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90 millas hasta el paraíso
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90 millas hasta el paraíso

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90 millas hasta el paraíso

… Cuando el caudillo de la primera guerra por la independencia de Cuba, Carlos Manuel de Céspedes, fue puesto por los españoles ante la opción de salvar a su hijo natal o traicionar a la patria, el héroe prefirió sacrificar la vida del hijo a rescatarla mediante el precio de la traición.

Don Ramón Rafael se orientaba bien en la historia, pero no creía poder ser capaz de un acto de heroísmo. Por dentro se arrepentía por la bajeza de espíritu y con todo corazón sentía que estaba cometiendo un error, pero, acostumbrado a seguir la corriente, como si fuera un zombi, entraba en un río turbio lleno de ilusiones ajenas, sin saber a dónde lo llevaría la corriente tempestuosa.

– ¡Dame el extremo! ¡Tíramelo! – Vociferaba Lázaro a un torpe jovencito, el cual intentaba sacar la soga del bolardo – ¿Por qué eres tan lento?… ¡Apaga el motor, la soga se puso tensa! No lo podrá hacer este debilucho…

– ¿Puede ser que demos marcha atrás? – preguntó de manera insegura el duro de oído Bernardo, que se asumió voluntariamente el modesto papel de contramaestre, pero, poniéndose al timón, inmediatamente creyó ser Magallanes.

– ¡Apaga el motor y apártate del timón, idiota! – ordenó Lázaro, mientras acompañaba sus exigencias con gestos expresivos…

– ¿Estás seguro de que luego lo pondremos en marcha? – Lo dudó el contramaestre rechazado, aunque se sometió al cacique, paró el motor con pocas ganas, bajó del puente de mando y con aire sombrío se dirigió al escotillón que llevaba a la bodega. Mejor sería ir a comprobar el remiendo hecho con soldadura en caliente, ejecutado de prisa en la sala de máquinas, que oír todo tipo ofensas. Realmente, en esta embarcación oxidada de los días de Batista, que era tan caduca, como el submarino alemán, hundido en estas aguas a mediados de la Segunda Guerra Mundial, había más de un remiendo bajo la línea de flotación. Pero Lázaro y su “contramaestre” solamente sabían la existencia de un agujero remendado.

– ¡Tira la soga para sí, pachucho! – Vociferaba a todo grito Lázaro, – Ahí está, holgazán. ¡Tírala a bordo! Por fin. ¡Desamarramos! – Hacía todo lo posible para que lo vieran en acción – decía palabrotas, se agitaba, se acaloraba…

A duras penas al motor se le aclaró la voz a fondo. Este comenzó a traquetear con aire enfermizo y apenas podía arrastrar a los fugitivos hacia el horizonte tras el cual se extendía la deseada Florida – puesto avanzado del sueño americano.

– ¡Yo quiero ver a papá! – mirando el agua tempestuosa tras la popa, Eliancito les hizo recordar que estaba a bordo.

– ¡Cálmalo, o si no yo lo tranquilizo! – Enseñó los dientes como un lobo a Elizabeth, le advirtió groseramente Lázaro – llévalo al camarote.

– Ahí tampoco hay sitio – le contestó Eliz mostrando la cara de pocos amigos y apretó al niño contra el pecho.

“Este Lázaro tiene un machete afilado, como una cuchilla. De estar mi papá aquí, sabría cómo arreglárselas…” – pensó Elián, y este pensamiento grato, junto con la manta de lana, con la cual mamá tapó al niño, empezó poco a poco a adormecer al joven pasajero del yate maldito. El aspecto poco atrayente de esta barcaza del sueño de manera adecuada correspondía a lo que le estaba predestinado por la suerte, ser el último refugio para los doce ciudadanos de Cuba, que se iban en búsquedas de una vida mejor.

La mayoría de ellos, a semejanza de Lázaro, no apreciaba su ciudadanía. Algunos, como don Ramón, quedaron sometidos a la voluntad ajena y seguían yendo por el trayecto trazado. Otros, como Elizabeth, actuaban instintiva y espontáneamente, obedeciendo a la primera emoción y prestando oído solo a una amargura fugaz y una ofensa insoportable a primera vista. Esto es una bien marcada característica de las mujeres latinoamericanas. Pero había entre esos desdichados, afectados por el virus de la desesperación y otros que intentaban hallar el suero de la salvación, no en el lugar donde lo producían, un hombrecillo que vagamente se imaginaba a donde lo llevaba una fea y destartalada embarcación del miedo, a la cual no se sabe por qué la tomaron por un deslumbrante buque níveo de la Esperanza…

* * *


Las incansables olas se batían contra los bordes, haciendo aflojar el yate, como un río feroz lanza de un lado al otro la canoa de los descuidados “extrémales” – fanes del balsismo. El mareo, novia eterna de la tormenta, cubrió a todos con un velo inmovilizador.

