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El misterio de Riddlesdale Lodge
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El misterio de Riddlesdale Lodge

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El misterio de Riddlesdale Lodge


EL CORONER. – ¿Por qué salió usted por allí?

TESTIGO. – Porque era más rápido que descorrer los cerrojos de la puerta principal o de la puerta de servicio.

Al llegar aquí entregaron al jurado un plano de Riddlesdale Lodge. Era una casa grande, de dos pisos, construida en un estilo sencillo, y alquilada por su actual dueño, míster Walter Montague, al duque de Denver para la temporada. Míster Montague se encontraba en los Estados Unidos.

TESTIGO. – Al llegar a la puerta del invernadero vi a un hombre en el exterior, inclinado sobre algo que estaba en el suelo. Cuando alzó la vista, me quedé asombrada al reconocer a mi hermano.

EL CORONER. – Antes de darse cuenta de quién era, ¿a quién esperaba usted ver?

TESTIGO. – Apenas lo sé… ¡Todo sucedió tan rápido!.. Pensé que era un ladrón, me figuro.

EL CORONER. – Su gracia dijo que, al verle, usted gritó: “¡Oh Dios mío! ¡Tú le has matado!”. ¿Puede usted explicarnos por qué dijo eso?

TESTIGO. – (Muy pálida). Creí que mi hermano había sido atacado por un ladrón y lo había matado en defensa propia…, aunque es posible que yo gritara sin reflexionar.

EL CORONER. – Es muy posible… ¿Sabía usted que el duque disponía de un revólver?

TESTIGO. – Sí…, creo que sí.

EL CORONER. – ¿Qué hizo usted a continuación?

TESTIGO. – Mi hermano me mandó a pedir ayuda. Llamé con los nudillos en la puerta del dormitorio de míster Arbuthnot, así como en el del matrimonio Pettigrew-Robinson. Luego, de repente, me di cuenta de que iba a desmayarme y regresé a mi cuarto para aspirar unas sales.

EL CORONER. – ¿Sola?

TESTIGO. – Sí. Todos corrían y gritaban… No podía soportarlo… Yo…

La testigo, que hasta este momento había declarado en voz baja y con la mayor sangre fría, se desmayó de repente y tuvieron que sacarla del salón.

El siguiente testigo que llamaron fue James Fleming, el mayordomo. Recordaba haber entrado el correo de Riddlesdale a las diez menos cuarto de la noche del miércoles. Había llevado tres o cuatro cartas al duque, que se encontraba en la sala de armas. No recordaba si una de las cartas llevaba sello de Egipto. No coleccionaba sellos; su hobby eran los autógrafos.

El honorable Frederick Arbuthnot declaró a continuación. Subió a acostarse al mismo tiempo que los demás, un poco antes de las diez. Oyó subir a Denver algo más tarde… No podía apreciar cuánto… Se estaba limpiando los dientes en ese momento. (Risas). Desde luego oyó voces y cierto alboroto en la habitación de al lado y en el pasillo; también, a alguien que bajaba corriendo las escaleras. Entreabrió la puerta de su dormitorio y, al ver a Denver en el pasillo, le preguntó: “¡Hola, Denver! ¿Pasa algo?”. No entendió la contestación del duque. Denver se metió en su habitación, que cerró con cerrojo, y gritó desde la ventana “¡No sea imbécil, hombre!”. Parecía de muy mal humor, sí; pero el honorable Freddy no le dio importancia a eso. Con Denver se riñe con frecuencia, pero las cosas no llegan lejos. En su opinión, era más el ruido que las nueces. No conocía a Cathcart de mucho tiempo…, siempre lo encontró correcto… No, a él no le agradaba Cathcart; “pero siempre se comportaba correctamente, ¿comprende?”, y, que él supiera, no había nada que reprocharle. ¡Dios del cielo, no! ¡Jamás oyó que hiciera trampas en el juego!.. Claro que él no iba fijándose si la gente hacía trampa… ¡No era cosa que se esperase de él! Recordaba que en cierto club de Monte…, pero él no se había dado cuenta… hasta que se armó el jaleo. No, no observó nada de particular en el comportamiento de Cathcart hacia lady Mary ni recíprocamente. No era observador. Por naturaleza, no se mezclaba en los asuntos de los demás. Lo ocurrido el miércoles por la noche no era de su incumbencia. Se metió en la cama y se durmió.

