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Merk salió del Bosque Blanco con los árboles abriendo camino hacia un campo abierto y colinas ondulantes, y fue recibido por un gran sol rojizo que se posaba en el horizonte. El valle ese extendía frente a él con el cielo oscurecido por el humo, y ahí, llameante, estaba lo que sólo podía ser lo que quedaba de la granja de la muchacha. Merk podía escuchar los gritos de satisfacción de los hombres, criminales, con voces sedientas de sangre. Escaneó la escena del crimen con sus ojos profesionales y de inmediato los encontró, una docena de hombres con rostros resplandecientes por las antorchas y quemando todo a su paso. Algunos corrían del establo a la casa quemando los techos de paja, mientras que otros masacraban al ganado cortándolo con hachas. Vio como uno de ellos arrastraba un cuerpo por el lodo tomándolo del cabello.
Una mujer.
El corazón de Merk se aceleró preguntándose si era la muchacha; y si estaba viva o muerta. La arrastraba hacia lo que parecía ser la familia de la muchacha, todos atados en el granero con cuerdas. Estaban el padre y la madre y, a su lado, dos personas más pequeñas, mujeres, probablemente sus hermanas. Mientras una brisa movía una nube de humo negro, Merk pudo ver por un instante el cabello rubio manchado de tierra y entonces supo que era ella.
Merk sintió una descarga de adrenalina mientras bajaba corriendo por la colina. Corrió por el campo enlodado entre las llamas y el humo y entonces pudo ver lo que pasaba: la familia de la muchacha, contra la pared, estaban ya todos muertos, con las gargantas cortadas y sus cuerpos inertes. Sintió una oleada de alivio al ver que la muchacha que era arrastrada seguía viva y se resistía mientras la llevaban a unirse a su familia. Vio a uno de los rufianes esperándola con una daga y sabía que ella sería la siguiente. Había llegado muy tarde para salvar a su familia, pero no muy tarde para salvarla a ella.
Merk supo que tenía que sorprender a estos hombres mientras bajaban la guardia. Bajó la velocidad y avanzó calmado hacia el centro del terreno como si tuviera todo el tiempo del mundo, esperando a que se dieran cuenta de su presencia, esperando confundirlos.
Muy pronto uno de ellos lo hizo. El rufián se impactó al ver a un hombre caminando tranquilamente en medio de la matanza y le gritó a sus amigos.
Merk sintió los ojos confundidos sobre mientras continuaba caminando casualmente hacia la muchacha. El rufián que la arrastraba miró sobre su hombro y también se detuvo al ver a Merk, dejando de tomarla y haciéndola caer al lodo. Se acercó a Merk junto con los otros y lo rodearon, listos para pelear.
“¿Qué tenemos aquí?” dijo uno de ellos que parecía ser el líder. Era el que había soltado a la muchacha. Al ver a Merk, sacó su espada de su cinturón y se acercó mientras los otros lo rodeaban aún más.
Merk sólo miraba a la muchacha para asegurarse de que estuviera viva y sin heridas. Sintió gran alivio al verla moverse en el lodo y recuperarse lentamente, levantando la cabeza y observándolo aturdida y confundida. Merk se consoló al saber que al menos no había llegado muy tarde para salvarla a ella. Tal vez este era el primer paso en lo que sería un largo camino a la redención. Pensó que, tal vez, este no empezaría en la torre sino aquí.
Mientras la muchacha se volteaba en el lodo apoyándose en sus codos, sus ojos se cruzaron y él vio cómo se llenaban de esperanza.
“¡Mátalos!” gritó ella.
Merk se mantuvo en calma y siguió caminando casualmente hacia ella, como si no notara a los hombres a su alrededor.
“Así que conoces a la chica,” le dijo el líder.
“¿Su tío?” dijo uno de ellos de manera burlona.
“¿Un hermano perdido?” se rio otro.
“¿Vienes a protegerla, anciano?” se burló uno más.
Los otros explotaron en risas mientras seguía acercándose.