La gente, no acostumbrada al balanceo, vomitaba ahí mismo, en el camarote, sin atenerse a las reglas de urbanidad, y, ahora ya en voz alta, maldecía a Lázaro. En efecto, él convenció a todos que, habiendo calma en el mar y siendo el tiempo despejado, las lanchas fronterizas estarían yendo y viniendo por todos lados, lo que significaba que no se podía evitar la desgracia. Mientras que, en un día nublado, acompañado de una tormenta leve, no podrían ser abordados. En condiciones de mala visibilidad podrían pasar inadvertidos… Sería mejor que los advirtieran.

Uno de los remiendos en el fondo, junto a la quilla, estaba despegándose, y por ahí dejaba pasar el agua…

El ingenioso plan del intrigante se volvió contra él mismo. Transcurridas seis horas, después de iniciarse la travesía a ciegas, el motor exprimió de sí todos los jugos y se puso a escupir con gasóleo de mala calidad. En definitiva, bramando dentro de sus límites de potencia, empezó a rugir como una fiera herida de muerte, y en un instante se paró, o se deterioró o simplemente murió, y al final despidió hollín.

Lázaro no habría podido comprender la causa de la rotura, y no lo intentaba siquiera. La barcaza venía inclinándose estrepitosamente al borde izquierdo, y al mismo tiempo se hundía en el mar por el lado de la toldilla. Parecía ser, que el agujero se formó atrás en el lugar de aquel remiendo de acero. La presión del agua lo hizo saltar, como si fuera un corcho de champaña.

Ahora nadie pensaba acerca de los hábitos náuticos del piloto-impostor. El pánico no deja lugar a las reflexiones cuando todos concibieron que el buque estuviera hundiéndose, el miedo ya había expulsado los últimos focos del raciocinio. Los ancianos fueron las primeras víctimas. No pudieron salir siquiera a la cubierta superior. El camarote quedó inundado en unos segundos. Entre ellos quedaron sepultados los padres de Lázaro, doña María Elena y don Ramón, y cinco desgraciados más.

Una enorme ola cubrió la cubierta sin que dejara la mínima posibilidad de encontrar allí un refugio. Ahora la gente estaba cara a cara contra el mar. La barcaza, mejor dicho, los restos que quedaron de esta, se despedía expidiendo los últimos gorgoteos y pompas efervescentes…

Hallándose fuera del yate, Elizabeth vio a unos pobretes que se ahogaban, los cuales uno tras otro iban hundiéndose. No gritaba como los mayores, no pedía ayuda. Allí, a unas veinte yardas de ella, estaba el pequeño Eliancito. Él combatía contra las olas, sintiendo que ya se le agotaban las últimas fuerzas, y bataneaba con sus pequeñas palmas el océano cruel. Tenía miedo. No podía ver sus salpicaduras, se lo impedían hacer las olas pesadas, de las cuales se hacía más y más difícil escurrirse.

Su padre todavía no aparecía… ¿Dónde está? Ahora aparecerá el salvavidas, y luego llegará a nado su taita. Obligatoriamente llegará hasta aquí, habrá que resistir un poquito. Es que su papá le enseño a nadar…

Juan Miguel en este momento realmente venía corriendo para socorrerle. Se aproximaba a la orilla inconsciente, la arena porosa le obligaba a desacelerar la velocidad, pero ya el agua le llegaba a la rodilla. Apartando con las manos las olas endiabladas, iba avanzando más y más. Estas le pegaban bofetadas, haciéndole borrar al mismo tiempo las lágrimas de su desesperación. Él gritó por su incapacidad y presintiendo algo muy horrible…

La nota, esa extraña nota de Elizabeth con una palabra alarmante “Perdóname”. Una súplica humana, expresada mediante un verbo en forma imperativa. “Perdóname” siempre lleva prácticamente un significado global, y casi nunca se refiere un deseo de ser indulgente por alguna culpa concreta. Por eso, probablemente, es más fácil implorar perdón por todo lo hecho. “¿Por qué perdonarle?… – Juan Miguel estaba atormentado por las dudas, – ¿Dónde está Eliancito? ¿Para qué Eliz se llevó todo el dinero? ¿Qué ocurrió?

