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Heath's Modern Language Series: Mariucha
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Heath's Modern Language Series: Mariucha

Escena XIV

Don Pedro, Cesáreo, María; después Filomena.

María. (Por la derecha, entreabre la puerta y se asoma cautelosa.) Papá y hermano, ¿no me permitiréis curiosear un poquito?

Don Pedro. Entra ya, hijita.

Cesáreo. (Llamándola cariñoso.) Ven, que aún no he podido abrazarte a mi gusto. (Se abrazan.) ¡Pobre Mariucha! ¡Recluida en este medio social tan impropio de ti, entre tanta vulgaridad!

María. No creas… Me acomodo perfectamente a esta vida provinciana.

Cesáreo. Papá, a todos recomiendo un exquisito cuidado de esta joya. (Con entusiasmo.) Joya, digo: cuerpo y alma de lo más selecto que da de sí la humanidad. Velad por ella sin descanso. ¡Mariucha! (Acariciándola.) ¡Mi Mariucha! Merece que nos desvivamos por llevarla a su esfera natural, donde luzca, donde brille…

María. Pero, tontín, ¿quieres llevarme a donde hay tanta luz? Si alguna tengo en mí, mejor brillaré en la obscuridad.

Don Pedro. ¡Ah! Veremos quién está en lo cierto.

Filomena. Ven, Cesáreo, para que veas cómo nos hemos instalado en este medio palacio. No nos falta comodidad.

Cesáreo. Enseñadme vuestra habitación, la de María… (Vase con Filomena por la derecha.)

Escena XV

María; Don Pedro, que muy excitado y hablando solo se pasea por la escena.

María. Papaíto, ¿estás contento?

Don Pedro. (Sin hacerle caso.) El Ministro, si es hombre agradecido, le acogerá bien. Recordará que le di la mano en sus primeros pasos.

María. Dime, papaíto… (Tras él sin lograr que la escuche.)

Don Pedro. El Gobierno, la situación en masa, la Corona, el país… no permitirán que la casa de Alto-Rey acabe de hundirse…

María. Papá…

Don Pedro. Hija mía, no puedo decirte que estoy contento ni que estoy triste. Me encuentro en una expectación solemne…

María. ¿Ves algún horizonte? ¿Y por fin, Cesáreo…? Cuéntaselo todo a tu hijita… ¿Te ha traído…?

Don Pedro. No he querido tomar lo poco que trae, pues sería loca imprudencia dejar inerme al guerrero que se apresta al combate.

María. ¡Jesús, pues no estás hoy poco imaginativo!

Don Pedro. Digo que nosotros…

María. (Severa.) Nosotros…

Don Pedro. Nos arreglaremos.

María. ¿Cómo?… Papá, por la Virgen Santísima, tú olvidas el ahogo continuo de esta existencia; el afán de ayer, de hoy, de mañana; la cadena de compromisos, de pequeñas deudas, que oprime, que envilece…

Don Pedro. A todo se atenderá. ¿Recogiste las cartas?

María. Las recogí… pensaba quemarlas.

Don Pedro. (Vivamente.) No, por Dios.

Escena XVI

Don Pedro, María, León. Hállanse el Marqués y su hija junto a la mesa. Entra León y dice las primeras palabras en la puerta. Trae la cara tiznada; viste traje de pana.

León. El señor Marqués…

Don Pedro. (Aterrado, sin atreverse a mirar a la puerta, creyendo que el que entra es el Pocho.) ¡Otra vez ese hombre!

María. (Mirando a la puerta.) ¿Quién es?

Don Pedro. (Sin mirar.) ¡Que vuelva… que se vaya!… Mañana… el lunes…

María. (Reconociendo a León.) Papá, si no es el Pocho!… Es nuestro vecino, el carbonero… digo, el dueño del almacén de carbones.

León. (Avanzando respetuoso, pero sin timidez.) Molestaré muy poco al señor Marqués…

Don Pedro. Adelante… Dígame lo que guste. Es usted tímido.

León. Tímido no soy… Tengo otros defectos, pero ése no. Sé hablar con personas distinguidas.

María. ¿Oyes, papá?

Don Pedro. (Observándole.) En efecto: su lenguaje, sus modales no se avienen con su modesta ocupación… ¿Y en qué puedo servirle?

León. Soy inquilino del almacén y vivienda de este primer patio a la izquierda. Mi negocio me pide ya ensanche de local. Quisiera que el señor Marqués me arrendase toda la crujía, hasta la medianería del Juzgado municipal, desalojando el cafetín, que no paga alquiler.

