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Heath's Modern Language Series: Mariucha
Filomena. Pero buenos y sanos, que es lo que importa. (Abre la carta de su madre.)
Don Pedro. (A Cirila, quitándole una de las cartas que le ha dado.) ¡Qué cabeza! Ésta, para Cesáreo, no va… Aguarda, voy a concluir ésta.
Filomena. (Aparte a don Rafael, gozosa, después de leer la carta.) Para que se vea si tengo razón en poner toda mi confianza en el auxilio celestial. Mi pobre madre, que hoy sufre también penuria, aunque no tanta como yo, me manda por segunda vez una corta cantidad.
Don Rafael. ¿También por conducto mío?
Filomena. Sí: usted recibirá el libramiento.
Don Rafael. Pues mañana mismo…
Filomena. No: no me lo traiga usted. Eso que Dios me envía, en su culto y en obras de piedad quiero emplearlo.
Don Rafael. Fíjese usted, amiga mía, en sus necesidades. (Siguen hablando en voz baja.)
Don Pedro. (Cerrada la carta que ha escrito, la da a Cirila.) Oye: si viene esa señora a invitarnos…
Cirila. ¿Qué señora?
Don Pedro. La super-mujer. ¿Podremos obsequiarla con un té? Dime, ¿queda algo de aquel Porto riquísimo que trajimos de Madrid?
Cirila. Señor, lo poco que queda resérvelo… (Siguediciéndole que la despensa está poco menos que vacía.)
Filomena. (Aparte a don Rafael.) Dios cuida de nosotros. ¿Por qué conducto? Por éste, por otros que no podemos presumir. Entre tanto, reúna usted lo que ahora manda Dios con lo que antes vino, y el total divídalo en tres partes: la una sea para sufragios por el alma de mi padre, por la de los hermanos míos y de mi esposo. La otra, la distribuye usted entre los pobres. Con la última parte quiero ofrecer a la Santísima Virgen del Rosario un manto nuevo. (Concluye don Pedro de hablar con Cirila y ésta se va.)
Don Rafael. Ya podrá pasarse por este año con el viejo. Nuestra Señora es modesta: no se paga de ostentaciones…
Filomena. Don Rafael, es mi gusto; es un anhelo ferviente.
Don Rafael. Bueno, bueno. No hablemos más. (Don Pedro, en pie junto a la mesa, reconoce papeles con febril inquietud, irascible.)
Don Pedro. Filomena, ¿dónde diablos me habéis puesto…?
Filomena. (Acudiendo a su lado.) ¿Qué, hijo?
Don Pedro. Es María la que sabe… (Llamando.) ¡María, Mariucha!
Filomena. (Mirando por el balcón.) ¡Esa hija…! En la plaza no la veo.
Don Pedro. Pues que la busquen, que la traigan.
Don Rafael. (Asomándose por el fondo.) ¡Si está aquí, en el patio! Habla con las vecinas que llenan sus cántaros en la fuente… Hace fiestas a los chiquillos. (La llama por señas.) Es la bondad misma.
Filomena. (Con profunda tristeza.) ¡Pobre ángel caído en este pozo!
Escena V
Los mismos; María por el fondo. Viste con sencilla elegancia, sin que en su atavío se conozca la pobreza de la familia.
María. (Serena, risueña.) Aquí estoy.
Don Pedro. Pero, hija de mi alma, ¿qué hacías?
María. Me entretuve viendo y examinando nuestra vecindad. En el segundo patio he visto unas familias pobres muy simpáticas, unos chiquillos saladísimos. He hablado con cuantas mujeres vi, preguntándoles de qué viven, cómo viven, qué comen… Y sus nombres, edad, familia, todito les pregunté… Tengo ese defecto: soy una fisgona insufrible…
Filomena. Eres una chiquilla.
María. Pues en este patio primero tenemos vecinos de mucha importancia. A esta parte, al extremo de la galería de cristales por donde salimos al patio, tenemos de vecino a un carbonero.
