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–¿No creerá que se va a librar? ―preguntó el nervioso mientras guardaba su arma.
–Mañana recibirá una visita, a partir de ahí tiene que hacer lo que le diga, ¿entendido?
–Sí, claro, entiendo ―afirmé mientras veía que el nervioso estaba recogiendo los billetes que había tirado.
–Por si acaso nos la quiere jugar nos llevamos los papeles con los billetes, su carné y su pasaporte, por cierto, ¿dónde está este?
–En la mesilla ―afirmé mientras extendía las manos unidas por una cinta plástica a modo de esposas.
Tras requisarme el pasaporte y cortar las ataduras me dijeron:
–Esto es como una operación encubierta, no debe de hacer ninguna tontería, ni nada que haga sospechar de nuestra presencia, colabore y todo irá bien.
Dicho esto, salieron del dormitorio, andando marcha atrás tal y como había visto hacer a los que portaban metralletas.
Después de un tiempo de respirar varias veces profundamente, salí del dormitorio y vi que en la puerta permanecía uno de los recepcionistas con la cabeza dentro del cuarto, pero sin entrar.
–¿Está todo bien? ―preguntó al verme salir del dormitorio.
–Sí, creo que sí.
–¿Qué ha pasado? ―volvió a preguntar.
–Una equivocación ―respondí tratando de situarme.
–Ellos me obligaron a abrir ―dijo con tono de disculpa.
–¡Está bien!, no se preocupe ―contesté mientras contemplaba el estropicio que habían hecho al entrar al asalto.
Salí del dormitorio y me dirigí a mi asiento donde solía sentarme a leer los periódicos y como si de una noche más se tratase, me dejé caer sobre el mismo. Mirando a mi alrededor me dije “¿dónde me he metido?”.
Y bajando la cabeza contemplé cómo sobre la mesilla de al lado, había todavía restos de puro de mi primer visitante.
CAPÍTULO 2. ELLA
El día había iniciado, como si se tratase de cualquier mañana. Apenas recordaba los detalles del ajetreado día anterior, aunque cuando me fui a echar mano a la cartera me di cuenta de que me faltaba mi identificación y rememoré lo sucedido la noche antes.
A decir verdad, no conseguía acordarme de los detalles sobre esos agentes que habían entrado con sus armas, y que lo único que me habían hecho era amenazar y decir que me iban a meter en la cárcel. Ninguno de sus argumentos estaba justificado, y sus modales no me parecieron demasiado profesionales.
En cualquier país civilizado que se precie, se necesita una orden judicial para irrumpir en una casa, y ¿a qué venían tantas armas?
Cerré mi cartera y me terminé de vestir cuando salí al pequeño hall de mi cuarto, donde aún quedaba algún objeto por el suelo, roto por aquellos agentes, de los cuales no recordaba bien a qué rama del gobierno habían dicho que pertenecían.
Recogí un maletín que utilizaba para llevar algunos libros, y miré la hora del reloj, “si me doy prisa todavía puedo coger el tren de las 7.00 a.m.”.
Dicho esto, salí de mi habitación de hotel de forma acelerada, cuando de repente, observé apoyada en una de las paredes próximas al ascensor a una mujer vestida de chaqueta negra y falda plisada roja.
–Buenos días ―la dije entendiendo que era una cliente más del hotel.
–¿Buenos días?, ¿es así como trata a sus clientes? ―respondió con tono de desdén.
–¿Cliente?, debe ser un error. Nunca he atendido a nadie aquí. Si tiene una cita haga como el resto, vaya a mi consulta, de hecho, estoy saliendo para allá.
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