Don Pedro. Amigo mío, yo no soy el propietario: lo fui.

María. Somos simples inquilinos, como usted… Ese señor sastre nos ha cedido esta parte no más…

León. ¡Ah! Perdone usted: yo entendí que había entregado el edificio a los señores Marqueses para que dispusiesen de todo… arriba y abajo…

Don Pedro. No, hijo mío.

León. Así lo entendí. Yo, la verdad, en el caso del Sr. López, así lo habría hecho.

Don Pedro. Gracias, amigo.

María. (Aparte a su padre.) ¿Ves qué generoso, qué atento?

León. Dispénseme el señor Marqués. Mi petición resulta una impertinencia. (Hace reverencia para retirarse.)

Don Pedro. Un momento, vecino… (Con interés.) ¿Y qué tal, qué tal ese negocio?…

León. Pues no voy mal, señor. El desarrollo que han tomado en Agramante las pequeñas industrias, me ha favorecido mucho.

María. ¡Vaya, vaya!

Don Pedro. (Risueño.) ¿Con que vamos bien, vamos bien? ¿El tráfico marcha?

León. Sí, señor: marcha a fuerza de atención, de diligencia, de trabajo rudo…

Don Pedro. (Sumamente amable.) Tendrá usted su capitalito…

León. Empiezo a formarlo.

Don Pedro. Bien, joven, muy bien. Y sus ahorros los irá usted colocando para obtener nuevas ganancias… Bien, amigo mío. La vecindad de usted es para mí muy grata.

María. (Con interés.) ¿Y todo ese carbón lo trae usted de las minas, de los montes?

León. El mundo está lleno de tesoros, unos escondidos, otros bien a la vista… Para cogerlos, hace falta mucha paciencia, mucha, porque…

Escena XVII

Don Pedro, María, León, Filomena, Cesáreo.

Filomena. (Que viene disputando con su hijo.) No, no: en la Providencia, sólo en la Providencia debemos poner nuestra esperanza.

Cesáreo. Conforme, mamá. Pero de algún mediador se ha de valer la Providencia. (Van acercándose al centro. Repara en León.)

María. (Presentándole.) Nuestro vecino, el comerciante en carbones…

León. (Despidiéndose.) Con la venia de los señores…

Cesáreo. (Que al verle se ha fijado en él creyendo descubrir, bajo el tizne, un rostro conocido.) Aguarde un momento, buen amigo. (León se detiene, rígido, parado en firme. Cesáreo le contempla fijamente. León, impávido, afronta su mirada.)

María. ¿Qué… le conoces?

Don Pedro. Es un trabajador bien acomodado; un excelente vecino.

Cesáreo. Paréceme… (Sospechando.) Juraría… (Abandonando su sospecha.) No, no… Perdone usted… Creí… No es, no.

León. (Aparte al retirarse.) Dice que no soy. Tiene razón: no soy. (Hace reverencia y sale.)

Escena XVIII

María, Don Pedro, Cesáreo, Filomena; después Cirila.

Filomena. ¿Pero qué…? ¿Has visto en él…?

María. (Vivamente.) ¿Alguna persona conocida?

Cesáreo. Creí ver, al través de lo negro… ¿Os acordáis de aquel Antonio Sanfelices, sobrino del Marqués de Tarfe?…

Filomena. ¡Jesús! El mayor calavera de Madrid.

Don Pedro. ¿No fue procesado?

María. Sí, sí: Sanfelices. Pero éste no es aquél, Cesáreo: es otro.

Cirila. (Por el fondo.) Recado de esa señora doña Teodolinda… Que esperan al señor don Cesáreo para comer.

María. (Desconsolada.) ¿Y no come con nosotros? ¿Nuestra compañía no vale más que el menú de esa feróstica?

Cesáreo. Ha llegado el momento de sacrificar hasta los más dulces afectos…

Don Pedro. (Separándole de su hermana.) Vete pronto, hijo; no te hagas esperar.

Cesáreo. Voy, sí. (A Filomena y María.) Y no partiré sin volver acá. Seguro, seguro. (Dirígese al fondo. Filomena y María van con él, prodigándole cariños. Permanecen en la puerta despidiéndole.)

Don Pedro. (Junto a la mesa, a la izquierda.) Cirila.

Cirila. Señor.

Don Pedro. No te descuides en traer un buen trozo de carne para rosbif…

Cirila. (Con expresión lastimera, indicando la escasez de recursos.) Señor, considere…

Don Pedro. Considero, considero… que no puedo pasarme sin una alimentación muy sólida.

