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El misterio de Riddlesdale Lodge
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El misterio de Riddlesdale Lodge

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El misterio de Riddlesdale Lodge

El coronel Marchbanks y su esposa se sentaban uno al lado de la otra. En ellos no había nada hermoso, excepto su flemático afecto mutuo. Mistress Marchbanks no estaba irritada, pero se sentía cohibida por la presencia de la duquesa, porque no podía sentir lástima por ella. Cuando se siente lástima por una persona se la llama mi pobre amiga o mi pobrecita amiga. Puesto que, evidentemente, no podía llamar a la duquesa mi pobre amiga, no podía sentir lástima por ella. Esto ponía nerviosa a mistress Marchbanks. El coronel se hallaba molesto e irritado: molesto, porque era difícil encontrar un tema de conversación en una casa cuyo “señor” acababa de ser detenido por asesinato; irritado, porque estas cosas tan desagradables no deben ocurrir durante la temporada de caza.

Mistress Pettigrew-Robinson no solamente estaba irritada, sino profundamente herida. Cuando jovencita había adoptado la divisa Quaecunque honesta estampada sobre su cuaderno escolar. Siempre había pensado que era preciso no dejar jamás a su espíritu insistir sobre un tema que no era verdaderamente agradable. Aun ahora, a la mitad de su vida, procuraba ignorar los artículos periodísticos encabezados con títulos tales como: Atropello a una maestra de Cricklewood; Muerte en una caña de cerveza; Setenta y cinco libras por un beso, o Le llamó Juan Lanas. Decía que no comprendía que eso pudiera beneficiar a nadie. Lamentaba haber consentido en venir a Riddlesdale Lodge en ausencia de la duquesa. Nunca le había agradado lady Mary; la consideraba una especie particularmente chocante de las jóvenes modernas, independientes hasta el exceso; además, había ese incidente tan desagradable con un bolchevique cuando lady Mary fue enfermera en Londres durante la guerra. Tampoco le había agradado nunca el capitán Denis Cathcart. No le gustaba, en un joven, esa belleza demasiado visible. Míster Pettigrew-Robinson había deseado venir a Riddlesdale y era su deber acompañar a su marido. Claro que no podía reprocharle por este resultado tan desafortunado.

Míster Pettigrew-Robinson estaba irritado, simplemente porque el detective de Scotland Yard no había aceptado su ayuda en el registro de la casa y del parque ni en la búsqueda de huellas dactilares. Como hombre de mucha experiencia en esas materias (míster Pettigrew-Robinson era magistrado), se había puesto a disposición del policía. No solamente no le había hecho caso, sino que le había ordenado bruscamente que se marchase del invernadero, donde él (míster Pettigrew-Robinson) estaba reconstruyendo las cosas según las declaraciones de lady Mary.

Estas irritaciones y molestias hubieran podido ser menos penosas para todos si no las hubiera agravado la presencia de aquel detective. Este muchacho tranquilo, vestido de tweed, comía huevos con curry en uno de los extremos de la mesa, al lado de míster Murbles, el abogado. Llegado de Londres el viernes, había corregido a la Policía local y disentía fuertemente de la opinión del inspector Craikes. Ocultó al jurado ciertas informaciones que, expuestas abiertamente, hubieran impedido tal vez la detención del duque. Oficiosamente evitó la marcha de los desgraciados invitados con el pretexto de hacerles sufrir un nuevo interrogatorio, y de esta forma los tenía a todos reunidos aquel terrible domingo. Y para colmo, era amigo íntimo de lord Peter Wimsey, por lo cual tuvieron que prepararle una cama en el cottage del guardabosque y darle de desayunar en Riddlesdale Lodge.

Míster Murbles, que era anciano y hacía malas digestiones, había llegado precipitadamente el jueves por la noche. Encontró el juicio muy mal llevado y a su cliente intratable. Empleó todo su tiempo en tratar de obtener ayuda de sir Impey Biggs, K. C.[6], que se había ausentado durante el fin de semana sin dejar dirección. Estaba comiendo pan tostado y sentía simpatía por el detective, quien le llamaba sir y le pasaba la mantequilla.

– ¿Acaso quiere alguien ir a la iglesia? – preguntó la duquesa.

– A Theodore y a mí nos gustaría ir – respondió mistress Pettigrew-Robinson —, si no es mucho trastorno. Podríamos ir a pie. La distancia no es mucha.

– Hay sus buenos cinco kilómetros – dijo el coronel Marchbanks.