Don Rafael. Almacén de carbones, sí. El dueño es un hombre excelente, muy trabajador… Le conozco…
María. ¡Por cierto que pasé un susto…! Como me da por verlo todo, me planté en la puerta mirando aquella caverna tenebrosa. De pronto, salió de lo más hondo un hombre horrible, la cara negra, tiznada; los ojos, como ascuas, relucían sobre la tez manchada de carbón… Después me eché a reír. El hombre me dijo: «Señorita, ¿en qué puedo servirle?» Y yo…
Filomena. (Interrumpiéndola.) ¡Vaya que ponerte a hablar con un bruto semejante!
María. ¡Si es un hombre finísimo; si me quedé asombrada de oírle!
Don Rafael. ¡Mucho, mucho! Ya les contaré algo de ese y otros vecinos.
María. Todos me han parecido la mejor gente del mundo, incluso el negro. ¿Y qué me dices, papá, del espectáculo de esa plaza, hoy día de mercado? Tú no lo has visto; tú, mamá, tampoco.
Filomena. Ya nos fijamos al pasar…
María. Os aseguro que nunca vi cosa que más me divirtiera. ¡Esos pobres campesinos que vienen de tan lejos con el fruto de su trabajo!… Venden lo que les sobra, compran lo que necesitan. Abrumados llegan, abrumados parten, con el peso de la vida que va y viene, sube y baja… Unos traen grano, otros panes, otros hortalizas, cochinitos chicos tan monos… Aquéllos una carguita de leña: son los más pobres; éstos cargas de lana: son los más ricos… En todos los puestos, en todos los grupos me metía yo con Teresa y Ramona, y a todos preguntaba: ¿De dónde sois? ¿Cuánto os valen las hogazas?… Por esa carga de leña, ¿qué os dan?… Con esos cinco reales, ¿qué compráis ahora? ¿A cómo dais la ristra de cebollas?… Y esas enjalmas rojas para los borricos, ¿cuánto valen?… ¿Habéis hecho buen negocio?… ¿Este trigo es toda vuestra cosecha?… ¿Compraréis cochinito?… ¿Lo engordaréis hasta que le arrastre la barriga?… ¿Y vosotros nunca coméis estos pollos, estos patos?… ¿Qué coméis?… ¿Y vuestros nenes se han quedado allá solitos?… Cuando volvéis allá, ¿qué os dicen las pobres criaturas?
Filomena. ¡Vaya, que eres de verdad reparona y entremetida!… un ángel a quien interesan las cosas de la tierra más que las del Cielo.
Don Rafael. (Con calor.) Más, no, señora; lo mismo.
María. Es que gozo lo indecible, me lo pueden creer, viendo este hormigueo de la vida de los pequeños: cómo viven, cómo luchan, cómo se defienden… Y no sé si reírme o llorar cuando pienso que no son ellos más pobres que yo.
Don Pedro. (Melancólico.) Más ricos… No hay riqueza como la ignorancia.
Filomena. Riqueza y pobreza, por nuestros deseos se miden.
María. Ello es que los veo contentos, al menos tranquilos, y su contento y su tranquilidad se me comunican… Vedme alegre, confiada, con muchas ganas de infundiros a todos confianza y alegría.
Don Pedro. (Dirígese a la mesa.) Ven aquí, ven aquí… Dime, ante todo, dónde metiste las esquelas de… (Se sienta.)
María. (Aparte, suspirando.) Corazón mío, poco te duró el contento. (Abriendo un cajón de la mesa.) ¡Si están aquí!
Don Pedro. ¡Ah! dame…
Don Rafael. Señor Marqués, con su permiso… ¿Tiene algo que mandarme?
Don Pedro. (Disponiéndose a escribir una carta.) Querido cura: que no nos olvide en sus oraciones.
Don Rafael. ¡Ah! por mí no ha de quedar. (Viendo escribir a su padre, y sabiendo lo que escribe, María manifiesta gran aflicción.)