Cirila. Yo cuidaré, señor; pero tenga en cuenta…

Don Pedro. (Propendiendo a la irascibilidad.) No ha de faltar crédito… Y suceda lo que quiera, ¿he de consentir que la anemia me devore?

Cirila. (Aparte.) Dios nos tenga de su mano. (Dirígese a Filomena: ésta y María vuelven de despedir a Cesáreo.)

María. (Llorosa.) Es una ingratitud…

Filomena. Hija, si así conviene… (A Cirila.) Comeremos. (Van hacia la derecha.)

Cirila. Señora, ¿no sabe…? (Le cuenta que don Pedro pide rosbif, etc. Vanse por la derecha.)

Escena XIX

María, Don Pedro; después Filomena.

Don Pedro. María, irás esta noche a la fiesta de Teodolinda.

María. (Resignada.) ¡Si vieras, papá, qué sacrificio es para mí…!

Don Pedro. No me repliques. (Vivamente.) ¡Ah! lo principal se me olvidaba. No mandes por ahora esas cartas.

María. ¡Oh, cuánto me alegro! (Las saca del bolsillo.)

Don Pedro. Es que… he pensado… Se mandará sólo una. (Toma las cartas y escoge una entre ellas.) Ésta: la reproduces, variando el nombre…

María. (Suspensa.) ¿Y qué nombre se pone?

Don Pedro. El de nuestro amable y simpático vecino…

María. (Con gran asombro.) ¡El de la cara negra!

Don Pedro. Verás cómo ése no me desaira.

María. (Con ansiedad.) ¿Pero qué piensas?… ¿Cuál es tu plan? ¿Cómo te atreves a solicitar…? ¡Y si luego…! ¡Explícame, papá, por Dios…!

Don Pedro. (Con gran confusión en su mente.) ¡No puedo explicártelo!… Siento en mi cabeza un desvanecimiento, una debilidad… Principio de anemia, por causa de la alimentación insuficiente.

María. ¡Oh!

Don Pedro. ¿Mandarás la carta? (María permanecemuda, en profunda meditación. Pausa.) Contéstame.

María. (Con resolución animosa, alzando la cabeza.) Sí.

Filomena. (En la puerta de la derecha.) ¿Pero no venís a comer?

Don Pedro. Sí… ¡tengo un apetito…! (Dirígese a la puerta. María permanece inmóvil, meditabunda.)

Filomena. (A María.) ¿Y tú, Mariucha?… ¿qué haces, qué piensas?

María. Nada. (Impetuosa, después que les ve alejarse.) ¡La muerte, Señor, dame la muerte, o enséñame cómo hemos de vivir!

ACTO SEGUNDO

Crujía baja del patio claustrado en el palacio de Alto-Rey. Todos los huecos de la galería están cubiertos de cristalería antigua emplomada, a excepción del más próximo a la derecha, que es entrada de una glorieta cerrada, en su parte interior, por enrejado cubierto de enredaderas. Dicha glorieta se supone hecha para ocultar aquel lado del claustro que está en ruinas. Al extremo derecho de la galería está el arranque de la escalera que conduce a las habitaciones altas de los Marqueses; al izquierdo puerta practicable por la cual se sale al centro del patio y a la calle.

En la casa de la izquierda, puerta y reja del almacén de carbón.

Bancos de piedra arrimados a los cristales. Es primera hora de la noche. Claridad viva de luna llena ilumina la glorieta y arranque de la escalera, y la parte derecha del escenario.

Escena Primera

León, Cirila, que salen por la izquierda. León con la cara lavada.

León. ¿Está usted segura de lo que dice? Repítamelo.

Cirila. ¿Otra vez?

León. Es tan extraordinario, tan fuera de lo común, el mensaje traído por usted, que… Oído ya tres veces, no me determino a creerlo.

Cirila. Pues a la cuarta va la vencida. Mi señorita, la señorita María, hija de los señores Marqueses de Alto-Rey… ¿Duda usted de que exista mi señorita?

León. No puedo dudar de lo que he visto. Lo que dudo es que…

Cirila. ¿No se llama usted León, don León o el señor León? ¿No tiene la cara negra?

León. Ya me he lavado… Míreme bien.

Cirila. Bueno: es usted el sujeto con quien hablar desea.

León. ¿Aquí?