EL CORONER. – ¿Oyó algo más aquella noche?

FREDERICK. – Nada, hasta que la pobrecita Mary me llamó. Entonces bajé y encontré a Denver en el invernadero, lavando la cara de Cathcart. Pensamos que era nuestro deber quitar la grava y el barro de su rostro, ¿comprende?

EL CORONER. – ¿No oyó usted un disparo?

FREDERICK. – Ni un ruido. Tengo el sueño muy pesado.

El coronel Marchbancks y su esposa dormían en la habitación situada encima de la llamada sala de estudio…, en realidad, una especie de sala de fumar más que otra cosa. Ambos dijeron lo mismo sobre una conversación que sostuvieron a las once y media. Mistress Marchbancks se había sentado a escribir algunas cartas después de que el coronel se hubo metido en la cama. Oyeron voces y a alguien corriendo, pero no prestaron atención. No era desacostumbrado en los componentes de la partida gritar y correr. Al fin, el coronel dijo: “Vete a la cama, querida. Son ya las once y media y tenemos que madrugar mañana. No te encontrarás en condiciones para la marcha”. Le dijo eso porque a mistress Marchbancks le gustaba mucho la caza y siempre llevaba un fusil como los demás. Ella respondió: “Voy en seguida”. El coronel dijo: “Velas hasta muy tarde. Todo el mundo duerme ya”. Mistress Marchbancks contestó: “No. El duque está todavía levantado. Le oigo trajinar por su estudio”. El coronel Marchbancks escuchó y le oyó también. Ninguno de ellos oyó subir al duque de nuevo. No oyeron ningún otro ruido durante la noche.

Míster Pettigrew-Robinson pareció prestar declaración de mala gana. Su esposa y él se habían acostado a las diez. Oyeron la pelea con Cathcart. Míster Pettigrew-Robinson, temiendo que eso pudiera terminar mal, abrió la puerta de su dormitorio a tiempo de oír al duque decir: “Si usted se atreve a hablar a mi hermana otra vez, le romperé todos los huesos de su cuerpo”, o alguna otra frase de análogo significado. Cathcart corrió escaleras abajo. El duque tenía la cara enrojecida. No vio a míster Pettigrew-Robinson, pero habló unas cuantas palabras con míster Arbuthnot y se metió precipitadamente en su habitación. Míster Pettigrew-Robinson salió al pasillo y dijo a míster Arbuthnot: “Escuche, Arbuthnot”, pero este no le hizo caso, cerrándole la puerta en las narices. Entonces se dirigió a la puerta de la habitación del duque y dijo: “Escuche, Denver”. El duque salió de su dormitorio, pasó corriendo por su lado, sin siquiera verle, y se dirigió al comienzo de la escalera. Oyó decirle a Fleming que dejara abierta la puerta del invernadero, porque míster Cathcart había salido. Entonces el duque se volvió. Míster Pettigrew-Robinson intentó detenerle, repitiendo: “Escuche, Denver: ¿qué ha pasado?”. El duque no contestó, cerrando la puerta de su dormitorio con gran decisión. Más tarde, sin embargo, a las once y media para ser exacto, míster Pettigrew-Robinson oyó abrirse la puerta del cuarto del duque y a alguien marchar a pasos quedos por el pasillo. No oyó si habían bajado la escalera. El cuarto de baño y el retrete se hallaban al final del pasillo, y si alguien hubiera entrado en alguno de ellos, él lo hubiera oído. No oyó los pasos volver. Oyó dar las doce en su reloj de viaje antes de quedarse dormido. La puerta del dormitorio del duque chirriaba de una manera especial, de forma que no había manera de equivocarse.

Mistress Pettigrew-Robinson confirmó la declaración de su marido. Ella se quedó dormida antes de medianoche y había dormido de un tirón. Tenía el sueño muy pesado al principio de la noche, pero ligero a la madrugada. El jaleo de la casa aquella noche la había desazonado y no se había dormido en seguida. En realidad, no se durmió hasta las diez y media, y míster Pettigrew-Robinson la despertó una hora más tarde para hablarle de las pisadas por el pasillo. Total, que con unas cosas y con otras no había gozado más que de dos horas de sueño tranquilo. Se despertó de nuevo a las dos, y permaneció completamente despierta hasta que lady Mary dio la alarma. Podía jurar que no oyó el disparo. Su ventana estaba al lado de la de lady Mary, en la parte opuesta al invernadero. Desde niña estaba acostumbrada a dormir siempre con la ventana abierta. En contestación a una pregunta del coroner, mistress Pettigrew-Robinson dijo que nunca creyó que existiese un verdadero y real afecto entre lady Mary Wimsey y el difunto. Parecían tomar las cosas muy a la ligera, claro que es la moda de nuestros días. Nunca oyó hablar de ningún desacuerdo entre ellos.

