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90 millas hasta el paraíso
Otros no podían perder una ocasión sin que se ganaran algún dinero, denigrando a Fidel Castro. En los Estados Unidos eso lo hizo Juana, mi hermana natal. De España se oía llegar acusaciones de la hija natal Alina. Me llamaba demente y difundía rumores increíbles. Permanecía callada solo Mirta, la única mujer ante la cual yo me siento culpable…
La Habana, Cuba,
Agosto del año 1947
El Malecón como había prometido el presidente Grau San Martín a sus protectores norteamericanos se llenó de gente apasionada justo para el mediodía. Hasta que expirasen sus plenos poderes quedaba un año, pero la suerte del “demagogo de las Antillas” ya estaba predestinada. Su trono ya se tambaleaba. Los “gringos” consideraban al “colega Grau” demasiado cobarde porque este intentaba ganarse los favores no solamente ante ellos, sino ante los jefes de las bandas locales. Los gánsteres intrusos no podían admitir la dualidad de poderes. Deberían entronizar una marioneta mucho más segura.
El acompañante del presidente, “el pequeño sargento”, llevaba hombreras de coronel, el ambicioso mestizo Fulgencio Batista, con todas sus entrañas arrastrantes presentía que los planes grandiosos de los “gringos” de convertir su país en un súper-prostíbulo no han de llegar a materializarse sin su muy activa participación. Por lo consiguiente, en Grau ya es hora de poner cruz y raya.
– Que empiece la marcha – San Martín dio la señal a los jefes del carnaval a través de su encargado.
El crucero níveo “Benjamín Franklin” con los influyentes yanquis a bordo se encontraba a doscientas yardas de los bolardos de amarre. En el amarre, en el lugar determinado donde bajarían los huéspedes de alto rango, por la escalerilla del buque tendieron una alfombra de pasillo, una copia alargada de la bandera nacional. A nadie se le habría ocurrido que, en una situación de tal índole se pisoteaba la bandera nacional, hubiera un subtexto político. Y cinismo, por añadidura. Sea como sea, el suceso prometía ser algo simbólico.
A todo lo largo de la alfombra de pasillo sobresalían palmas decorativas, asperjadas con un spray dorado. De estas estaban colgados, como si fueran arbolitos de Navidad, pájaros disecados como colibrís, pájaros carpinteros y tocororos, así como cajas con cigarros cubanos, bananas, caracoles y botellas de ron “Paticruzado” con moños en los golletes.
San Martín trajinaba en el muelle, como un escolar esperando a los severos y justos examinadores. Le presionaban las previstas salvas de bienvenida, la de dos cañones de grueso calibre. Estos habían sido fundidos en plena correspondencia con la época de Colón y transportados con tal motivo a la fortaleza Castillo del Morro, directamente de Madrid.
El evento, en realidad, una reunión a celebrarse en la cumbre, no tenía análogos hasta ahora en la historia universal. Era un encuentro entre un vendedor y un comprador. Cuba servía de mercancía…
El régimen corrupto de San Martín se hizo, aunque no del todo ideal, garante de blanqueo del dinero sin riesgo de la mafia estadounidense. Cuba en los próximos años tenía todo para convertirse en base de partida de un armisticio a largo plazo entre familias de gánsteres.
Dieron inicio a “la reunión cubana” el antiguo amigo de “Lucky” Luciano, rey del gambling12, el genio financiero de la mafia Meyer Lansky y el mafioso de Chicago Salvatore Giancana. Al haberse iniciado la conquista de Las Vegas y las inversiones millonarias en Nevada no impedían a los clanes seguir pensando en el desarrollo paralelo del business. El futuro de Cuba se vislumbraba aún más risueño, que las ganancias a obtener del casino en el desierto.
Los norteamericanos ricos, sin duda alguna, preferirían la isla de playas blancas, palmas reales y una fiesta eterna, al estado que tenía una reputación de polígono nuclear. Estando alejados de la tutela de los omnipresentes federales y de la galantería servil del reyecillo local, esta situación real apresuraba a los mafiosos a tomar lo más pronto posible las principales decisiones tácticas, para que fuera aprobada la única tarea estratégica, Cuba se convertirá en un paraíso en la Tierra, con una sola reserva, que el paraíso es solamente para ellos.
