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Ha Caído Un Piloto En Mi Jardín
Ha Caído Un Piloto En Mi Jardín
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Ha Caído Un Piloto En Mi Jardín

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—¿Santino Panizza, ese señor tan simpático, alto y con gafas? No me pareció especialmente contrariado por el accidente.

—Sí, es él. En su trabajo, incluso como emprendedor, tiene que aceptar que pueden pasar estas cosas.

Carlotta se tranquilizó al saber que el motivo por el que el piloto no había ido a su casa eran meras cuestiones organizativas. Le había asaltado el pensamiento de que, para él, no hubiera pasado nada importante y que no tuviera interés en volver a verla. Y ahora estaba agradecida al mecánico por haberle dado esa información.

El día de su cuadragésimo cumpleaños no esperaba a nadie. Y nadie había ido a buscarla. Que su marido no diera señales de vida en los eventos no era ninguna novedad, pero ningún otro pariente, ni amigo, o conocido, se había acordado de esa fecha. El destino había hecho que cayera un helicóptero en su jardín, y con el helicóptero, también Edoardo. Había sido una sacudida en su vida, y ella no tenía ninguna intención de desperdiciar este regalo que le había llegado del cielo.

—¿Cuándo volverán a volar?

—Mañana. Casi habíamos acabado, y mañana ya terminaremos este turno de fumigación. Con un poco de suerte conseguiremos mantener la agenda. El lunes que viene empezamos con la siguiente ronda. En este periodo tenemos que hacer una cada semana, y después, si no llueve, disminuiremos la frecuencia.

—Entonces acabarán el veintitrés de junio: perfecto —dijo Carlotta.

—Sí, el veintitrés. Mañana —respondió Carlo, que no entendía por qué era perfecto, pero no pidió explicaciones. En ese momento solo quería acabar con la limpieza del jardín.

—Les dejo algo de beber aquí, en la mesa de la veranda. Si necesitan algo, estoy en casa.

—Gracias. Tomaremos, sobre todo, agua. Hace calor y solo son las nueve. —Carlo hizo el gesto de darse viento en la cara con las manos.

—Señora Bianchi... —Hablaba un hombre de unos cincuenta años, con pelo escaso y gris, y un ligero sobrepeso. Llevaba un delantal amplio de espesa tela verde que le cubría el torso. A su lado había una mujer más o menos de la misma edad, vestida con un estilo anodino, con el pelo teñido de un amarillo ajado y que denotaba un uso evidente de bigudíes.

Ella también la saludó:

—Buenos días, señora. —Tenía un marcado acento de esa región.

—Buenos días. ¿Habéis visto lo que ha pasado? Menos mal que Bruno no estaba en el jardín, como suele ser el caso.

—Uno de los pocos días que no estábamos en casa; si no, habríamos llegado inmediatamente —dijo la mujer—. Ayer era el día de visitar a mi suegra. Pasamos todo el día en Casteggio y volvimos después de cenar. Lo siento...

—Pero ¿qué dice, Mariagrazia? —la interrumpió Carlotta—. ¿Qué es lo que siente? Menos mal que no ha resultado nadie herido, y, de todos modos, no habríais podido hacer nada.

—¿Hoy podemos ayudar? —preguntó el hombre.

—¿Quiere echar una mano a los del helicóptero?

—Será un placer.

—Carlo, perdone —llamó Carlotta.

—Dígame.

—Él es Bruno Vanzi y ella es su mujer Mariagrazia. Me ayudan con la manutención de la casa y el jardín. Él es Carlo, el mecánico del helicóptero. —Se dieron la mano, y la mujer continuó—: Carlo, Bruno se ofrece para echarles una mano. Sabe qué herramientas hay en el taller.

—Su ayuda nos vendrá bien, seguro. Venga, señor Vanzi, vamos a amarrar la chatarra.

—Llámeme Bruno, mejor.

—Yo soy Carlo.

Llegó el ruido de un motor diésel potente desde la carretera, acompañado por unas sonoras imprecaciones. Después vio el camión, y el conductor con la cabeza fuera de la ventanilla para controlar por dónde pasaban las ruedas.

—Estáis locos. Si hubiera sabido cómo es la carretera, no habría aceptado este trabajo. He llegado de milagro y solo porque no había manera de dar media vuelta. Esta carretera es para las mulas, no para los camiones.

—Bueno, ahora, ya que estás, carguemos el helicóptero. Abro la verja y entra en el jardín —dijo Carlo, sin hacer caso de las quejas del chófer. Lo conocía desde hacía tiempo y sabía que, después de las protestas, se pondría a trabajar.

—Ahora que estoy, ahora que estoy... tendría que dejaros metidos en vuestros líos. Pero ahora ya... Solo lo hago por el señor Santino, que es una buena persona.

—Exacto. Ahora, vamos a ello —convino Carlo.

Sobre la una, utilizando la pequeña grúa que había en el camión entre la cabina y el remolque, tanto la carcasa del helicóptero como todos los trozos desperdigados estaban cargados y asegurados. Para evitar que los trozos pequeños se perdieran durante el transporte, los habían cubierto con una lona sujeta con cuerdas a los ganchos fijados a tal efecto en los bordes del remolque.

