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El misterio de Riddlesdale Lodge
– Harás bien. ¿No tenía cartera?
– Sí. Aquí la tienes. Contiene treinta libras en billetes de diferentes clases, la tarjeta de un vinatero y una factura de unos pantalones de montar.
– ¿Ninguna carta?
– Ni una línea.
– Me imagino que era de esos hombres que no guardan sus cartas – dijo Wimsey —. Instinto de conservación bastante bueno.
– Pregunté a los criados sobre sus cartas. Al parecer, recibía muchas, pero nunca las dejaba por ahí. No han podido decirme nada de las que él escribía, porque todas las cartas se echan en un saco-correo que llevan a la estafeta o se entrega al cartero si viene, lo cual es raro. La impresión general es que no escribía mucho. La doncella dijo que nunca encontró nada importante en el cesto de los papeles.
– Esa es una gran ayuda. ¡Espera un momento! Aquí está su pluma estilográfica. ¡Una Onato toda de oro!.. Mira: está completamente vacía. ¿Qué sacamos en consecuencia? No lo sé, exactamente. A propósito, no veo ningún lápiz por aquí. Me inclino a creer que estás equivocado al suponer que escribía cartas.
– Yo no supuse nada – dijo Parker, suavemente —. Creo que tienes razón.
Lord Peter se separó del tocador, examinó el contenido del armario y miró los títulos de algunos libros que se hallaban sobre la mesilla de noche.
– El figón de la reina Patoja, South Wind (libro que confirma lo que pensábamos de nuestro joven amigo), Crónica de un cadete de Coutras (vaya, vaya, Charles), Manon Lescaut (¡hum!). ¿No hay nada más en esta habitación que deba mirar?
– No creo. ¿Adónde quieres que vayamos ahora?
– Al piso bajo. Espera un momento. ¿Quienes ocupaban las otras habitaciones?.. ¡Ah, sí! He aquí la de Gerald… Helen está en la iglesia. Entremos. Naturalmente, ha sido limpiada y quitado el polvo, y han destruido todo cuanto podía merecer nuestra atención, ¿no?
– Así lo temo. Apenas me ha sido imposible tener a la duquesa alejada de su dormitorio.
– Evidentemente. Aquí está la ventana por la que Gerald gritó. ¡Hum! Nada en la chimenea, naturalmente… El fuego ha sido encendido después. Me gustaría saber dónde puso Gerald esa carta…, la de Freeborn quiero decir.
– Nadie ha sido capaz de sacarle una palabra sobre ese tema – dijo Parker —. El anciano míster Murbles pasó una hora terrible con él. El duque insiste, sencillamente, en que la destruyó. Míster Murbles dice que eso es absurdo, y tiene razón. Si iba a lanzar esa clase de acusación contra el prometido de su hermana, necesitaba alguna prueba para justificarla, ¿no es cierto? ¿O es que Gerald era uno de esos hermanos romanos que dicen simplemente: “Como cabeza de familia, prohíbo las amonestaciones y no hay más que hablar”?
– Gerald es un muchacho educado en nuestras grandes universidades, bueno, leal, honrado… pero un completo asno. Mas no creo que sea tan medieval como eso.
– Si tiene la carta, ¿por qué no la presenta?
– ¿Por qué? Las cartas que los antiguos amigos nos escriben de Egipto no son, en general, comprometedoras.
– ¿No crees tú que ese míster Freeborn hiciera alusión en su carta a algún viejo… ejem… lío que tu hermano no quisiera que llegara a oídos de la duquesa? – sugirió Parker.
Lord Peter, que examinaba distraídamente una hilera de zapatos, se detuvo.
– Es una idea – respondió —. Se le han presentado muchas ocasiones, nada en serio, claro está…, pero la duquesa haría un mundo de la más inocente. -Se puso a silbar con aire pensativo —. De todas formas, cuando uno corre el riesgo de ser colgado…
– ¿Crees tú, Wimsey, que tu hermano piensa de verdad que puede ser colgado? – preguntó Parker.
– Me figuro que Murbles se lo habrá dicho claramente.
– Sí; pero, ¿se da cuenta positivamente… con su imaginación… que es posible ahorcar a un par de Inglaterra fundándose en pruebas indirectas?
Lord Peter consideró el asunto.
– La imaginación no es el punto fuerte de Gerald – admitió —. ¿Supongo yo que ahorcan a los pares?.. ¿No se los decapita más bien en Tower Hill o algo parecido?