Constantine "Cus" D'Amato, tesorero de Sam Giancana, seguía por todos lados a su patrón, llevando en las manos dos pesados maletines llenos de dinero en efectivo. Ese dinero se suponía que ha de ser gastado en asuntos de la política. La comisión, el consejo superior consultivo de la mafia de Sicilia, aprobó la iniciativa cubana.
Viniendo en calidad de pasajeros en el crucero “Benjamín Franklin”, la gente de “Lucky” Luciano, de Albert Anastasia, representantes de la familia de Banano, de los hermanos-extorsionistas Rocco y la estrella de “Columbia Records”, favorito de las jovencitas actrices hollywoodenses, Frank Sinatra, siempre actuando como titular de plantilla, eso mostraba la coordinación de todas las familias y una plena unanimidad en cuanto a la participación igual al repartir la torta cubana.
Había un “pero” … Al otro lado de la bahía de Florida, el de sobra conocido Vito Genovese, hacía su propio solitario. Él había traicionado a Mussolini y volvió de Italia como héroe del desembarco. Vito se sentía defraudado, y es que él también echó el ojo a Cuba con su potencial gigantesco de un contingente de trescientas mil rameras… Pero el principal motivo de Vito era la muy remota enemistad hacia Albert Anastasia y el deseo de ocupar la sólida posición en la jerarquía mafiosa, que él había cedido debido a la forzada “comisión de servicio”. A su ex patrón Lucky Vito no lo tomaba en serio. En primer lugar, porque a Luciano lo deportaron a Italia, y segundo, aquel bailaba al son que le tocaba el judío Lansky, el cual convenció al “capo de todos los capos”, que Vito apunta al puesto del rey… ¡Pues que sea así! Con qué satisfacción Vito le agujeraría la frente a este pícaro zorro Lansky. Pero este se ocultaba tras la espalda del matón «Bugsy» Siegel y se amparaba en la amistad con el indubitable “Lucky”, al cual hasta ahora le respetaban y temían.
En lo que se refiere a Lansky, Vito decidió no apresurarse. Pero, en cuanto a Anastasia, ya no se podía demorar más. De otra manera, el jefe del clan de asesinos profesionales personalmente se las arreglaría con él. Vito con anticipación entabló contacto con uno de los “capos” de la familia de Anastasia, Carlo Gambino, prometiéndole respaldo en el caso de que liquidara a su jefe. Pronto Alberto Anastasia desapareció. Encontró su muerte en una peluquería. Carlo Gambino encabezó su propia familia y Genovese podía tranquilamente dirigir la mirada a Cuba y así impedir que Meyer Lansky gobernara indivisiblemente la isla. El rey del “gambling” estaba en guardia. Luego regaló a Batista el hotel “Nacional”, en La Habana, y prometió pagar tres millones de dólares al año reservándose el derecho exclusivo de repartir los terrenos para edificar hoteles y casinos en el litoral cubano.
Pero hasta ese momento había aún tiempo de sobra. Casi cinco años. Mientras tanto, Lansky y los socios tuvieron que luchar contra Genovese. Menospreciaron su audacia. En 1948, Vito logró entablar amistad con el nuevo presidente de Cuba, Prío Socarrás. Sin embargo, las ambiciones de Vito de ninguna manera dominaban sobre su previsión. La victoria provisional sobre Lansky y otras familias neoyorquinas estaba dispuesta a cambiarla por un armisticio a largo plazo, con la condición de que se le concedieran iguales oportunidades para blanquear los beneficios en la isla de los prostíbulos y casinos. El acuerdo para organizar la revuelta, encabezada por el “sargento de bolsillo” de Lansky, Fulgencio Batista, Genovese lo aprobó solamente en 1952 tras el exitoso atentado contra Albert Anastasia y las palabras de Joe Bonano, que aseguró que ni Lansky ni nadie más se pondría a obstaculizar el business hotelero y el negocio de apuestas de Vito en La Habana, así como también atentar contra la vida de su “amigo” cubano Prío Socarrás. Además, sabiendo las prioridades de la organización de Genovese, se declaró que la familia de Bonano no admitiría la venta de drogas: “Uno puede relajarse sin esta mierda cuando hay tantas “terneras” y ron.”
