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Heath's Modern Language Series: Mariucha
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4

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Heath's Modern Language Series: Mariucha

María. (Dudando.) No, no: aguarda… ¡Dios mío, qué ansiedad!

León. Estamos solos, señorita. Puede explicarme…

María. No, no, León: me falta valor. Soy una pobre señorita mal educada, incapaz de resolver cosa alguna… Lo que yo pretendía, lo que me impulsó a llamarle, es algo que a sus ojos me rebajaría, y yo no quiero rebajarme a los ojos de usted, de quien ha sabido ser creador de sí mismo. Hágase usted cuenta de que no le llamé, de que no nos hemos visto, y retírese… Le suplico que se retire.

León. (Con calma, que encubre una calculada expectacióny deseos de penetrar en las ideas de María.) Bien, señorita, en ese caso… (Con gran lentitud.) Si es deseo de usted que me retire… poniéndome siempre a sus órdenes… (Se va retirando muy despacio, parándose y volviendo la cabeza.) me retiraré.

María. (Con súbito arranque.) León. (Aparte a Cirila.) Sí, sí: lo diré… es preciso. Me volvería loca si no lo dijese. Ello es ridículo, humillante; ¿pero qué importa? (Alto.) Usted comprenderá que no es por mí… que obligada me veo por… Hay duras necesidades… que abruman…

Cirila. (Aparte a María.) Ángel, dilo pronto, en dos palabras, para que acabe tu agonía.

María. (Con gran esfuerzo.) Mi padre, mi familia…

León. Yo haré menos violenta esa manifestación, anticipándome…

María. Sí… hable usted por mí…

León. El Marqués se halla en situación precaria… Lo sé: he visto alguna carta dirigida por el señor Marqués a personas de la villa…

María. ¡Oh, qué vergüenza! (Premiosa, trémula.) Mi padre me ordenó que escribiese a usted una de esas cartas… la escribí… Luego me pareció, viéndole a usted tan humilde, que de palabra… sería mejor… Perdone usted mi atrevimiento. Mi padre es bueno; sólo que el pobrecito sueña con engrandecimientos y regeneraciones que no vienen, que no vendrán… Es bueno, y mi madre una excelente señora, y mis hermanitos… (Sollozando) son muy buenos también… están… en el colegio… Tenga compasión de nosotros… En mi casa se ha llegado a una situación tan… no sé cómo decirlo… tal vez usted no lo crea. (Más ahogado el sollozo.) Yo procuro ocultar a mi padre la terrible verdad de nuestra miseria. Yo sola la sé, yo y Cirila, que más que mi criada, es mi amiga. Los demás viven en un mundo de ilusiones, de mentiras… Mi hermano los mantiene en el engaño… Nos hundimos; rodamos al precipicio, a la abyección… Esto lo veo yo… lo veo… pero no puedo remediarlo, no sé remediarlo… no sé, no sé… (Rompe en llanto. Cirila llora también ensilencio.)

León. Es en usted mérito grande ver la situación en su realidad terrible, mirarla cara a cara…

María. (Más serena.) Sí, señor… la miro… cara a cara.

León. Heroína es usted, y está llamada a entrar en batalla con las mayores desdichas… Pero usted tiene un corazón grande, un corazón valiente, ¿verdad?

María. Quiero tenerlo.

León. Usted no se acobarda ante ningún obstáculo.

María. No. (Secándose las lágrimas, animosa.)

León. Y posee entereza bastante para permanecer serena ante un contratiempo, ante un golpe de adversidad… como el que yo voy a darle en este momento.

María. (Aterrada.) ¡Usted… un golpe!

León. Diciéndole, como le digo, que no puedo socorrer a su familia. (María permanece en muda expectación.) No podré esta noche, ni mañana… ni en algunos días podré.

María. (Aparte consternada.) ¡Humillación, espantosa ridiculez! (Llévase las manos al rostro.)

León. ¡Cuánto me aflige mi negativa, sólo Dios lo sabe! (Decidiéndose a presentar el asunto en su realidad descarnada.) Pero a una persona tan inteligente debo yo completa sinceridad… Suprimo las explicaciones sentimentales de mi conducta, y daré a usted tan sólo las que deben hablar a su razón. (María continúa expresando el trastorno de su desengaño.) Hace un mes, viendo claro un desarrollo grande de mi tráfico, hice a la mina un pedido de consideración. El nuevo ferrocarril me trajo seis vagones, luego ocho, luego más. He colocado ya la mayor parte… Mañana, 10, es el día fatal, el vencimiento de las obligaciones que contraje. Gracias a mi puntualidad, tengo crédito en la Compañía Minera. La falta de pago me hundiría, me haría perder en un instante la reputación mercantil adquirida con ímprobo trabajo y privaciones de que usted no puede tener idea.