Algo desconocido lo empujó afuera, a la calle, a la avenida, al océano… Iba guiado al encuentro por la inminencia.

Las olas le pegaban en el pecho, mientras que él solamente intentaba resistir y no cometer una locura. Quería moverse a nado y no pudo explicarse a sí mismo hacia adónde y para qué… Se sentía como una partícula de arena, impotente e inútil. Pero en este mundo había una persona, un hombrecito mucho más vulnerable, este era su Eliancito. Ya por eso no debía ser debilucho. Es que él es el padre…

– ¡Elián!… – gritaba Juan Miguel a la lejanía infinita, pero su voz iba perdiéndose en un ruido roncador de las hileras amenazadoras. Las falanges alineadas de las olas venían avanzando, y la presión iba creciendo. Ellas lo hacían revolotear con escarnio, intentando tragarlo con los molederos remolinos de espuma, pero el hombre permanecía parado, seguía llamando a su hijo:

– ¡Elián!…

Su niño permanecía callado. Sabía que su papá lo estaba mirando, que él de un instante a otro le tendería la mano y lo salvaría. Como en aquella ocasión… Su papá no dejará que él se ahogue…

Ya no había ninguna barcaza. Elizabeth pudo visualizar una figura más, estaba al lado, a unas diez yardas, agarrada a un neumático inflado. Lázaro se valía de él para desplazarse por el agua y era el único accesorio de salvamento que había en la embarcación ya hundida. Con la mano libre remaba en dirección opuesta al lugar donde Eliancito, con sus últimas fuerzas, pretendía mantenerse a flote.

– ¡Vuelve! ¡Atrás! – rogó Eliz, Lázaro se encontraba más cerca a su hijo. Pero su llamamiento condenado quedó sin respuesta. Él continuaba alejándose, sin poder imaginar que la desolación dio a Eliz un increíble coágulo de energía, la obligó a tomar una decisión drástica.

Ya no nadaba, sino que se empujaba del agua con las manos y los pies, avanzando precipitadamente. Parecía que las olas la estaban apretando. La distancia hasta su ex amante iba disminuyendo. En total eran cinco yardas, tres, dos, una y he ahí su pie… Ella ya lo agarró del tobillo y con fuerza dio un tirón hacia sí. Ella misma, habiendo alcanzado el neumático, como si fuera una martillista, lo hizo girar hacia el lugar donde supuestamente se encontraba Eliancito. Aplicando todas las fuerzas disponibles, hizo sacar del pecho la última posibilidad de salvar al más querido, que tenía ella, a su primogénito, al hijito suyo.

¿Dónde está? ¿Acaso es tarde? ¿Puede ser que todo ha acabado? La vida de ella no vale nada, solamente hacerlo a tiempo, solamente llegar al lugar donde está el pequeñuelo…

Algo la tiraba hacia atrás. Era la mano musculosa de Lázaro. Emergió del torbellino oceánico que le estuvo dando vueltas. Eliz se dio vuelta a él… y sintió un fuerte golpe. Un potente puñetazo en el entrecejo. No sentía dolor. La sangre brotó como un chorro y la ola se la lavó con un manotazo salado.

Por primera vez le pegó. Era más fuerte. Pero ella era más audaz. Este intentaba salvar su vida, y ella la de su niño. Esta era su principal superioridad. Perdió el sentido por un instante y al volver en sí reanudó la persecución.

Las olas parecían burlarse de Lázaro, organizando danzas delante de su nariz, e impidiéndole determinar el lugar donde se hallaba el neumático. ¿Y qué misterio es esto? ¡Otra vez la bruja! Había que asestarle un golpazo en la frente y así acabar para siempre con ella. La mujer lo agarró con las dos manos, ¿y qué está haciendo? ¿En qué está pensando? La pegaba en la cabeza, le pinchaba los ojos con los dedos, le arrancaba el pelo… Todo era inútil.

– ¡Suéltame! – vociferaba frenéticamente en un estado de pánico el desgraciado piloto anheloso. Ya tenía presa de muerte la nuez de la garganta y lo arrastraba al fondo, tras sí, ya que había decidido firmemente alcanzar las profundidades del océano en compañía de un varón. ¿Habría que enterarse si estaba allí el niño y si logró alcanzar el neumático?… Ella moría, liquidando la amenaza a Elián.