El “legítimo” presidente derrocado, aunque adquirió una imagen estable de ladrón, podía servir en el caso de que el dictador empezara a rebasar todos los límites. De tal modo, Vito convenció a los jefes de las otras familias que ellos necesitaban a Prío vivo. En eso quedaron de acuerdo. En la época de Batista, Vito edificó un hotel con un casino en La Habana. Transcurrían los años, y el dictador no lo irritaba, podemos decir, que luego, pasados los años, podía ser ofrecido Socarrás al feroz Fulgencio y a los colegas de la mafia. Echa un hueso al perro y se olvidará de la pechuga de pato.
Dejó de existir la necesidad de Vito de contactar con Socarrás, aún porque los competidores no se resistían a sus contactos directos con Fulgencio, sin la mediación de ellos. Este galgo resultó ser un buen chico. Espacio bajo el sol había para todos. Cuba era una “mina de oro”, cada año iba convirtiéndose en un auténtico “El Dorado”. La dictadura de Batista servía a todos los que tenía dinero.
No era casual que apostaran por él. A diferencia del ladrón-liberal Socarrás, el “mestizo rabioso” podía asegurar la entereza de las inversiones norteamericanas, aplastar cualquier heterodoxia y romper la oposición en el huevo. Para estos fines disponía de un ejército de cuarenta mil personas, armado con el dinero de la mafia.
Quien, en aquella época, en 1947, en el carnaval, cuyo motivo oficial era crear el Comité de Amistad Americano–cubana, pudo pensar que la vida del siguiente, a continuación, destronado presidente de Cuba, el aristócrata Prío Socarrás, sería salvada, en cierto grado, gracias a la revolución. En la multitud de miles de pazguatos estaba parado un altaricón forzudo con facciones correctas de la cara y con una mirada ojimorena ardiente, al cual le estaría predestinado encabezar la revolución. Mirando el aquelarre, organizado por los gánsteres y oligarcas, el muchacho dijo entre dientes con odio:
– Los yanquis ahora se limpiarán las botas con nuestra bandera. Para ellos nuestra bandera es solamente una toalla en una guarida, en la que están convirtiendo nuestra isla… Pasados algunos años, bajo la dirección de este joven, los cubanos expulsarán a todos los que hoy han estado dirigiendo este carnaval ejemplar. Batista apenas se quitó de en medio, salvando su vida. Rockefeller perderá sus refinerías de petróleo, plantaciones de café y tabaco. Los latifundistas quedarán sin los inmensos campos de caña de azúcar. Meyer Lansky, yéndose precipitadamente, olvidará en la isla el maletín con quince millones de dólares en efectivo y se despedirá de la esperanza de recuperar sus inversiones. En Cuba, el que menos sufrió de toda dicha epopeya fue Vito Genovese, pero solamente debido a que, para el momento de la marcha triunfal de los rebeldes barbudos, en julio de 1958, él ya habrá sido acusado en la venta de drogas y encarcelado en los EE.UU. Hasta la victoria de la revolución quedaban doce años…
Mientras que a bordo del buque de seis cubiertas los yanquis examinaban con arrogancia la infinita hilera de faroleros, bailarines con molinetes de diferentes colores y banderines acoplados de Cuba y Estados Unidos. Así mostraban la hospitalidad del pueblo hacia los huéspedes forasteros. Es verdad que los visitantes inicialmente pretendían desempeñar el papel de anfitriones. Estaban dispuestos a dictar a los aborígenes las nuevas reglas de la vida, cuya universalidad se demostraba no mediante referendos, sin acudir a una civilización altamente desarrollada, sino valiéndose del dinero. ¡Perlas en enorme cantidad! Eso apestaba a cadáveres, pero ninguno de ellos lo notaba. En efecto también eran difuntos. Solo eran vivos nominalmente. Y no a largo plazo…
Los negros semidesnudos cuerpo arriba rompieron a golpear las congas africanas y las percusiones. Centenares de bailarinas casi desnudas, en exóticos trajes de plumas, se pusieron a agitar las nalgas al son de los tambores…
Los mafiosos, uno tras otro bajaban, por la escalerilla a la alfombra de pasillo. Tronaron los cañones. El jefe de la sección de la guardia honoraria, no se sabe por qué, asustado, hizo el saludo militar. Batista dio un taconazo. Aún siendo todavía presidente, San Martín llevó la mano a la visera por inercia e hizo entrega a los norteamericanos en una almohadilla la llave simbólica de La Habana, lo que sirvió de señal para hacer soltar fuegos artificiales y cometas. Las puertas de la ciudad, que durante toda su historia se consideraba ser una fortaleza invulnerable, en esta ocasión las abría voluntariamente a unos intrusos. La multitud alborozada sonreía a mandíbula batiente. Los que pierden el orgullo se convierten en lacayos de los que prefieren la altanería, al orgullo.