María. (Atónita, pero identificándose con las ideas de León.) Sí, sí: ya entiendo.

León. Allí (Señalando a su casa.) tengo apilada, billete sobre billete, duro sobre duro, la cantidad que he de pagar mañana. No me ha sobrado nada. ¿Quiere usted que le traiga la suma que allí espera… para el pago de una deuda sagrada y para la sanción de mi crédito? (Pausa.)

María. (Después de una vacilación momentánea, dice con voz firme:) No.

León. Es usted fuerte, animosa. (Gozoso.) Veo que si yo soy de hierro, usted también.

María. ¿Yo? (Con grave acento y convicción.) Si Dios me concede lo que le pido, el bronce será menos fuerte que yo, y el acero menos templado.

León. ¡Mujer grande!

María. Mujer… del tamaño de los acontecimientos, considero muy bien las razones que usted me da para… En fin, que no desmerezca yo a sus ojos; que no me crea… no sé qué iba a decir… y procure usted olvidar esta entrevista…

León. Eso nunca. Espero que, en un día próximo, podré ser menos cruel que he sido esta noche.

María. (Turbada.) Gracias, infinitas gracias. Retírese usted… Tiene ocupaciones… Yo también.

León. Sí… debo retirarme. (Le hace reverencia. Aléjase lentamente; la contempla a distancia. Aparte.) ¡Dura lección es ésta!… ¡Terrible lección! Aprovéchala. (Continúa observándola. Acércase Cirila de nuevo a María, con ánimo de consolarla.) Desdichada víctima social, lucha, padece y vencerás. (Entra en su casa.)

Escena III

María, Cirila; después Vicenta.

Cirila. Niña del alma, no te acobardes. Poco amable y nada generoso ha estado el vecino. Probaremos con otros. (Saca la carta.) Con variar el nombre…

María. (Vivamente, mirando a la parte obscura de la escena por donde ha desaparecido León, arrebata a Cirila la carta y la estruja.) Acábese esta ignominia. (Rompe la carta y arroja los pedazos. Aparece Vicenta por lapuerta del patio. Viste traje para la fiesta.) Su proceder duro, casi bárbaro, es para mí un aviso del Cielo. Admiro en ese hombre la severidad de un maestro inflexible.

Vicenta. (Aparte.) ¡Aquí María!… ¡y qué elegante!…

Cirila. La señora Alcaldesa.

María. (Aparte a Cirila.) Apártate… Vigila en la escalera. (Cirila se aleja por la derecha, cautelosa, y aguarda sentada en el primer peldaño.)

Escena IV

María, Vicenta.

Vicenta. ¡María… querida! Usted, impaciente por mi tardanza, ha bajado a esperarme.

María. Sí: esperaba a usted…

Vicenta. Vengo retrasada. Cosiendo hasta muy tarde hemos estado mi hermana y yo con el dichoso arreglo. (Mostrando su vestido.) Yo quería que lo viese su mamá.

María. Mamá se acuesta muy temprano.

Vicenta. (Girando sobre sí.) ¿Qué tal estoy?…

María. (Riendo.) ¡Horrible! No podía usted discurrir un arreglo más desatinado.

Vicenta. ¡Oh, qué pena me da usted!… Pero ya no tiene remedio… Vámonos.

María. No: yo no voy. Después de vestida, decido no ir.

Vicenta. Entonces, ¿qué hacía usted aquí?

María. Salíamos… (Sin saber qué decir.) Íbamos a casa de usted para que me viese…

Vicenta. (Deslumbrada por la elegancia y riqueza del atavío de María.) ¡Oh, suprema elegancia! Está usted divina, ideal.

María. Vea usted, Vicenta: con un traje como éste debiera usted presentarse esta noche en los jardines de Teodolinda, iluminados a giorno. Una toilette así es lo que a usted le corresponde, por su posición, por su natural elegancia y belleza… y no ese adefesio barato, que va pregonando las hechuras de casa y el aprovechamiento de trapitos. (Burlándose.) ¡Pobre amiga mía! No puede usted imaginar qué lástima le tengo.

Vicenta. (Consternada.) No me lo diga usted más, porque hago lo que usted: no ir.