Cirila. La señorita irá esta noche a esa gran fiesta en casa de…

León. Ya…

Cirila. Mis amos, para que la señora Alcaldesa no se moleste en venir a buscarla, han determinado que yo la lleve a casa de la señora Alcaldesa… ahí enfrente… La señorita baja conmigo… la espera usted… Por aquí, según veo, no pasa a estas horas un alma…

León. Nadie. El Juzgado municipal está cerrado de noche.

Cirila. Hablan la señorita y usted… delante de mí…

León. Hablamos… hablará ella, y me dirá… Perdone usted: esta confusión y estas dudas mías provienen de la obscuridad y del acento turbado con que usted se expresa. Usted entró en mi casa diciendo que traía una carta para mí… Después…

Cirila. (Interrumpiéndole.) Porque la señorita me dio la carta para el señor León, y apenas la puso en mis manos, me la arrebató diciéndome: «No, no: nada de carta. Aunque es muy penosa esta declaración hablada, prefiero…» (Sintiendo rumor en la escalera.) ¡Ah! ya viene. (María desciende cautelosa, aplicando el oído, mirando a todos lados. Detiénese a cada peldaño, con temory ansiedad. Viene vestida para la fiesta nocturna, con traje de extraordinaria elegancia y riqueza. Sombrero; abrigo de verano. La luna llena ilumina la hermosa figura.)

Escena II

León, Cirila, María.

María. Aquí está… Me espera. (Parada en el primer peldaño, temerosa.) ¡Oh! no me atrevo… le diré que se vaya, que me equivoqué… Es necedad, locura…

Cirila. (Se acerca a ella, secreteando.) Te aguarda… ¿Qué… temes?

María. (Rehaciéndose.) ¡Ay, sí!… Pero más que mi miedo podrá el tesón del alma mía. Lo que resolví después de mucho meditar, debe hacerse, se hará… Inspíreme Dios y fortalézcame. Cirila, tú te sientas aquí para avisarme si alguien de casa…

Cirila. Sí, sí: yo estaré al cuidado… (Se sienta en el primer peldaño.)

María. (Aparte, avanzando.) Es bueno, es generoso… Nos atenderá… Con esta esperanza me aventuro…

León. (Respetuoso.) Señorita… estoy a sus órdenes.

María. Gracias… Si me he permitido molestarle… (Aparte.) No sé cómo empezar. Estudié un principio muy oportuno… y ya se me ha ido de la memoria…

León. Para mí es grande honor…

María. (Aparte recordando.) ¡Ah! ya… (Alto.) Pues mi padre… (Aparte.) No era esto… (Alto.) Mi hermano…

León. Su hermano de usted hizo esta mañana un reconocimiento minucioso de mi fisonomía. Le estorbaba un poco la máscara de carbón que llevaba yo entonces…

María. Signo, emblema de un trabajo honrado. (Aparte.) Me parece que voy bien. Debo ganarme su voluntad. (Alto.) Mi hermano creyó ver en su cara de usted cierto parecido con un muchacho de Madrid… un mala cabeza, que dio mil escándalos y cometió… no sé qué diabluras… Realmente no existe semejanza.

León. ¿Que no existe semejanza? ¿Y usted lo afirma?

María. (Principiando a sospechar, mirándole atenta.) Sí… yo… conocí al tal. Verdad que no recuerdo bien su fisonomía. Por eso dije luego: «No es aquél, Cesáreo; es otro.»

León. Su hermano de usted, creyendo ver en esta cara facciones conocidas, estaba en lo cierto. Soy Antonio Sanfelices.

María. (Retrocediendo asustada.) ¡Oh, Dios mío! Usted… Perdóneme si he dicho… (Aparte.) ¡Ay! ahora la he hecho buena.

León. No tengo por qué perdonarla. Sosiéguese usted.

María. No haga usted caso… Juzgando por lo que oí, dije…

León. ¡Si ha estado usted excesivamente benigna en la calificación de mis actos! Diabluras ha dicho. Fue algo más… Si quiere usted atenuar mis faltas, diga: complicidad irreflexiva en delitos graves.

María. (Asustada.)¡Ay, Dios mío! Yo no digo nada, ni sé nada de eso… Y no tema que yo le delate, ni que descubra su verdadero nombre.

León. En realidad, no tengo ya por qué ocultarlo. León es mi segundo nombre de pila. Lo adopté como primero en los días más horrendos de mi vida, cuando, abandonado por unos, de otros perseguido, me vi solo, encadenado a mi conciencia, frente al mundo inmenso, que me pareció el conjunto de todas las iras contra mí. Hoy conservo este nombre porque en él veo la forma bautismal de mi regeneración. Usted, con divina perspicacia, acertaba cuando dijo: «No es aquél, Cesáreo; es otro.»