Filomena. (Aparte a don Rafael al despedirle.) ¿Se ha fijado bien, don Rafael, en lo que le dije de la distribución…?
Don Rafael. ¡Mucho, mucho! Descuide: lo haré a toda conciencia, con plena conciencia de mi deber. (Vase por el fondo.)
Don Pedro. (Sin dejar de escribir.) Filomena, que me preparen el baño.
Filomena. Iré yo misma. No hay que agobiar a la pobre Cirila. (Vase por la derecha.)
Escena VI
María, Don Pedro.
Don Pedro. (Mostrando a su hija las cartas que ésta sacó.) Cuidarás de que hoy mismo lleguen a su destino.
María. (Angustiada.) ¡Ay, papá mío! déjame que te diga… ¿No te sientes humillado, degradado, con pedir limosna de esta manera?
Don Pedro. (Irascible.) ¿Y qué he de hacer? ¿Estoy en el caso de solicitar un jornal del Ayuntamiento, y ponerme a picar piedra en un camino, o a recoger las basuras de las calles?
María. Pues mira tú: yo preferiría eso.
Don Pedro. ¿Preferirías verme…?
María. Lo haría yo si pudiera… romper piedras, barrer las calles de Agramante.
Don Pedro. Toma las cartas y mándalas esta tarde. He agregado una… para ese Corral…
María. (Resistiéndose a tomar las cartas.) ¡Ay, Dios mío, Dios mío! (Llorosa, permanece en resistencia pasiva.)
Don Pedro. (Con severidad.) Obedéceme… No me irrites…
María. Bueno, papá: haré todo lo que me mandes. (Toma las cartas y las guarda en el bolsillo.) Es mi deber… Pero di, ¿no hay otro medio? (Recordando.) ¡Ah! me dijeron que viene Cesáreo. ¿Lo sabías?
Don Pedro. Sí.
María. ¿Y no esperas que Cesáreo te traiga…? Aguardemos a que llegue…
Don Pedro. Lo que traiga tu hermano, que no será mucho, lo necesitará para sí. Está obligado a conservar aquí cierto brillo y… No puedo explicártelo.
María. Sin tus explicaciones lo comprendo. ¿Crees que se me escapan las ideas tuyas, las ideas de toda la familia? Mi hermano hizo la corte a esa viuda millonaria… Tal vez ahora…
Don Pedro. No sé… Podría ser…
María. (Con agudeza.) ¿Y no se te ha ocurrido que de estos petitorios podría la dama ricachona enterarse? ¡Qué diría, qué pensaría de nosotros!
Don Pedro. (Confuso.) Sí; pero… Se haría cargo… No obstante, la idea de que la viuda se entere, me inquieta un poco.
María. Esta mañana, cuando salía yo de la iglesia con Vicenta Pulido, vi a la millonaria. ¡Ay, qué facha, qué cargazón de sedas, de plumas, de encajes, de joyas! Cuentan por ahí que lleva las ligas recamadas de perlas, y que en su casa de Madrid hay más plata que en una catedral.
Don Pedro. Lo creo…
María. Y que las mesas de noche son de marfil, y otras cosas… de lápiz-lázuli… Su aspecto es de una rastaquouère tremenda y de una cursi estrepitosa.
Don Pedro. Nunca la he visto. Dicen que es hermosa.
María. Lo fue el año de la Revolución de Septiembre, cuando tú todavía no te habías casado.
Escena VII
Los mismos; Filomena, Cirila.
Filomena. (Por la derecha.) Ya tienes el baño pronto.
Don Pedro. Voy… (Al salir detiénese preocupado.) Si vuelve ese maldito Pocho… le decís… que mañana. (Entra Cirila por el fondo y habla con María.)
Filomena. No prometas nunca para mañana… Tómate más tiempo.
Don Pedro. Tienes razón… Mejor será el lunes… seguro, el lunes. (Vase por la derecha.)
Cirila. La he visto entrar en el patio.
Filomena. ¿Quién?
