» intervino el anciano. Arrugó los labios, descubriendo sus encías. «Pero conozco un sistema para que empiece a confesar.» Después de haber dicho esto, sacó un enorme cuchillo desde abajo de su ropa y lo movió delante de Johnny.

En un segundo este dejó de respirar. La hoja giraba con una lentitud inusual, fría y despiadada. Recordó el cuchillo que había hecho, el mismo utilizado para derrotar a Alejandro. Entre el suyo y este no había comparación. Avery lo podía descuartizar como un cerdo.

«Estás exagerando, Bennet» le advirtió Bartolomeu. Sin embargo, no movió ni un músculo para impedir que hiciera lo que tenía en mente.

«¡En situaciones extremas, se necesitan remedios extremos!» sentenció Avery, agarrando la mano de Johnny. La apretó en contra de la mesa y levantó su cuchillo.

El chico emitió un gemido de miedo. El reflejo de la hoja lo traspasó con su cruel resplandor. Sabía que pronto la vería penetrar su carne. La idea de que Avery pudiera llevar a cabo un gesto similar lo espantaba más que el acto en sí mismo. Así que no lo pensó dos veces. Se echó a llorar. Entre un sollozo y el otro contó lo que había oído. Cuando termino, los dos piratas se miraron uno con el otro. Entonces los dos estallaron en risa. Johnny se quedó como embobado, sin darse cuenta de lo que estaba pasando.

Y por fin entendió.

«No tenía intención de lastimarme, ¿verdad?» dijo, probando una fuerte vergüenza. «Lo hiciste para obligarme a hablar.»

«Exacto» admitió Avery. Lo dejo ir y guardó su cuchillo. «Es un viejo sistema que uso para obtener informaciones.»

«La mejor defensa es atacar» añadió el portugués.

Nuevamente los dos empezaron a reírse. Por alguna razón, Johnny se unió a ellos, sintiéndose envuelto en esa extraña complicidad. El hecho de que se habían burlado de él no le interesaba. En lugar del temor ahora sentía una satisfacción indescriptible. Un vago sentimiento de pertenencia. Como si hubiera regresado a casa después de un largo viaje y hubiera abrazado nuevamente a su familia.

«Me vi obligado a portarme así» dijo Avery. «A ver si aprendes.»

«El problema es otro» agregó Bartolomeu, muy serio. Liberó su cola de caballo y empezó a jugar con algunos mechones de su pelo obscuro. «Ahora que sabes la verdad sobre nosotros, ¿qué piensas hacer?»

El joven los asombró.

«Quiero saber más» afirmó.

Durante un rato nadie dijo nada. Los dos lobos de mar permanecieron en silencio, estudiándose uno al otro. Su manera de comportarse parecía ocultar algún tipo de comunicación secreta.

Fue el anciano que reanudó la plática.

«Muy bien» comentó. «Tu seguridad me sorprende, así que si has escuchado nuestros discursos no se necesita agregar nada más. Además, también tú has presenciado la ejecución de Wynne.» Se sirvió otro vaso de ron. «Creo haya llegado el momento de explicarles algunas cosas sobre él. No estaba tan loco como quería que los demás pensaran. Y ha dejado un rastro sobre cómo llegar al Triángulo del Diablo.»

«Recuerdo que habló de un mapa» dijo Johnny.

«No estoy hablando de eso.» Avery sacó la pipa, llenó el depósito con una generosa cantidad de tabaco y se la metió en la boca. Hizo un gesto al muchacho, señalando la pieza de una vela. Él se la pasó. Una vez encendido la pipa, él comenzó a fumar de una forma lenta y ritmada. «Wynne tenía un ojo de vidrio. Había perdido el suyo durante un abordaje. Después del pacto entre Edward Teach y el chamán, este se ofreció de hacer un hechizo, que nos permitiera navegar por esas aguas.»

El portugués sonrío, pero sin alegría. «Me estás hablando de brujería, ¿Bennet?»

