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Ha Caído Un Piloto En Mi Jardín
Ha Caído Un Piloto En Mi Jardín
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Ha Caído Un Piloto En Mi Jardín

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—¡Edoardo! Edoardo, ¿estás bien? —gritó, nerviosísimo, el hombre más anciano de los tres, mientras corría hacia el helicóptero.

—Espera, Maurizio. Espera antes de acercarte, podría haber riesgo de incendio —le previno el segundo hombre, más joven, que iba corriendo detrás de él llevando un extintor portátil. Tenía una expresión serísima y parecía muy preocupado.

El tercero, un chico atlético con el pelo castaño claro bastante largo y unos ojos azules brillantes, se paró antes, más cerca de Carlotta, como si no tuviera el valor de acercarse más a la escena del siniestro. Carlotta notó que, a parte del hombre más anciano, vestido con el estilo de los agricultores cuando están de faena, con pantalones amplios y camisa de cuadros arremangada, los otros llevaban unos monos de color azul con grandes bolsillos.

—Buenos días. —Carlotta saludó al joven para llamar su atención.

El chico se dio la vuelta y la miró, como si se hubiera dado cuenta de su presencia solo en ese momento.

—Buenos días, señora. Perdóneme, pero no la había visto.

—Me he dado cuenta. Soy Carlotta Bianchi y este es mi jardín. Sois del helicóptero, me imagino.

—Sí, sí. Hemos venido por el accidente —respondió precipitadamente el joven, volviendo a mirar el helicóptero con los ojos desorbitados.

—Edoardo. Respóndeme, ¿cómo estás? —seguía llamando con voz fuerte el primer hombre, mientras intentaba meterse bajo la mole de metal, pringándose en el charco azul que se había formado bajo y alrededor del helicóptero.

—Joder. Sacadme de aquí. ¡Me estoy ahogando en el producto! —pidió con vehemencia el piloto, que permanecía atrapado bajo la nave volcada.

—Gracias al cielo está vivo. Diego, ven y empuja la cabina. Tienes que conseguir levantarla unos diez centímetros mientras Carlo y yo intentamos extraer a Edoardo —dijo el hombre más anciano.

—Vale. Voy —respondió el chico, haciendo un gesto a Carlotta, como pidiéndole permiso para alejarse.

—Edoardo, ¿puedes mover las piernas? Inténtalo con cuidado, y si sientes dolor no fuerces el movimiento —dijo Maurizio, que había tomado la dirección de las operaciones con autoridad.

—Puedo, e incluso lo haría mejor si no tuviese esta mole de chatarra encima. Sacadme de aquí y os haré ver un par de pasos de vals.

—Veo que estás bien, puedes soltar las tonterías típicas de todos los días —dijo Carlo, que, mientras tanto, había dejado el extintor en el suelo y había conseguido cogerle un brazo.

—¿Listo, Diego? Cuando diga «vamos» levanta lo más que puedas.

Carlotta observaba con una cierta admiración la aparente facilidad con la que los tres hombres se estaban coordinando en el salvamento. Se veía que estaban acostumbrados a trabajar juntos.

—Vamos, Diego, levanta... ¡para! —ordenó Maurizio—. No te muevas, Edoardo, te sacamos nosotros. Venga, Carlo. Juntos. Tiii-ra, vamos, tiii-ra, último esfuerzo: tiii-ra.

Edoardo apareció de debajo del helicóptero con gran satisfacción de todos. Se puso de pie soltando un grito a todo pulmón:

—Aaagh… —Después, apretando fuerte los puños y cerrando los ojos, volvió a gritar—: Aaagh … —como un guerrero maorí queriendo asustar a sus enemigos.