Cirila. La señora Alcaldesa. Creo que viene acá. (Entra Vicenta por el fondo.)
María. Ya está aquí. (Vase Cirila.)
Escena VIII
María, Filomena, Vicenta; después Cirila.
Vicenta. Amigas muy queridas: un aviso, una petición, y me voy al instante.
Filomena. Ante todo, ¿sabe usted si viene Cesáreo? Su marido de usted ha recibido un telegrama…
Vicenta. No sé nada. En casa estuve después de misa. Nicolás había salido.
María. ¿No se sienta? (Se sientan las tres.)
Vicenta. Un momento… Lo primero, advertir a ustedes que Teodolinda viene en persona a invitarlas.
Filomena. ¿Esta tarde?
Vicenta. No: antes de mediodía. ¿Irán ustedes a la fiesta veneciana?
Filomena. La verdad… no quisiéramos…
Vicenta. ¡Por Dios, Marquesa! Esta pobre niña debe distraerse, lucir su belleza…
Filomena. Sí, sí… María irá con usted…
Vicenta. Para mí no hay mayor honra… (A María.) Y me enorgullece llevarla a usted conmigo, aunque a su lado resultaré una facha.
María. ¡Por Dios, Vicenta!…
Vicenta. Usted ha traído todo su guardarropa, de última moda, elegantísimo, y yo…
María. ¿No me dijo usted que esperaba hoy el vestido de garden party que encargó a Madrid?
Vicenta. (Desconsolada.) Pero no vendrá, ¡qué pena! (Saca una carta.) Vean la carta de la modista, que ha sido como un rayo… (Lee.) «Imposible remitir hoy…» Este contratiempo me anonada.
Filomena. Lo comprendo. ¡Contar con una cosa y…! Las modistas son tremendas.
Vicenta. Pues ahora viene la súplica. En este conflicto no veo más que una solución: arreglar un vestido que estrené año pasado, cuando vino el Ministro de Fomento y se alojó en mi casa. Pero desconfío de que mi hermana y yo podamos arreglarlo con toda la elegancia que deseo. Ustedes me indicarán… Perdonen mi impertinencia. El puesto que ocupa Nicolás me obliga a ser la más elegante del pueblo. No quiero hacer mal papel. Nicolás se disgustaría con esto más que si perdiera las elecciones.
Filomena. Enseñaré a ustedes un modelo que traje. (Las interrumpe Cirila entrando presurosa por el fondo.)
Cirila. Señora… ahí sube.
Filomena. ¿Quién?
Cirila. Esa señora tan…
Vicenta. ¡Teodolinda!
María. ¡La rastaquouère…!
Vicenta. (A Filomena.) ¡Verá usted qué lujo tan desfachatado! (Entra Teodolinda. Su figura y vestido son conformes a las descripciones que de ella se han hecho. Vase Cirila.)
Escena IX
Filomena, María, Vicenta, Teodolinda.
Teodolinda. Señora Marquesa, me perdonará usted que haya sido muy inconveniente en la elección de hora para mi visita.
Filomena. ¡Oh! el honor que recibimos no sabe hacer distinción de horas. (Se sientan: María al extremo izquierda.)
Teodolinda. Y hemos de convenir en que la vida de campo forzosamente ha de relajar un poco la etiqueta social.
Filomena. Seguramente.
Teodolinda. Perdóneme la señora Alcaldesa si llamo campo a esta preciosa villa, tan culta, modelo de policía y urbanización.
Vicenta. Campo es… con casas… ciudad… al aire libre.
Teodolinda. Y la más hospitalaria que cabe imaginar. Estoy contentísima. La casa que he tomado es una preciosidad… aunque algo pequeña…
María. (Aparte.) ¡Jesús! Pequeña dice. ¡Y la edificaron para convento! Pues que le traigan el Escorial.
Teodolinda. El parque muy frondoso. Sería incomparable si tuviera lago…
María. (Aparte.) ¡Y mucha agua!
Teodolinda. Y una extensión de quinientas hectáreas.