Aunque no lo mostró, Merk estaba evaluando a sus oponentes, examinándolos con su visión periférica, observando cuántos eran, lo fuertes que eran, qué tan rápido se movían, y las armas que portaban. Analizó cuanto músculo tenían en comparación con su grasa, lo que tenían puesto, lo flexibles que eran en esas prendas, lo rápido que podían girar con esas botas. Notó las armas que traían, navajas gastadas, dagas viejas, espadas sin mucho filo, y analizó cómo las sostenían hacia enfrente o hacia un lado y en qué mano.
Se dio cuenta de que la mayoría eran novatos y no le daban ninguna preocupación. Excepto uno; el que tenía la ballesta. Merk hizo una nota mental para matarlo primero.
Merk entró en una zona diferente, en una forma nueva de pensar, de ser, en la que siempre estaba cuando se encontraba en una confrontación. Se sumergió en su propio mundo, un mundo sobre el que tenía poco control y en el que cedía todo su cuerpo. Era un mundo que le decía qué tan rápido, qué tan eficientemente, y a cuántos hombres podía matar, cómo ocasionar el mayor daño posible con el menor esfuerzo.
Se lamentó por estos hombres; no tenían idea de lo que se avecinaba.
“¡Oye, estoy hablando contigo!” le dijo el líder apenas a unos diez pies de distancia y sosteniendo su espada con desprecio en el rostro mientras se acercaba.
Pero Merk siguió caminando y avanzando calmado y sin reaccionar. Estaba enfocado y apenas escuchando las palabras del líder, que ahora eran completo silencio. No correría ni mostraría ningún signo de agresión hasta que le pareciera adecuado, y podía sentir lo confundidos que estaban estos hombres por su falta de reacción.
“Oye, ¿sabes que estás a punto de morir?” insistió el líder. “¿Me estás escuchando?”
Merk continuó caminando hasta que el líder, furioso, no pudo esperar más. Gritó con furia, levantó su espada, y se abalanzó apuntando al hombro de Merk.
Merk tomó su tiempo sin reaccionar. Caminó calmadamente hacia su atacante esperando hasta el último segundo, asegurándose de no tensarse ni mostrar ningún signo de resistencia.
Esperó hasta que la espada de su oponente estaba en el punto más alto, muy arriba de su cabeza, el punto clave de vulnerabilidad de cualquier hombre que había descubierto hace mucho tiempo. Y entonces, antes de que su enemigo pudiera darse cuenta, Merk se lanzó como serpiente con dos dedos y atacando un punto de presión debajo de la axila del hombre.
Su atacante, con los ojos llenándose de dolor y sorpresa, inmediatamente soltó su espada.
Merk se acercó rodeando el brazo del hombre y apretándolo en un agarre. En el mismo movimiento tomó la nuca del hombre y lo hizo girar para utilizarlo como escudo; pues no era este hombre por el que Merk estaba preocupado, sino por el que estaba a sus espaldas con la ballesta. Merk había elegido atacar a este zoquete primero para conseguir un escudo.
Merk se dio vuelta y enfrentó al hombre de la ballesta que, como había previsto, ya tenía el arco listo para disparar. Un momento después Merk escuchó el sonido característico de una flecha saliendo de la ballesta y la miró volar por el aire directo hacia él. Merk sostuvo con fuerza su escudo humano.
Hubo un gemido y Merk sintió al zoquete sacudirse en sus brazos. El líder gritó de dolor y Merk sintió algo de dolor él mismo, como un cuchillo que entraba en su estómago. Al principio estaba confundido, pero entonces se dio cuenta que la flecha había atravesado el estómago del escudo y la punta había alcanzado su propio estómago. Lo penetró sólo media pulgada, no lo suficiente para ser una herida grave, pero sí para que doliera como el infierno.
Calculando el tiempo que tomaría cargar la ballesta, Merk dejó caer el cuerpo del líder, tomó la espada de su mano y la lanzó. Giró por el aire hacia el matón con la ballesta y el hombre gritó de dolor, con sus ojos ensanchándose de sorpresa mientras la espada atravesaba su pecho. Soltó su arco y cayó inmóvil a su lado.