Miss Lydia Cathcart, a la que habían hecho venir de Londres a toda prisa, prestó declaración a continuación. Dijo al coroner que era tía del capitán y su única pariente viva. Le había visto muy poco desde que el muchacho entró en posesión de la herencia de su padre. Cathcart había vivido siempre con sus amigos en París, personas a las que ella no estimaba.

– Mi hermano y yo no nos entendimos nunca muy bien – dijo miss Cathcart —, y tuvo a su hijo educándose en el extranjero hasta que cumplió los dieciocho años. Temo que Denis no haya tenido siempre más que una noción muy francesa de todas las cosas. Después de la muerte de mi hermano, Denis fue a Cambridge, por deseo de su padre. Este me había dejado como albacea testamentario y como tutora de Denis hasta su mayoría de edad. Yo no sé por qué, después de haberme despreciado toda su vida, me eligió mi hermano para imponerme una responsabilidad semejante a su muerte, pero no quise negarme a aceptarla. Mi casa estuvo abierta a Denis durante sus vacaciones escolares, pero él prefirió, como regla, ir a pasarlas con sus amigos ricos. No puedo recordar ahora ninguno de sus nombres. Cuando Denis cumplió los veintiún años entró en posesión de sus rentas, que se elevaban a diez mil libras al año. Ignoro lo que hizo del dinero. Tal vez lo invirtiera en alguna propiedad extranjera. Como albacea, heredé cierta cantidad y me apresuré a comprarme buenas acciones británicas. No puedo decir qué hizo Denis con su herencia. No me ha sorprendido en absoluto oír que hacía trampas a las cartas. Sabía que las personas con quienes se reunía en París eran de lo más indeseable. Nunca conocí a ninguna de ellas. Ni nunca estuve en Francia.

John Hardraw, el guardabosque, fue el testigo siguiente. Su esposa y él habitaban en un pequeño cottage situado justamente al lado de la verja de Riddlesdale Lodge. El parque, que mide alrededor de ocho hectáreas aproximadamente, se halla rodeado en este lugar por una sólida empalizada. Por la noche, la verja se cierra con llave. Hardraw declaró que había oído, el miércoles hacia medianoche, un tiro, teniendo la impresión de que había sido disparado cerca del cottage. Serían exactamente las doce menos diez. Detrás de la casa hay una plantación de árboles de cuatro hectáreas, en donde está prohibida la caza. Supuso que había cazadores furtivos por los alrededores, los cuales se meten, a veces, en el terreno vedado para coger liebres. Salió provisto de su fusil en esa dirección, pero no vio a nadie. Regresó a su casa a la una, según su reloj.

EL CORONER. – ¿Disparó su fusil en algún momento?

HARDRAW. – No.

EL CORONER. – ¿Volvió usted a salir?

HARDRAW. – No.

EL CORONER. – ¿Oyó otros disparos?

HARDRAW. – Únicamente ese. En cuanto regresé a mi casa me acosté y me dormí, y no me desperté hasta que el chófer fue en busca del médico. Eso sería a las tres y cuarto aproximadamente.

EL CORONER. – ¿No es desacostumbrado en los cazadores furtivos que disparen tan próximos al cottage?

HARDRAW. – Sí, más bien. Los cazadores furtivos prefieren la otra parte del terreno acotado, la que da a la landa.

El doctor Thorpe declaró que le habían llamado para que examinara al muerto. Vivía en Stapley, a casi veinticinco kilómetros de Riddlesdale. En este pueblecito no había médicos. El chófer fue a buscarle a eso de las cuatro menos cuarto de la madrugada, y se vistió en seguida y se fue con él. Llegaron a Riddlesdale Lodge a las cuatro y media. El difunto, cuando él lo vio, debería llevar muerto unas tres o cuatro horas. Una bala le había atravesado un pulmón, y la muerte fue consecuencia de una hemorragia interna, y a la asfixia. La muerte no fue instantánea…, quizá viviera algún tiempo. El doctor le había hecho la autopsia y comprobado que la bala fue desviada por una costilla. Era imposible decir si el difunto se había suicidado o habían disparado contra él a quemarropa.