La única persona que no se regocijaba era un muchacho alto con pelo negro ondulado, cuya cabeza se elevaba como un pico inalcanzable sobre las coronillas de un bosque humano mixto. Acababa de cumplir 20 años, no se cohibía expresándose, y no intentaba siquiera contener su cólera.
– ¿Acaso ustedes son ciegos? ¡No ocultan su desdén hacia ese miserable payaso! – en voz alta declaró este, lo que asustó horriblemente a la gente parada al lado. Se echaron a un lado de él, como si fuera un leproso y se desvanecieron por los lados.
Transcurridos unos instantes, junto al mozalbete ya no había nadie. Los circundantes miraban con la boca abierta al hombre robusto, locuaz, estando a una considerable distancia, sin desear meterse en una discusión con el joven imprudente, ni aún más llamar a la policía que había inundado ese día El Malecón. Sin embargo, la curiosidad ya no es síntoma de indiferencia.
De repente, “el gigante” sintió el roce de una mano delicada de una chica. Le tiraba de la mano una hermosa rubia, parecida a un ángel bueno, pero muy frágil. Lo arrastraba tras sí, apartándole de los espectadores tuturutos.
– ¿Para qué te expones a tal riesgo? – preguntó ella tras haber alejado al orador de la multitud que le rodeaba a una distancia conveniente.
– ¡Te es grato ver cómo a los cubanos los están convirtiendo en gente de segunda, solamente por ser más pobres! – pronunció apasionadamente estas palabras el guapo joven cubano.
– No pareces ser pobre. Hablé con muchachos más pobres que tú – miró la chica evaluando su ropa y el calzado.
– Soy hijo de un latifundista, pero eso no cambia nada. Toda nuestra tierra pronto lo comprarán los yanquis a precios casi regalados. Y los que se negarán a venderla, ellos quedarán enterrados ahí.
– ¿Hijo de un latifundista? – volvió a preguntar la joven.
– Sí, soy hijo de Don Ángel Castro y Lina Ruz González. Me llamo Fidel Alejandro, ¿y cómo te llamas tú?
– Soy Mirta Díaz-Balart – se presentó la muchacha – Pero si eres hijo de un latifundista, entonces, probablemente tu familia recibió la invitación a la fiesta benéfica, que organiza el presidente San Martín en el hotel “Nacional” en honor de los gringos, amigos de Cuba.
– ¿Los amigos de Cuba? – Fidel frunció las espesas cejas y refunfuñó como una cobra – Cuba tiene solo dos amigos, el honor y la dignidad. Créeme, el demagogo que lame las botas del gringo, aunque él sea tres veces profesor, no podrá por mucho tiempo engañar al pueblo. Nuestro presidente es un muñeco de cartón piedra, el cual, de un momento a otro, ha de ser quitado de la muñeca y lo cambiarán por otro nuevo. Los marionetistas verdaderos le enseñarán al nuevo muñeco a asimilar varias cosas, ladrar lo más alto posible a su propio pueblo, saludar sonriendo a los dueños y sin piedad aniquilar a aquellos que atentan contra la propiedad de los norteamericanos.
– ¿Siempre estás tan furioso? ¿O solamente al ver a los gringos bien mimados, mejor vestidos que tú? – Mirta interrumpió las palabras del joven.
– ¿Y tú siempre eres una tonta o te convertiste en ella en el momento cuando tomaste otro color, el de pelirrubia? – se lo dijo groseramente Fidel e inmediatamente se largó lo más lejos posible de la procesión de carnaval, y yéndose decía irritado, – ¿Hay alguna diferencia si miramos lo que lleva puesto una persona? Se puede toda la vida llevar la misma ropa, lo principal es que esté limpia y planchada como una guerrera militar… La señorita ofendida quedó inmóvil unos instantes, como si estuviera inmersa en una orgullosa soledad, luego lanzó al vacío:
– ¡Grosero, soy rubia natural! ¡Vete al Diablo! Tengo que prepararme para la fiesta.