Merk se volteó y miró a los otros matones, todos impresionados y confundidos al ver a sus dos mejore peleadores en el suelo. Se miraban el uno al otro en un silencio incómodo.
“¿Quién eres?” dijo finalmente uno con voz nerviosa.
Merk sonrió ampliamente e hizo crujir los nudillos, saboreando la pelea por venir.
“Yo,” respondió, “soy lo que no te deja dormir por la noches.”
CAPÍTULO CINCO
Duncan cabalgó con su ejército, con el sonido de cientos de caballos retumbando en sus oídos mientras lo guiaba hacia el sur en la noche alejándose de Argos. Sus confiables comandantes iban a su lado, Anvin en un lado y Arthfael en el otro, sólo Vidar quedándose atrás para proteger a Volis, con varios cientos de hombres detrás de ellos cabalgando juntos. A diferencia de otros jefes militares, a Duncan le gustaba cabalgar lado a lado con sus hombres; él no consideraba a estos hombres sus súbditos, sino sus hermanos en armas.
Cabalgaron por la noche con el viento frío en sus cabellos, la nieve debajo de ellos, y se sentían bien al estar en movimiento, al dirigirse a la batalla, al ya no esconderse detrás de las murallas de Volis como lo había hecho Duncan por la mitad de su vida. Duncan miró hacia un lado y observó a sus hijos Brandon y Braxton cabalgando junto a sus hombres. Y aunque estaba orgulloso de tenerlos con él, no se preocupaba tanto por ellos como lo hacía por su hija. Mientras las horas pasaban y a pesar de que se había dicho a sí mismo que no se preocuparía, Duncan se encontraba con sus pensamientos nocturnos yendo hacia Kyra.
Se preguntaba en dónde estaría ahora. Pensó en ella cruzando Escalon sola sólo con Dierdre, Andor, y Leo a su lado, y esto aceleró su corazón. Sabía que el viaje en el que la había mandado podía poner en peligro hasta a los más duros guerreros. Si sobrevivía, ella regresaría siendo un más grande guerrero que todos con los que cabalgaba él hoy. Si no regresaba, él nunca podría vivir consigo mismo. Pero tiempos desesperados necesitaban medidas desesperadas, y necesitaba que ella completara la misión más que cualquier otra cosa.
Subieron una colina y bajaron otra, y mientras el viento arreciaba, Duncan observó las llanuras onduladas que se extendían delante él a la luz de la luna y pensó sobre su destino: Esephus, la fortaleza en el mar, la ciudad construida en el puerto, la encrucijada del noreste y el primer puerto importante para todos los envíos. Era una ciudad que colindaba con el Mar de Lágrimas en un lado y un puerto en el otro, y se decía que quienquiera que controlara Esephus controlaría la mejor mitad de Escalon. Siendo el fuerte más cercano a Argos y una fortaleza vital, Duncan sabía que Esephus tendría que ser su primera parada si quería tener cualquier posibilidad de iniciar una revolución. La que una vez había sido una gran ciudad tendría que ser liberada. Su puerto, una vez lleno de orgullosos buques que ondeaban las banderas de Escalon, estaba ahora como bien sabía Duncan lleno de barcos Pandesianos, tan sólo un recuerdo de lo que una vez fue.
Duncan y Seavig, el jefe militar de Esephus, habían sido compañeros una vez. Habían cabalgado hacia la batalla juntos como hermanos en armas muchas veces, y Duncan había salido hacia el mar junto con él más de una vez. Pero desde la invasión, habían perdido todo contacto. Seavig, que había sido un jefe militar orgulloso, ahora era un humillado soldado incapaz de surcar los mares, incapaz de gobernar su ciudad y sin poder visitar otras fortalezas al igual que los otros jefes militares. Habría sido mejor que lo detuvieran y lo llamaran lo que realmente era: un prisionero, al igual que los otros jefes militares de Escalon.