Tampoco presentaba ninguna señal de violencia.

El inspector Craikes, de Stapley, llegó en el mismo coche que el doctor Thorpe. Vio el cadáver, que aún se hallaba tendido de espaldas entre la puerta del invernadero y el pozo cubierto. Tan pronto como se hizo de día, el inspector Craikes examinó la casa y el parque. Encontró manchas de sangre a lo largo del sendero que terminaba en el invernadero y señales como si hubiesen arrastrado un cuerpo. Este sendero desemboca en la gran avenida que va desde la verja a la entrada principal. (Se entregó un croquis al jurado). Donde confluyen sendero y avenida empieza un macizo de arbustos que se extiende a ambos lados de la gran avenida hasta la verja y el cottage del guardabosque. El rastro de sangre condujo a un pequeño calvero en el centro del macizo aproximadamente a mitad de camino entre la casa y la verja. El inspector encontró allí un gran charco de sangre, un pañuelo lleno de sangre y un revólver. El pañuelo llevaba las iniciales D. C., y el revólver era un arma pequeña de modelo americano, sin marca de ninguna clase. La puerta del invernadero estaba abierta, cuando llegó el inspector, con la llave por la parte de dentro.

El muerto, cuando él lo vio, vestía esmoquin y zapatos, sin sombrero ni abrigo. Estaba completamente empapado de agua, y su ropa, además de estar muy manchada de sangre, se hallaba llena de barro y en completo desorden, debido a haber sido arrastrado el cuerpo. El bolsillo contenía una pitillera y una navajita. El dormitorio del difunto fue registrado en busca de documentos, papeles, etc., pero el inspector no encontró nada que le pusiera al tanto de su situación económica.

El duque de Denver fue llamado de nuevo a declarar.

EL CORONER. – Me gustaría preguntar a su gracia si alguna vez vio un revólver en poder del muerto.

DUQUE DE D. – Desde la guerra, no.

EL CORONER. – ¿Sabe usted si llevaba alguno encima?

DUQUE DE D. – No tengo ni idea.

EL CORONER. – Supongo que le será imposible adivinar a quién pertenece este revólver.

DUQUE DE D. – (Muy sorprendido). ¡Si este revólver es mío!.. Se hallaba en un cajón de mi mesa de despacho, en la sala de estudio. ¿Cómo es posible que esté en su poder? (Sensación en el público).

EL CORONER. – ¿Está usted seguro de que es de su gracia?

DUQUE DE D. – Completamente. Lo vi el otro día allí, cuando buscaba unas fotografías de Mary para Cathcart, y recuerdo haber dicho entonces que empezaba a enmohecerse de estar sin usar. Aquí tiene usted la mancha de moho.

EL CORONER. – ¿Estaba cargado?

DUQUE DE D. – Nunca. En realidad, no sé por qué lo tenía allí. Supongo que debí sacarlo algún día con algunos antiguos recuerdos militares, y me lo encontré entre mis cosas de caza cuando vine a Riddlesdale en agosto. Creo que los cartuchos también estaban.

EL CORONER. – ¿Se hallaba cerrado el cajón?

DUQUE DE D. – Sí, pero con la llave en la cerradura. Mi esposa me dice siempre que soy un descuidado.

EL CORONER. – ¿Sabía alguien más que el revólver se encontraba allí?

DUQUE DE D. – Fleming, creo. No sé si alguien más.

Al detective inspector Parker, de Scotland Yard, que llegó el viernes solamente, aún le había sido imposible hacer una investigación a fondo. Ciertos indicios le llevaron a pensar que una o varias personas se encontraban en el lugar del crimen, además de las que participaron en su descubrimiento. Prefería no decir nada más por el momento.