El cuerpo de Lázaro, al haberse desprendido de las manos de Eliz, encontró un refugio al lado de un enorme cornudo coral cerebro, rodeado de plumas de gorgonias. Esta caída inesperada de algo ajeno alarmó a una colonia de esas esponjas de dos metros. Se pegaron al cadáver como si fueran sanguijuelas, habiendo expulsado una cantidad inimaginable de tintura de color lila. Unos tiburones pronto advirtieron el cuerpo rojo, aunque no lo tocaron, creyendo que sería venenoso. Tampoco lo hicieron con Eliz, la que estaba durmiendo el sueño eterno. Se acomodó en una cavidad poco accesible para sus mandíbulas macizas entre los corales negros, en un campamento retirado de peces balistes y angelotes, nómadas del Atlántico.

Unos peces raros susurraban un no sé qué a la bella durmiente, imaginándose ser guardias, que desterraban el ajetreo y las dudas. Le aplicaban un maquillaje de tranquilidad en su semblante, intentando quitar de su cara el velo inmóvil de un temor incompresible. “No te molestes, princesa… un adepto habría podido leer los desahogos mudos, valiéndose de los labios – Esta es una de las más hermosas inhumaciones terrenales. Aquí reina la calma y la pacificación…”

Si no fuera el severo Epinephelus el que siempre sacude las aletas y menea la cola, como si supiera algo de importancia que solamente lo dará a conocer cuando los otros le abran el paso. Pues, por favor. Expón tu noticia, fanfarroncito. ¿Qué viste allí, estando arriba, en la superficie de las aguas maliciosas? Un niño desesperado que se ahogaba. Se valía de las últimas fuerzas para alcanzar un neumático de goma, se encaramó en este y pudo mantenerse hasta que se estableció la bonanza. Ahora está durmiendo en medio del centellante espejo del mar. El sol le hace cosquillas en la nariz…

¿Y nada más? ¿Esa es toda la novedad?… ¡Se hinchó como si supiera unos detalles súper importantes! “No quieren oírme hablar, como quieran” – Epinephelus salió a escape, advirtiendo una maravilla azul cielo, era un Acanthurus que se filtró por detrás del coral, dando a entender que el pececito sería un oyente mucho más agradecido. No obstante, apenas hubo desaparecido el Epinephelus, los sarcásticos balistes y los irónicos angelotes percibieron con sus escamas que la alarma en su oculta cavidad ya desapareció sin dejar rostro, y de la faz de la princesa se esfumó la mímica de un temor incomprensible y apareció una sonrisa misteriosa…


La mañana del 23 de noviembre de 1999

Alta mar, a 10 millas del puerto de Key West

Extremo meridional de Florida


– ¡Hombre al agua! – vocifero un pescador barbudo, haciendo bajar un bote de salvamento al agua.

Unas fuertes manos cargaron cuidadosamente al niño al bote y lo hicieron subir a bordo del buque pesquero que iba a la deriva, donde Elián inmediatamente volvió en sí.

– ¿Chiquillo, como es que has llegado aquí? – sin esperar la respuesta del chico sin fuerzas, completamente agotado. “Solamente Dios sabe lo que habrá sufrido”, barboteaba uno de sus salvadores.

– Me siento mareado – pronunció con una voz vibrante el pequeño tendido en la cubierta de madera.

– ¿Qué acaba de decir? – exigió la traducción el capitán irlandés.

– Se queja de que está mareado – sin volverse respondió un barbudo cubano, en un instante se convenció de que el chavalito era compatriota suyo.

En la tripulación había muchos cubanos. Se mudaron a Miami en la época de Camarioca, en el año ‘62 tras la crisis del Caribe, cuando Castro por primera vez declaró que la construcción del comunismo era un asunto voluntario y que a nadie le sujetaría de la mano. Del puerto cubano de Camarioca empezaron a circular centenares de lanchas y yates, transportando a miles de descontentos, a tales como este barbudo. Él era representante de una profesión libre y esperaba que la joyería lo sustentara en los EE.UU. Pero no fue así. Un ducho experto judío en orfebrería y diamantes, examinando con su mirada experta los hábitos y la manera del “Fabergé cubano”, como se imaginaba ser el inmigrante, con indulgencia no le ofrecían siquiera trabajo de aprendiz, temiendo que el refugiado del hambre pudiera hasta meterse al robo, sino un aprendizaje de pago. El instructor, disgustado al examinar su pieza, profirió en la primera clase: “Esto es algo de mal gusto y primitivo. Algo así nadie lo comprará.” Entonces, el joyero fallido golpeó la puerta y se hizo pescador.