Duncan cabalgó en la noche con las antorchas de sus hombres alumbrando las colinas, cientos de llamaradas de luz dirigiéndose al sur. Mientras cabalgaban, el viento y la nieve arreciaban y las antorchas peleaban por mantenerse con vida mientras la luna trataba de abrirse paso entre las nubes. Pero el ejército de Duncan avanzaba ganando terreno junto a hombres que cabalgarían a cualquier parte del mundo con él. Duncan sabía que era poco convencional atacar de noche y con la nieve; pero Duncan siempre había sido un guerrero poco convencional. Es lo que le había permitido subir de rango y convertirse en el comandante del antiguo rey, lo que le había permitido tener una fortaleza propia. Y fue esto mismo lo que lo hizo uno de los más respetados jefes militares dispersados. Duncan nunca hizo lo mismo que otros hombres. Había un lema que trataba de aplicar en su vida: haz lo que los otros hombres esperen menos.
Los Pandesianos nunca esperarían un ataque, ya que la noticia de la revuelta de Duncan no podría haber llegado tan al sur tan pronto; o por lo menos no si Duncan llegaba a tiempo. Y seguramente nunca esperarían un ataque en la noche y mucho menos en la nieve. Deberían saber los riesgos de cabalgar de noche, caballos rompiéndose las patas y miles de otros problemas. Duncan sabía que las guerras se ganaban principalmente más por sorpresa y velocidad que por la fuerza.
Duncan planeaba cabalgar toda la noche hasta llegar a Esephus, tratar de conquistar a la gran fuerza Pandesiana y recobrar la ciudad tan sólo con sus cientos de hombres. Y si tomaban Esephus, entonces tal vez, sólo tal vez, podría ganar un impulso e iniciar la guerra para retomar todo Escalon.
“¡Allá abajo!” gritó Anvin apuntando hacia la nieve.
Duncan miró hacia el valle debajo y observó, en medio de la nieve y la niebla, varias pequeñas aldeas en el campo. Duncan sabía que estas aldeas estaban habitadas por valientes guerreros leales a Escalon. Cada una tendría sólo a algunos hombres, pero estos se podrían sumar. Le podría dar el impulso necesario para fortalecer las filas de su ejército.
Duncan gritó por encima del viento y los caballos para ser escuchado.
“¡Suenen los cuernos!”
Sus hombres sonaron una serie de explosiones cortas de cuerno, el viejo grito de guerra de Escalon, un sonido que calentaba los corazones y que no había sido escuchado en Escalon en años. Era un sonido que sería familiar para sus compatriotas, un sonido que les diría todo lo que necesitaban saber. Si había buenos hombres en estas aldeas, este sonido los prepararía.
Los cuernos sonaban una y otra vez mientras se acercaban, y antorchas se encendían lentamente en las aldeas. Los aldeanos, dándose cuenta de su presencia, empezaron a llenar las calles con sus antorchas resplandeciendo en la nieve, con hombres vistiéndose de prisa y tomando las armas y cualquier armadura que pudieron. Todos miraban hacia la colina viendo a Duncan y a sus hombres acercándose, haciendo gestos llenos de incertidumbre. Duncan sólo podía imaginarse lo que era la visión de sus hombres, cabalgando en medio de la noche, en medio de la tormenta, bajando la colina y levantando cientos de antorchas como una legión de fuego que pelaba contra la nieve.
Duncan y sus hombres llegaron a la primera aldea y se detuvieron, con sus antorchas iluminando los rostros sorprendidos. Duncan miró los rostros llenos de esperanza de sus compatriotas y puso su rostro de batalla más feroz, preparándose para inspirar a sus hermanos como nunca antes lo había hecho.
“¡Hombres de Escalon!” retumbó mientras su caballo caminaba y giraba tratando de hablarles a todos mientras lo rodeaban.
“¡Hemos sufrido la opresión de Pandesia por demasiado tiempo! ¡Pueden quedarse aquí y vivir sus vidas en esta aldea recordando lo que Escalon fue en un tiempo, o pueden elegir levantarse como hombres libres y pelear la gran guerra por la libertad!”
Hubo un grito de gozo de parte de los aldeanos mientras se acercaron de forma unánime.
