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–¿Son familia numerosa? ―pregunté intrigado.
–¿Numerosa?, contando la parienta, su suegra, los tíos y primos. Cuando nos reunimos todos llegamos a ser diez, y uno más que viene en camino, ¿y usted no tiene mujer? ―preguntó jocoso.
–No, bueno, tuve, pero ahora no está.
–¡Ah!, lo siento ―afirmó cambiando el tono.
–Pues no lo sienta, se fue con otro mientras yo estaba en un congreso.
–¿Lo dice en serio?
Y los dos nos pusimos a reír de aquella situación tan absurda. Después de lo cual se hizo el silencio, casi tan molesto como el que sentí cuando volví a casa ese día y me encontré una nota de despedida de mi mujer que decía: “Espero que siempre consigas lo que quieras, yo así lo voy a intentar y por eso me voy”.
Una nota que llevaba conmigo siempre en la cartera, pero que no había llegado a enseñar a nadie, no sé si por vergüenza o por miedo a compartir mis sentimientos. Estaba claro que ella no era feliz a mi lado y que quería “explorar nuevas posibilidades”.
Tal y como me encontré la casa, y después de darme cuenta de la situación, cogí mi maleta que traía del congreso y me fui al Hotel Plaza, donde permanezco desde entonces.
No me hago idea de vivir en una casa sin ella. Tanto silencio, tanta soledad, en la casa que habíamos comprado con tanta ilusión. Íbamos a tener hijos, a verlos crecer, y aquella se convertiría en nuestra morada para los últimos años de nuestra vida, y apenas en dos años de matrimonio se acabó todo de esta forma. Ni una llamada de despedida, ni una explicación, únicamente una nota.
Es cierto que los últimos meses habían sido algo frenéticos por mi parte, centrados en un nuevo proyecto al ser cofundador de una asociación internacional de psiquiatras, donde queríamos ofrecer una nueva perspectiva a las personas ajenas a nuestra ciencia, editar una revista trimestral, buscar financiamiento para proyectos de investigación, atender a mi consulta… puede que hubiese descuidado aquello que más quería, pero no había visto ninguna señal.
Siempre que acudía a casa, ella estaba feliz y contenta, me contaba sobre su trabajo como profesora, me decía las dificultades que había tenido, y cómo había algún niño que le sacaba de quicio.
Incluso recuerdo que ya habíamos hablado de las próximas vacaciones realizando planes para pasar unas semanas en una de esas islas tropicales, llenas de cocoteros y arena blanca, donde el mar se confunde con el cielo, para poder estar los dos juntos compartiendo aquel pedacito de cielo en la Tierra. Y de repente, de un día para otro, una sola nota.
–¡Aquí es! ―dijo el taxista mientras paraba frente a la entrada principal del hotel.
–¡Gracias! ―contesté pagándole el trayecto y saliendo del vehículo.
–¡Buenas noches! ―comentó el botones del hotel.
–¡Buenas noches! ―dije mientras me volvía a subir el cuello de la chaqueta y entraba con algo de prisa porque había empezado a refrescar.
Tras subir las escaleras y cruzar la puerta giratoria me dirigí a la recepción.
–Buenas noches, habitación 311, ¿tienen algo de correo para mí? ―pregunté mientras esperaba que me diesen la llave de la habitación.
–No doctor, pero aquí tiene los periódicos de hoy, tal y como tiene solicitado.
–Muchas gracias, buenas noches ―dije mientras recogía los diarios internacionales que me gustaba ojear antes de acostarme.
–¿A qué planta? ―preguntó el ascensorista.
–A la tercera ―afirmé sabiendo que él conocía la respuesta, pues todas las noches me hacía la misma pregunta.
–¿Un buen día? ―volvió a preguntar.
–¡Bueno!, ha sido una tarde inusual.
–¿Lo dice por el tiempo?
–Sí, también por eso ―contesté con una sonrisa forzada.
–¡Ya hemos llegado!, que tenga una buena noche.
–Lo procuraré, muchas gracias ―dije saliendo del ascensor y dirigiéndome a mi habitación.