– Me informaré – dijo Parker —. Pero lo que sí es cierto es que ahorcaron al conde Ferrers en mil setecientos sesenta.
– ¿De verdad? – preguntó lord Peter —. Digamos como el viejo pagano decía de los Evangelios que “como hacía mucho tiempo que fueron escritos, a lo mejor no eran verdad”.
– Es verdad y bien verdad – respondió Parker —, y fue despedazado y anatomizado después. Pero esa parte del tratamiento está anticuada.
– Bueno, le contaremos a Gerald todo eso – dijo lord Peter – y le convenceremos para que tome el asunto en serio… ¿Cuáles son los zapatos que usó Gerald el miércoles por la noche?
– Estos – dijo Parker —. Pero el imbécil los limpió.
– Sí – dijo lord Peter con amargura —. Gruesos zapatos de cordones… de los que mandan la sangre a la cabeza.
– Llevaba leguis también. Estos.
– Demasiada preparación para dar un paseíto por el jardín. Claro que, como tú ibas a decir, la noche estaba metida en lluvia. Tengo que preguntarle a Helen si Gerald sufre con frecuencia de insomnio.
– Ya se lo pregunté yo. Me contestó que no era corriente; pero que, en ocasiones, sufría de dolor de cabeza, lo cual no le dejaba descansar.
– Pero eso no es motivo para salir en una noche fría. Bien, bajemos.
Atravesaron el salón del billar, donde el coronel estaba haciendo una tacada sensacional, y entraron en el pequeño invernadero.
Lord Peter miró los crisantemos y las cajas donde florecían plantas de bulbos.
– Estas flores me dan la impresión de que se cultivan bien – dijo —. ¿Permitirías entrar aquí todos los días al jardinero para que las regase?
– Sí – respondió Parker disculpándose —. Pero tiene órdenes estrictas de andar solamente por esas esteras.
– Bien. Levántalas y trabajemos.
Con la lupa examinó con todo cuidado el suelo.
– Supongo que todos pasarían por aquí.
– Sí – respondió Parker —. He identificado la mayoría de las huellas. Las personas han entrado y salido. Aquí tenemos al duque. Viene de fuera. Tropieza con el cuerpo. (Parker ha abierto la puerta exterior y alzado algunas esteras para mostrar el lugar donde la grava fue pisoteada y cubierta de sangre). Se arrodilla junto al cadáver. Aquí tenemos su rodilla y la punta del zapato. Después, entra en la casa, atravesando el invernadero y dejando una huella muy clara de barro negro y de grava en el interior, justamente al lado de la puerta.
Lord Peter se arrodilló con precaución para examinar las huellas.
– Es una suerte que la grava sea tan blanda aquí – dijo.
– Sí. No la hay más que en este sitio. El jardinero me dijo que está tan blanda debido al agua que se le cae de los cubos cuando va a llenarlos al pozo. Este año este rincón se hallaba en muy mal estado y le echaron grava hace algunas semanas.
– Hasta ahora, todo confirma las declaraciones de Gerald – dijo lord Peter, que se sostenía mal sobre un trocito de saco —. Sobre este borde ha pasado un elefante. ¿Quién es?
– Uno de los agentes de la Policía. Estoy seguro que pesa más de cien kilos. Esta suela de goma con un parche es de Craikes. Se encuentra por todas partes. Esta es de míster Arbuthnot en zapatillas y estas otras de goma son de míster Pettigrew-Robinson. Todas estas podemos descartarlas. Pero mira ahora aquí: tenemos el pie de una mujer con zapato grueso que franquea el umbral para entrar. Reconozco el pie de lady Mary. Aquí la tenemos otra vez, al lado del pozo. Ella salió para examinar el cadáver.
– Exactamente – dijo Peter —, y a continuación volvió a entrar, con unos cuantos granos de grava roja en sus zapatos. Bien, eso está claro… ¡Hola!
En el invernadero, del lado de la fachada, bajo las estanterías para las plantas menores, cactus fibrosos y culantrillos de pozo se extendían sobre un macizo de tierra húmeda y sombría que disimulaban grandes macetas de crisantemos.
– ¿Qué has encontrado? – preguntó Parker, al ver que su amigo escrutaba con detenimiento aquel nido de verdor.
Lord Peter, que había deslizado su larga nariz entre dos macetas, la retiró y dijo:
– ¿Quién ha puesto “yo no sé qué” en este lugar?
Parker se acercó de prisa. En medio de los cactus se veía claramente la marca dejada sobre el terreno por un objeto rectangular provisto de cantoneras que habían escondido detrás de las macetas.