“¡Los Pandesianos ahora se llevan a nuestras mujeres!” gritó uno de los hombres. “¡Si esto es libertad, entonces no quiero esta clase de libertad!”
Los aldeanos vitorearon.
“¡Estamos contigo, Duncan!” gritó otro. “¡Cabalgaremos contigo hasta la muerte!”
Hubo otro vitoreo y los aldeanos se apresuraron a subir a sus caballos y unirse a sus hombres. Duncan, satisfecho con sus crecientes filas, golpeó a su caballo y continuó saliendo de la aldea ahora dándose cuenta de lo atrasada que estaba la revolución de Escalon.
Pronto llegaron a otra aldea y los hombres ya estaban afuera esperando, con sus antorchas encendidas al escuchar los cuernos, los gritos, viendo crecer al ejército y claramente dándose cuenta de lo que pasaba. Los aldeanos locales se llamaban uno a otro al reconocer sus rostros, dándose cuenta de lo que sucedía y sin necesidad de más discursos. Duncan pasó por esta aldea como lo había hecho por la anterior y no necesitó convencer a los aldeanos que estaban deseosos de libertad, deseando recuperar su dignidad, subir a sus caballos, tomar sus armas, unirse a las filas de Duncan y seguirlo hacia donde sea que los llevara.
Duncan pasaba aldea tras aldea cubriendo todo el campo, todos iluminando la noche a pesar del viento y la nieve y la negrura de la noche. Duncan se dio cuenta de que su deseo de libertad era muy fuerte, lo suficiente como para brillar en medio de la noche más oscura y tomar sus armas para recuperar sus vidas.
*
Duncan cabalgó toda la noche guiando a su creciente ejército hacia el sur, con sus manos secas y entumecidas por el frío mientras tomaba las riendas. Mientras más avanzaban hacia el sur más cambiaba el terreno; el frío seco de Volis siendo reemplazado por el frío húmedo de Esephus, con su aire pesado tal y como Duncan lo recordaba por la humedad del mar y el olor a sal. Aquí también los árboles eran más pequeños azotados por el viento, todos pareciendo estar doblados por el vendaval del este que nunca cesaba.
Pasaron colina tras colina. Las nubes se abrieron a pesar de la nieve y la luna apareció en el cielo, brillando sobre ellos e iluminando su camino lo suficiente para que pudieran ver. Cabalgaron como guerreros contra la noche y Duncan sabía que esta sería una noche que recordaría por el resto de su vida. Esto suponiendo que sobrevivirían. Esta sería la batalla de la que dependía todo. Pensó en Kyra, en su familia, en su hogar, y no quería perderlos. Su vida estaba en juego junto con la vida de todos los que conocía y amaba, y todo estaba en peligro esta noche.
Duncan miró sobre su hombro y se alegró al ver que se habían unido varios cientos de hombres más, todos cabalgando juntos con un sólo propósito. Sabía que, incluso con sus números, estarían grandemente superados en número y se enfrentarían a un ejército profesional. Miles de Pandesianos estaban posicionados en Esephus. Duncan sabía que Seavig aún tenía cientos de hombres dispersados a su disposición, pero no había manera de saber si lo arriesgaría todo uniéndose a Duncan. Duncan tenía que asumir que no lo haría.
Pronto pasaron una colina y, al hacerlo, se detuvieron sin necesidad de frenar los caballos. Pues ahí, muy abajo, se encontraba el Mar de Lágrimas, con olas rompiendo contra la costa, el gran puerto, y con la antigua ciudad de Esephus elevándose a su lado. Parecía como si la ciudad hubiera sido construida dentro del mar con las olas golpeando sus muros de piedra. La ciudad fue construida de espaldas a la tierra, como si estuviera de cara al mar, con sus puertas y rejas hundiéndose en el agua como si se preocuparan más por acomodar a barcos que a caballos.