Carlotta vio erguirse en medio del amasijo aquella figura imponente, con el mono de vuelo empapado pegado al cuerpo. De la cabeza a los pies, estaba todo recubierto de un bonito color azul. Le pareció un extraterrestre y pensó en el helicóptero como una nave espacial. Sintió una breve perturbación en el pecho y le vino en mente la letra de una vieja canción:

Extraterrestre llévame lejos,

quiero una estrella para mí,

extraterrestre ven a atraparme,

quiero un planeta para volver a empezar.

Edoardo jadeaba, tosía y escupía una saliva azulada. —Joder. Qué asco me da esto. Soy un idiota. Un idiota. Sabía que tenía que volar más alto. Lo sabía.

—Túmbate, tranquilízate un poco. Hemos llamado a la ambulancia y estará aquí dentro de poco —dijo Maurizio.

—Pero ¿qué ambulancia? No tengo nada. Quiero ir al hotel a lavarme y quitarme esta porquería.

»Mierda. ¿Habéis avisado al jefe? Tenemos que pedir otro helicóptero para seguir con los vuelos.

—No te preocupes por el trabajo —intervino Maurizio—. Eso ya lo arreglaremos más tarde.

—Pues llevadme para que me lave. ¿No veis cómo me he puesto?

Llegó una ambulancia y aparcó rápidamente detrás del Fiat Ritmo de Carlo. Maurizio hizo un gesto con la mano para llamar la atención. Salió una persona y corrió hacia el grupo.

—Soy el enfermero. ¿Quién es el herido?

—Él —dijeron Maurizio y Carlo al mismo tiempo, señalando a Edoardo.

—Pero qué herido ni qué ocho cuartos. ¡No me he hecho nada! —exclamó el piloto—. Aquí el único herido es él, piensa qué puedes hacer para reanimarlo. —Se dio la vuelta señalando con el índice en dirección del helicóptero.

Carlo intervino:

—Érase una vez un helicóptero de constitución sana y robusta. Después tuvo relaciones íntimas con un piloto poco recomendable.

El enfermero los miró a todos como si hubiera llegado allí por error. Se recuperó rápido, porque él también estaba acostumbrado a gestionar situaciones de emergencia.

—Tenemos que ir al hospital para asegurarnos de que no hay lesiones internas o un traumatismo craneal. —Hizo un gesto al conductor de la ambulancia y al voluntario, que completaban el grupo que había llegado con él, para que se acercaran con la camilla.

—Joder. ¿Cómo tengo que deciros que no me pasa nada? Alejad esta camilla de aquí. Da mala suerte, y al final alguien va a necesitarla de verdad.

—Al menos déjeme hacer los controles mínimos para determinar su estado —pidió pacientemente el enfermero—. ¿Era un líquido tóxico? ¿Lo ha ingerido?

—Me ha llegado a la boca, pero no lo he tragado. No puede ser muy venenoso, si no, estaríamos todos muertos hace tiempo —respondió Edoardo. Después se sentó en la hierba y consintió, mientras se calmaba, a que le hicieran unas pruebas. Después de un examen rápido, el enfermero excluyó el traumatismo craneal y los daños a la columna vertebral.

—Si realmente no quiere ir al hospital me tiene que firmar esta hoja en la que declara que renuncia por voluntad propia.

—Démela, firmo todo. Pero que no haya facturas después.

El enfermero, que tenía mucha experiencia, sonrió: había notado una cierta alteración en el comportamiento del piloto, debida a la adrenalina que todavía circulaba por su cuerpo, pero también veía, por lo que había podido verificar durante las pruebas y por cómo se movía para todos lados, escupiendo y blasfemando, que no había sufrido ningún daño físico. Una vez firmada la declaración curioseó unos minutos más junto a los otros dos colaboradores alrededor de los restos del helicóptero, y después decidió que podían irse. Los tres volvieron a entrar en la ambulancia e intentaron marcharse. Lo intentaron, porque durante todo este tiempo se había juntado un pequeño grupo de curiosos, y sus coches habían bloqueado la carretera. Tras unas cuantas maniobras y varias imprecaciones, la ambulancia consiguió marcharse. También el grupo de curiosos se marchó, después de las muchas invitaciones amables, pero firmes de Maurizio y de Carlo a que lo hicieran.