Filomena. A propósito de extensiones de tierra, se dice que usted adquiere pertenencias mineras y bienes raíces en la provincia.
Vicenta. Y un monte grandísimo, y tres dehesas…
Teodolinda. Que me gustaría poder juntar en una sola, para formar una propiedad verdaderamente regia.
María. (Aparte.) ¡Cuatro dehesas juntas! para que esta fiera tenga donde pasearse a sus anchas.
Filomena. Hará usted todo lo que se le antoje, y no habrá ilusión ni capricho que no pueda satisfacer.
Teodolinda. (Con refinada amabilidad.) Por lo pronto, señora Marquesa, aquí me trae la ilusión de que usted y su linda hija honren esta noche mi casa.
Filomena. Mi esposo y yo agradecemos a usted en el alma su invitación. (Suspirando.) Nos hallamos bajo el peso de tristezas y desazones que excluyen todo regocijo. Pero no privaremos a nuestra hija de esa magnífica fiesta. Cuente usted con María, que irá con la señora Alcaldesa.
Teodolinda. Amiga mía, del mal el menos… Su preciosa hija será la flor más lucida de mi jardín, y la estrella más brillante de mi noche… quiero decir… de la noche de… (Embarullándose, no puede acabar elconcepto.)
Filomena. (Comprendiendo.) Sí, sí… ya…
María. (Aparte.) ¡Ay, Dios mío, se le acabó la cuerda!
Filomena. María agradece tanta bondad… y tendrá mucho gusto…
María. Grandísimo placer… Será una fiesta espléndida, nunca vista en Agramante.
Teodolinda. Las señoras de esta culta villa le darán todo su encanto.
Vicenta. Y encanto mayor usted…
María. Usted, la amable dueña de la casa, la opulenta anfitrionisa…
Escena X
Los mismos; Corral, presuroso, por el fondo.
Corral. Señor Marqués, señoras…
Filomena. (Alarmada, se levanta.) ¿Qué noticias, Corral?
María. ¿Viene mi hermano?
Corral. Ya está en Agramante… Le vi en la estación. Salieron a recibirle el Alcalde, el Coronel de la zona, el Juez municipal y el Contratista de la traída de aguas… Al instante vendrá. ¿Y el señor Marqués? (Hace reverencia a Teodolinda.)
Filomena. (A María.) Ve, hija: dale prisa… (Vase María por la derecha.)
Corral. (A Filomena.) Debo anticipar a usted que Cesáreo sólo estará en Agramante algunas horas. Esta tarde tomará el tren mixto para llegar a Santamar, la capital de la provincia, antes que salga de allí el Ministro de la Gobernación, que ha ido a inaugurar el nuevo Presidio.
Escena XI
Los mismos; Don Pedro; tras él, María.
Don Pedro. Ya sé… ya me ha enterado María… (A Teodolinda muy cortés.) Señora mía, crea usted que me confunde el honor que hace a esta humilde casa…
Teodolinda. La casa y familia, dignas son de todos los honores. La casa es un soberbio palacio. Al venir aquí, he admirado por tercera vez la hermosa fachada plateresca. ¡Qué maravilla, señor Marqués!
Filomena. (Con tristeza.) Esa maravilla y otras ¡ay! fueron nuestras.
Don Pedro. Cuando Dios quería…
Teodolinda. ¡Y quién sabe si volverán, cuando menos se piense, a su primitivo, a su ilustre dueño!
Don Pedro. ¡Quién sabe…! Cesáreo tal vez, si adquiere, como yo espero y él merece, una elevada posición en la política…
Teodolinda. Ya sabe usted que está aquí.
Don Pedro. Le esperamos por instantes.
Corral. Pronto vendrá. Han querido enterarle del asunto de las aguas…
Filomena. (Impaciente.) Mucho tardan.
Vicenta. La culpa es de mi marido.