El coroner, pues, puso en orden cronológico las declaraciones de los testigos. A las diez, o poco después, hubo una fuerte discusión entre el duque de Denver y el muerto, tras la cual este abandonó la casa para no volver a verle nunca más vivo. Según la declaración de míster Pettigrew-Robinson, el duque bajó la escalera a las once y media, y, según la declaración del coronel Marchbancks, se le oyó ir y venir, inmediatamente después, por la sala de estudio, es decir, la habitación donde se guardaba corrientemente el revólver. Por el contrario, el duque declaró bajo juramento que no había salido de su dormitorio hasta las dos y media de la madrugada. El jurado tendría que examinar la importancia que hubiese entre estas declaraciones contradictorias. En cuanto a los disparos oídos en el transcurso de la noche, el guardabosque oyó uno a las doce menos diez, pero supuso que habría sido disparado por algún cazador furtivo. En efecto, era muy posible la presencia de cazadores furtivos en el parque. Por otra parte, la declaración de lady Mary de haber oído el disparo alrededor de las tres no coincidía con la declaración del médico, ya que este dijo que, cuando llegó a Riddlesdale a las cuatro y media, el capitán llevaba muerto ya tres o cuatro horas. El jurado debería recordar también que el doctor Thorpe opinaba que la muerte no fue instantánea. Si daban fe a esta declaración, deberían situar el momento de la muerte entre las once y las doce de la noche, pudiendo atribuirse al disparo oído por el guardabosque. En ese caso, tendrían que examinar aún la cuestión del disparo que despertó a lady Mary Wimsey. Por supuesto, si decidían que era un cazador furtivo quien lo hizo, nada se opondría a tal interpretación.

Inmediatamente, tendrían que examinar los testimonios relacionados con el cadáver, descubierto por el duque de Denver a las tres de la madrugada, tendido a la puerta del pequeño invernadero, cerca del pozo cubierto. Parecía existir poca duda, según el testimonio médico, de que el tiro que mató al interfecto fue disparado en el macizo de arbustos situado a una distancia de siete minutos de la casa, y que el cuerpo fue arrastrado desde ese lugar hasta la casa. El capitán murió indudablemente como resultado del disparo en el pulmón. El jurado decidiría si ese disparo fue hecho por la propia mano del muerto o por la mano de otra persona; y si era esto último, si por accidente, en defensa propia o “con premeditación”, y a fin de asesinarle. Respecto al suicidio, el jurado debería considerar lo que sabían de la personalidad del difunto y de su situación económica. El muerto era un hombre joven en pleno vigor y, al parecer, de fortuna considerable. Su carrera militar solo merecía elogios y sus amigos le querían. El duque de Denver lo había estimado suficientemente como para consentir su noviazgo con su hermana. Algunos testimonios demostraban que los novios se hallaban en excelentes términos, aunque no fueran muy expresivos. El duque afirmaba que el miércoles por la noche el interfecto anunció su propósito de romper el compromiso. ¿Estimaba el jurado que el muerto, sin comunicarse con lady Mary ni escribirle una nota explicativa o de despedida, se hubiera marchado precipitadamente de la casa para matarse?.. El jurado debería examinar, además, la acusación que el duque había lanzado contra el muerto. Le había acusado de hacer trampas en el juego. En el círculo social a que pertenecían las personas complicadas en este caso, el hecho de hacer trampas en el juego era considerado mucho más vergonzoso que el adulterio o el asesinato. Posiblemente, la mera insinuación de tal cosa, fundada o no, podía conducir a un caballero de honor al suicidio. Pero ¿era el muerto un caballero honorable? Educado en Francia, las nociones francesas sobre el honor eran muy diferentes a las británicas. El propio coroner había tenido relaciones comerciales con franceses en su calidad de abogado, y podía asegurar al jurado que las cosas las veían ellos de diferente manera. Desgraciadamente, la carta que, según se decía, daba los detalles para tal acusación no pudo ser presentada al jurado, Además, podían preguntarse si no era más corriente en un suicida dispararse el tiro en la cabeza. Deberían preguntarse también cómo se procuró el revólver el muerto. Y, por último, deberían considerar los puntos siguientes: quién arrastró el cadáver hasta la casa y por qué la persona que lo hizo, con gran trabajo por su parte y “a riesgo de extinguir cualquier tardío residuo de chispa vital”[5], no pidió ayuda a los habitantes de la casa.

