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Ha Caído Un Piloto En Mi Jardín
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Ha Caído Un Piloto En Mi Jardín

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Hoy ya, dos mentiras; una con la pintada y ahora, con ellos. Tendría que conseguir hacer mis cosas sin necesitad de mentir.

Carlotta descargó el coche y llevó todo a la cocina, excepto la pintada, que dejó, con las patas atadas, en una caja sin tapa en el interior del maletero del coche. Metió el requesón, el mascarpone y la mantequilla en la nevera, y ordenó las demás cosas en el aparador.

Miró el reloj: era mediodía. Decidió relajarse escuchando música y siguiendo con las lecturas que había empezado la noche anterior. En el salón tenía un equipo de alta fidelidad de buena calidad y una discreta colección de discos. Puso en el plato a Harry Belafonte, encendió el tocadiscos y ajustó el volumen. Colocó en su lugar en la estantería el libro sobre los ritos de los Celtas, que había terminado, y se concentró en el libro de las religiones de las comunidades afroamericanas de las Antillas: un libro sobre el vudú.

Más o menos a las cuatro de la tarde, Carlotta fue a su habitación. Sacó del armario un vestido negro, largo y fino, que le llegaba a los tobillos. Al cogerlo, se acordó de cuando, para ir al teatro con su marido, se lo había puesto por la primera vez. El contacto con el tejido le recordó la emoción que había sentido durante la representación de la ópera de Wagner Las hadas.

Había conservado el vestido y, cuando se había mudado a la casa de campo, lo había puesto junto a las cosas que se iba a llevar. Le gustaba ponérselo de vez en cuando, en verano, pero no sabía bien por qué. Algunas mañanas lo encontraba arrugado, una señal evidente de un uso que ni siquiera recordaba.

Se quitó el vestido, los zapatos y la ropa íntima. Se puso el traje negro, mirándose en el espejo de cuerpo entero que estaba en la pared al lado del armario. Se quedó descalza. Volvió a la cocina, donde cogió, de un cajón, un cuchillo grande, y, después se dirigió al garaje. Abrió las puertas traseras de su Mini y cogió la pintada por las patas. Se dirigió a la veranda. Estaba convencida de que podía hacer algo para ayudar al destino, para hacer que ese interés, esa atracción, se convirtiera en una relación indisoluble. Desplazó la mesa del medio de la veranda y la pegó a la pared de la casa. Puso la pintada encima. El animal se agitó un poco, pero después se calmó, casi con resignación.

Carlotta había nacido el día del solsticio de verano. Quizá por esta razón siempre había sido sensible al aspecto mágico de la naturaleza. El hecho de que el helicóptero hubiese caído en su jardín justo ese día y que el piloto se hubiera sentido tan atraído por ella le parecía un evidente signo sobrenatural. También la fecha de nacimiento de él, el día del solsticio de invierno, la percibía como un elemento en una lógica de signos del destino. Esa mañana, se lo había preguntado al piloto con la intuición de que era una fecha importante que habría contribuido a aclarar ese sentido de inevitabilidad que ella sentía en las cosas que estaban ocurriendo. Y la respuesta había sido una confirmación de sus sensaciones.

Se dejó envolver por un velo ligero y agradable de sensaciones mágicas, y se instaló en su «sueño de una noche de verano» personal, donde los confines entre la realidad y el sueño se disolvían y se confundían.

Cogió cuatro velas grandes, de esas amarillas con la cera en un tarro de base ancha y que se usan en el exterior para ahuyentar a los mosquitos. Encendió las mechas y las colocó en los cuatro lados de la veranda. Cogió las gafas de sol Ray-Ban, que estaban sobre la balaustrada. Eran del piloto; las había perdido durante el accidente. Carlotta las había encontrado en el jardín después de que se hubieran llevado el helicóptero, y las había conservado. Las puso en el suelo, en el centro del porche. Con la mano izquierda cogió el cuello de la pintada, sujetándola contra la mesa de madera, y con la derecha, con la que sujetaba el cuchillo igual que un verdugo que va a ejecutar a un condenado, dio un golpe seco para cortarle el cuello justo por encima de donde la sujetaba. Mantuvo el agarre y, mientras acababan los espasmos del cuerpo del animal, caminó con paso rápido alrededor de la veranda, dejando que la sangre cayera por todo el perímetro. Después volvió al centro del porche, se puso justo encima de las gafas, y dejó que la sangre cayera sobre ellas.