—Bueno. ¿Queréis llevarme al hotel? —preguntó, irritado, Edoardo—. ¿Tengo que llamar a un taxi? ¿Tengo que ir en helicóptero?

Empezaron a reír todos, que lo miraban mientras se observaba a sí mismo, con las manos en la cintura, goteando líquido azul.

—Vamos. Te llevo yo —dijo Maurizio.

—Si quiere, puede ducharse aquí —intervino Carlotta.

Se dieron la vuelta para mirarla. Maurizio, que conocía a la mujer por haberla visto alguna vez en el pueblo, pero sobre todo porque vivían en la misma colina, se dio cuenta de que ni siquiera le habían pedido permiso para entrar. Le habló, con una clara expresión de embarazo en su cara:

—Gracias, señora Bianchi, perdónenos por la intrusión. Hemos sido maleducados, pero estábamos preocupados por el piloto.

—¿Y quién no lo habría estado? —respondió ella. —Para nosotros no hace falta, pero si el piloto pudiera, sería muy amable por su parte.

—Como les he dicho, no hay ningún problema. Maurizio se dirigió a Edoardo:

—Tú, es mejor si te arreglas aquí. La señora te deja usar su baño. Nosotros vamos rápidamente a limpiarnos y volvemos enseguida. Nos encontraremos dentro de media hora, todos arreglados.

—De acuerdo, hasta luego —respondió Edoardo. Todavía se sentía algo aturdido, y la idea de darse una ducha inmediatamente lo seducía. Después añadió—: Maurizio.

—Dime.

—Dame uno de tus cigarros. Los míos ahora solo valen para los pitufos. —Enseñó la caja de cigarrillos holandeses, aplastada y empapada de agua azul.

—Cuidado al fumarlo. Es para hombres de verdad, no como tus cigarrillos para mariquitas.

Edoardo sonrió con expresión de resignación, y cogió con dos dedos, para no mancharlo, el cigarro toscano que le daban.

—Démelo, señor Edoardo, he oído que le llaman así, así lo mantendré seco. Soy Carlotta Bianchi.

—Edoardo Respighi, es un placer. Siento la que he montado...

—No se preocupe. Lo importante es que no esté herido.

—Entonces, hasta luego —dijo Maurizio.

Carlotta precedió al piloto hasta el cuarto de baño. Cogió unas toallas limpias de un mueble apoyado en la pared, y un albornoz para hombre. Se aseguró de que en el estante de la ducha hubiera gel y champú y colocó una alfombrilla en el suelo y unas sandalias havaianas.

—Están limpias —dijo—. Deberían ser de su talla.

Edoardo la miró y se excusó otra vez:

—Gracias, señora. Siento tanto las molestias...

—No se preocupe, tómese su tiempo.

Los ojos del hombre, que resaltaban en el azul de la cara, le hicieron el efecto de la mirada de un animal... de un animal herido, todavía peligroso, con toda su fuerza, pero que también necesitaba esconderse y curar sus heridas.

Se acordó del gorila que había visto hacía muchos años —todavía era una muchacha joven— en un zoo llamado impropiamente jardín zoológico, ya que de jardín no tenía nada, instalado en un espacio que no bastaba para contener su deseo de libertad. Cuando Carlotta cruzó la mirada con él recibió un impulso de fuerza animal constreñida por la impotencia. Se había sentido asustada y al mismo tiempo atraída por aquella llama de humanidad primordial que había notado en la mirada del gorila. En su interior se había creado un estado de excitación que se calmó solo cuando, al reparo de un árbol enorme y algunos arbustos, convenció a su novio para hacer el amor.