Si el jurado descartaba la hipótesis del suicidio, quedaba la posibilidad de un accidente, de un homicidio impremeditado o de un asesinato. En el primer caso, si al jurado le parecía probable que el difunto, o cualquier otra persona, cogió el revólver del duque de Denver aquella noche por una razón cualquiera y que el arma se disparó, matando al interfecto por casualidad, mientras esta persona o el propio muerto la tenía en su mano, deberían declarar en su veredicto que se trataba de muerte por accidente. En tal caso, ¿cómo explicar la conducta de la persona, quienquiera que fuere, al arrastrar el cadáver hasta la puerta?

El coroner habló a continuación de la ley referente al homicidio involuntario. Recordó a los miembros del jurado que los insultos o las amenazas, por graves que sean, no pueden servir de excusa para matar a nadie, y que el hecho, para que sea excusable, ha de cometerse en el transcurso de una discusión repentina e impremeditada. Por ejemplo, ¿creían los miembros del jurado que el duque salió con la intención de decidir a su invitado a que entrase en la casa, para que pasara en ella la noche, y que el difunto le recibió con golpes o amenazas? Si era así, y el duque, al tener un revólver en la mano, disparó sobre el difunto en defensa propia, entonces solo había cometido un homicidio involuntario. Pero, en ese caso, el jurado debería preguntarse por qué el duque salió en busca del difunto con un revólver en la mano. Esta hipótesis estaba en completa contradicción con las declaraciones del duque.

Los miembros del jurado deberían considerar, por último, si la intención criminal estaba suficientemente establecida para justificar un veredicto de asesinato. Deberían considerar también si una persona cualquiera tuvo motivo, medios y ocasión para matar al difunto, y si era posible dar una explicación lógica de la conducta de esta persona admitiendo otra hipótesis. Si los miembros del jurado consideraban que esta persona existía y que, de una forma o de otra, su actitud era sospechosa o reticente; si creían que había ocultado los hechos que tenían cierta relación con el caso (aquí el coroner recalcó con insistencia las palabras, los ojos fijos en un punto del vacío, más allá de la cabeza del duque); si creían que había declarado en falso con la intención de inducir al jurado a error…, todo eso sería suficiente para crear una presunción de hecho contra la persona encausada, y el deber del jurado sería entonces dar un veredicto de culpabilidad contra ella, acusándola de homicidio voluntario. Considerando este aspecto de la cuestión, el coroner añadió que los miembros del jurado deberían decidir si, en su opinión, la persona que arrastró al difunto hasta la puerta del invernadero lo hizo para solicitar ayuda o con la intención de arrojar el cadáver al pozo situado cerca del lugar en que se había encontrado el cadáver. Si los miembros del jurado estaban convencidos de que el muerto había sido asesinado, pero consideraban que era imposible acusar a nadie valiéndose de los testimonios recibidos, podrían declarar que el asesinato había sido cometido por un desconocido; pero si creían que podrían imputar el asesinato a alguien, deberían cumplir con su deber sin hacer excepción de nadie.

Las insinuaciones estaban perfectamente claras. Guiados por ellas, los miembros del jurado, tras deliberar algunos instantes, acusaron de homicidio voluntario a Gerald, duque de Denver.

2

El gato de los ojos verdes

Y aquí tenemos al sabueso,

con el hocico hundido en la tierra…

Bebe, perrillo, bebe.

Algunas personas consideran el desayuno como la mejor comida del día; otras, menos robustas, creen que es la peor y que, de todos los desayunos de la semana, el del domingo es infinitamente peor que ninguno.

Las personas reunidas alrededor de la mesa del desayuno en Riddlesdale Lodge no apreciaban, a juzgar por sus caras, lo que se llama un día de bendición. El único miembro que no parecía ni irritado ni molesto era el honorable Freddy Arbuthnot. Silencioso, trataba de extraer entera la espina del arenque ahumado que tenía en su plato. La presencia de este pescado poco distinguido en la mesa del desayuno de la duquesa mostraba hasta qué punto se hallaba desorganizada la casa.

La duquesa de Denver sirvió el café. Era una de sus molestas costumbres. A las personas que llegaban tarde al desayuno se las hacía conocer de este modo su desconsiderada pereza. La duquesa tenía el cuello largo, la espalda larga. Imponía a sus cabellos y a sus hijos una disciplina severa. Nunca se molestaba por nada, y su irritación se hacía sentir tanto más cuanto menos la demostraba.

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