Habiendo tragado la injuria, Mirta se fue a casa. Allí la esperaba una manicura y la modista con nueva ropa hecha. La costura del muy caro ropaje se lo pagó generosamente su tío rico, futuro ministro del gobierno de Batista.
* * *
Aproximadamente para las ocho de la noche hacia el “Nacional” empezaron a arribar las limusinas. De la mano fácil del presidente titular toda la élite de cubanos, los grandes terratenientes, los políticos, los militares, la bohemia vino a presentar sus respetos a los inversionistas norteamericanos. A todos les ofrecían torta y café. Los camareros con lazos llevaban en las bandejas copas con champaña francés.
Las chicas con sombreros hongos y fraques puestos al cuerpo desnudo ofrecían whisky escocés. El tradicional ron cubano lo servían en el lobby-bar. Se suponía que los gringos que aún no tuvieron tiempo para probarlo, se juntarían en la barra. Mientras los locales preferirán beber bebidas extranjeras.
La banda de jazz ejecutaba a las mil maravillas “Sun Valley Serenade”. Frank Sinatra para el público de acá no era una gran estrella, pero como animador actuaba bastante bien.
Y si no fuera así, quién entonces aquí podría tomar en consideración a los reyecillos patrios. Gradualmente, a eso de las doce de la noche, el papel de los cubanos se estrechó en infinitas aseveraciones y juramentos de fidelidad a las autoridades, así como mostrar la hospitalidad a los yanquis. Ciertas esposas de los nuevos ricos, aquellas que se veían arreglar sus vestidos, expresaron así su amabilidad en una muy original forma, directamente en los apartamentos del hotel. Los “gringos” estaban contentos.
Sinatra, no se sabe por qué, no invitó al micrófono al presidente, sino al coronel Batista. El efecto de tal sorpresa hizo desembriagar a la élite local, había quedado claro a quién los forasteros daban preferencia. La alusión explícita era igual a una humillación pública a San Martín.
– ¡Señoras y señores! – empezó de manera muy animada el futuro dictador con una copa en la mano. Batista no se sentía molesto en cuanto al presidente, que se había turbado. Tales minucias no le incomodaban nada. El brindis valía mucho. ¡Eso sí!… Todo ha de ser correcto. Es importante, – Me conocen a mí como un partidario acérrimo de la democracia y adepto devoto de la ley. Estoy orgulloso de que mis convicciones las forjé en el mismo lugar donde recibí mi educación. Era una academia militar que se extendía apenas a noventa millas de nuestro país, en un enorme estado amistoso, baluarte del mundo libre y un escudo seguro contra la peste comunista, nuestro gran vecino del norte, ¡Estados Unidos de América! ¡A la salud de nuestros amigos!
Él terminó muy inspirado, y la multitud se puso a aplaudir. Todos menos una persona…
Mirta se equivocó cuando supuso que el padre de Fidel, don Ángel Castro Argiz, recibiría las invitaciones para la velada en el “Nacional”. En primer lugar, don Ángel vivía en la lejana provincia de Oriente, en segundo lugar, era un terrateniente de recursos medios, poco destacado para el público capitalino, además, poseía una mísera instrucción, aunque de manera muy activa abordaba la política. Tercero, siendo villano de origen, inmigrante de la paupérrima provincia española de Galicia, Ángel llegó a alcanzar todo en la vida valiéndose de su listeza humana y las cansadas manos callosas. El ex campesino gallego se sentía incómodo, hallándose entre los altaneros herederos de enormes latifundios, a pesar de tener sus abundantes cosechas de caña de azúcar, las que se hicieron leyendas en las inmediaciones de Santiago.
Los chismosos solían decir que don Ángel estaba ganando hasta trescientos pesos al día. Esta información originaba una insana obsecuencia con relación a su hijo Fidel en las almas de los condiscípulos del niño en el Colegio de la Orden de los Jesuitas.