—Marcello, tesoro... más fuerte. Más fuerte —insistía con la voz ronca, mientras lo abrazaba con todas sus fuerzas. Solo en otras pocas ocasiones le había susurrado, casi como si no quisiera que le oyera, aquellas palabras que ahora sin embargo pronunciaba lentamente acompañándolas con potentes movimientos de cadera. No tardó mucho en alcanzar el culmen del placer, lo cual alivió a su compañero: no habría podido resistir mucho más un tal asalto. Después recordaría aquel episodio como una prueba del amor fuerte y el gran deseo que Carlotta, de joven, sentía por él. Ella, por el contrario, intentó olvidarlo, porque el recuerdo de aquella relación física le traía a la memoria, inevitablemente, la mirada triste e inquietante del gran simio.

***

Oía el ruido del agua en la ducha. La historia no la había asustado, pero dentro de ella se había instalado una turbación sutil que no conseguía interpretar. Daba vueltas por la cocina, quitando el polvo a las superficies sin polvo y ordenando las cosas que ya estaban en su sitio.

Se dirigió hacia el cuarto de baño. Seguía oyendo el ruido del agua que fluía, y nada más.

Llamó a la puerta.

—Señor Edoardo, ¿está bien? ¿Necesita algo?

No hubo respuesta.

Lo intentó de nuevo, llamando más fuerte.

—¿Todo bien? ¿Necesita algo?

Otra vez, ninguna respuesta. Solo el sonido del agua que cae.

A lo mejor se encuentra mal, mejor controlar.

Ya sabiendo por qué, pero sin querer admitirlo, entreabrió la puerta. El baño estaba envuelto en vapor. Lo entrevió apoyado con la frente a la pared, inmóvil. Dejaba que el agua se demarrase por su espalda.

Entró en la sala y repitió:

—¿Está bien? ¿Necesita algo?

Edoardo salió del limbo en el que se hallaba y se giró de golpe hacia ella. La figura robusta surgió en el espacio de la ducha saturado de vapor. El agua que salía del grifo se derramaba desde arriba, fluyendo sobre su pelo negro corto, su cara y sus hombros y después sobre su tórax velludo, sobre su sexo y sobre sus piernas.

—Perdone. No quería… —dijo Carlotta, dando un paso atrás.

Edoardo se tapó con las manos en un gesto espontáneo de pudor.

—Tiene razón, llevo mucho tiempo en el baño. Salgo ahora mismo.

Los ojos marrones asumieron una vaga expresión de niño pillado infraganti. A Carlotta, ese hombre grande y fuerte le pareció indefenso. Le volvió a la mente ese día, ya lejano, cuando buscó en su novio, que después se convirtió en su evanescente marido, un hombre fuerte y tierno, protector y necesitado de protección, amante y necesitado de amor. El hombre despojado de las superestructuras culturales, el hombre en su esencia que entrevió por un momento en la llama vital de los ojos del gorila atrapado en la jaula del zoo.

Se quitó el vestido ligero, que dejó caer al suelo. Se quitó el sujetador y las bragas y entró en la ducha. El impacto con el líquido caliente fue casi doloroso. La temperatura alta la proyectó a una dimensión paralela. El agua le parecía venir de una cascada altísima que, desde lo alto de la boca de un cráter volcánico, caía primero sobre ellos y luego sobre el magma, produciendo el vapor que les envolvía. La cercanía del cuerpo vigoroso del piloto, que la superaba sobradamente en altura y corpulencia, disolvió las últimas barreras.