María. (Reflexiva.) Es usted otro.

León. El hombre lleva en sí todos los elementos del bien y del mal. Excelentes personas han caído en la perdición; santos hay que fueron perversos.

María. Si es usted de estos últimos, déjeme que le admire.

León. Merezco quizás el respeto de usted; admiración, no.

María. La desgracia, tal vez la miseria, le han obligado a luchar; la lucha le ha redimido: ¿no es eso?

León. Criado fui en la holganza… Puedo decir que no tuve padres, porque murieron dejándome muy niño. Hombre ya, heredé una fortuna, que vino a mis manos cuando la compañía de amigos, peores que yo, me había educado ya en los vicios de la disipación y el juego, en el menosprecio de toda rectitud… Corrí desvanecido por el mundo, ciego y desmandado. Este vértigo, este correr loco, forzosamente habían de precipitarme al abismo. Mis amigos iban delante, más ciegos que yo. Si el dinero nos faltaba, ¡qué arbitrios, qué combinaciones depravadas para procurárnoslo! Por fin, la escasez nos arrastró a la desesperación, la desesperación a la ignominia, ésta al escándalo, y el escándalo nos estrelló contra la justicia, y nuestros nombres fueron oprobio de familias respetables.

María. (Con estupor candoroso.) ¡Jesús! ¿Y por qué, dígame, por qué fue usted tan malo?

León. Óigame, señorita, y vea toda mi maldad. Un compañero mío de aquellas locuras discurrió… poner en un documento de crédito una firma que no era la suya. (Movimiento de reprobación en María; protesta viva de León con mirada y gesto.) Yo no lo hice… me repugnaba. Mi complicidad consistió en que pude evitar el fraude, y no lo evité… por el provecho momentáneo que de él tuve. Mi aturdimiento fue causa de que el menos culpable, yo, apareciese más recargado de responsabilidad y…

María. (Vivamente.) De todo eso tengo yo una idea vaga… En Madrid, por unos días, no se habló de otra cosa. Su tío de usted, el Marqués de Tarfe…

León. Mi tío, que hasta entonces no se había cuidado de mí, se mostró grande, generoso y justiciero ante la deshonra que yo arrojé sobre la familia. Con su dinero fue cancelado el infamante documento; por gestión suya fue sobreseída la causa que se nos formó; y tratándome con severidad cruel, no tan cruel como yo merecía, me dio lo preciso para irme a Cádiz, donde un amigo suyo tenía el encargo de embarcarme para América.

María. Eso entendí… que se había ido usted a Montevideo, al Brasil, no sé… Siga.

León. Pero estoy importunando a usted con mi triste historia, impidiéndole…

María. (Vivamente.) No: si eso me interesa más que nada. Cuente… Se embarcó usted…

León. A embarcarme iba; pero en el camino caí enfermo, y en mi enfermedad y en mantenerme gasté el dinero que llevaba. Solo, vagabundo, sin más amparo que el Cielo arriba, mucha tierra por delante, entré en relaciones con mi conciencia, y empecé a creer que un hombre nuevo alentaba en mí.

María. (Con intensa curiosidad.) ¿Pero cómo vivía, cómo pudo arreglarse? Cuénteme esa parte de su historia…

León. ¿Le agrada a usted?

María. Es muy bonita… digo, es la más interesante…

León. Y la más terrible. No podrá usted, con todos los atrevimientos de su imaginación, reconstruir las torturas mías, la fatiga inmensa, el angustioso via crucis tras la caridad pública, la miseria, los ultrajes… Pero todo esto era necesario para que naciese el hombre nuevo, y allí nació, en aquel vivir doloroso…

María. Refiérame todo, sin omitir nada. (Se sientaen el banco de piedra, y escucha poniendo toda su alma en el relato.)

León. Pues mire usted, ni aun en los trances de mayor desesperación me decidí a quitarme la vida.

María. ¿No pensó usted en suicidarse?

León. Sí pensé alguna vez; pero en el momento de consumarlo, me detenía… Me daba lástima de matar al hombre nuevo… Me parecía que mataba a un niño.

María. (Identificándose con la idea.) Sí, sí: lo comprendo, lo siento yo… Siga.