Duncan estudió el puerto con sus interminables barcos que, para su disgusto, portaban todos banderas de Pandesia, un amarillo y azul que ondulaban ofendiendo a su corazón. Moviéndose en el viento estaba el emblema de Pandesia, un cráneo en la boca de un águila, haciendo que Duncan se sintiera enfermo. Al ver que tan gran ciudad era captiva de Pandesia era una fuente de vergüenza para Duncan, e incluso en la oscuridad de la noche se apreciaba el enrojecimiento de sus mejillas. Los barcos estaban estacionados con seguridad sin esperar un ataque. Y estaba claro. ¿Quién se atrevería a atacarlos, especialmente en la oscuridad de la noche y en con la tormenta de nieve?
Duncan sintió como los ojos de sus hombres se posaban sobre él y supo que el momento de la verdad había llegado. Todos esperaban su orden fatídica, la que cambiaría el destino de Escalon, y él estaba sentado en su caballo con el viento soplando, sintiendo como su destino se abalanzaba sobre él. Sabía que este era uno de esos momentos que definirían su vida; y la vida de todos estos hombres.
“¡AVANCEN!” resonó.
Sus hombres vitorearon y avanzaron todos juntos bajando la colina, apresurándose hacia el puerto que estaba a varios cientos de yardas de distancia. Levantaron sus antorchas y Duncan sintió como su corazón lo golpeaba en el pecho mientras el viento lo hacía en su rostro. Sabía que esta era una misión suicida, pero también sabía que era tan descabellada que podría funcionar.
Atravesaron el campo con sus caballos galopando tan rápido que el viento frío casi lo dejó sin aliento y, mientras se acercaban al puerto con sus muros de piedra a sólo unos cientos de yardas de distancia, Duncan se preparó para la batalla.
“¡ARQUEROS!” gritó.
Sus arqueros, cabalgando en filas acomodadas detrás de él, encendieron sus flechas con sus antorchas y esperaron la orden. Cabalgaron, con sus caballos retumbando, mientras los Pandesianos abajo aún no se daban cuenta del ataque que se aproximaba.
Duncan esperó hasta que estuvieron cerca – cuarenta yardas, treinta, veinte – y finalmente supo que el momento era el correcto.
“¡FUEGO!”
La negra noche de repente se encendió con miles de flechas llameantes que volaban atravesando el aire y cortando la nieve, dirigiéndose a las docenas de barcos Pandesianos anclados en el puerto. Una a una, como luciérnagas, llegaron a su objetivo aterrizando en las largas lonas de velas Pandesianas.
En tan sólo unos momentos los barcos ya estaban encendidos, con las velas cubiertas en llamas mientras el fuego se extendía rápidamente en el ventoso puerto.
“¡DE NUEVO!” gritó Duncan.
Una descarga le seguía a otra mientras las flechas llameantes caían como gotas de lluvia sobre la flota Pandesiana.
Al principio, la flota estaba en silencio en medio de la noche mientras los soldados dormían sin esperar nada. Duncan se dio cuenta de que los Pandesianos se habían vuelto muy arrogantes, muy complacientes como para sospechar un ataque como este.
Duncan no les dio tiempo de prepararse; envalentonado, galopó hacia adelante acercándose al puerto. Abrió el camino hasta la pared de piedra que rodeaba el puerto.
“¡ANTORCHAS!” gritó.
Sus hombres se acercaron a la orilla de la costa, levantaron sus antorchas y, con un gran grito, siguieron el ejemplo de Duncan y lanzaron sus antorchas hacia los barcos más cercanos. Las pesadas antorchas cayeron como mazos en las cubiertas, con el sonido del choque de la madera llenando el aire mientras docenas más de barcos se encendían.
Los pocos soldados Pandesianos que estaban en turno se dieron cuenta muy tarde de lo que pasaba, encontrándose atrapados en una ola de fuego y saltando sobre la borda.
Duncan sabía que era sólo cuestión de tiempo para que el resto de los Pandesianos despertaran.
“¡CUERNOS!” gritó.
Los cuernos sonaron en medio de las filas, el viejo grito de guerra de Escalon, las breves explosiones que sabía que Seavig reconocería. Esperaba que esto lo alentara.