Entró en ese mundo que había portado siempre dentro de sí y al cual podía dar, finalmente, forma y acción. Hizo que el piloto se apoyara con la espalda en la pared, se agachó y cogió su sexo entre las manos. Lo tocó con el cuidado que reclaman las cosas preciosas, lo besó como un recuerdo de amor, lo saboreó como si fuera la primera comida después de un largo ayuno, lo movió en la boca hasta que sintió que se reforzaban la estructura y las contracciones. Cuando él empezó a mover la cadera y le sujetó la nuca con las manos para mantenerla quieta, la presión en la garganta se hizo demasiado fuerte, así que apoyó las manos en sus ingles y con una presión tierna y continua lo separó de su boca. Lo miró a los ojos buscando su alma desnuda en lo más profundo. Se tumbó en el suelo de la ducha y separó las piernas, abriendo su sexo con las manos, en una invitación que formaba parte del mismísimo origen del mundo. El piloto se tumbó encima de ella; el agua caía abundantemente sobre su espalda y que después se demarraba sobre la mujer que estaba debajo de él. Sujetando los pies contra una pared de la ducha amplia, con el cuerpo de ella bloqueado por la pared opuesta, salió de la condición de depresión incipiente a la que el accidente lo estaba llevando. Alivió la herida de su orgullo y encontró gratificación como siempre han hecho los hombres desde que la evolución los llevó a tener una psique compleja y frágil: creyó dominar a la mujer, solo porque ella estaba bajo la exuberancia de su cuerpo, creyó poseerla, solo porque ella había emitido gemidos lánguidos bajo sus empujes vigorosos, creyó haberla sometido, solo porque parecía casi que ella se retiraba cuando su sexo llegaba a lo más profundo. Edoardo, finalmente, reencontró su orgullo y su equilibrio. De nuevo era un hombre fuerte y vencedor. Carlotta sintió el líquido del placer de Edoardo entrar en ella. Serró los músculos internos en su deseo de mantener a Edoardo dentro de sí. La fuerza de hombre que había sentido hizo estallar su antiguo deseo de ser mujer. Era el mismo deseo que en su inconsciente la había empujado a seducir al piloto. Quería un hombre suficientemente fuerte como para protegerla y suficientemente frágil como para que la necesitara. Un hombre al que habría atendido y servido, cuyo deseo solo se encendiera con ella, y tan enamorado que no podría engañarla. Nunca.

Le llegó desde el exterior el sonido de un claxon que avisaba de la vuelta de Maurizio, Carlo y Diego. Edoardo reaccionó rápidamente, se secó y se puso el albornoz que tenía a su disposición: le estaba un poco pequeño, pero bastaba. Se puso las sandalias, que eran de la talla justa. Antes de salir se acercó a Carlotta, la cual, mientras tanto, y sin hablar, se había vestido. Apoyó sus manos sobre sus costados, se acercó a ella y le dio un beso leve en los labios.

—Me voy —dijo.

A ella le pareció el sello de un pacto nuevo, suscrito entre él, ella y el resto del mundo. Le pareció leer en sus ojos todas las promesas que aquel amor grandísimo habría exigido; le pareció que sus labios pronunciaron todas las palabras que la amante de un amor inigualable desea oír. Percibió, a través de sus manos, todas las caricias futuras una mujer desea recibir de un hombre. El piloto se ofrecía a su sola propiedad, a condición de que ella lo amase, lo asistiera, lo satisficiera totalmente y sin escatimar nada. Y ella suscribió todos los artículos de aquel contrato que pensaba que él también había firmado.

***

Carlo examinó atentamente el helicóptero. Sabía, mientras esperaban al encargado de la Dirección General de la Aviación Civil que iba a llegar próximamente desde Milán, que no debía tocar nada. En caso de accidente aéreo, aun cuando no hay heridos, como en este caso, es obligatoria la investigación de la Aviación Civil, y él no debía modificar la escena de la catástrofe.

Había llamado inmediatamente a Casale Monferrato, al dueño de la empresa, Santino Panizza.

—¡Me cago en la leche! —gritó—. ¿Por qué tiene que volar siempre tan bajo?

—Porque es lo que prefieren los clientes. Él lo sabe y a veces se pasa.

—Lo sé, lo sé, maldita mala suerte. ¿Qué tal está? ¿Seguro que no se ha hecho daño?