Corral. (Que ha mirado por el fondo.) Ya vienen, ya suben, ya están aquí. (Corren Filomena y María al encuentro de Cesáreo. Le abrazan y besan cariñosamente. Tras de Cesáreo entran el Alcalde, Roldán y Bravo. DonPedro ha permanecido junto a Teodolinda.)
Escena XII
Los mismos; Cesáreo, el Alcalde, Roldán, Bravo. Roldán es ordinario, de mediana edad; Bravo, persona fina, abogado joven.
Cesáreo. (Con emoción.) Mamá, te encuentro bien. Tú, Mariucha, te has repuesto… Estos aires… (Avanza. Ve a don Pedro y se abrazan tiernamente.)
Alcalde. Nos hemos permitido secuestrarle por unos minutos.
Roldán (Contratista). Perdonen los señores Marqueses…
Bravo (Juez municipal). Los intereses del pueblo nos han hecho olvidar la felicidad de la familia.
Don Pedro. ¡Qué sorpresa, hijo; qué alegría! (Indicando la presencia de Teodolinda.) Y no es una sorpresa sola.
Cesáreo. (Dirigiéndose a Teodolinda.) Ya me dijo el Alcalde… (Corral habla con María; Roldán y Bravocon Filomena.)
Teodolinda. ¿Que estaba yo aquí? (Alargándole su mano.) Pues ha sido de lo más casual… Yo no sospechaba…
Don Pedro. Con piedra blanca marco esta coincidencia felicísima. La alegría de verte y el honor de esta visita.
Teodolinda. Ya ve usted, Cesáreo, cómo no se pueden hacer profecías.
Cesáreo. Ya, ya… (Don Pedro habla con elContratista.)
Teodolinda. La última vez que estuvo usted en mi casa salió diciendo que ya no nos veríamos más.
Cesáreo. Antes profetizó usted otra cosa, Teodolinda, que no fue confirmada.
Teodolinda. Tal vez… Lo que prueba que todos somos muy malos profetas. Aleccionada por la pícara realidad, que así nos desmiente, ya no profetizo, Cesáreo. (Se levanta.)
Don Pedro. (Desconsolado.) ¿Tan pronto?
Teodolinda. ¡Oh! no desconozco lo que son estos momentos para una familia cariñosa…
Filomena. (Acudiendo a despedirla.) Señora, amiga mía…
Corral. (Aparte a María, con galanteo meloso.) Si usted va, ¿cómo he de faltar yo? Iré tras el lucero buscando en su brillo un rayito de esperanza.
María. ¡Ay, qué empalagoso!
Teodolinda. (Despidiéndose de María.) Que no me falte, por Dios. No tendría yo consuelo.
María. Mil y mil gracias.
Teodolinda. (A Cesáreo.) Y usted ¿no querrá dar un vistazo a mi fiesta?
Cesáreo. Imposible, Teodolinda.
Don Pedro. Quédate, hijo…
Cesáreo. Imposible.
Teodolinda. Ya no le ruego más. ¡Cuando se obstina en hacerse el interesante…!
Cesáreo. Es absolutamente preciso que yo salga en el tren de las cinco.
Teodolinda. Ya: tiene que conferenciar con el Ministro. De ello dependerá la salvación de la patria.
Cesáreo. No salvaré a la patria… Quizás salve a una parte de ella.
Teodolinda. En fin, adiós y buen viaje. Si quiere comer conmigo… A la una en punto… ¡Pero qué tonta! El corto tiempo de que dispone pertenece a la familia.
Don Pedro. Antes que nosotros está la cortesía. Irá, Teodolinda; aceptará su amable invitación.
Cesáreo. No, no…
Teodolinda. Verá usted, Marqués, cómo nos deja mal a todos. Adiós, adiós. (Las señoras la acompañan hasta la puerta. Corral, con oficiosa galantería, va tras ella ofreciéndole el brazo para conducirla hasta lacalle.)
Vicenta. (Al Alcalde.) Nicolás, vámonos.