Ardía por encontrarse allí, donde le admirarían, donde sería una persona respetable, pero como se suele decir, muy pronto en la vida es demasiado tarde… En la patria él ahora pertenecía a la “escoria”11 , es decir le estaba prohibido el camino a casa. En el barco, aunque sea un poquito, pero estaban más cerca a las costas natales, en comparación con aquellos para los cuales todo el mundo estaba limitado a los barrios de la Pequeña Habana.

– ¿Cuál es tu nombre? – pregunto al niño un buen pescador.

– Elián – pronunció el chicuelo.

– ¿Cuál es tu apellido?

– González… Tengo hambre, – interrumpió el interrogatorio Eliancito.

– Todo va estar en orden con él – reportó el pescador – Quiere comer. ¡Traigan arroz con frijoles! Allí en la cocina en la caldereta. Todavía no está frío.

Trajeron un plato con cangrejo. Nunca pensó que los ordinarios “moros y cristianos”, una comida que él probó cientos de veces, puede ser tan rica. Luego le ofrecieron tostones, bananas en rodajas fritas en aceite. Este postre era el plato especial de su querida mamá.

Debe de estar cerca de aquí, la encontrarán otros pescadores, y pronto ellos todos juntos, él, mamá y papá se sentarán a la mesa a comer. Habrá en esta todos tipos de manjares, tales sabrosos como les que acaban de convidar los generosos pescadores.

A ellos, naturalmente, papá y mamá deberán invitarles obligatoriamente hasta que queden rehartados. Mamá especialmente para ellos preparará un pollo asado y camarones. De postre servirá mermelada de guayaba. ¡Sabrosura! ¡Para chuparse los dedos! El mozalbete contento se entornó los ojos en espera de inevitables exaltaciones culinarias de sus nuevos amigos.

– Habrá que dar un anuncio en “El Nuevo Heraldo”. Creo que sus familiares darán señales de vida y nos contestarán. Es que no vamos a ahijarlo – reflexionaba el sombrío capitán, contemplando con curiosidad al lobato orejudo, el cual iba tragando uno tras otro los pedacitos de bananas, sin masticarlos.

– Yes, sir – gesticuló el pescador – estoy seguro de que los parientes se darán a conocer. De otra manera nos arruinaremos sustentándole aquí, este glotón traga la comida, como un depósito de cereales. Si lo incluimos, a este troglodita, en las listas de abastecimiento, toda la tripulación morirá de hambre.

Todos en la cubierta se pusieron a reír a carcajadas. Acababan de salvar a una persona y este hombrecito estaba sano y salvo…

Se reía Elián. Aunque no comprendió el significado del dicho, pero con todo el corazón sentía una atmósfera amistosa y estaba contento de su salvación. Los ojos de los pescadores, su temperamento alegre irradiaba la sinceridad. Esto bastaba para complacer al pequeñuelo. Todo era claro como la luz del día. En las miradas de ellos se reflejaba un dulce sosiego y una calma contagiosa. Aunque, dicen, que incluso no todos los adultos saben leer mirando los ojos. Pero en el caso arriba mencionado, todo era muy simple. “Quien no comprende una mirada, tampoco comprenderá una larga explicación…”


2 de diciembre de 1999.

La Habana, Cuba. Palacio de la Revolución, Residencia del Presidente del Consejo de Estado de la República de Cuba Fidel Castro Ruz


Ellos conversaban con el Comandante varias horas seguidas, como dos viejos amigos, lo único que uno de los dos era instructor por derecho. Una persona sabia, es decir, buena. Juan Miguel estaba impaciente por preguntarle algo.

– Fidel – susurró con un sentimiento de pérdida irremediable, – ¿Puede ser probable que los yanquis no me entreguen al niño?

El líder de Cuba con tristeza pasó la mano por la barba y meneó la cabeza.

– ¡Si no, ordena a un grupo especial de operaciones que saquen a mi Eliancito, o dame un arma para que yo mismo lo haga! – dijo decididamente el padre del chico.