– El jardinero de Gerald no es, afortunadamente, demasiado concienzudo para dejar un cactus solo durante el invierno – dijo Lord Peter – o hubiera arrancado estas plantas que son dañinas… Pero, mira, esta planta es un verdadero puerco espín… ¡Mide eso!
Parker lo midió.
– Setenta y cinco centímetros por quince – dijo —. Ya es bastante pesado. Se hundió en la tierra, destruyendo las plantas. ¿Acaso una barra de hierro?
– No lo creo – respondió lord Peter —. La marca es más profunda en la parte más alejada de nosotros. Me da la impresión de que se trataba de un objeto voluminoso posado en el suelo y apoyado contra el cristal. Si me pides mi opinión particular, te diría que era una maleta.
– ¡Una maleta! – exclamó Parker —. ¿Por qué una maleta?
– Sí, ¿por qué? Creo que podemos asegurar que no permaneció aquí mucho tiempo. Hubiera sido excesivamente visible a la luz del día. Pero alguien pudo muy bien ponerla aquí… hacia las tres de la mañana, por ejemplo. Alguien que la llevaba en la mano… y que prefería que no la viesen.
– ¿Cuándo se la llevó, entonces?
– Casi inmediatamente, sin duda. Desde luego, antes de salir el sol, porque, si no, la hubiera visto el inspector Craikes seguramente.
– Supongo que no sería el maletín del doctor, ¿eh?
– No…, a menos que el médico estuviera loco. ¿Por qué iba a dejar su maletín en un lugar incómodo, húmedo y sucio, cuando el buen sentido y la comodidad exigían que lo colocase cerca del cadáver, bien a mano? No. A menos que Craikes o el jardinero la trajesen con sus cosas, este objeto lo colocó aquí, la noche del miércoles al jueves, Gerald, Cathcart… o, tal vez, Mary. Nadie más, a mi parecer tenía nada que ocultar.
– Una persona, sí – dijo Parker.
– ¿Quién?
– ¡El desconocido!
– ¿Quién es?
Por toda respuesta, míster Parker se acercó orgullosamente a una hilera de cercos de madera cubiertos con una estera. Alzándola con el mismo ademán de un personaje importante al descubrir una lápida conmemorativa, dejó ver huellas de pisadas alineadas en forma de V.
– Estas no son pisadas de nadie…, de nadie que yo conozca, por lo menos – dijo Parker.
– ¡Hurra! – exclamó Peter.
Al bajar por el sendero de la montaña
descubrieran las diminutas huellas…
Claro que aquí son más grandes.
– No somos tan afortunados como eso – dijo Parker —. Es más bien un caso de:
Siguieron desde el bancal de tierra
estas huellas, una por una,
hasta el centro del entablado;
más allá no había ninguna.
– Gran poeta Wordsworth – comentó lord Peter —. ¡Con cuánta frecuencia he experimentado esa sensación!.. Continuemos, pues: estas son las huellas… de un hombre, zapatos del cuarenta y dos, con tacones desgastados y una pieza en la parte izquierda del zapato del pie derecho. Proceden de la parte dura del sendero, donde no se notan las pisadas, y se detienen junto al cadáver, en este charco de sangre. Dime, ¿no lo encuentras extraño?.. ¿No?.. Tal vez no lo sea… ¿Había huellas de pisadas debajo del cadáver?.. Imposible saberlo con tal desorden. Bien. Él desconocido se para aquí… porque tenemos una pisada más profunda… ¿Se disponía a arrojar a Cathcart al pozo?.. Oye un ruido, se sobresalta, se vuelve, corre de puntillas… y se mete en el macizo de arbustos, ¡por Júpiter!
– Sí – dijo Parker —, y sale de allí, porque se encuentran las huellas de sus pisadas en el bosquecillo.
– Bien. Las seguiremos después. Veamos ahora de dónde proceden.
Los dos amigos se alejaron de la casa siguiendo el sendero. Solamente el espacio situado delante del invernadero se hallaba en mal estado; en todos los demás sitios la grava era dura. Se veían menos huellas, porque había llovido durante varios días. No obstante, Parker aseguró a Wimsey que allí había señales muy claras de haber sido arrastrado un cuerpo, así como visibles manchas de sangre.
– ¿Qué clase de manchas de sangre?.. ¿Esparcidas?
– Sí, la mayoría de ellas. También se veían guijarros desplazados a todo lo largo del sendero… Y, ahora, aquí tienes algo especial.