Carlotta se sentía invadida por una energía eufórica. Todo lo que hacía le venía de manera natural: estaba pidiendo a las fuerzas de vida, que ella sabía que existen, alrededor y dentro de nosotros, que la ayudaran, y sabía que sería escuchada. Esa especie de rito era el resultado del recuerdo de sus estudios y de las lecturas de la tarde y noche del día anterior. Dijo, a media voz, con tono monótono, mirando las gafas como si fueran los ojos de Edoardo:

—No verás a nadie más que a mí, no verás más que mis ojos, no verás más que a través de mis ojos. —Después quitó la mirada del suelo y la levantó hacia el cielo. En la misma posición, justo encima de las gafas, levantó el vestido hasta descubrir sus muslos, y separó las piernas—. Beberás solo de mí, comerás solo de mí, te saciarás solo conmigo.

Así terminó ese rito, mezcla de religión y paganismo, de superstición y de espiritualidad. Tiró la cabeza de la pintada al cubo de basura y fue al garaje, donde colgó el cuerpo del grifo del lavabo para que terminara de desangrarse. Cogió dos trapos, llenó un cubo de agua, y volvió a la veranda, de la que limpió cuidadosamente toda mancha de sangre sin dejar trazas. Apagó las velas, volvió a colocar la mesa en el centro y puso encima, también perfectamente limpias, las gafas.

Empezó a preparar la cena, empezando por el postre. Sacó el mascarpone de la nevera (doscientos gramos), lo colocó en el bol y lo trabajó con una cuchara de madera hasta conseguir una consistencia cremosa. Cogió dos vasos para postres y los llenó hasta la mitad con la crema del mascarpone. Abrió dos tarros de Mostaza de Voghera, la llamada «mostaza de fruta [04] (#litres_trial_promo) y vertió el contenido sobre el mascarpone, dejando caer también parte del líquido dulce y al mismo tiempo picante. Introdujo el dedo en la fruta macerada y lo chupó.

Edoardo, quiero besarte con la boca embadurnada de esta mostaza y quiero que tu boca busque mi dulce y mi picante.

Abrió la nevera y metió los vasos con el postre.

Esto ya está listo, ahora preparamos el relleno de los «tortelloni».

Quería hacer el relleno según la histórica receta boloñesa, que incluía un poco de ajo. No le gustaba a todo el mundo, pero a ella le encantaba ese aroma, y estaba segura de que le gustaría también a Edoardo. Abrió los dos paquetes de requesón, un bote de leche de cabra y uno de leche de vaca, y cogió cien gramos de cada una. Trituró finamente media cabeza de ajo, y añadió un puñado de perejil. Mezcló todo en una tarrina, con treinta gramos de queso parmigiano reggiano rallado, una yema de huevo batido y una pizca de sal.

Mientras mezclaba el relleno, el recuerdo de ellos en la ducha había aumentado su deseo, ya estimulado por el líquido de la mostaza. Carlotta añadió un poco de su fluido íntimo, generado por el recuerdo del amor con Edoardo, al relleno de los tortelloni. Recordó todo lo que había dicho en la veranda.

Esto lo origina mi amor, lo encontrarás en tu comida y lo querrás siempre como tu alimento.

Metió el relleno en la nevera, dentro de un plato hondo cubierto por otro plato.

Cogió doscientos gramos de harina de grano blando de tipo «0» y los dispuso como un monte en el banco de madera que estaba sobre la mesa robusta que había querido tener en la cocina para poder trabajar sobre una base estable.