«Exactamente» contestó él, muy convencido.

«No lo puedo creer» comentó Johnny.

«Deberías.» Avery tenía una mirada emocionada y casi exaltada. «Y dado que nadie lo había pensado antes, elegí que debemos desenterrar el cadáver. Por eso llegué tarde. Estaba en el cementerio.»

El portugués se hizo la seña de la cruz. «¡Tú estás loco, Bennet Avery! Hablo en serio.»

«Gracias» replicó el anciano, moviendo su interés sobre Johnny. En el mirarlo, Avery sonreía como un halcón. «Y creo de haber encontrado a otro loco, que me pueda ayudar a desenterrar el cuerpo de Wynne. Un par de brazos robustos serán muy útiles a la causa.»

***

A la base de las murallas de Fort Charles, una figura se movía sigilosamente. Sobre su espalda era visible el bulto de un saco. Siguiendo el perímetro de la fortaleza, dio la vuelta a un primer bastión, después a otro y a otro, hasta encontrarse en la ladera que caía sobre el mar. Se deslizó cautelosamente en la parte de la playa que se encontraba entre los arrecifes y el muro de la ciudad.

Dio unos pasos y luego se detuvo.

Unas voces se escuchaban arriba de él, inesperadas.

Miró hacia arriba y vio a los soldados de la patrulla en su vuelta de ronda. Esperó que se alejaran. Luego se movió hasta alcanzar la primera batería de los cañones. Salían como si fueran postes de bronce sobre la superficie de piedra, alisada por las constantes tormentas que venían desde el sur. Escalar con las manos desnudas habría sido imposible. Afortunadamente, había preparado una cuerda robusta, cuyo extremo terminaba con un gancho. Abrió el saco: inmediatamente sacó la cuerda.

Habían pasado veinte días desde su llegada a Port Royal. El pequeño bote utilizado para desembarcar no había sido tomado en cuenta y había sido suficiente sobornar al oficial local para asegurarse un pequeño muelle lejos de los ojos indiscretos. Antes de partir para esa misión, el capitán había sido muy claro: tenía que averiguar cualquier información sobre Wynne. Y él lo había conseguido. La ejecución del pirata le había permitido no sólo completar la tarea, sino también estudiar las defensas de la fortaleza.

Hizo girar la cuerda y lanzó el gancho hacia la parte más alta de la pared. El metal golpeó la piedra, y un tintineo débil llegó a su oído. Dio un golpecito a la cuerda. El gancho cayó al suelo. Maldijo en silencio, deteniéndose para escuchar. Ningún ruido, nada que hiciera entender que alguien lo había escuchado.

Lanzó la cuerda por una segunda vez, observando la trayectoria sobre las paredes. Una vez más tiró y en este caso tuvo que moverse para no ser golpeado por la pieza que se cayó nuevamente.

“Me estoy tardando demasiado” pensó enojado. “Tengo que quedarme tranquilo… y darme prisa.”

Miró hacia el mar abierto. La oscuridad de la noche se confundía con el color negro de las aguas profundas. Sabía que allí, en algún lugar, el barco lo estaba esperando. Probablemente el capitán lo estaba observando en ese preciso momento. Se lo podía imaginar parado en el suelo de popa, con el catalejo abierto y una sonrisa irónica impresa en su rostro.

Eligió hacer un tercer intento y esta vez el gancho se atascó como debía. Unos momentos después oyó el parloteo de una segunda patrulla que avanzaba. Detuvo la respiración, esperando que los soldados no notaran la pieza de hierro puntiaguda insertada entre las piedras. Los vio alejarse como si nada. Entonces empezó a escalar. No fue una tarea fácil. La bolsa detrás de su espalda era muy pesada y dificultaba aún más la subida. Tuvo que ayudarse con los cañones que encontraba a lo largo de la subida, como si estuviera escalando entre las ramas de un árbol. Alcanzó el parapeto, se escondió y recuperó la cuerda.