Era la huella muy clara de la palma de una mano de hombre que se había apoyado pesadamente sobre la tierra de un bordillo de hierba, con los dedos apuntando hacia la casa. La grava del sendero presentaba dos profundos rasguños. Había sangre en el bordillo de hierba, entre el sendero y el macizo, y el filo de hierba estaba destrozado y pisoteado.
– No me gusta eso – dijo lord Peter.
– Feo, ¿verdad?
– ¡Pobre diablo! – exclamó Peter —. Hizo un esfuerzo desesperado por agarrarse aquí. Eso explica la sangre que hay delante de la puerta del invernadero. Pero, ¿quién demonios es capaz de arrastrar un cuerpo que no está muerto?
Algunos metros más lejos el sendero desembocada en la gran avenida. Esta estaba bordeada de arbustos, tras los cuales se extendía un bosquecillo. En el punto de intersección de sendero y avenida se veían algunas huellas más claras, y a unos veinte metros más allá los dos hombres se internaron en el bosquecillo. Un gran árbol, al caerse en tiempos remotos, había abierto un pequeño claro, en el centro del cual se hallaba extendida y sujetada con cuidado una lona.
– La escena de la tragedia – dijo Parker, enrollando la lona.
Lord Peter miraba tristemente el suelo. Enfundado en un abrigo y embozado en una gruesa bufanda color gris, se asemejaba, con su larga nariz y su afilada cara, a una melancólica cigüeña. El cuerpo crispado del hombre que había caído allí levantó las hojas secas y dejó una depresión en el empapado suelo. En un sitio, la tierra más oscura mostraba donde un gran charco de sangre había sido embebido por ella, y las hojas amarillentas de un álamo español no estaban enmohecidas con manchas otoñales.
– Aquí es donde encontraron el pañuelo y el revólver – dijo Parker —. Busqué huellas dactilares, pero la lluvia y el barro las hicieron desaparecer.
Wimsey sacó la lupa, se tumbó boca abajo en tierra y recorrió lentamente el calvero apoyado en la barriga. Parker le seguía en silencio.
– Se paseó de un lado a otro durante cierto tiempo – dijo lord Peter —. No fumó. Le estuvo dando vueltas a algo en su cabeza o bien esperaba a alguien… ¿Qué es esto? ¡Ah, ah! Otra vez el pie que calza el cuarenta y dos. Las pisadas se alejan del bosquecillo por el lado opuesto a la avenida. Ninguna señal de lucha. ¡Qué extraño! A Cathcart le dispararon a quemarropa, ¿no?
– Sí. El tiro le quemó la pechera de su camisa.
– Bien. ¿Por qué se dejó matar sin oponer resistencia?
– Me imagino que si tenía una cita con Calzado Cuarenta y dos, este era alguien que él conocía, que podía acercarse a él sin levantar sospechas.
– Lo cual quiere decir que la entrevista era amistosa… por lo menos, en lo que se refiere a Cathcart. Pero el revólver es una dificultad. ¿Cómo se las compuso Calzado Cuarenta y dos para procurarse el revólver de Gerald?
– La puerta del invernadero estaba abierta – respondió Parker sin convicción.
– Nadie, excepto Gerald y Fleming, sabía dónde estaba el arma – replicó lord Peter —. Además, ¿no irás a decirme que ese individuo vino aquí, entró en la casa a coger el revólver de la sala de estudio, volvió a salir y mató a Cathcart? Parece un procedimiento algo artificioso. Si quería matar a Cathcart, ¿por qué no vino provisto de un arma?
– Es más lógico creer que fuese Cathcart quien llevaba encima el revólver – dijo Parker.
– ¿Por qué no hay señal de lucha entonces?
– Quizá se suicidara Cathcart.
– Entonces, ¿por qué Calzado Cuarenta y dos lo arrastró hasta la puerta del invernadero y huyó, dejándole a la vista?