Hizo un agujero en el centro de la harina y rompió un huevo dentro, con mucho cuidado para que no cayera dentro ni un trocito de cáscara. Lo batió delicadamente con un tenedor, y después empezó a mezclarlo todo con cuidado, amalgamando la harina con los dedos y ensanchando poco a poco el cráter central. Carlotta no usaba la amasadora, le gustaba usar las manos. Podía reconocer la consistencia de la masa y saber cuándo la proporción entre la parte líquida y la harina era correcta. Tampoco usaba sal, según el estilo de la región de Emilia Romaña. Cuando el borde de la fuente [05] se redujo al mínimo posible para contener la parte más líquida en el interior, recogió, con el canto de la mano, la harina de los bordes externos y tapó el cráter. Trabajó la masa lejos de las corrientes de aire para que no se secara, unos cinco minutos más. Al final le dio la forma de un pan, que dejó reposar en una tarrina cubierta.

Fue a buscar la pintada al lavabo del garaje, donde la había dejado goteando sangre. Cuando volvió a la cocina la sumergió durante unos segundos en una cazuela llena de agua hirviendo para que fuera más fácil desplumarla, operación que le llevó unos veinte minutos.

Empuñó un cuchillo de lama fina y bien afilada e hizo un inciso en la parte baja del vientre para poder sacar las vísceras. Después quitó el cuello, las patas, la cola y la grasa alrededor de esta. Cortó las alas, los muslos y los contramuslos. Dividió en dos partes el pecho y el busto. Ahora tenía delante de sí los trozos de la pintada. Cogió una gran cacerola de acero de debajo del banco de cocina. Preparó una mezcla de ajo, romero y salvia e hizo un sofrito con una generosa dosis de aceite de oliva extra virgen del Golfo de Tigullio. Pasó los trozos de la pintada sobre la llama, para asegurarse de eliminar todos los restos de plumaje.

Volvió a abrir la nevera grande, y extrajo un buen trozo de la suave, dulce y deliciosa panceta del Oltrepò. La colocó con cuidado sobre la plataforma de la máquina de cortar a mano, sólidamente anclada al mueble bajo de la cocina, empuñó el mango y lo giró con decisión, provocando el movimiento alternado de la plataforma. Paró cuando tuvo una loncha para cada trozo de carne de la pintada.

Introdujo los trozos de carne, envueltos cuidadosamente en la panceta, en la cacerola donde se refreían las hierbas.

Añadió una loncha de más y una salchicha con especias desmigada.

Cogió un limón de Sorrento que un frutero de Casteggio tenía la costumbre de conseguir para ella y otros pocos clientes. Cortó algunos trozos de cáscara sin la parte blanca y los puso en la sartén. Después exprimió medio fruto y lo añadió al preparado. Dio la vuelta a los trozos de la pintada, con cuidado para no separarla de la panceta y, cuando estuvo todo bien dorado, lo cubrió hasta la mitad con vino blanco Riesling típico de la zona.

Después de unos tres cuartos de hora el líquido se había absorbido y la pintada estaba en su punto. Carlotta apagó el fuego y dejó la cacerola, cubierta, donde estaba.

La actividad física necesaria para las operaciones de cocina era un elemento importante en el equilibrio que Carlotta había encontrado en los días, todos iguales, una vez agotado su matrimonio, y después de todos los intentos de relaciones afectivas interrumpidas forzosamente. Le gustaba trabajar en la cocina, y los resultados que obtenía con sus acciones le resultaban muy gratificantes. La comida nacida de su esfuerzo, ligada a los productos de la tierra y al ciclo de las estaciones, la unía al sentido profundo de la existencia. La nutrición del cuerpo como cura del contenedor del alma: así percibía su trabajo.

A las ocho y media decidió que podía hacer los tortelloni. No podía pasar demasiado tiempo entre el final de su preparación y su cocción.