Míster Pettigrew-Robinson le miró agradecido.

– Iremos en el coche – dijo la duquesa —. Yo también voy.

– ¿De veras? – preguntó el honorable Freddy —. ¿No cree usted que la mirarán con malos ojos?

– ¿Importa eso en realidad, Freddy? – dijo la duquesa.

– Yo creo que toda esa gente que vive en el pueblo es socialista y metodista.

– Si es metodista, no estará en la iglesia – observó mistress Pettigrew-Robinson.

– ¿No? – replicó el honorable Freddy —. Puedo apostar a que estarán, si hay algo que ver. Será para ellos mejor que un funeral.

– Existe, ciertamente, un deber que cumplir – dijo mistress Pettigrew-Robinson —, sean cuales fueren nuestros sentimientos íntimos y personales…, sobre todo en la época actual, en la que la gente es tan terriblemente débil.

Y fijó los ojos en el honorable Freddy.

– ¡Oh, no se preocupe por mí, mistress Pettigrew-Robinson! – dijo amablemente el joven —. Todo lo que yo digo es que esos animales hacen cosas desagradables, no me lo reproche.

– ¿Quién piensa en reprocharle nada, Freddy? – preguntó la duquesa.

– ¡Oh, es un modo de hablar simplemente! – respondió el honorable Freddy.

– ¿Qué piensa usted, míster Murbles? – inquirió la dueña de la casa.

– Su intención me parece muy loable – respondió el abogado mientras movía con todo cuidado su café – y es digna de crédito, mi querida señora; no obstante, míster Arbuthnot tiene razón al decir que puede ponerla en evidencia… proporcionarle una desagradable publicidad. Yo siempre he sido un cristiano de verdad, pero no creo que nuestra religión exija que nos hagamos presentes…, ejem…, en circunstancias dolorosas.

Míster Parker recordó para sí un dicho de lord Melbourne.

– Después de todo – declaró mistress Marchbanks —, como Helen ha dicho tan sensatamente, ¿qué importa? Nadie tiene, en realidad, nada de qué avergonzarse. Ha sido, por supuesto, un estúpido error; pero no veo por qué no pueden ir a la iglesia los que tengan deseos de ir.

– Evidente, amiga mía, evidente – dijo el coronel en tono caluroso —. Podemos entrar de paso y salir antes que acabe el sermón. Creo que es lo mejor. Eso probará, por lo menos, que no creemos que nuestro querido Denver ha hecho nada malo.

– Olvidas, querido – dijo su esposa —, que he prometido a Mary permanecer con ella en la casa.

– Claro, claro…, ¡qué estúpido soy! – respondió el coronel —. ¿Cómo se encuentra?

– No descansó nada anoche la pobre criatura – dijo la duquesa —. Tal vez logre dormir un poco por la mañana. Ha sido un rudo golpe para ella.

– Lo que prueba, quizá, que es una bendición – dijo mistress Pettigrew-Robinson.

– ¡Querida! – exclamó su marido.

– Me pregunto cuándo tendremos noticias de sir Impey – comentó el coronel Marchbanks, precipitadamente.

– Sí es verdad – gimió míster Murbles —. Cuento con su influencia sobre el duque.

– Por supuesto, debe hablar – dijo mistress Pettigrew-Robinson – para seguridad de todos. Debe decir lo que estaba haciendo fuera a semejante hora o, si no quiere hacerlo, hay que averiguarlo. ¡Dios mío! Por eso es por lo que están aquí estos detectives, ¿verdad?

– Esa es la desagradable tarea que les incumbe – dijo míster Parker de pronto.

No había hablado nada desde hacía mucho tiempo y todos saltaron en sus asientos.

– Tengo la impresión de que usted lo aclarará todo en seguida, míster Parker – dijo mistress Marchbanks —. Tal vez sepa usted ya quién es el verdadero ase…, el verdadero culpable.

– Aún no – respondió míster Parker —. Pero haré todo lo posible por descubrirlo. Además – añadió con amplia sonrisa —, creo que van a ayudarme.

– ¿Quién? – inquirió míster Pettigrew-Robinson.

– El cuñado de su gracia.

– ¿Peter? – preguntó la duquesa —. Míster Parker se divertirá con el aficionado de la familia – añadió.

– En absoluto – respondió Parker —. Wimsey sería uno de los mejores detectives del mundo si no fuera tan perezoso. Solo que nunca podemos conseguir su ayuda.

