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–Si, algo así me dijeron, los de los Servicios Sociales, aquella vez que vaciaron mi piso. Se imaginará…, toda una vida guardando, para que de la noche a la mañana me lo dejasen vacío, sin el más mínimo objeto.
–Pero ¿sabe qué eso no es saludable? ―la señalé extrañado por el giro que estaba tomando aquella conversación.
–Lo sé, pero yo soy muy limpia, algo descuidada, pero todo lo tenía ordenado, y nadie se había quejado de ello.
No quise ahondar más en aquello, primero porque parecía ser un tema doloroso para ella y de lo que se sentía algo avergonzada, y segundo, pues no entendí qué tenía que ver todo aquello con lo de la falta de sueño, así que intenté ahondar un poco más en ese segundo aspecto.
–¿Y bien?, ¿qué relación cree usted que hay entre la falta de sueño y ese algo que cogió?
–¡Ah!, sí, eso ―dijo algo desconcertada―. Verá yo creo que es valioso, pero ni siquiera me he atrevido a abrirlo, está tan bien preparado que me ha dado pena romper el papel en el que está envuelto.
–Pero si no sabe lo que es, ¿cómo le puede quitar el sueño? ―respondí dejando en evidencia la incoherencia de lo que decía.
–Precisamente, no sé lo que es, imagine que son unos zapatos nuevos.
–¿Zapatos? ―pregunté extrañado.
–Sí, o un bonito pañuelo para la cabeza. No sabe la falta que me hace ―respondió emocionada con una gran sonrisa.
–¿Y por qué no lo abre y lo descubre? ―señalé asombrado.
–Pues porque está envuelto en bonito papel de adorno.
–¿Cómo el de un regalo? ―pregunté intentando obtener más datos de aquel objeto.
–Sí, así es, es de color rojo, para mi gusto algo llamativo, y se nota que tenía un lazo, pues ahora sólo queda un trozo pegado.
–Pero cuando usted se lo encontró, ¿había alguien?
–No, no, ya miré y estuve un rato esperando con ello en la mano, pero nadie llegó a reclamarlo, ni siquiera se paraba quien pasaba al lado mía.
–¿Y qué quiere que haga yo? ―pregunté algo desconcertado por la situación.
–Pues que me ayude a dormir.
–¿Y con el paquete? ―la insistí sobre aquel detalle.
–¿Qué le pasa al paquete?
–¿Qué va a hacer con eso?
–¡Ah!, pues no sé, lo dejaré donde estaba, ¿es qué está mal?
–No, en absoluto, es que pensaba, que, si aquello puede ser el origen de su falta de sueño…
–Sí, dígame… ―interrumpió poniendo mucha atención.
–Pues bien, si es así, supongo que si se deshace de ello todo volverá a la normalidad.
–¿Usted cree?
–¡Seguro! ―afirmé con rotundidad, aunque para mis adentros no lo tenía tan claro.
La señora me miró con lástima, como si aquella noticia le hubiese llegado al corazón produciendo un gran dolor.
–¿Qué cree usted que debería hacer?
–No sé, pero si quiere solucionarlo, tendrá que abrirlo.
–¿El paquete?
–Sí, el paquete ―remarqué.
–Pero, si es un regalo que alguien lo está esperando, ¿cómo lo voy a abrir?
–Si lo tiene usted nunca le llegará a su destinatario, seguro que lo da ya por perdido ―comenté intentando mostrar lo aparentemente absurdo de aquella situación.
–Prefiero que lo tenga usted ―afirmó la mujer después de pensárselo un poco.
–¿El qué? ―pregunté sorprendido por aquella resolución.
–Sí, así me puede decir lo que es, y volverlo a envolver una vez que lo haya visto, y yo lo dejaré donde lo encontré ―respondió con una sonrisa nerviosa.
–Pero si lo abro…
–Con mucho cuidado ―interrumpió la mujer con los ojos como platos y una mirada penetrante.
–Sí, eso, lo abro, ¿no perderá su encanto?
–No, mire en su interior y me dice lo que es, y lo cierra como estaba, así creo que podré dormir como lo hacía antes.
Personalmente no estaba muy convencido de que aquella fuese la solución, pero veía que esta señora estaba dispuesta a quedarse lo que restaba de tarde si no le atendía en su petición.
En verdad nunca me había enfrentado a una situación tan desconcertante e incluso absurda, “¡Ya podía abrirlo ella misma sin necesidad de venir a mi consulta!”, pero como quería dar por zanjado el tema le dije,
–¡Déjeme ver ese regalo!
La señora sacó de una bolsa de compra una caja blanca con una tapadera roja y sobre este un lazo ancho del mismo color. “Pues sí que parece una caja de zapatos”, pensé para mí.
Con cuidado quité el lazo que aún tenía y entreabrí la caja a espaldas de aquella señora tal y como ve había pedido. Cuál no sería mi sorpresa cuando no pude por menos que descubrirla entera.