Alcalde. (Despidiéndose.) Señor Marqués, muy suyo siempre. Luego le explicaremos este asunto de las aguas…
Roldán. El giro que quieren dar al expediente es de lo más desatinado…
Bravo. A todos nos preocupa hondamente…
Don Pedro. A mí también… a mí también… No se aparta de mi pensamiento la traída de los diez millones… digo, de las aguas, la traída de aguas…
Vicenta. (A Filomena.) Volveré esta tarde… Veré ese modelo…
María. (Despidiendo a Vicenta.) Adiós… hasta luego…
Roldán. (Despidiéndose del Marqués.) Siempre a sus órdenes…
Bravo. (Ídem.) Repito…
Alcalde. (Ídem.) Felicidades. (Salen Vicenta, el Alcalde, Roldán y Bravo.)
Filomena. (Cogiendo a Cesáreo del brazo.) Ven y verás cómo nos hemos instalado.
Don Pedro. (Reteniéndole.) Luego irá. Dejadle un rato conmigo. (Les hace seña de que se alejen.)
María. Pero que sea cortito. También nosotros tenemos que charlar…
Filomena. Déjale ahora. Tienen que hablar a solas. (Se va, llevándose a María.)
Escena XIII
Don Pedro; Cesáreo, que se sienta, pensativo, apoyada la frente en la mano.
Don Pedro. (En pie.) Acepta, hijo, acepta la invitación de esa señora.
Cesáreo. Convéncete, papá, de que Teodolinda es una esperanza inmensamente remota, un sueño…
Don Pedro. Pero… en Madrid, el invierno último, dijiste a tu madre…
Cesáreo. Sí, lo dije… yo soñaba… creí poder traer a casa la lámpara de Aladino.
Don Pedro. Tú le hacías la corte.
Cesáreo. Sí.
Don Pedro. ¿Hubo rompimiento?
Cesáreo. Absoluto.
Don Pedro. ¿Iniciado por ti?
Cesáreo. Por ella.
Don Pedro. Al invitarte ahora, quizás desea reanudar…
Cesáreo. No la conoces. Teodolinda no es toda vanidad: tiene inteligencia, sentido práctico, que aprendió de los yankees. Conoce bien nuestra desgracia, el abismo de descrédito en que hemos caído… Teme el ridículo… Coquetea con sus millones, como otras coquetean con sus gracias…
Don Pedro. (Suspirando, con gran desaliento.) Bien… no digo nada.
Cesáreo. Pero con todo… (Dudando.) ¿Iré a comer? (Con resolución súbita.) Iré. ¿Qué pierdo en ello? (Se levanta.)
Don Pedro. Nada pierdes… ¡Y quién sabe si…!
Cesáreo. No, papá: hoy, pensar en eso es un delirio. Podría no serlo… (Meditabundo.)
Don Pedro. ¿Cuándo? ¿En qué caso?
Cesáreo. En el caso de que yo adquiriese la posición política que busco, que creo tener ya… casi casi en la mano.
Don Pedro. Entendido. (Impaciente.) Vete, hijo, vete. Toma el tren. Por Dios, habla con el Ministro esta noche, mañana…
Cesáreo. Esta noche sin falta.
Don Pedro. Yo espero, tragando amargura, sufriendo humillaciones, devorando sonrojos. ¿Pero qué importa?…
Cesáreo. (Echando mano al bolsillo para sacar su cartera.) Y a propósito, papá… Tengo muy poco dinero, poquísimo…
Don Pedro. Pues déjalo para ti, que lo necesitarás más que nosotros…
Cesáreo. Tengo lo preciso para llegar a Santamar y volverme a Madrid… Pero en Santamar está Jacinto Mondéjar, que me ha ofrecido prestarme una cantidad…
Don Pedro. Pues a la vuelta me la darás.
Cesáreo. ¿De veras podréis pasar…? (Mostrando la cartera, en ademán de abrirla.)
Don Pedro. Pasaremos… Más pasó Jesucristo. Adelante, hijo… Por delante siempre tú, el único redentor posible de la familia.