– He telegrafiado a Ajaccio… poste restante – dijo míster Murbles —, pero sabe Dios cuándo irá a buscar su correo. No dijo nada de cuándo pensaba regresar a Inglaterra.

– Es un pájaro extraño – dijo el honorable Freddy con poco tacto —. Debería de estar aquí, ¿no? Quiero decir que si algo le sucediera al pobre Gerald, se convertiría automáticamente en el jefe de la familia, ¿verdad?.. hasta la mayoría de edad de Pickled Gherkins.

En medio del silencio impresionante que siguió a esta observación, se oyó distintamente el ruido de un bastón arrojado con fuerza en el paragüero.

– ¿Quién puede ser? – preguntó la duquesa.

La puerta se abrió bruscamente.

– Buenos días mis queridos viejos – saludó el recién llegado alegremente —. ¿Cómo están todos ustedes?.. ¡Hola, Helen!.. Coronel, usted me debe media corona desde septiembre del año pasado… ¡Buenos días, mistress Marchbanks!.. ¡Buenos días, mistress P.!.. Bien, míster Murbles, ¿qué piensa usted de este joro…, de este detestable tiempo?.. No te molestes en levantarte, Freddy; sentiría causarte molestia… Parker, amigo mío, ¡qué maravilloso te encuentro! ¡Eres un verdadero poste! ¡Siempre en tu puesto cuando se te necesita!.. ¿Han terminado de desayunar? Hubiese querido levantarme más pronto, pero Bunter no ha tenido valor para despertarme. No quise venir en cuanto llegué, porque eran las dos de la madrugada y no me pareció una hora muy oportuna. ¿Cómo, coronel?.. En aeroplano, De París a Londres en el Victoria… Después, en coche por esas condenadas carreteras hasta llegar a Riddlesdale. Me han dado una cama espantosa en el Lord in Glory, aunque llego a tiempo de que me den de comer la última salchicha… ¿Cómo? ¿Que no hay salchicha, un domingo por la mañana, en el desayuno de una familia inglesa? ¡Dios mío! ¿Adónde vamos a parar?.. Dime, Helen, Gerald se ve metido en un lío esta vez, ¿no? Has hecho mal en dejarle solo; siempre hace tonterías… ¿Qué es esto? ¿Curry? Gracias, viejo, no necesitas ser tan obsequioso. He estado viajando durante tres días sin parar… Freddy, pásame las tostadas… Perdón, míster Marchbanks… Sí, Córcega es un país asombroso. Nada más que chicas bonitas y muchachos con ojos muy negros y navajas en el cinturón… ¡Rayos! ¡Y qué hambre tengo!.. Bunter tuvo un jaleo con la hija del dueño de la posada en una plaza. Ya conocen ustedes lo susceptible que es. ¿O nunca pensaron en ello?.. Escucha, Helen, quise haberte traído de París algunas combinaciones de seda, pero leí que este cochino de Parker se me adelantaba siguiendo el rastro de esas manchas de sangre. Por tanto, hicimos nuestro equipaje y nos marchamos.

Mistress Pettigrew-Robinson se levantó de su asiento.

– Theodore, creo que deberíamos prepáranos para ir a la iglesia – dijo.

– Diré que preparen el coche – dijo la duquesa —. Peter, me alegro mucho de verte aquí. No fue conveniente que te marcharas sin dejar la dirección. Llama, si quieres algo más. Ha sido una lástima que no llegaras a tiempo de ver a Gerald.

– No te preocupes – respondió alegremente lord Peter —. Iré a verle a la cárcel. Es preferible lavar la ropa sucia en familia; eso facilita la cosa, sobre todo cuando se trata de un crimen. Estoy muy preocupado por la pobre Polly[7]. ¿Cómo se encuentra?

– Hay que dejarla tranquila todo el día de hoy – dijo la duquesa con decisión.

– ¡De acuerdo! – respondió lord Peter —. No la molestaré. Parker y yo vamos a divertirnos hoy mucho. Va a enseñarme esas huellas de pasos sangrientas… No creas, Helen, que esto es un juramento, sino un adjetivo de cualidad… Espero que la lluvia no las haya borrado.

– No – respondió Parker —. Las he cubierto con macetas.

– Entonces, pásame el pan y la mermelada de naranja – dijo lord Peter – y hazme un relato de todo.

La marcha de los que iban a la iglesia hizo más humana la atmósfera de la casa. Mistress Marchbanks subió al piso para decir a Mary que Peter había llegado y el coronel encendió un enorme cigarro. El honorable Freddy se levantó de la mesa y empujó un sillón de cuero hasta la chimenea, sentándose con los pies apoyados en el guardafuegos, mientras Parker se servía otra taza de café.