–¿Qué es esto? ―pregunté en voz alta entre alarmado y asombrado.
–¿Son zapatos? ―preguntó la señora emocionada y ansiosa.
–No, es un anillo de pedida y una invitación a un espectáculo de balé.
–¿De balé? ―preguntó la señora algo desilusionada por mis palabras.
–Eso parece y además tiene una dedicatoria, “Aunque no nos conocemos, estoy seguro de que nuestros caminos se cruzarán”.
–¿No dijo que era un anillo de pedida? ―recalcó la mujer tratando de mirar mientras se tapaba los ojos para no hacerlo.
–Sí, ¿por qué? ―pregunté sin entender su expresión.
–¿Cómo va a ser de pedida si no conoce a la otra persona? ― puntualizó la señora.
–¡Ni idea! ―dije algo desconcertado sin saber si aquello era una especie de broma o algo así.
Pareciera que no se le hubiese perdido a nadie esa caja, sino que lo habían dejado a propósito para que otro lo recogiese, una especie de “mensaje en la botella” del que había escuchado algunas historias, pero lo de la invitación al balé, eso era más extraño, ¿sería una cita a ciegas?, pero ¿alguien estaría dispuesto a acudir sin saber con quién?
–¡Qué desilusión! ―afirmó la señora mientras se disponía a abandonar la consulta―, tanto esperar para esto.
–Bueno, piense que ahora podrá dormir mejor sabiendo lo que contiene ―afirmé con una sonrisa forzada.
–¡Ya!, bueno, eso, pero si al menos hubiesen sido unos zapatos, aunque fuesen de otro número distinto al mío ―protestó la señora.
–¡Tenga su caja! ―dije con la intención de devolvérsela una vez cerrada y dejado todo como estaba.
–No la quiero, ¡vaya pérdida de tiempo!, adiós ―concluyó la señora mientras cerraba la puerta tras de sí.
Yo salí tras ella, tratando de que volviese por la caja para depositarla allá donde lo había recogido, pero la señora no quiso saber nada del tema, y metiéndose en el ascensor cerró las puertas forrada de hierro y pulsó hacia la planta baja.
Esa fue la última vez que vi a aquella extraña mujer, que lejos de pedir ayuda con su problema de acumulación de basura, había perdido hasta el sueño por saber lo que contenía una caja, eso sí enlazada con gusto.
“¡Bueno!, y eso que creí haber terminado”, me dije mientras volvía a mi despacho, sintiéndome satisfecho de haber hecho una buena obra por una desconocida, “Ahora ya podrá dormir tranquila”.
Miré por la ventana desde mi despacho cuando sonó el reloj de pared tan laboriosamente adornado, “Vaya, se me ha hecho tarde”, pensé mientras metía las manos en mi chaqueta para comprobar que tenía las llaves del despacho.
“Ahora sí que he terminado por hoy”, me dije mientras miraba a mí alrededor para ver si estaba todo ordenado antes de salir de mi centro de trabajo, que era como mi segunda casa, aunque a decir verdad pasaba más tiempo aquí que donde residía.
Estas cuatro paredes, llenas de títulos y de libros, se habían hecho tan habituales, que casi ni me daba cuenta de que estaban ahí, únicamente cuando algo no se encontraba en su sitio, parecía que se había roto el equilibrio de la habitación hasta que volvía a colocarlo allá donde correspondía.
De repente y a punto de apagar las luces, con la mano en el interruptor, vi sobre una de las sillas del despacho aquella llamativa caja que había dejado desilusionada mi última visita.
“A veces es más importante la ilusión que ponemos a las cosas que lo que realmente podemos esperar de ellas”, pensé teniendo en cuenta las circunstancias de aquella señora que había perdido hasta el sueño fantaseando sobre lo que podía contener esa caja.
“Si tan sólo le hubiese echado un vistazo antes, se habría ahorrado muchas vueltas en la cama”, reflexioné por lo que había supuesto para esa mujer, “pero entiendo que a veces la ilusión es lo único que nos queda, y perder esta es quizás lo más difícil”.
Me quedé mirándola y me dije, “¿y ahora qué?”, pensativo dudaba si deshacerme de aquello o dejarlo ahí para ver si al día siguiente volvía la mujer por ello. Curioso recorrí la habitación, me acerqué a aquella caja y volví a abrir aquel llamativo paquete tan bien envuelto.
Estuve tratando de comprobar si había algún objeto más entre el papel de regalo que envolvía a aquellos tres objetos y no encontré nada. Luego revisé si alguna de las dos tarjetas, la entrada y la nota, tenían algo más escrito a parte de lo obvio y comprobé con sorpresa que la hora de la entrada al balé era para hoy mismo, apenas dentro de una hora.