Al final del pasillo, tenía una pequeña suite, que disponía de un pequeño despacho y un dormitorio. No era muy grande, pero era lo mejor que había podido negociar con el director del hotel, ya que no era usual tener clientes alojados durante años en la misma habitación.
Nada más abrir la puerta de la suite me di cuenta de que algo no andaba bien. Un fuerte olor a puro inundaba la estancia, algo que por supuesto no era mío pues no fumaba, y tampoco recibía invitados en mi cuarto, por lo que no pude por menos que soltar un:
–¿Quién anda ahí?
Antes de pulsar el interruptor, pero no se encendían las lámparas, a pesar de pulsar repetidamente la llave de la luz.
–No se apure doctor, todo está bien ―dijo una voz desde mi sillón.
Había pasado tanto tiempo en aquella estancia que era capaz de reconocer cada recoveco, y sabía que desde donde me hablaba únicamente había un sillón bajo una lámpara que era el lugar donde me solía sentar a leer los periódicos antes de acostarme.
–¿Quién es usted? ―pregunté echando un paso hacia atrás y dirigiéndome hacia la salida para abrir la puerta y por lo menos iluminar el cuarto.
Estaba a punto de hacerlo, con la mano en el pomo, cuando de repente noté que alguien me la sujetaba impidiéndome bajar el tirador de la puerta.
–¡Tranquilícese!, se lo ruego, si quisiera hacerle daño no estaríamos hablando aquí.
De repente se hizo la luz tras de mí, el hombre que estaba hablando había encendido la lámpara y con ello había visto cómo otro enchaquetado y con guantes me sujetaba con dos manos la mía.
Solté y me giré para protestar por aquel abuso de mi intimidad, pues, aunque no fuese así, consideraba aquel espacio como mi casa.
–¡Tranquilo!, ya le he dicho que no queremos hacerle daño ―repuso el hombre sentado junto a la lámpara mientras encendía un puro.
–¡Aquí no se puede fumar! ―protesté.
–De verdad que me sorprende, un hombre como usted, con su talento, que haya terminado en un agujero como este ―indicó el hombre del puro mientras expulsaba una bocanada de humo.
–No me van los halagos, no sé lo que quieren, pero se equivocan de hombre ―insistí tratando de zafarme de esa situación tan incómoda.
–Seguro que a estas alturas ya se habrá hecho un esquema de mí.
–¿Un esquema? ―pregunté con tono de sorpresa.
–No se haga, doctor. Le conocemos bien, o prefiere que le recite todos los libros que tiene escritos con respecto a perfiles psicológicos ―comentó con tono desafiante.
Unas palabras que me devolvió a mis tiempos de facultad, cuando aún era un estudiante y me pasaba horas y horas en la biblioteca.
En una ocasión cursando la asignatura de Bases Psicológicas y Biológicas de la Personalidad descubrí con fascinación cómo se podía diseccionar a las personas hasta un punto indescriptible.
Las formas de ser, sentimientos y pensamientos quedaban al desnudo frente a un buen analista que era capaz de descubrir los secretos de cualquier persona como si fuesen de cristal transparente.
Algo que al principio empecé a leer por hobby, ya que no estaba dentro de las materias obligatorias, pero que al poco se hizo parte de mi especialidad, abordándolo desde distintas asignaturas, profundizando en lo que actualmente se conocen como Perfiles y que tan útiles son para los juicios a través del trabajo pericial, e incluso en el ámbito de los recursos humanos a la hora de seleccionar el mejor candidato.
–Benjamín Franklin, Carl Gustav Jung, Albert Einstein… incluso se ha atrevido con Stephen Hawking, ¿es usted un osado o un visionario? ―preguntó el hombre del puro.
Mientras me alejaba de la puerta dejé mi chaqueta sobre un perchero y buscando en una de las estanterías saqué un voluminoso libro sobre perfiles y le dije:
–Si quiere aprender puedo prestarle alguno de mis libros.
–No he venido para perder el tiempo ni para recibir clases suyas, únicamente quiero saber si está usted capacitado para ello.
–¿Para qué? ―pregunté tratando de descubrir un poco más de aquella situación.