María. (Vivamente.) No, no, Vicenta. Usted no puede faltar. ¡Qué se diría! No, no… De ninguna manera…

Vicenta. ¡Vaya que es desdicha! No tan bueno como ése, pero elegantísimo también y de gran novedad, es el vestido que yo encargué. (Furiosa.) ¡Ay, qué bribona de modista; era cosa de arrastrarla!…

María. (Imitando su furia.) De sacarle los ojos. Sí, porque con su informalidad la pone a usted en un ridículo espantoso. Yo lo siento tanto como usted, y estoy pensando que… (Pausa.)

Vicenta. (Con gran ansiedad, reparando en todas las partes del hermoso vestido.) ¿Qué, hija mía?

María. (Gozando con la ansiedad de Vicenta.) Pienso… que con este traje estaría usted encantadora, Vicenta.

Vicenta. ¡Oh, sí…!

María. ¡Y qué golpe daría usted si con él se presentara en el baile! Usted imagínese la grandiosa decoración del parque y jardines… los focos eléctricos, que darán a las mujeres bien vestidas un aspecto ideal, fantástico… y por fondo el follaje verde, salpicado de lucecitas…

Vicenta. (Entusiasmada.) ¡Oh, incomparable! Creerían que es el vestido que encargué a Madrid… María, amiga del alma, ¿es cierto lo que sospecho? Me dice el corazón que usted, con su generosidad sin ejemplo, se digna prestarme… (María hace signos afirmativos, lentamente.) ¡Oh, qué alegría! ¿Con que…?

María. (Empezando a ponerse grave.) Hay algún inconveniente.

Vicenta. ¿Cuál?

María. Yo le prestaría a usted con mucho gusto mi traje… pero… si luego me lo ven a mí, ¡qué dirán!

Vicenta. (Desconsolada.) ¡Ah, sí…! no había caído…

María. No debo prestar a usted mi vestido, no… Pero… por otro medio podría lucirlo. (Pausa, expectación de Vicenta.)

Vicenta. ¿Cómo?

María. Comprándolo.

Vicenta. (Asustada, cruzando las manos.) ¡María!

María. Vendo esta ropa, que es absurda, irrisoria, en la humilde situación a que ha llegado mi familia. Mi padre es pobre, tan pobre que no lo son más los que mendigan en las calles. Ya no hay forma de disimular ni encubrir nuestra descarnada miseria…

Vicenta. (Compadecida.) ¡Pobre amiga de mi alma! ¡Qué pena!… Sí: compro el vestido… compro todo: traje, sombrero, abrigo… Pero ello ha de ser para ponérmelo y lucirlo esta noche.

María. Tiene usted tiempo.

Vicenta. (Con gran impaciencia.) Pero no podemos descuidarnos.

María. Espérese un poco. Aún tenemos que estipular…

Vicenta. Naturalmente, el precio.

María. Que no puede ser corto. Usted, señora rica y de buen gusto, puede apreciar… Fíjese bien: este traje es de Redfern, el primer modisto de París…

Vicenta. Ya se conoce.

María. Rue de Rivoli, 242. Viste a la Emperatriz de Rusia y a la Reina de Inglaterra.

Vicenta. Y será carísimo.

María. Usted figúrese… Mis padres encargaron y pagaron estos lujosos trapos dos meses ha, cuando ya eran pobres, casi miserables. Lo que ellos dieron entonces a la vanidad, justo es que la vanidad se lo devuelva.

Vicenta. Amiga mía, me hago cargo de las circunstancias, y sé que me obligan a ser generosa. Fije usted un valor razonable, teniendo en cuenta que es prenda usada, y no regatearemos. (Impaciente porque María se quite el vestido.) Y ahora… Porque los instantes vuelan, María. El precio y pago lo arreglaremos mañana.

María. Perdone usted, Vicenta. Los malditos mañanas, causa de tantos desórdenes, están abolidos…

Vicenta. ¿Por quién?

María. Por mí. Me propongo cambiar radicalmente mi modo de ser. Ya no soy aquélla, soy otra. La gravedad, la urgencia del caso exigen que esta noche quede todo resuelto y concluido: la entrega de la ropa, el pago, etc… No he de ser exigente. De lo que costaron a mi padre este rico traje y sus accesorios… ya usted ve: todo nuevecito… sólo una vez me lo puse en Madrid,… rebajo la mitad.

Vicenta. Bien.

María. Si usted quiere lucirlo esta noche haciéndolo pasar por el que encargó a Madrid, tiene que darme…

Vicenta. ¿Cuánto?