León. Sin norte ni rumbo, yo atravesaba sierras, valles, estepas… Caridad encontré en algunos lugares; en otros desprecio, palos, burlas…

María. (Compadecida.) ¡Ay, qué hambres pasaría, pobrecito!

León. He recogido sobras de las cocinas más miserables; los pastores me han dado a rebañar sus sartenes.

María. Y andando, andando siempre, con su cruz a cuestas.

León. Con mi cruz… y con mi conciencia, que ya no me ponía cara muy adusta.

María. Ya le sonreía, le alentaba… Y usted siempre adelante.

León. Hasta que llegué a las minas de Somonte. Allí pedí trabajo. Me lo prometieron… Entre tanto, ayudaba a los carreteros a cargar carbón.

María. Y así vivía…

León. Allí tuve el primer dinero ganado por mí; ¡pero con qué trabajos!… Un día se murió de viejo un pobre borrico que trabajaba con un carro pequeño. Yo lo sustituí.

María. ¡Jesús!

León. Y tirando de mi cargamento, aquí lo traje. Fue la primera vez que entré en Agramante… Volví a la mina. Un secreto instinto, algo como una naciente vocación del hombre nuevo, movía mi voluntad, movía mis manos a una ocupación que era mi mayor gusto… Cuando los carros se ponían en camino, yo recogía los pedacitos de carbón que caían al suelo. Recogiendo y acopiando toda aquella miseria esparcida, llenaba yo una cesta de carbón, que vendía luego en los pueblos próximos…

María. (Maravillada.) ¡Oh, qué paciencia, Dios mío!

León. En mi afán de llenar la cesta, yo no me contentaba con recoger los pedacitos: quería recoger hasta los átomos…

María. (Identificándose con la idea.) ¡Los átomos! Es lo que yo digo: cuando pasa un átomo, cogerlo…

León. En esto, yo había escrito a mi tío explicándole mi deplorable situación: yo estaba descalzo, harapiento. Por toda respuesta, me mandó a esta villa tres cajas en pequeña velocidad, porte pagado. En ellas venía toda mi ropa.

María. ¡Oh, qué bien! Por lo menos, se remedió usted de su mayor falta. ¿Y qué hizo entonces? ¿Se puso usted su ropita y…?

León. No, señorita. ¿De qué me servía todo aquel matalotaje tan impropio de mi estado mísero? Salvo algunas prendas y el calzado más cómodo, vendí toda mi ropa.

María. ¡Oh, qué feliz idea!… La ropa elegante…

León. La vendí por lo que quisieron darme. ¿Y qué hice? Me fui a la mina y compré cuatro toneladas de carbón.

María. (Animándose, se levanta.) ¡Bravísimo, señor hombre nuevo!

León. Pagué mi carbón a toca-teja: lo traje acá, parte en carro, parte en un borrico, y algo también a hombros, en una cesta…

María. Y lo vendió y ganó dinero.

León. Antes de veinte días pude comprar un carro.

María. (Gozosa.) Ya veo, ya veo… Se le revelaba a usted un mundo.

León. Me sentía poseedor de cualidades nuevas, de ideas nuevas, de nuevas aptitudes… Buscaba en mí, por curiosidad, al hombre antiguo, y no lo encontraba. Aquí de la expresión de usted, que me llega al alma: «No es aquél, Cesáreo; es otro.»

María. Su historia, señor mío, me conmueve, me anonada. La veo no menos maravillosa que las vidas de santos y que las empresas de los conquistadores más atrevidos. Lo demás…

León. Lo demás apenas necesita explicaciones: honradez intachable; trabajo continuo noche y día; diligencia, prontitud, buena fe; cumplimiento exacto, infalible, de todo compromiso comercial… conciencia tranquila, robustez, salud…

María. (Suspira hondamente.) ¡Cuántos bienes después de tanta adversidad!

León. Y ahora, señorita, desenmascarado absolutamente el vecino negro, dígame usted en qué puedo servirla.

María. (Aparte.) Después de oírle, siento más vergüenza que antes. (Alto.) No soy digna de acercarme a usted con la pretensión de… No, no puedo decirlo… Usted ha turbado mis ideas… Yo le creía un hombre inferior… y ahora es usted tan grande que casi no me atrevo a mirarle. (Inquieta, recorre la escena.) ¡Oh! no, imposible. Debo retirarme. (Llamando en voz baja.) Cirila. (Acude ésta a su lado.) ¡No me atrevo; siento una vergüenza…!

Cirila. En casa no duermen. Tu papá se pasea de sala en sala. Debemos irnos.

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