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Ha Caído Un Piloto En Mi Jardín
Ha Caído Un Piloto En Mi Jardín
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Ha Caído Un Piloto En Mi Jardín

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—Mmm... es justo así: impresión de regaliz. Ella bebió un sorbo y añadió: —Mmm... es justo así: completo y robusto. —Rieron los dos y se sirvieron tanto trozos de pintada como vasos de vino.

¿Desde cuándo eres piloto? ¿Te gusta? ¿Dónde vives? ¿Estás casado? ¿Dónde trabajas normalmente? ¿No preferirías volar para llevar de paseo a los ricos? ¿Es peligroso volar sobre los viñedos? ¿Tienes novia? ¿Con cuántas mujeres has estado? ¿Tus padres?

¿Por qué vives sola? Sé que estás casada, pero ¿dónde está tu marido? ¿Dónde has aprendido a cocinar tan bien? ¿Tienes hijos? ¿Sabes que eres guapísima? Casi, casi, doy gracias de haber tenido el accidente, si no, no te habría conocido. ¿Has estado con otros hombres?

Las típicas preguntas que se hacen al principio de una relación que se percibe como importante. Con la disminución de la pintada en la cacerola y del Buttafuoco en la botella aumentó, en proporción inversa, el conocimiento que cada uno tenía del otro. O, mejor dicho, el conocimiento de todos los hechos y situaciones que definen la imagen que los demás se hacen de otra persona. No hablaron de sus aspectos más íntimos, más protegidos. Esos, apenas habían empezado a explorarlos con sus relaciones sexuales.

—No he entendido bien cuántas novias has tenido. ¿O a lo mejor lo has dicho y no lo he oído? —preguntó Carlotta.

—Pocas, se cuentan con los dedos de una mano.

—¿Usando una calculadora?

—No, mujer... no me acuerdo bien, pero habrán sido dos o tres.

En realidad, Edoardo jugaba con el significado legal de noviazgo, y no lo entendía (o no quería entenderlo), según el sentido de la pregunta, es decir, con cuántas mujeres había flirteado, o con cuántas se había acostado.

—Y tú —continuó, fiel a la teoría de que la mejor defensa es un buen ataque—, me has dicho que, además de tu marido ha habido otros, pero decir que has sido evasiva es poco. ¿Puedes contarme algo más?

—Te lo diré en cuanto pueda. Dame tiempo y sabrás todo de mí. —La expresión de Carlotta y su tono de voz se habían vuelto serios, y Edoardo no quiso insistir. Así evitó también entrar en el asunto del número de sus novias.

Volvieron, podría decirse que de común acuerdo, a la comida que estaba en la mesa. Empezaron a comer con las manos. El buen sabor de la carne de la cazuela, comida así, realzaba todo su valor. Edoardo no se retuvo y usó un trozo de pan de miga blanda para rebañar el jugo delicioso del fondo de la cazuela.

—Llévatela, por favor. Sería capaz de secarla —dijo, chupándose los dedos para quitar los restos de salsa.

—Supongo que podemos pasar al postre —dijo Carlotta—. Sigue haciendo de invitado y trae el vodka que está en el congelador.

—¿Vodka? ¿Con el postre?

—Ya verás.

Carlotta volvió con los dos vasos llenos de mascarpone y mostaza, colocados en medio de un plato en el que había puesto también una pequeña rodaja de gorgonzola fresco y suave, y algunos trozos de nueces.

Edoardo, que la había seguido hasta la cocina, sacó la botella de vodka y los vasos de licor del congelador.

—La combinación con la mostaza era muy difícil. He pensado en el sabor simple, limpio y fresco del vodka Moskovskaya y a su carácter suave y envolvente, carente de aspereza. Te propongo que seas mi cobaya en este experimento.

—Me encantará ser el cobaya de todos tus experimentos. ¿Cómo piensas usarme esta noche? ¿Tienes en mente experimentos muy científicos?

Carlotta sonrió y se acercó para besar a Edoardo. Fue un beso largo.

—Vamos con el postre, que dentro de poco van a ser las doce —dijo.

—¿Por qué? ¿Tienes que marcharte a medianoche, antes de que la carroza se transforme en calabaza? Déjame ver tus escuderos —dijo Edoardo, haciendo como que iba hacia la huerta.

—No, no hay nada especial. Solo, que había pensado hacer el amor contigo a medianoche —respondió, sonriendo, Carlotta.

—Entonces, vamos. Démonos prisa. No podemos faltar a nuestras obligaciones —dijo Edoardo, con énfasis.

Llenó una cuchara con mascarpone y mostaza. La metió en la boca, y quedó maravillado por la armonía de los sabores que probaba por primera vez. Con el vaso de vodka congelado, los sabores se diluyeron, dejando la boca preparada para la siguiente porción.