Duncan desmontó, sacó su espada y se dirigió al muro del puerto. Sin dudar, saltó sobre el pequeño muro de piedra y subió al barco llameante guiando el camino al abalanzarse. Tenía que acabar con los Pandesianos antes de que pudieran organizarse.
Anvin y Arthfael avanzaron junto a él con sus hombres uniéndoseles todos emitiendo un gran grito de batalla mientras arrojaban sus vidas al viento. Después de tantos años de sumisión, su día de venganza había llegado.
Los Pandesianos finalmente despertaron. Soldados empezaron a salir de las cubiertas fluyendo como si fueran hormigas, tosiendo humo y confundidos. Al ver a Duncan y a sus hombres sacaron sus espadas y atacaron. Duncan se encontró enfrentándose a ríos de hombres, pero esto no lo desconcertó; al contrario, se puso a la ofensiva.
Duncan cargó hacia adelante y se agachó mientras el primer hombre lanzaba un golpe sobre su cabeza, entonces se levantó y lo atravesó por el estómago. Un soldado trató de cortar su espalda, pero Duncan se volteó y lo bloqueó, luego giró la espada del soldado y lo apuñaló en el pecho.
Duncan peleó heroicamente mientras lo atacaban por todos lados, recordando los días de antaño cuando estaba sumergido en las peleas y cubriéndose todos los flancos. Cuando los hombres se acercaban demasiado como para evitar su espada, se hacía para atrás y los pateaba creando espacio para seguir atacando; en otras ocasiones, giraba y daba codazos peleando mano a mano siempre que era necesario. Los hombres caían a su alrededor y ninguno podía acercarse.
Duncan pronto recibió el apoyo de Anvin y Arthfael junto con docenas de hombres que se acercaban para ayudar. Mientras Anvin se les unía, bloqueó el golpe de uno de los soldados que atacaba a Duncan por detrás y salvándolo de una herida; mientras Arthfael se acercaba y levantaba su espada para bloquear un hacha que se dirigía al rostro de Duncan. Al hacerlo, Duncan simultáneamente se acercó y apuñaló al hombre en el estómago, con él y Arthfael trabajando juntos para derribarlo.
Todos peleaban como uno, como una máquina bien calibrada después de tantos años, todos cuidándose las espaldas mientras el sonido de las espadas y armaduras llenaba la noche.
A su alrededor, Duncan miró a sus hombres subiéndose a los barcos en el puerto y atacando la flota al mismo tiempo. Los soldados Pandesianos seguían saliendo ya completamente despiertos y algunos de ellos en llamas, y los soldados de Escalon peleaban valientemente en medio de las flamas incluso mientras los incendios se extendían a su alrededor. Duncan mismo peleó hasta que ya no pudo levantar sus brazos, sudando y con el humo lastimándole los ojos, con espadas chocando a su alrededor y derribando a los soldados que intentaban escapar a la costa.
Finalmente el fuego se volvió muy intenso; Los soldados Pandesianos, con sus armaduras completas y atrapados por el fuego, saltaban de los barcos al agua mientras Duncan guiaba a sus hombres de vuelta al muro de piedra al lado del puerto. Duncan escuchó un grito y al voltearse miró a cientos de soldados Pandesianos tratando de seguirlos y sacarlos de los barcos.
Al llegar a tierra seca y siendo el último de sus hombres en bajarse se volteó, levantó su gran espada, y cortó las cuerdas que mantenían los barcos en la costa.
“¡LAS CUERDAS!” gritó Duncan.
Por todo el puerto sus hombres siguieron sus órdenes y cortaron las cuerdas que unían a la flota a la costa. Rompiendo finalmente la última cuerda detrás de él, Duncan colocó su bota en la cubierta y, con una gran patada, alejó el barco de la costa. Gimió por el esfuerzo y Anvin, Arthfael y docenas más se acercaron para unírseles. Al mismo tiempo, todos empujaron el casco en llamas lejos de la orilla.
El barco en llamas, lleno de soldados gritando, se fue inevitablemente a la deriva hacia los otros barcos en el puerto y encendiéndolos también al chocar con ellos. Hombres salieron de los barcos por centenas, gritando y hundiéndose en las negras aguas.