Hubo un período que, a este emprendedor hombre de negocios, que poseía la más lujosa y magnífica vivienda, lo frecuentaban los politicones de Santiago. Estas conversaciones y promesas fácilmente convencían al confiado don Ángel que este ofrendara considerables sumas a las campañas electorales. Como resultado el dinero, que logró alcanzar con sudor y noches sin sueño, desaparecía en la nada.
No hay mal que por bien no venga. Tras estos contactos absurdos don Ángel se puso, por fin, a prestar oído al raciocinio y a la exhortación de su cónyuge semianalfabeta, oriunda de la provincia de Pinar del Río, Lina Ruz González. La querida esposa consiguió alcanzar el fin deseado, deshabituó a los huéspedes chinchorros y pedigüeños y le quitó las ganas a su esposo de meterse en proyectos dudosos.
El miedo ante los engreídos alfabetizados don Ángel lo llevaba por dentro. Por eso doña Lina no tenía que persuadirle para que asignara dinero a la educación de los chicos. La ambición por el saber se hizo culto en la familia de Castro. Los niños agradecidos pagaban a los padres cuidadosos con su aplicación en los estudios.
El graduado del colegio católico “Belén”, el hijo de don Ángel Castro y doña Lina Ruz, Fidel, junto con el diploma de graduación de la institución docente jesuita recibió del rector monseñor Savatini un diploma de despedida, en el cual se decía: “Fidel Castro Ruz pudo ganarse en el colegio una plena admiración y el amor. Quiere dedicarse a las ciencias jurídicas, y no dudamos que en el libro de su vida inscribirá numerosas páginas maravillosas…”13
En 1945 Fidel se hizo estudiante de la Facultad de Derecho de la Universidad de La Habana. Teniendo en cuenta el único defecto de su padre, al cual podían embrollar los granujas de vasta cultura, y, habiendo heredado de su madre la insaciable pasión por los conocimientos, Fidel muy temprano se aficionó a la lectura. Hasta emprendiendo viajes lejanos, por ejemplo, hallándose en la tempestuosa Colombia, insubordinada al régimen pro americano, en la mochila de uno de los líderes estudiantiles de La Habana, cuyo apellido era Castro, apenas cabían cuidadosamente encordeladas pequeñas pilas de libros de literatura e historia. Los amigos se reían del ascetismo y los cachivaches del joven, ya que en realidad creía que podría sustentarse por veinte centavos al día, sin que nada le faltara…
Risa con risa, pero en una celda solitaria, en un calabozo de la isla de Pinos – réplica funesta de la prisión estadounidense de Sin-Sin – precisamente el amor abnegado a sus acompañantes-libros, que embellecían la reclusión forzada y ayudaban a olvidar el completo aislamiento, en cierta ocasión ese amor le salvó la vida. El celador, que había recibido la orden de envenenar al caudillo de los rebeldes, se compenetró de gran respeto al preso audaz después de un caso increíble…
Aquel día en la isla se desató un huracán terrible. El cielo expelía truenos y ráfagas, sollozando con una incesante lluvia tropical. Pues, en ese momento del cataclismo, cuando el agua brotó de todas las redendijas y fisuras en las cámaras, el recluso Castro lo primero que hizo fue lanzarse a salvar sus libros. Fidel, habiendo sido advertido por el fallido asesino, rechazó el bodrio de Batista, y declaró el inicio de una huelga de hambre contra las condiciones inhumanas del mantenimiento de los detenidos.
Luego le permitirán verse con Mirta, y ella, como siempre, se pondrá a convencerle de que reniegue de esa “lucha desprovista de sentido” y reconozca la legitimidad de la junta a cambio de la amnistía. Fidel hizo para sí una observación muy notable a partir del lejano momento del encuentro entre ellos en el hotel “Nacional”, la apoliticidad de la chica no sufrió ningunos cambios visibles. Aquella fue la primera cita de los dos. La que se había dividido en dos encuentros en un solo día. Era un día de agosto de 1947. Fue muy fogoso, hasta demasiado fogoso…
– Eres tú de nuevo, y vuelves a destacarte de la multitud, no solo por la estatura, sino por un muy marcado desprecio hacia el orador – Fidel se alegró al oír una vez más la vocecita de la rubia “caquéctica” huesuda.
– Orador – eso no se refiere a él. Es simplemente un can, que brinca en las patitas traseras esperando recibir un huesito grasoso – saludó fríamente a la nueva conocida.