Después de dos cucharadas de mascarpone con mostaza, probó, en la siguiente, a añadir un trozo de gorgonzola y uno de nuez, aportando una variedad sorprendente a los sabores, y predisponiendo de nuevo la boca a la limpieza con el vodka. Con el tercer vaso de vodka acabaron el postre.

—Mira las hogueras de los campesinos —dijo Edoardo, señalando una serie de fuegos que veían brillar dispersos por todas partes, en la oscuridad—. Estas viejas costumbres son hermosas —continuó.

—Sí —dijo Carlotta. Después, acercó su silla y apoyó la cabeza sobre su hombro—. Yo también la hago todos los años. Le he pedido al campesino que me ayuda con el jardín que me prepare una. Es hora de encenderla. ¿Me ayudas?

En el centro del césped había una pequeña pira formada por ramas secas de varios tamaños. Carlotta se levantó, cogió una de las velas, y se dirigió hacia la pira protegiendo la llama con la mano. Se inclinó sobre la pira y encendió unas hojas de papel y unos trocitos pequeños de leña en la base del montón. Poco después, una llama enorme iluminó esa zona del jardín. Edoardo no pudo evitar ver que se encontraba justo donde él había caído con el helicóptero.

—Qué curioso, el otro día estaba mi helicóptero en el sitio de la hoguera. Menos mal que no se incendió. Mejor quemar la leña del jardín.

—Sí. Este año ha habido muchas coincidencias —dijo Carlotta.

Edoardo sacó un cigarrillo del bolsillo de su camisa. Le había gustado el puro Toscano, pero prefería el humo más suave y aromático de sus pitillos holandeses. Lo encendió con la llama de un trozo pequeño de madera. Carlotta observó cómo realizaba ese gesto simple.

Es guapo, y me está destinado.

—Ven, vamos a buscar hierbas para quemar.

—Había comprendido que el programa era distinto.

—Ven a la huerta, hay hierbas aromáticas.

Edoardo la siguió, divertido. Le gustaba esa chica, esa mujer. Y, cuando era misteriosa, le atraía todavía más.

—Anda, toma: un ajo, un cebollino, menta, una ramita de romero, verbena, un poco de ruda y, por supuesto, hipérico, que crece espontáneamente en los bordes de mi jardín.

—¿Hipérico?

—Sí, la hierba de San Juan, para ahuyentar a los diablos.

Carlotta le frotó las flores en la nariz. Se quitó las sandalias y siguió andando descalza. Edoardo estaba fascinado por esa imagen, que lo excitaba. Sabía que no llevaba ropa interior, y se la imaginaba desnuda bajo la falda. La camiseta blanca dejaba entrever unos senos bastante grandes y sostenidos. Los pezones, que se habían endurecido, se estampaban insolentes contra la tela ligera. Su manera de andar sin las sandalias le daba un aire selvático que lo embrujaba.

—Acércate —dijo Carlotta.

—¿Por qué quemas las hierbas?

—Para que sigamos teniendo buena salud, realicemos nuestros deseos y ahuyentemos a los diablos. Todos menos uno.

Se rio, pero estaba seria. Al menos, él tuvo la sensación de que hablaba con ligereza de cosas importantes.

Carlotta había cogido la mano de Edoardo y se había sentado en la hierba con las piernas cruzadas, como los indios. Le invitó a que se sentara igual que ella, a su lado. Lentamente, cogía las hierbas del racimo y las tiraba al fuego. Después dijo, o más bien recitó:

—Pido que no se canse de mí, pido que me busque siempre, pido que no tenga más mujeres que yo.

Edoardo no dijo nada. Daba pequeñas caladas al cigarrillo, dejándose envolver en su aroma del humo. La miraba fascinado y ligeramente asustado. La mujer, cuyo semblante estaba iluminado por las llamas de la hoguera, parecía estar envuelta en un aura misteriosa, y la atmósfera lo tenía intrigado.

—Pido que se cierre el círculo. Pido que se acabe la persecución y que sea libre de amar —continuó Carlotta, tirando las últimas hierbas en las llamas.

Edoardo no entendía el sentido de esas palabras, pero sintió cómo la atracción por ella se extendía por todo él. Tiró el cigarrillo a la llama de la hoguera, la abrazó y la besó, mucho rato. Degustó sus labios, su lengua. Le besó el cuello y los hombros. Le acarició el rostro, los costados. La hizo tumbarse sobre la hierba al lado del fuego, le levantó la falda y siguió besándola el vientre y los muslos. Le desabrochó la camisa y besó sus senos y sus pezones. Se puso de pie, se quitó los zapatos y la camiseta y se bajó los pantalones y el bóxer.


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