– No, la estrategia ya está elaborada. Intervendré en directo por la televisión nacional. Te ayudaré. Cuba te ayudará. Libraremos la lucha aplicando medios legítimos. Nos valdremos de la opinión pública internacional. Sería bueno si lo hiciéramos de una manera civilizada, es decir, como debería actuar un estado soberano, enfocar este problema quisquilloso y vencer con ayuda de Dios. Sería ideal si se solucionara el litigio utilizando métodos procesales. Teniendo en cuenta que lo suyo no se roba. Lo suyo se ha de devolver…

La madre de Elián falleció. Eres el único, el cual tiene el derecho de educar al chico. Pero piensa lo que estás exigiendo. ¿A qué consecuencias conllevarán los actos de las Fuerzas Especiales cubanas en el territorio de un estado hostil? Tal decisión sería errónea.

Comprendo tus sentimientos, pero te lo pido, compadécete no solamente de ti, sino también de tus compatriotas. No debes imitar en todo al temerario Fidel, el cual hasta hoy está dispuesto, siendo ya una persona anciana, a volver otra vez a las montañas de la Sierra Maestra, habiendo un motivo insignificante, abriéndose paso por intransitables manglares y defenderse de las “hordas” de mosquitos, pensando que todos los cubanos sin excepción alguna son tales arrojados, como su guía.

Las provocaciones no acabarán nunca. Pero no somos aquellos, los de antes. No somos gatitos ciegos y terminamos los estudios de diplomacia, la táctica en enfrentamientos mediáticos. El pueblo ya hace tiempo que está cansado de esa tensión permanente y ansia una vida pacífica. Sueña con la buena vecindad con todos. Y con los EE.UU. en primer lugar. Pero allí me han alistado a la legión de diablos junto con Sadam, Bin Laden, Kim Jong–il y Lukashenko. No quieren llevar las conversaciones conmigo. Es un circuito cerrado. Pero lo romperemos con la fuerza de la verdad. Por su pequeño ciudadano no intercede Fidel, sino Cuba. ¿No quieren hablan con Castro? Entonces deberán llevar las conversaciones con todo       el pueblo cubano, y tú, un simple joven de Cárdenas, serás su representante plenipotenciario…

Tras estas palabras, Fidel respiró hondo y agregó de manera confidencial:

– En mi vida he cometido muchos errores. Debido a mi propia inexperiencia, influencia del ámbito que nos rodea. Te parecía imposible llevarlo a cabo de otra manera. Luego me arrepentía. A veces ya era tarde. Uno de estos casos es la invasión de las tropas soviéticas en Checoslovaquia. No supe encontrar fuerzas para condenarla. Otro caso aún peor, a partir de la segunda etapa de nacionalización, cuando nosotros según el modelo estereotipado soviético comenzamos a expropiar los bienes de los guajiros. Entonces ofendimos a la gente. Luego largo tiempo pagábamos el pato. Pero el error más grande de mi vida yo creo que es una historia muy antigua, que no figuró en ninguna de las crónicas. En aquella época yo era demasiado joven, era muy iracundo y egoísta. Te lo relataré. Ha de ser un gran secreto… A mi hijo Fidelito se lo llevaron a los EE.UU. sin autorización mía. Eso lo hizo su madre natal, mi primera esposa Mirta Balart. Era una buena mujer y una esposa fiel. Su tío, cómplice de Batista, la obligó a cometer tal tontería. Entonces enviamos a Miami a unos muchachos atrevidos. Ellos trajeron a Cuba a mi chico. Hasta hoy día estoy lamentando ese episodio. No se debía privar a la criatura del amor maternal. Ofendí a la mujer, la cual me quería sinceramente, pero al mismo tiempo estaba muy apegada a los suyos y se hallaba entre tenazas de su procedencia noble.

Creía que costara lo que costase me pondría en razón. Y siguiendo los consejos de su familia hizo una estupidez. ¿Y yo qué? Le contesté con una estupidez a la suya, lo que reconozco solamente hoy día, transcurridos muchos años. Estoy castigado por eso.

Cuando Fidelito creció, se hizo insoportable. Todo el tiempo me reprimía porque no tuve en cuenta la opinión de su madre. Pero el peor castigo fue que mi pequeña Mirta nunca, jamás, hasta la misma muerte, no se permitió decir ni una sola mala palabra en cuanto a mí. Nada malo acerca de la persona que le privó del hijo para siempre. Ella no hizo ninguna declaración sobre el secuestro a las autoridades. Hasta se enteraba de los éxitos de su criatura mediante personas ajenas, temiendo que de algún modo podría causar daño con su atención a su hijo natal. Por eso la historia no fue de dominio público.

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