—¿Es mejor que siga en la misma dirección por la carretera o que dé la vuelta? —preguntó el chófer.

—Siga en la misma dirección. Solo habrá dos curvas difíciles, y después la carretera se ensancha —respondió Vanzi—. Vaya tranquilo, vivo allí abajo y conozco bien el trayecto.

—De acuerdo. Entonces vuelo a Casale con el helicóptero en el remolque. Es más seguro sobre el camión.

—Qué gracioso. Sobre todo, intenta no volcar. Un accidente es más que suficiente.

—Hasta luego.

Carlotta, que había visto las maniobras del camión para salir del jardín, se acercó a la veranda. Carlo y Diego fueron a despedirse.

—Muchísimas gracias por su amabilidad y su paciencia, señora. Hemos quitado todo, pero si encontrase algo, háganoslo saber y vendremos a recogerlo —dijo Carlo, que había supervisado la operación.

—No se preocupen. No es nada, comparado con los problemas que han tenido ustedes...

—No le damos la mano porque las tenemos sucias de grasa —dijo Carlo—. A propósito: según los cálculos de probabilidades puede estar tranquila. Estadísticamente, es muy difícil que vuelva a caer un helicóptero en el mismo sitio. —Extendió el brazo y señaló la colina enfrente—. Es más fácil que ocurra por allí.

Miraron donde señalaba Carlo y solo después comprendieron que era una broma, y soltaron una carcajada.

Esa tarde, Carlotta no se dedicó a su clásica actividad en la cocina. Dejó que se marcharan los señores Vanzi, cogió dos libros de recetas de la pequeña estantería y, equipada con un lápiz y un papel, se sentó en el sofá del salón. Al final del día había preparado un menú completo y la lista de la compra correspondiente. Volvió a la estantería y cogió dos libros que trataban de mitos paganos y ritos chamanísticos: uno era sobre los Druidas de los Celtas, y el otro, sobre la Santería en Haití. No comió nada, pero se preparó una tisana en una taza grande. Volvió al sofá y se sumergió en la lectura hasta bien entrada la noche.

III

23 de junio de 1988, jueves — Invitación a cenar

El jueves por la mañana Carlotta salió pronto con su Austin Mini Clubman. Tenía que ir a comprar todo lo que necesitaba para preparar la cena. Por la ventanilla abierta le llegaba el ruido del helicóptero que había retomado el trabajo sobre los viñedos. Sabía dónde estaba la explanada que usaban para repostar entre vuelos, y se dirigió en esa dirección. Llegada al lugar, se paró a la sombra de un grupo de acacias y bajó del coche.

Edoardo aterrizó después de realizar un amplio viraje. La posición acentuada que impuso al helicóptero con el morro elevado, para disminuir la velocidad antes de bajar hasta el suelo, provocó un flujo de aire contra Carlotta, que estaba de pie a pocos metros de la explanada. El vestido ligero se le pegó al cuerpo, resaltado los senos, los costados, y la curva de las ingles. La evidencia del cuerpo de la mujer, esculpido por la presión del aire, hizo recordar a Edoardo, potentemente, la intimidad de hacía dos días, provocando un inicio de excitación.

En cuanto los patines estuvieron estables en el suelo, Diego se acercó al helicóptero. Edoardo abrió la puerta de la cabina.

«La signora Bianchi ha chiesto di parlarti. La posso far avvicinare?»

«Sì. Stai attento che non si faccia male. Falla venire da questa parte.»

Diegì fece muovere Carlotta ponendo molta attenzione che stesse lontana dal rotorino in coda all’elicottero e che mantenesse il busto basso per avere più distanza dalle pale del rotore principale in movimento.

—Dime.

—La señora Bianchi quiere hablar contigo. ¿Se puede acercar?

—Sí. Ayúdala para que no se haga daño. Haz que venga por este lado.

Diego acompañó a Carlotta llevando mucha atención para que permaneciera lejos del rotor de cola y mantuviese el busto bajo para tener la mayor distancia posible con las palas del rotor principal, en movimiento.

Edoardo dejó la puerta de la cabina abierta.

—Buenos días, qué bonita sorpresa —dijo, con una amplia sonrisa, de las que hacen los hombres que saben que gustan.

—Buenos días. He venido para invitarte a cenar. —Edoardo notó que lo había tuteado.

—¿Esta noche? Lo siento, llegaremos tarde. Tenemos que acabar el trabajo.

—En realidad, solo te estoy invitando a ti, y la hora no importa. Ya sé que tenéis que acabar el trabajo.

—Si es así, iré con placer. Seguro que hará buen tiempo —dijo Edoardo, mirando al cielo.

—Sí, hará bueno. Es la noche justa —dijo Carlotta, con un rayo de luz en sus ojos oscuros.

Edoardo sintió una inquietud extraña, y la atribuyó a esos ojos bonitos.

—Bien. Entonces, ¿a qué hora? Me vendría bien a las diez..., así terminaré de ordenar las cosas del trabajo sobre las nueve y luego podré darme una ducha. ¿Es demasiado tarde?