María. (Con energía.) No mañana, mañana no, esta noche misma, ahora, corra usted a su casa, que está bien cerca, dos pasos, y tráigame… cuatrocientos duros.

Vicenta. (Confusa, sin saber qué hacer.) Pero… verá usted… el caso es que esta noche… Naturalmente, no voy a decirle a Nicolás… Quizás se opondría.

María. Pues entonces, no hay trato.

Vicenta. Mañana, amiga mía… ma…

María. (Cortándole el concepto.) No hay amiguitas, ni carantoñas, ni mañanas, ni nada de eso. ¿No sabe usted que soy de bronce?

Vicenta. Ya lo veo, ya… Pero… No sé cómo arreglarlo… (Con una idea salvadora.) ¡Ah! Si usted se aviene a recibir esta noche la mitad, un poquito menos… Sin enterar a Nicolás ni a nadie, puedo disponer ahora mismo de unas novecientas pesetas.

María. Acepto, siempre que usted me dé formal promesa de entregarme el resto antes de las veinticuatro horas… mil cien pesetas.

Vicenta. Justas y cabales. Pero no perdamos tiempo… Corro a casa… Nicolás, a quien dije que iríamos juntas, ya está allá. Luego le diré: «¿no sabes? llegó el vestido…» Y mañana le cuento… En fin, yo lo arreglaré… tardaré tres minutos… Que cuando yo venga, esté usted despojada… ¿Subiré a su casa?

María. No: espéreme aquí. (Se quita el abrigo y sombrero.)

Vicenta. A prisita, a prisita, para que yo tenga tiempo… (Vase corriendo por el patio.)

Escena V

María, Cirila; después Don Pedro, dentro.

Cirila. (Deteniendo a María que se dirige a la escalera,llevando en la mano sombrero y abrigo.) No subas: tu papá, inquieto y desvelado, con el torbellino de sus ilusiones, no hace más que pasear por toda la casa, y a ratos sale a la galería alta.

María. (Indicando la glorieta, junto a la escalera.) Pues aquí mismo. (Entrega a Cirila el abrigo, el sombrero.) Sube corriendo y traeme un peignoir. Si te preguntan… di… cualquier cosa, que lo piden la Alcaldesa y su hermana para modelo.

Cirila. Voy. (Presurosa sube a la casa.)

María. (Sola desabrochándose.) ¡Qué agradecida estoy a ese hombre! Su negativa me ha puesto en el verdadero camino. (Óyese la voz de Don Pedro, que en la galería alta llama.)

Don Pedro. ¡Cirila, Cirila!

María. (Con voz muy queda, gozosa.) Señor Marqués, señor papaíto, ya tenemos dinero.

Don Pedro. ¿Pero dónde se mete esa…?

María. Y sin pedir nada a nadie.

Cirila. (Baja rápidamente con la prenda pedida.) Aquí está. (Señalando la galería alta hacia el fondo.) Ya se ha cansado de llamar; ya se va.

María. (Cogiendo el peignoir.) Dáme. (A Cirila que fija la vista en la reja y puerta de la casa de León.) ¿Qué miras?

Cirila. Parecióme ver los ojos del hombre negro acechando tras de la reja.

María. Ilusión tuya. (Entra en la glorieta. Cirila le desabrocha el vestido.) Nadie más que tú verá el nacimiento de la mujer nueva. (Gozosa.) Cirila, abrázame.

Cirila. ¿Estás contenta?

María. ¿No lo ves?… ¿No notas tú que el mundo todo se ha transformado? No, tú no lo notarás.

Cirila. Es tu alegría.

María. No: es el mundo que me sonríe y me dice: «Soy muy grande. Estoy lleno de tesoros… Ven, toma para ti lo que encuentres, que no sea de los demás. Recoge todo, recoge los átomos…»

Cirila. Vaya, no delires tú ahora. (Ayudándola a cambiar de ropa.)

María. (En la glorieta habrá un trozo de follaje, tras el cual se oculta María al desprenderse de la falda y cuerpo.) Es la sociedad que me dice: «Mírame: no soy toda egoísmo, no soy toda vanidad y mentiras. Estoy llena de virtudes: búscalas, y en ellas encontrarás la vida.»

Cirila. Es tu ilusión de sustentar a la familia.

María. Es Dios que me dice: «Soy la voluntad que hizo el mundo. A ti te di la existencia, y por redimirte sufrí martirio. Adórame Redentor y mártir… Adórame también Creador.» (Vuelve Vicenta presurosa por elfondo. Busca a María en el sitio donde la dejó. De la glorieta sale María completamente transformada.)