El fuerte Charles estaba inmerso en el silencio, excepto por el platicar tranquilo de algunas guardias. Viendo como actuaban parecía que algunos de ellos estaban borrachos, mientras que las cabañas alrededor de la plaza central no mostraban signos de movimiento.

En silencio, envuelto en la oscuridad, se deslizó más allá de los almenajes. En la primera terraza los cañones apuntaban silenciosos hacia el mar abierto. Recordaba perfectamente que abajo de él se habían erigido tres pasadizos, cada uno con su propia batería lista para disparar. Y aún más abajo se encontraba el polvorín.

Lo había notado durante la ejecución. Un par de soldados hacían la guardia a la cabaña con aire de tranquilidad. Luego, durante la confusión causada por la horrible muerte del pirata, había logrado acercarse: una de los guardias había abierto la puerta y él había visto unos cincuenta barriles llenos de pólvora. Incluso en esto, los británicos habrían hecho su trabajo más sencillo: haciéndolo explotar, la explosión habría destruido las terrazas, dañando los cañones.

“Increíblemente sencillo” pensó.

Avanzó, escondido por la familiaridad de las sombras. Se concedió algunas cortas paradas, sólo para evitar que alguien lo pudiera ver acercándose. Finalmente logró bajar las escaleras que lo llevaron hasta el patio.

No había guardias por ningún lado.

«A lo mejor estarán adentro» murmulló entre sí. Alcanzó el cobertizo y apoyó una oreja a la puerta. Un profundo ronquido salía desde su interior. Sin entrar en pánico, saco la daga que tenía dentro de la bota y entró.

El interior estaba cubierto con placas de metal, una protección que servía para evitar accidentes. Iluminaba toda la habitación solamente un pequeño farol colgando del techo con un clavo curvo. Los barriles eran cuidadosamente ordenados en ambos lados. En la parte inferior, un soldado estaba durmiendo profundamente.

Caminó sobre la punta de los pies para no hacer ruido. Fue muy rápido, con una mano le tapó la boca mientras con la otra le clavaba la daga en la garganta. La víctima abrió los ojos y comenzó a patear. La hoja penetró aún más profundamente, cortando la tráquea y la laringe. Entonces encontró algo duro, tal vez un hueso. El guardia emitió un solo sonido gorjeante. Finalmente inclinó la cabeza hacia un lado.

«Excelente» dijo, sacando la daga. Rápidamente la limpió sobre la chaqueta y empezó a controlar la bolsa que tenía sobre su espalda. Extrajo diez velas de dinamitas que estaban amarradas entre sí con una mecha larga y sutil. Las puso cuidadosamente en el suelo. Sonrió.

En el resplandor de la lámpara, dos dientes de oro brillaron malvadamente.

***

Johnny se sorprendió al descubrir que Avery tenía la intención de terminar el trabajo esa misma noche. Bartolomeu había tratado de hacerlo razonar, sin éxito.

«Ahora tenemos tiempo» comentó el anciano, oyendo un trueno estallar a la distancia, seguido por otro y por el ruido de la lluvia. «No encontraremos a nadie que nos moleste. Y el suelo será más suave y fácil de cavar.»

Así que decidieron salirse.

El portugués habría cubierto al muchacho hasta su regreso; si Anne hubiera sospechado algo, eso sería una tragedia.

«Con cuidado» susurró. «Por el amor de Dios.»

Como había anticipado al anciano, no encontraron a nadie. Johnny estaba contento. La idea de ser descubierto allí lo ponía nervioso.

Cruzaron una serie de casas hasta recorrer un camino aislado. El último ramo de esa carretera giraba de repente a la izquierda; al otro lado se veía el cementerio, además de un torrente donde se encontraba un puente.

«Es el momento de la verdad» dijo Avery empezó a caminar sobre el pequeño puente. «¡Date prisa! Tenemos un trabajo que completar.»