–Lo siento, nos hemos equivocado ―afirmó el hombre mientras se levantaba.
–Se refiere usted, a que quiere ver si soy capaz de decirle que a pesar de su acento fingido y de sus modales supuestamente refinados, no es más que el hijo de un comerciante que le enseñó el mundo de la palabra y del engatusamiento, empleando cierto grado de teatralidad a la vez que maneja el miedo y el desconcierto, dejando entrever que es usted quien domina la situación, cuando en realidad no sabe cómo voy a reaccionar.
»Su supuesto guardaespaldas, no es más que su chófer, de ahí que tuviese que sujetar mi mano sobre el picaporte con sus dos manos y no con una como correspondería a alguien fornido y acostumbrado a ejercer violencia.
»Usted, por ejemplo, lleva un traje demasiado elegante para unos zapatos tan desgastados por la suela, ni siquiera el puro que fuma es de importación, lo que me indica que viaja con frecuencia y que no le importa la calidad si no la utilidad de las cosas.
–¿Qué más? ―dijo el hombre del puro sentándose en el sillón del que se acababa de levantar.
–Está claro que me necesitan para algo que ustedes mismos no están cualificados, seguramente para que analice a alguna persona o que les diga si alguien es quien dice ser. Y venir a mí quiere decir, o que están muy desesperados o que no quieren que se sepa, ya que yo hace tiempo que no me dedico a esto, y por lo tanto nadie sospecharía de mí al respecto.
–¡Muy bien! ―dijo el hombre mientras miraba con atención el puro―. Tengo un pequeño problema y necesito su ayuda.
–No creo que sea pequeño, allanamiento, amenazas… cuando salga de aquí tendrá muchos más de los que se imagina.
–¡Todavía no ha aprobado! ―contestó el hombre que permanecía sentado fumando el puro.
–¿Aprobado? ―pregunté sorprendido.
–Para eso estamos aquí ―dijo el hombre que estaba obstaculizando la puerta del cuarto.
–¿Qué más sabe? ―insistió el hombre que fumaba.
–¡A ver!, por lo que veo, usted debe de ser una persona importante, pero no alguien político o empresario, ya que su compañero de la puerta le respeta tanto que no ha querido intervenir hasta ahora, y lo ha hecho con un tono de respeto, y no como una puntualización a sus palabras. Casi le tiene veneración como la que se tiene a un guía espiritual o un maestro.
–¿Maestro? ―preguntó el hombre que fumaba el puro incorporándose en el asiento.
–Bueno, así se denominaría ahora, pero sería mejor dicho Maestre ―dije con tono burlón.
–¿Qué le ha hecho llegar a esa conclusión? ―preguntó mientras se levantaba y dejaba el puro sobre la mesita donde se encontraba la lámpara.
–¡Cuidado con la mesilla! ―dije mientras me fui a acercar a la mesilla, cuando sentí que me detenía alguien por detrás, notando que me sujetaban los hombros.
–Responda a la pregunta ―dijo desde atrás el hombre que me estaba agarrando.
–¡Está bien! ―contesté con tono de protesta mientras me zarandeaba para soltarme―. Le ha delatado la marca de su dedo anular, que ahora está desnudo, pero en el que todavía queda la huella de llevar habitualmente un anillo de considerable tamaño, tal y como el de un obispo o similar.
»Pero usted no usa vestimenta amplia como ellos, ya que si no se sentiría incómodo llevando ese traje de buen tejido que tiene. Tampoco tiene señal en su cabeza de llevar un solideo cristiano o kipá judío, ni nada que se le parezca, por lo que la opción religiosa la he descartado.
»Además, tiene en el ojal de su chaqueta una diminuta pero inequívoca cruz octogonal de Malta, con sus ocho puntas rojas, también conocida como cruz de San Juan, para quien no lo reconozca pudiera ser un adorno más, e incluso confundirlo con el escudo de algún club de fútbol, o de una orden religiosa como la de Santiago, pero sin duda es la Cruz de Malta.
–¿Ha estado en Malta? ―preguntó el hombre mientras se miraba a aquel singular alfiler.