– Espera un minuto – dijo Parker —. A ver qué te parece esto: Calzado Cuarenta y dos tiene una cita con Cathcart…, digamos para hacerle chantaje. No sé cómo, entre las diez menos cuarto y las diez y cuarto se las compuso para prevenirle de sus intenciones. Eso explicaría el cambio surgido en la actitud de Cathcart y probaría al mismo tiempo que míster Arbuthnot y el duque decían la verdad, tanto el uno como el otro. Cathcart se marcha precipitadamente de la casa después de la disputa con tu hermano. Viene aquí para asistir a la cita. Pasea de arriba abajo esperando a Calzado Cuarenta y dos. Llega este y discute con Cathcart el asunto entre manos. Cathcart le ofrece dinero. El otro exige una cantidad mayor. Cathcart afirma que no la tiene. El tipo explica que, en tales condiciones, se chivará. Cathcart responde: “Entonces, al diablo todo. Me quito de en medio”. Y Cathcart, que ya empuñaba el revólver, se suicida. Calzado Cuarenta y dos es presa de remordimientos. Ve que Cathcart no está muerto del todo. Lo coge y lo arrastra hasta la casa. Es más bajo que Cathcart y no fuerte, y le cuesta mucho trabajo llevarle. En el momento en que llegan a la puerta del invernadero, Cathcart sufre una hemorragia final y entrega su alma a Dios. Calzado Cuarenta y dos se da cuenta de que su situación es comprometida, ya que se encuentra en una propiedad privada, solo con un cadáver a las tres de la madrugada. Si lo ven, tendrá que dar explicaciones… Deja a Cathcart… y huye. Entra el duque de Denver y tropieza con el cadáver. ¡Tableau!
– Está muy bien, sí señor; muy bien – dijo Peter —. Pero, ¿cuándo sucedió? Gerald encontró el cadáver a las tres de la madrugada; el médico estuvo aquí a las cuatro y media y dijo que Cathcart llevaba muerto hacía varias horas. Perfectamente. ¿Y el tiro que oyó mi hermana a las tres?
– Escucha, amigo mío – dijo Parker —. No quiero ser descortés con tu hermana. ¿Puedo presentar las cosas como creo? Sugiero que ese disparo de las tres de la madrugada fue hecho por un cazador furtivo.
– Es probable – asintió lord Peter —. Bien, Parker, yo creo que eso tiene cierta verosimilitud. Adoptemos esa explicación provisionalmente. Lo primero que tenemos que hacer ahora es encontrar a Calzado Cuarenta y dos, puesto que puede atestiguar que Cathcart se suicidó y, para mi hermano, es el único hecho que tiene importancia. Pero para satisfacer mi curiosidad, me gustaría saber: ¿por qué Calzado Cuarenta y dos hacía chantaje a Cathcart? ¿Quién escondió una maleta en el invernadero? ¿Qué hacía Gerald en el jardín a las tres de la mañana?
– Supongamos que empezamos a investigar de dónde venía Calzado Cuarenta y dos – dijo Parker.
Cuando volvían a su búsqueda, Wimsey exclamó:
– ¡Hola, hola! Aquí hay algo… Parker, mira: esto es un verdadero tesoro.
Un objeto minúsculo que había retirado del barro y de las hojas secas brillaba en sus manos.
Era uno de esos amuletos que las mujeres cuelgan de sus pulseras: un diminuto gato con ojos de esmeralda.
3
Manchas de sangre y manchas de barro
Otras muchas cosas son buenas en sí, pero dame sangre… Decimos: “¡Aquí está! ¡Es sangre!”, y es un hecho real. Lo apuntamos. No admite duda… Por tanto, necesitamos sangre, ¿comprendes?
David Copperfield.– Hasta el presente – dijo lord Peter, siguiendo penosamente la pista de Calzado Cuarenta y dos por el bosquecillo —, siempre he sostenido que los criminales que siembran su camino de pequeños objetos personales eran una invención cómoda de la literatura policíaca para beneficio del autor. Me doy cuenta de que aún tengo que aprender mucho sobre mi trabajo.
– En realidad, no hace mucho tiempo que lo ejerces – declaró Parker —. Además, ignoramos si este gato pertenece al asesino, a un miembro de tu familia, o a ese tipo que está en América, el dueño actual de la finca, o bien a su anterior propietario. A lo mejor, lleva aquí desde hace años… Mira, aquí hay una rama rota que tuvo que romper nuestro amigo…
– Preguntaré a la familia – dijo lord Peter y haremos investigaciones entre las gentes del pueblo a ver si alguien ha perdido este gatito. Las piedras son buenas. No es una alhaja que se pierde sin revolver el cielo con la tierra… He perdido por completo el rastro de Calzado Cuarenta y dos.
– No te preocupes… Ya lo he encontrado yo. Tropezó con una raíz.
– ¡Maldita sea! – exclamó con rabia lord Peter, irguiéndose —. El cuerpo humano no está hecho para esta labor de perro pachón. Si se pudiera andar a cuatro patas y se tuviesen ojos en las rodillas, sería mucho más práctico.
– Estoy completamente de acuerdo contigo – dijo Parker —. Mira: aquí tenemos ya la tapia del parque.