Un portón de hierro se encontraba frente a ellos, delimitando los límites del cementerio. La puerta había sido arrancada, así que entraron sin dificultad. Toscas cruces de madera estaban agrupadas a lo largo de un camino que se extendía hasta llegar a una capilla, construida con esa forma tan austera por la cual los colonos eran famosos.

Avery indicó la construcción. «Tenemos que entrar allí.»

«Los piratas son arrojados en fosas comunes» observó en voz baja el muchacho.

«Tienes razón, pero antes tengo que hacer algo.»

Llegaron al pequeño templo. Un grabado en latín se encontraba por encima de la entrada. Johnny se detuvo por un momento, cubriéndose la frente de la lluvia y tratando de entender lo que estaba escrito. Fue interrumpido por el anciano, que lo invitó a que lo siguiera. La puerta hizo un ruido infernal y la oscuridad en la cual estaban avanzando era total. Después de un tiempo una llama rompió la oscuridad.

«Agarra eso, mocoso.» Avery le pasó una antorcha. Guardó su encendedor y su pedernal y se agachó detrás de algunos ataúdes apilados uno sobre el otro. Sacó un paño de terciopelo. «Traje todas las herramientas para cavar. Yo sabía que aquí estarían a salvo.»

Johnny vio dos palas salir de dentro la toalla.

«El verdadero problema será encontrar la tumba del pirata» comentó.

«No te preocupes. El gobernador ordenó que el cadáver fuera colocado en una sola tumba. La encontré casi de inmediato.»

«No lo creía tan bondadoso.»

El otro movió la cabeza y se cargó el pesado material sobre sus hombros. «Lo hizo para mostrar misericordia después de lo que pasó. Además quiso protegerse a sí mismo. En realidad no es por nada magnánimo.»

Cuando salieron, se dirigieron hacia el grupo escaso de árboles que crecían cerca de la capilla. El aire parecía hecho de plomo mientras caminaban entre las intrincadas ramas y raíces; era un aire pesado, lleno de obscuros presagios. Después de un poco, el suelo bajaba suavemente y la vegetación desapareció. Las cruces habían desaparecido, dejando el lugar a lápidas sencillas plantadas en el suelo.

«¡Allí está!» Avery se detuvo de repente, señalando a un montículo a pocos metros de distancia de ellos.

Sin perder más tiempo en conversaciones empezaron a trabajar. El trabajo era incómodo; la tierra era un fango frío y granular, tanto que estaban sumergidos en el lodo hasta los tobillos. La excavación tomó mucho tiempo. Hubo un momento donde Avery tuvo que parar. Batallaba en respirar.

«Síguele tu» dijo, sentándose en el borde lodoso de la fosa.

El muchacho continuó. Más hundía la pala, más sentía los latidos de su corazón acelerar. Varios minutos después también comenzaron a dolerle las manos. Trató de no rendirse. La absurda exaltación que estaba probando lo empujaba a continuar. Luego, de repente, se detuvo. La pala ya no estaba sacando más tierra. Producía un sonido chispeante, como garras que rascan bajo el suelo. La imagen lo llenó de miedo: ¿y si el cadáver se hubiera salido de la fosa para arrastrarlo con él?

«Desde ahora yo me encargo» anunció de forma providencial Avery. Desde su bolsa hizo aparecer una herramienta parecida a una cuchilla metálica. Una de sus extremidades era puntiaguda y ligeramente curva.

Johnny, aliviado, se salió de la fosa, y se sentó en el borde, al lado de la antorcha plantada allí cerca para dar luz: la madera humedecida iba a quemar todavía por poco tiempo. Tenían que darse prisa.

El anciano bajó, con cuidado de no resbalarse. Al llegar al fondo, movió otro poquito el suelo, del cual aparecieron los toscos ejes del cofre. Se inclinó, estudiando el espesor con la punta del índice. Parecía que estaba estudiando la situación, o tal vez, estaba rindiendo homenaje a Wynne. Cuando pareció satisfecho, alargó las piernas, plantó las botas sobre ambos lados del sepulterío y clavó la punta del pestillo entre las tablas. Empezó a quitarlas. El estallido de la madera era tremendo: recordaba el ruido de huesos rotos. La cubierta se quitó gradualmente hasta cuando ya se pudo entrever el cadáver.