–Sí, hace tiempo, pero me gusta conocer los lugares a donde voy, sobre todo su historia, y la de este lugar era muy singular.
–¿Singular? ―preguntó mientras se recostaba y cogía el puro para seguir fumando.
–Unos caballeros, pertenecientes a la nobleza europea, exiliados de su destino, y recluidos en una isla, pasto de sus adversarios.
–¡No fue así la historia! ―rectificó algo molesto el fumador.
–Lo sé, pero su expresión corporal me ayuda a definir su perfil. Por lo que veo no es usted un ciudadano más de esa isla, sino un descendiente intelectual de aquellos maestres, y hasta me atrevería a decir que puede que también genético.
–¿Tiene eso importancia? ―preguntó mientras soltaba lentamente una bocanada de humo.
–¡Ajá!, es usted descendiente directo de uno de los Maestres del lugar ―afirmé categóricamente.
–Me sorprende su habilidad ―indicó el hombre levantándose de mi sillón―. En verdad es mejor de lo que creía, ¡está usted aprobado!
–¿Aprobado?, ¿y ahora qué? ―pregunté inquieto mientras veía venir hacia mí al hombre con el puro.
–Tengo tres nombres y tres destinos, todo está en esta carpeta, quiero un informe de cada uno de ellos, y me gustaría tenerlo para final de mes, ¡buenas tardes!
Dicho esto, me entregó una carpeta que no pesaba demasiado, y sin decir más salió de la habitación tras aquel hombre que le había estado custodiando. Dejándome en aquel cuarto ahora más iluminado por las luces del pasillo.
Todavía estaba perplejo por lo que me acababa de pasar, cuando me giré para preguntarles el motivo de aquel encargo, pero ya habían desaparecido del pasillo, cogiendo el ascensor del que minutos antes había salido yo.
En realidad, que conocía mucho más de la historia de Malta de lo que había expresado, pero quería ver su reacción ante una media verdad para saber si aquella persona lo sabía también o no.
Una historia extraordinaria que comenzó hace miles de años, pero que tuvo su apogeo con una decisión política de Carlos I de España y V de Alemania, quien tras tener noticias de la derrota que había sufrido la Orden de San Juan en la isla griega de Rodas a manos de los otomanos, les permitió situarse en una pequeña isla, la más al sur del mediterráneo, pero que era punto estratégico, ya que era la puerta de acceso entre Europa y África.
A cambio de su cesión todos los años desde entonces y como forma de reconocer aquel acto, los caballeros de la Orden de Malta deben de entregar como tributo el conocido como Halcón Maltés.
Tierra de pescadores que vio cómo se transformaba su orografía en un puerto sin igual, convertido ahora en centro comercial y religioso. Donde acudían de todas las grandes fortunas de Europa a contribuir en construir lo que sería el mayor bastión de la historia de su época.
Una isla llamada a destacar por sus artes y sus avances en la medicina, a donde acudían para estudiar e instruirse los aspirantes a caballeros. Todo ello auspiciado y sostenido por las casas reales europeas, que veían florecer aquel pequeño lugar.
Pero no era sólo un aporte benéfico y desinteresado el que realizaban desde las monarquías europeas, desde que se instauraron en la isla tuvieron que hacer frente a todo tipo de piratas y vividores que trataban de hacerse con los botines que provenían de África.
Los siempre leales caballeros mantenían las aguas limpias de impíos, y protegían las valiosas mercancías que cruzaban por sus aguas.
Lugar deseado y temido al mismo tiempo. Baluarte de una estirpe de caballeros, se dice que descendientes de los propios cruzados que fueron a Tierra Santa.
Al respecto empieza a confundirse la realidad con la ficción. La tradición quiere resaltar la majestuosidad de aquellos caballeros, indicando que eran guardianes de grandes tesoros que acumulaban con recelo, e incluso que eran poseedores de reliquias que se habían traído de Tierra Santa, entre ellos, la más preciada, el Santo Grial.
Pero bueno, eso puede ser o no, ya que han sido tantos los lugares que se han autoproclamado poseedores temporales de esta majestuosa reliquia, que es imposible saber la verdad.