– Y por aquí fue por donde la franqueó – respondió lord Peter, señalando con el dedo un lugar donde las puntas de hierro que coronaban la empalizada estaban rotas —. Y aquí es donde se arrojó. Se ven las marcas de sus tacones, de sus manos y de sus rodillas. ¡Hum! Ayúdame a izarme, viejo. ¡Gracias! La brecha es antigua. El propietario de esta finca debería cuidar mejor sus tapias. El otro se habrá destrozado, por lo menos, el impermeable. Veo en estas puntas algunos trozos de su Burberry. Al otro lado de la tapia hay un foso profundo en donde voy a dejarme caer.
El ruido de una caída anunció que Peter había puesto en práctica su proyecto. Parker, al verse abandonado, miró a su alrededor y, al darse cuenta que la verja de entrada se hallaba solamente a unos cien metros echó a correr hacia ella y buscó a Hardraw, el guardabosque, el cual salió amablemente a abrirle.
– A propósito – le dijo Parker —, ¿descubrió usted algún indicio de que hubiera cazadores furtivos por este lugar el miércoles por la noche?
– En absoluto – respondió el hombre —. Ni siquiera un conejo muerto. Reconozco que milady se equivocó. Me apuesto a que el tiro que yo oí fue el que mató al capitán.
– Seguramente – dijo Parker —. ¿Sabe usted desde cuando están rotas las puntas de hierro de la empalizada?
– Desde hace un mes o dos. Ya deberían estar reparadas; pero el obrero que tenía que hacerlo se puso enfermo.
– Supongo que la verja se cierra con llave por las noches, ¿verdad?
– Sí.
– Si alguien deseara entrar, tendría que despertarle a usted, ¿no?
– Sí.
– ¿No ha visto usted rondando a lo largo de la empalizada a algún sospechoso el miércoles pasado?
– No, señor; tal vez mi mujer viera algo… ¡Eh, ven aquí!
Mistress Hardraw, llamada de tal forma, apareció en la puerta del cottage con un niño agarrado a sus faldas.
– ¿El miércoles? – preguntó —. No, no vi a nadie. Estoy siempre pendiente de los vagabundos. Este lugar es muy solitario… ¿El miércoles?.. Ahora recuerdo que ese fue el día que vino aquel joven en motocicleta.
– ¿Un joven en motocicleta?
– Dijo que había pinchado y me pidió un cubo con agua.
– ¿Fue eso todo lo que dijo?
– Preguntó cuál era el nombre de la propiedad y el de su dueño.
– ¿Le dijo usted que aquí vivía el duque de Denver?
– Sí, señor; y dijo que suponía que habría mucha gente reunida aquí para la caza.
– ¿Indicó adónde se dirigía?
– Me dijo que venía de Weirdale y que iba a hacer un recorrido por todo Cumberland.
– ¿Cuánto tiempo estuvo aquí?
– Una media hora. Cuando terminó de arreglar la rueda, puso en marcha la moto y le vi alejarse hacia King's Fenton.
Señaló con el dedo hacia la derecha, donde se veía a lord Peter gesticulando en el centro de la carretera.
– ¿Qué clase de hombre era?
Como la mayoría de la gente, mistress Hardraw carecía de precisión. Creía que era bastante joven, más bien alto que bajo, ni rubio ni moreno, y con una pelliza larga de esas que usan los motoristas, con cinturón.
– ¿Era un caballero?
Mistress Hardraw titubeó y míster Parker clasificó, mentalmente, al desconocido como individuo de la clase media.
– ¿Observó, por casualidad, la matrícula de la moto?
– No. Pero me di cuenta de que tenía sidecar.
Las gesticulaciones de lord Peter se hacían más violentas, y Parker se apresuró a reunirse con él.
– ¡Date prisa, vago! – exclamó lord Peter, injustamente —. Este foso es magnífico.
Desde un foso como este,
cuando la brisa acariciaba los árboles
y no hacían ruido; desde un foso como este
nuestro amigo, al parecer, escaló las murallas de Troya
y puso sus plantas sobre el herbáceo campo.
¡Mira mis pantalones!
– Es difícil escalar por este lado – opinó Parker.
– Sí. Puso el pie en esta hendidura y una mano en lo alto de la empalizada para izarse. Calzado Cuarenta y dos tiene una estatura, una fuerza y una agilidad excepcionales. A mí me ha sido imposible hacerlo y mido un metro setenta y cinco… ¿Quieres intentarlo tú?