Estaba rígido, apoyado en el féretro, con los brazos apretados contra los lados y el cuello torcido. El largo y manchado pelo estaba sucio de lodo y le cubría una parte de su rostro. La piel estaba tirada como papel viejo, músculos y tendones se podían notar debajo de ella. Sus dedos eran como verdaderas garras.

Cuando los vio, Johnny sintió un renovado sentimiento de terror. Eran los mismos que creía oír mientras cavaba. Todavía estaba pensando en ese ruido cuando se vio obligado a girar la cabeza al otro lado. Un hedor insoportable lo atacó, el inconfundible rastro ácido de la putrefacción. Se forzó a no vomitar: tenía el intestino en agitación, como si alguien lo estuviera meneando con un palo.

Avery también sobresaltó. Levantó la chaqueta para cubrirse la cara.

«¿Cómo te va, mi estimado?» preguntó directo a Wynne. La voz salió nasal, casi divertida en ese contexto.

En respuesta, la mandíbula del pirata comenzó a moverse a través de la confusa masa de pelo, casi como si se estuviera esforzando por hablar.

Johnny abrió bien los ojos. “Oh, ¡Dios mío! Todavía está vivo…”

Desde la boca no salió ninguna palabra, sino una rata. Antes vieron la cola, luego la mandíbula se abrió en gran bostezo y la bestia dio un paso atrás con sus patas. Retrocedió de unos pocos pasos, sin preocuparse de los humanos. Movió sus pequeños ojos negros, obviamente aturdido por la molestia de haber tenido que abandonar la guarida, para luego desaparecer en un agujero que se encontraba en el fondo del ataúd, donde la madera estaba podrida.

El anciano se quedó tranquilo. Johnny, al contrario, estaba muy agitado y preocupado.

«¿Qué hacemos?» preguntó. El palito dentro de su abdomen se había convertido en una viga. Tenía miedo de que Avery le ordenara que volviera adentro de la fosa.

Al contrario, él se quedó en silencio, pasando una mano sobre su mentón áspero, pensando. Los mechones de pelo gris caían a los lados de la cabeza y los arroyuelos de lluvia se deslizaban a lo largo del cráneo pelado.

«Pásame la antorcha, antes de que se apague» ordenó de repente al muchacho.

Johnny hizo lo que le pidió el anciano. Vio a Avery agarrar el cabello del muerto y arrancarlo con furor, su cabeza cambió de angulación y, aunque el cuello no se había roto, envió una serie de sonidos crujientes. Su rostro seguía sonriendo, la boca abierta y distorsionada, de donde había salido el ratón, era reducida a un pozo sin fondo. La ausencia de la lengua le permitía al roedor poder quedarse adentro de su boca sin ningún problema. Todavía había rastros de sangre seca alrededor de los labios.

«¡Ven aquí!» le dijo Avery. Sumergió la antorcha en el suelo. La luz amarillenta y agonizante proyectaba su sombra contra un lado de la fosa, estrechándola en una forma de medialuna.

Sin mucho entusiasmo, Johnny volvió a bajar. Por un momento perdió de vista el cadáver: Avery se había inclinado tanto que le cubría la vista. Parecía que estaba manipulando algo. Finalmente, soltó el cuerpo y Wynne cayó pesadamente en el ataúd.

«¿Entonces?» preguntó el joven.

El anciano se volvió para mirarlo, con la palma de la mano abierta y temblorosa. Entre sus dedos todavía tenía algunas partes del pelo grasiento de Wynne. El ojo artificial del pirata se destacaba sobre la piel de la mano muy arrugada de Avery. Era una esfera casi perfecta, a excepción de un ligero corte en un lado. Parecía mirarlo con un odio encadenado.