Escena VI

María, Vicenta, Cirila.

Cirila. Aquí, señora.

Vicenta. (Llega junto a María y le entrega los billetes.) Aquí está. Cuéntelo…

María. (Toma los billetes sin mirarlos.) Gracias, amiga mía.

Vicenta. ¿Y cómo no ha subido usted?…

María. No conviene que se enteren. No pierda usted tiempo, Vicenta.

Vicenta. (Muy impaciente.) Sí: me vestiré al instante. (Recoge la ropa.)

María. (Coge la mano de Vicenta y la retiene entre las suyas.) Ahora, júreme por la salud de sus hijos que me dará lo restante…

Vicenta. Antes de las veinticuatro horas.

María. Júreme también que me guardará el secreto.

Vicenta. Mi marido y mi hermana tienen que saberlo.

María. Pero nadie más… Júremelo.

Vicenta. Nadie más. Por la salud de mis hijos.

María. Bueno: adiós. ¿Lleva usted todo?

Cirila. Cuerpo, falda… (Le va entregando todo.)

María. Sombrero, abrigo…

Vicenta. (Recogiendo todo cuidadosamente.) Está bien.

María. Estará usted…

Vicenta. (Con entusiasmo.) ¡Oh, elegantísima! Adiós. Hasta mañana. (Vase corriendo.)

Cirila. (Después de mirar por la escalera.) Podemos subir. Tu papá se ha retirado. Nos meteremos en mi cuarto.

María. Sí. (Contemplando los billetes.) Dinero de mi pobreza, ya estamos aquí frente a frente tú y yo… ¿Qué quieres decirme al venir a mí? Que desde que te inventaron los hombres eres muy malo, y que por malo te han puesto innumerables motes injuriosos… que revuelves todo el mundo y originas infinitos desastres… ¡Ah! ya veremos eso… Conmigo no juegas. ¡No sabes tú en qué manos has venido a parar!… ¿Serás bueno, eh?… Seremos amigos. (Los besa y los guarda en elseno.)

Cirila. Vámonos ya.

María. Un momento. (En el centro de la escena, vuelta hacia la casa de León.) ¡Maestro…!

Cirila. No responde… No hay nadie.

María. Hablo con su espíritu, mujer. (Alzando más la voz y mirando siempre a la izquierda.) Ya no soy aquélla… soy otra.

Cirila. (Asustada.) Cállate, niña mía…

María. No puedo. Déjame expresar mi alegría, mi gratitud… Maestro, buenas noches. (Dirígese a la escalera con paso ligero.)

ACTO TERCERO

Sala baja en el palacio de Alto-Rey. En el fondo dos grandes rejas por las cuales se ve un patio con árboles separado de la calle por un muro bajo o empalizada. A la izquierda, puerta por donde entran los que vienen de la calle. A la derecha, puerta grande que comunica con el interior.—Mesa grande a la derecha, con cajón practicable; a la izquierda otra mesa sobre la cual hay piezas de puntilla y cajas de flores artificiales, pasamanería. Parte de estos objetos están a la vista, fuera de las cajas. Debajo de la mesa, más cajas. En el fondo grandes armarios antiguos, con puertas de nogal. En el ángulo de la derecha un perchero con ropa de María. Ésta, junto a la mesa de la derecha, de perfil al público, toma nota de existencias. Viste con elegante sencillez; se cubre con un largo delantal. Cirila está mirando a la calle por la reja. Óyese lejano rumor de panderetas y cantos populares.

Escena Primera

María, Cirila.

María. ¿Pero qué bulla es esa?

Cirila. Primer día de ferias. El pueblo quiere divertirse. (Dirígese a la mesa de la izquierda.)

María. Sigamos. De puntillas quedan… dos cajas…

Cirila. (Contando piezas de puntilla.) Dos, y estas cuatro piezas.

María. Lástima no haber traído más.

Cirila. Inspirada fue tu invención de esta granjería. Los tenderos de aquí traían un género anticuado, carísimo, y más falso que Judas… y tú, pidiéndolo directamente a la fábrica y contentándote con una ganancia corta…

María. (Atenta a sus notas.) Doscientas doce. (Hace su apuntación en pie.)