—A las diez es perfecto —dijo Carlotta. Después añadió—: ¿Cuándo es tu cumpleaños?

—En invierno, ¿por qué?

—Por nada, por curiosidad. ¿Qué día?

—El veintidós de diciembre cumpliré cuarenta y cinco años. ¿Está bien? ¿Soy demasiado viejo? —respondió ligeramente autocomplacido, sabiendo que era ella quien había ido a buscarlo, y tenía un físico de aspecto vigoroso.

—Es una buena fecha. Adiós —dijo Carlotta. Sin añadir nada más dio la vuelta, se despidió de Diego y de Carlo, y se dirigió a su coche.

—Adiós —respondió Edoardo, intentando comprender el sentido de esas palabras.

¿Una buena fecha? Para una cena con una mujer bonita todas las fechas son buenas. ¿O quería decir otra cosa?

Los dos se quedaron mirándola unos segundos mientras se alejaba.

Los depósitos para el fitofármaco ya estaban llenos. Edoardo cerró la puerta de la cabina, aumentó las revoluciones del motor para despegar y salió, descendiendo junto al flanco de la colina.

Carlotta sentía crecer dentro de ella la emoción por el encuentro. Decidió concentrarse en la cena, de la cual tenía bien presentes, en su cabeza, todos los pasos necesarios para su preparación. Encontró algunos productos en las tiendas cercanas, y después fue a una pequeña lechería no muy lejana para comprar requesón de leche de vaca, mascarpone y mantequilla. La calidad se beneficiaba de la bondad de la leche obtenida de pequeños ganaderos que usaban el heno de los prados de la región para alimentar sus propias vacas. El requesón de leche de cabra lo compró en otra lechería, asociada a una granja ovina, a unos veinte kilómetros en dirección de la Liguria.

Los dos requesones servirían para rellenar los tortelli, y la mantequilla, para cocinarlos, y el mascarpone lo usaría para preparar el postre. Valía la pena emplear el tiempo necesario para ir a comprar a esos productores: el resultado le devolvería con creces el esfuerzo.

Cuando volvía a casa se paró en otra pequeña tienda, de una pareja de agricultores, que se encontraba a algunos kilómetros de distancia en la carretera que iba a Montalto Pavese. La mujer tenía una pequeña granja avícola con gallinas, pavos, pollos y pintadas. Todos crecían libres y eran alimentados de manera tradicional. La agricultora recibió a Carlotta con la cortesía habitual.

—Señora Bianchi. Me alegro de volver a verla.

—¿Cómo está, Ángela? Parece que está en forma.

—¿Qué quiere? Una no para nunca de trabajar, y así se está haciendo ejercicio siempre. Luego, cuando me viene el dolor de espalda, entonces se puede ver a una pobre mujer jorobada deambulando por la granja.

—Pero ¿qué me dice, Ángela? ¿Qué toma cuando le duele la espalda?

—Los analgésicos típicos, pero me hacen poco efecto.

—Lo mejor es el reposo. Pero creo que esto ya lo sabe.

—Lo sé, lo sé. Es mi marido quien no lo sabe.

—¿No descansa?

—No, él descansa. No me deja descansar a mí. Se rieron las dos. Las críticas a los hombres siempre tienen un efecto beneficioso para las mujeres.

—¿Qué necesita? ¿Huevos o carne?

—Querría una buena pintada. Viva.

—¿Una pintada viva? Basta con que venga a buscarla cuando la vaya a cocinar y se la tengo preparada, matada y limpia.

—La quiero para mi corral. La dejaré libre en el jardín.

—Bah. Si le hace ilusión. Dígame cuál prefiere. Carlotta señaló a la elegida. Ángela la atrapó, le ató las patas, y se la dio a Carlotta, aconsejándole que llevara cuidado con el pico.

—Las pintadas son malas —dijo.

—Mejor —respondió Carlotta. Pagó y preparó el animal, cuidadosamente, en el maletero de su pequeño coche familiar.

Cuando volvió a su casa, se encontró a los Vanzi en el jardín. Habían preparado una pequeña pira de madera en el centro del prado.

—Buenos días, señora —dijo Bruno—. Hemos preparado la pira... como los demás años.

—Buenos días, Bruno. Gracias. Me parece perfecto. Veo que también habéis arreglado el prado. Se ven muy pocos signos del accidente.

—Creo que no necesita llamar a una empresa especializada. Se vertió muy poca gasolina, y el producto para las plantas es el mismo que se usa en las huertas con las plantas de tomate y de pimiento. Poco a poco el césped se recuperará por sí solo.

—Buenos días, señora —le dijo también Mariagrazia—. ¿Necesita ayuda para descargar el coche?

—No, gracias, lo puedo hacer sola. Lo que es más, podéis iros a casa. Y mañana no necesitaré que vengáis.

—¿Necesita ayuda para encender el fuego? ¿Quiere que venga esta noche?

—No, está bien así. Tengo ganas de estar sola, hoy y mañana. ¡Nos vemos pasado mañana!

El matrimonio Vanzi esbozó una sonrisa y se marchó. Sentían curiosidad por saber la razón de todo ese tiempo libre, pero no querían que se notara.