– Me figuro que habrás leído los periódicos – dijo.

– Sí, leí la referencia del juicio – contestó lord Peter —. Mira, si me perdonas que lo diga, te diré que me pareció todo un poco sucio.

– ¡Fue escandaloso! – dijo míster Murbles —. ¡Escandaloso! La conducta del coroner fue improcedente. No debió de hacer jamás un resumen semejante. Con un jurado compuesto de campesinos ignorantes, podía esperarse todo. Si yo hubiese podido llegar antes…

– Temo que, en parte, haya sido culpa mía, Wimsey – dijo Parker con aire contrito —. Craikes no está contento conmigo. El comisario de Policía de Stapley nos avisó sin consultarle y, cuando me llegó su mensaje, corrí al despacho del jefe para que me confiara el caso. Pensé que si había dificultades o inconvenientes, a ti te gustaría que fuese yo, y no otro, quien se ocupara del caso. Estaba terminando un asunto que tenía entre manos y no pude tomar el tren, con unas cosas y con otras, hasta la noche. Cuando llegué el viernes, Craikes y el coroner estaban ya de acuerdo como gitanos de una feria. Habían fijado el juicio para aquella mañana… lo cual era ridículo… y preparado la cosa para que las declaraciones de los testigos resultaran tan dramáticas como fuera posible… Solo me dio tiempo a recorrer el terreno (desfigurado, siento decirlo, por las huellas de Craikes y de sus rufianes de la localidad), y no tuve nada que llevar al jurado.

– No te preocupes – dijo Wimsey —. No te hecho la culpa. Además, todo eso hace más emocionante la caza.

– El hecho es – dijo el honorable Freddy – que nosotros no somos populares entre los abogados. Aristócratas vagos y franceses inmorales. Lamento que no oyeras a miss Lydia Cathcart. Te hubiera agradado. Se marchó a Golders Green, llevándose el cadáver con ella.

– Bueno. Me figuro que no habrá nada misterioso respecto al cadáver, ¿verdad? – preguntó Wimsey.

– No – respondió Parker —. El forense fue muy claro. Cathcart recibió un tiro en pleno pecho que le atravesó el pulmón. Esto es todo.

– Pero no se suicidó, téngalo en cuenta – dijo el honorable Freddy —. Yo no he dicho nada para no tirar por tierra el relato de Gerald; pero todo eso de que Cathcart estaba fuera de sí y furioso, son fantasías para mí.

– ¿Cómo lo sabes? – preguntó Peter.

– Amigo mío, Cathcart y yo subimos juntos para acostarnos. Yo estaba un poco disgustado, debido a la baja de unas acciones que me producían una pérdida de dinero considerable. Aquella mañana, durante la cacería, yo no había matado nada. Tenía una apuesta con el coronel a propósito del número de dedos que tenían las patas de los gatos y yo la había perdido. Dije a Cathcart que la vida era un infierno en este maldito mundo o palabras por el estilo. “Nada de eso”, me respondió. “La vida es estupenda. Mañana voy a pedir a Mary que fije la fecha de nuestro matrimonio y nos iremos a vivir a París, donde se comprende el amor”. No recuerdo lo que le contesté y él se separó de mí silbando.

Parker había adquirido un aspecto grave. El coronel se aclaró la voz.

– ¿Qué quiere usted? – dijo —. No podemos hacernos cuenta de lo que pensaba un hombre como Cathcart. En absoluto. Educado en Francia, ya lo saben ustedes. Nada de común con un inglés. Siempre arriba y abajo, abajo y arriba. ¡Pobre muchacho! ¡Es muy triste! En fin, Peter, espero que míster Parker y usted logren descubrir algo. Debemos de procurar que el pobre Denver salga de la cárcel cuanto antes. Es muy doloroso para él, sobre todo con la cantidad de “pájaros” que hay este año. Espero que hará usted una inspección, ¿no, míster Parker?.. Freddy, ¿qué le parece si echásemos una partida al billar?

– ¡Magnífica idea, coronel! – respondió el honorable Freddy —. Tendrá que darme cien carambolas de ventaja, por lo menos, amigo mío.

– ¡Tonterías, tonterías! – exclamó el veterano militar de excelente humor —. Juega usted tan bien como yo.

Cuando se retiró míster Murbles, Wimsey y Parker quedaron sentados frente a frente en la mesa, con los restos del desayuno ante ellos.