Cirila. (Suspendiendo el trabajo.) ¿Sabes, mi ángel, que es una maravilla lo que has hecho? En poco más de dos meses…

María. Dos meses y algunos días desde aquella noche… Parece que fue ayer…

Cirila. Cuando le vendiste a doña Vicenta tu ropa… ¡Ay, de rodillas debiera adorarte la familia! Mira que… Imposible parece…

María. Vamos, Cirila, no te entretengas. Si no me ayudas, tendré que volver a ponerte en la cocina. (Pasa a la mesa de la derecha.)

Cirila. ¡Ay! no, no: déjame aquí. (Vuelve a sutrabajo.) Por cierto que con la nueva cocinera están muy contentos los señores. Tu papá la llama el jefe. Esta mañana, a más del rosbif, ha traído Bernarda unas aves riquísimas, pavipollos que parecen bolas de manteca… un jamón de York… pasas de Corinto para hacer plumpudding… té superior… foie-gras… y vino blanco, de ese que llaman Chablis… (Pasa a la derecha.) ¿Pero no sabes, bobita? (Con misterio.) Quieren convidar a comer al señor de Corral.

María. (Vivamente.) ¡A ese gaznápiro insufrible! ¡Vaya que es gana de contrariarme! Sabiendo mi antipatía, mi repugnancia.

Escena II

Las mismas; Menga. Mozuela del pueblo, vendedora en la plaza. Viste pobremente; trae al brazo un gran cesto con sus variadas mercancías; en la mano un palo tarja. Su hablar es áspero y descarado.

Menga. (Por la izquierda.) ¿Ha lugar, muesama?

María. Adelante, Menga.

Menga. Si quié que ajustemos la cuenta… (Sacaun bolsón mugriento.)

María. Vamos allá. (Se sienta. Saca del cajón de la mesa una cestilla con dinero y un papel.)

Menga. Léame la apuntación, a ver si hay conformidá.

María. Tienes que darme: pesetas…

Menga. (Vivamente.) ¡Noramala con las pesetas! ¡Cuénteme por benditos riales!

María. Pues cuatrocientos ochenta reales. Bien clarito está.

Menga. No, muesama.

María. ¿Que no? Pues haz tú la cuenta.

Menga. Cuenta clara. (Mirando el palo en que tiene hecha la cuenta por cortaduras a navaja.) Sesenta piezas.

María. Sesenta piezas.

Menga. A siete y medio. Pus son: cuarenta dieces, más cuatro cincos, que hacen veinte, más sesenta medios riales. Esto sí que es claro.

María. A ver. (Mirando la tarja.) Ya… es que tú te descuentas tu corretaje…

Menga. ¡Pus no!

María. ¡Pero si del corretaje te llevo yo cuenta aparte! (Saca otro papel.) Toma: treinta reales. (Se los da.)

Menga. (Coge su dinero. Saca del bolsón billetes y plata.) Cuentas claras: cuarenta y cinco dieces, más seis cincos… Ahí tiene… Ahora déme (Sacando cuenta mental, ayudada de los dedos.) veinte piezas, y otras veinte, y cinco más.

Cirila. Cuarenta y cinco. Toma. (Se las va contando.)

Menga. Las aldeanas no quién otra cosa. Yo les digo que to l' señorío de Madril lo gasta, la Reina mesmamente en sus camisolines… y que lo train de unas fráicas nuevas de las Alemañas, o del quinto infierno.

María. No te quejarás, Menga: bien te doy a ganar.

Menga. No hay queja, muesama. Pero vea: siete bocas tengo que tapar: mi madre, mi güela de padre, mi güelo de madre, y cuatro sobrinos mocosos, tamaños así.

María. Pero tú ganas mucho. Eres gran comercianta.

Cirila. Pues no llevas aquí poco material. (Mirando el contenido del cesto.)

María. ¿Qué vendes, a más de la puntilla?

Menga. (Mostrando sus mercancías.) Poca cosa: vendo cangrejos, peines, cuerdas de guitarra, aleluyas para los chicos, y velas para los difuntos.

Cirila. ¡Ay, qué allegadora!

María. Dios la protegerá. (Entra Vicenta por laizquierda.)

Escena III

Las mismas, Vicenta.

Vicenta. ¡Queridísima…!

María. ¡Oh, Vicenta…! (Se levanta. Alegre va a su encuentro.) ¿Qué hay, qué noticias me trae?

Vicenta. (Con entusiasmo.) Hija, las flores y pájaros para adorno de sombreros han tenido una aceptación colosal. ¡Qué feliz idea! No llegaban acá más que porquerías anticuadas… Me ha dicho Josefita que se queda con todo, y que le mande usted la factura.

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