“¡Bueno!, al menos sé dónde encontrar al dueño de esta caja!, será mejor que se la devuelva, aunque no me ha quedado claro la intención de este al abandonar la caja a su suerte. Pues entonces me voy al balé”, me dije decidido mientras recogía la caja, la cerraba lo mejor posible y salía del despacho apagando las luces tras de mí.
“¿Yo en el balé?, hace años que no acudo a un evento artístico como este… muchos años”, me dije intentando recordar la última vez. Quizás me había volcado demasiado en mis pacientes, a los que atendía ya casi como si de una cita se tratase, y cuando se retrasaban sin haber avisado, hasta me ponía nervioso.
Hace tiempo que ni siquiera tenía vacaciones, ya que, en más de una ocasión, cuando regresé de un viaje de placer me encontré a algún paciente que había empeorado, simplemente porque no había recibido su sesión semanal conmigo.
Por eso, y por mi firme convicción de que la salud es lo primero, fui poco a poco abandonando mis viajes de ocio que tanto me gustaban. No tanto a tomar el sol tumbado en alguna playa de arenas blancas, pues era de piel clara y enseguida me quemaba bajo los rayos del sol; si no para realizar visitas culturales a nuevos lugares, adentrándome en sus museos.
Algo que a otros podría parecer aburrido, era para mí enriquecedor, ver cómo pensaban y actuaban en otras latitudes, con ritos y formas de expresarse tan característicos y singulares. Pero bueno, todo eso quedó atrás y de ello apenas quedará algún álbum de fotos y poco más.
–¡Taxi! ―grité nada más salir del edificio después de despedirme del portero, con el que había entablado una buena relación, aunque no me había querido meter en sus asuntos personales, a pesar de que en alguna ocasión me había tratado de abordar para consultarme al respecto.
A veces me costaba mantener la distancia con los demás, sobre todo cuando sabían de mi profesión y querían consultarme algún caso propio o de algún familiar.
La verdad es que no les culpo, pero sí que en ocasiones se volvía algo incómodo el tener que negarme a atenderles en mitad de un pasillo o por la calle, sin darse cuenta ellos de que existe todo un protocolo establecido, para que la persona tenga en consulta, su tiempo, su espacio y su tranquilidad.
A nadie se le ocurriría pedir a un cirujano que le abriese en mitad de la calle, pues es lo mismo que se me pide, que “opere su alma” en cualquier sitio.
–¡Taxi! ―volví a gritar, mientras levantaba la mano.
–¿A dónde quiere ir? ―preguntó el conductor cuando entré en su vehículo.
–Al balé, a ver esta obra ―dije mientras le enseñaba la entrada que había dejado fuera de la caja, la cual llevaba conmigo.
–¿Una buena noche? ―interrogó el taxista con una sonrisa burlona.
–¿El qué? ―indiqué extrañado por su gesto.
–Esta noche va a pescar, eso seguro ―respondió mientras me guiñaba un ojo.
–¿Se refiere a la caja? ―pregunté observando que no perdía ojo de aquel suvenir― bueno no es mía, y se lo tengo que dar a alguien, aunque no sé a quién.
–¡Claro!, ¡claro! ―dijo el taxista mientras rebuscaba en su camisa ―mire, esta es mi mujer, llevamos ya diez años casados y fue en un sitio como el suyo. Bueno, fue en una ópera, aunque a mí no me van esas cosas, a ella le gusta todo eso de arreglarse e ir a sitios elegantes.
»Estuve ahorrando casi tres meses para poder tener una velada inolvidable, al final salió perfecto. Lo único que la había dicho a ella es que se vistiese elegante y que pidiese la tarde libre en su trabajo. Y allí le hice la gran pregunta, y desde entonces seguimos juntos ―comentaba el taxista mientras miraba con cariño la foto ya casi desdibujada de su mujer.
–Bueno yo sí que voy a hacer preguntas, pero no va a ser esa ―traté de aclarar, aunque sin éxito.
–Ya hemos llegado ―dijo el taxista con una amplia sonrisa―. ¡Buena suerte!
–Sí, gracias ―acerté a responder sin querer darle más detalles de aquella extraña tarde en el que había acudido a consulta una mujer de improviso con esta caja que ahora portaba hacia una obra de balé que desconocía.
No es que fuese muy aficionado a este arte, pero en ocasiones, sobre todo cuando acudía a congresos, se organizaban actos culturales alrededor, dignos de contemplarse por el gran esfuerzo que ponían los organizadores de este.
Me encontraba frente a la puerta de un teatro, algo que me llamó la atención, pues no es el lugar habitual para poder presentar un balé. A la hora de acceder al local presenté la entrada y el portero me dijo:
–¡Buenas noches!, le esperábamos con cierto nerviosismo.
–¿A mí? ―pregunté asombrado por aquel saludo tan inusual.
–Por favor, espere que avisaré al resto.
Y dicho eso abrió una puerta interna y voceó:
–¡Ya está aquí!, preparados todos.