– Peter, no sé si he hecho bien en venir – dijo el detective —. Si tú crees que…

– Amigo mío – le interrumpió Wimsey —, nada de escrúpulos. Vamos a trabajar en este caso como en cualquier otro. Si surge algo desagradable, prefiero que seas tú y no otro el que esté colaborando conmigo. Se trata de un caso extraordinario y voy a dedicarme a él muy en serio.

– Si tú estás seguro de que es así…

– Mi querido amigo, si tú no estuvieras aquí, ya te habría mandado venir. Y, ahora, manos a la obra. Por supuesto, parto de la hipótesis de que Gerald no cometió el crimen.

– Yo estoy seguro de eso.

– No, no – dijo Wimsey —. Tú no debes de actuar así. Nada de palabras inconsideradas, nada de confianza excesiva. Cuento contigo para poner en duda todas mis conclusiones.

– ¡De acuerdo! – respondió Parker —. ¿Por dónde quieres empezar?

Peter reflexionó unos instantes.

– Creo que debemos empezar por el dormitorio de Cathcart – respondió.

* * *

El dormitorio era una habitación de proporciones moderadas, con una sola ventana que se abría sobre la puerta principal del edificio. La cama estaba a la derecha, el tocador delante de la ventana. A la izquierda se hallaba la chimenea, con un sillón y una mesita escritorio delante.

– Todo está como estaba – dijo Parker —. En eso tuvo muy buen sentido Craikes.

– Sí – respondió lord Peter —. Bien. Gerald dice que cuando acusó a Cathcart de ser una mala persona, este se levantó bruscamente y estuvo a punto de tirar la mesa. Se trata de la mesita escritorio; por tanto, Cathcart estaba sentado en el sillón. Sí, eso…, y lo empujó hacia atrás con tal violencia que levantó la alfombra. Mira. Hasta aquí todo va bien. ¿Qué hacía? No leía, porque no hay libro a la vista, y sabemos que salió precipitadamente de la habitación y no regresó. Perfectamente. ¿Escribía? No, el secante está inmaculado.

– Podía estar escribiendo con lápiz – observó Parker.

– Cierto, mi querido aguafiestas; pudo ser eso. En tal caso, se guardó el papel en el bolsillo cuando Gerald entró, porque no está aquí; pero no se lo pudo guardar en el bolsillo porque no se encontró en el cadáver. Por tanto, no escribía.

– Pudo tirarlo en alguna parte – dijo Parker —. No he registrado todo el parque… y si aceptamos que el disparo oído por Hardraw a las doce menos diez fue el disparo… tenemos hora y media en blanco.

– Bien. Digamos que no hay nada aquí que nos demuestre que escribía. ¿De acuerdo? Bien, entonces…

Lord Peter sacó una lupa del bolsillo y examinó la superficie del sillón con todo cuidado antes de sentarse en él.

– Nada interesante aquí – dijo —. Continuemos: Cathcart se sentó donde yo estoy sentado. No escribía; él… ¿Estás seguro de que a esta habitación no la han tocado?

– Completamente seguro.

– Entonces, no fumaba.

– ¿Por qué no? Pudo arrojar la colilla del cigarro o del cigarrillo a la chimenea cuando entró Denver.

– Un cigarrillo, no – dijo Peter —, porque encontraríamos señales en alguna parte… en el suelo o en la chimenea. La ceniza de los cigarrillos es muy ligera y se esparce por doquier. Pero un cigarro… Bien, pudo estar fumando un cigarro sin dejar señal, quizá. Pero yo espero que no.

– ¿Por qué?

– Porque, hijo mío, yo quiero que lo contado por Gerald sea verdad, al menos en parte. Un hombre que tiene los nervios de punta no se sienta a gozar de las delicias de un cigarro antes de acostarse ni se preocupa de que la ceniza no caiga en ninguna parte. Por otro lado, si Freddy dice la verdad y Cathcart se mostraba inusitadamente tranquilo y contento de vivir, eso es lo que hubiera hecho.

– ¿Crees tú que Arbuthnot ha podido inventar eso? – preguntó Parker, pensativo —. No lo considero hombre de esa clase. Tendría que ser muy imaginativo y de una malicia que, seguramente, no tiene.

– Lo sé – respondió lord Peter —. Conozco a Freddy de toda mi vida y es incapaz de hacer daño a una mosca. Además, es incapaz también de forjar cualquier clase de historia. No tiene cerebro para eso. Pero lo que me desconcierta es que Gerald tampoco tiene seso suficiente para inventar un drama como el de su riña con Cathcart.

– Por otra parte – dijo Parker —, si admitimos por un momento que mató a Cathcart, tenía con qué estimular su imaginación. Se trataba de salvar su cabeza… Quiero decir que cuando está en juego algo tan importante, es maravilloso cómo se agudiza nuestro ingenio. Y su relato está tan traído por los pelos que casi se está tentado de atribuirlo a un embustero sin experiencia.

– Cierto. Hasta el momento has echado por tierra todos mis descubrimientos. No importa. No me doy por vencido. Cathcart se hallaba sentado aquí…

– Por lo menos, eso dijo tu hermano.

– ¡Déjame en paz! Digo que estaba sentado aquí; por lo menos, alguien lo estuvo, porque dejó la impresión de sus posaderas en el almohadón.

– Eso pudo ser antes.

– ¡Vamos! Estuvieron fuera todo el día. Bien está que me contradigas, pero no fuerces la nota, Charles. Digo que Cathcart estaba sentado aquí y… ¡Hola, hola!

Se inclinó hacia adelante, con los ojos fijos en la chimenea.

– Charles, ahí dentro se han quemado papeles.

– Lo sé. Eso me produjo ayer fuerte excitación, pero me di cuenta que se había hecho lo mismo en la chimenea de algunas habitaciones. Corrientemente, se deja extinguir el fuego y se le vuelve a encender una hora antes de la cena aproximadamente. Aquí no hay más servidumbre que la cocinera, la doncella y Fleming, y tienen un trabajo enorme con tantos invitados.

Lord Peter extraía los trozos de papel carbonizado.

– No encuentro nada que contradiga tu hipótesis – dijo tristemente —, y este fragmento del Morning Post parece confirmarlo. Por tanto, solo podemos suponer que Cathcart se sentó aquí a soñar y no hizo nada. Me temo que eso no nos lleva muy lejos.

Se levantó del sillón y se dirigió al tocador.

– Estos objetos de tocador de concha me gustan mucho – dijo —, y el perfume es Baiser du soir… estupendo también. Nuevo para mí. Debo llamar la atención de Bunter sobre ello. Un magnífico estuche de manicura, ¿eh? Oye: a mí me gustan las cosas limpias y ordenadas, pero Cathcart me gana por la mano. ¡Pobre diablo! Y, después de todo, para terminar enterrado en Golders Green. Solo le vi una o dos veces. Me impresionó como hombre que sabía todo cuanto había que saber. Siempre me sorprendió los sentimientos que inspiró a Mary. Claro que yo sé muy poco de Mary. Tiene cinco años menos que yo. Cuando estalló la guerra, mi hermana acababa de salir del colegio y partió para París. Yo me alisté en el ejército, y cuando ella regresó, se puso a trabajar en un hospital y en el servicio social, así que apenas la veía alguna que otra vez. En esa época Mary tenía la cabeza llena de ideas nuevas. Quería reformar el mundo y no encontraba grandes cosas que decirme. Conoció a una especie de pacifista que debía de ser un fracasado, me figuro. Caí enfermo. Después tuve el fracaso de Bárbara y no me sentía con mucho ánimo de hablar con nadie. A continuación, me vi envuelto en el caso de los brillantes de lord Attenbury… y como resultado de todo es que conozco muy poco a mi hermana… Pero se diría que sus gustos han cambiado en lo que se refiere a los hombres. Mi madre me dijo que Cathcart tenía encanto; eso significaba que era atractivo a las mujeres, me supongo. Un hombre no puede darse cuenta de tales cualidades de otro hombre, pero mi madre tiene, por lo regular, razón… ¿Qué se hizo de los papeles de este individuo?

– Se encontraron muy pocos – respondió Parker —. Un talonario de cheques expedido por la sucursal del banco Cox en Charing Cross; pero estaba sin usar y no ayuda nada. Al parecer, solo poseía allí una pequeña cuenta corriente, que le servía muy bien para cuando venía a Inglaterra. Casi todos los cheques son al portador, con algunos expedidos a hoteles y sastres.

– ¿Algún libro de cuentas?

– Yo creo que todos sus papeles importantes están en París. Allí tiene un piso, en alguna parte cerca del río. Nos hemos puesto en contacto con la Policía parisiense. Tiene una habitación alquilada en el Albany, de Londres. Les he dicho que la cerraran con llave hasta que yo llegara. Tengo pensado ir mañana.

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