Cubrió el plano de trabajo con harina y colocó encima la masa que había dejado reposando. Sacó el rodillo del armario. Lo cogió con las dos manos muy cerca la una de la otra. Separó los antebrazos, con los codos separados del cuerpo, para que la presión sobre el rodillo viniera de la parte de la palma bajo el dedo pulgar. Carlotta acompañó la fuerza de sus manos con movimientos alternados de la cadera; así ejercía presión sobre el rodillo sin sujetarlo.

No sucederá otra vez. No lo permitiré.

Sincronizó la alternancia de la presión sobre el rodillo con el recuerdo de los movimientos rítmicos de Edoardo.

Con fuerza y control, extendió la masa hacia el exterior, girándola cada veinte segundos un cuarto de giro. Cuando el espesor de la masa fue tan fino que era casi transparente, la cortó en cuadrados no demasiado grandes: alrededor de ocho centímetros de lado. Sacó el relleno de la nevera y colocó una porción del tamaño de una nuez pequeña en el centro de cada cuadrado. Preparó dos docenas, que cerró rápidamente, para evitar que el relleno se secara. Primero los dobló en forma triangular, apretando sobre los bordes, después giró las solapas alrededor del dedo índice, superponiendo los dos extremos, sobre los que presionó, para que se cerraran bien. Resultó la forma clásica de un tortello. Los dejó en la nevera, encima de una bandeja espolvoreada con sémola de grano duro, para evitar que se quedaran pegados.

Para la preparación de la mesa usó un mantel y unas servilletas blancas, sin bordados, y vajilla también blanca, de buena calidad y de diseño simple. Unos vasos de proporciones variables y los clásicos cubiertos de acero de forma cómoda completaron la presentación.

Carlotta puso en el compartimento menos frío de la nevera los vinos rosados que pensaba servir. Sabía que no era conveniente hacerlo, pero supuso que una hora de enfriamiento no les haría daño, sino que los haría más agradables en esa cálida noche de junio.

Después pudo centrar su atención en el cuidado de su aspecto. Fue al cuarto de baño y se liberó del vestido largo que todavía llevaba. Entró en la ducha. El recuerdo de Edoardo y ella dos días antes le provocó un temblor que subió desde sus costados hasta la nuca. Abrió el grifo y dejó que el masaje del agua relajase sus músculos, mientras se abandonaba a sus pensamientos. En un cuarto de hora acabó con el aseo y fue al armario. Le habría gustado ponerse el mismo vestido, pero se había ensuciado con la sangre de la pintada. El escotado ya se lo había puesto el día del accidente. ¿Qué podía ponerse para la noche de San Juan con Edoardo? Su guardarropa, que llevaba mucho tiempo sin renovar, no le dejaba mucha elección. Al final se decidió por una falda coloreada, larga y cómoda, de aspecto vagamente gitano, y una camisa blanca liviana con mangas anchas e hinchadas. A los pies se puso las mismas sandalias con cuña que llevaba el día del aperitivo que ofreció después del accidente. Y eligió los mismos anillos de oro como pendientes, combinados con el collar.

Buscó qué tenía para maquillarse. Abrió los muebles y miró en su interior. Al final solo usó un lápiz de ojos negro, con el que acentuó el contorno de sus ojos, un pintalabios, que usó con moderación, y un esmalte de uñas para las manos y los pies. Tanto el pintalabios como el esmalte eran de un bonito rojo bermellón, y combinaban bien con uno de los colores de la falda. El pelo había sido sometido al tratamiento clásico: lavado y dejado secar solo, y se había ordenado a los lados de la cara formando unos rizos suaves. No miró el resultado final de los cuidados hechos a su persona en el espejo. Tenía miedo de no gustarse.

Me tiene que ver con sus ojos, tiene que verme a mí y dentro de mí, mi corazón con su corazón.

Pensó en las gafas de Edoardo, que esperaban encima de la mesa de la veranda.

IV

La cena

Se había hecho de noche poco tiempo antes. La luz del crepúsculo, esos días, era persistente. Carlotta acababa de encender las cuatro velas, colocadas a los lados de la veranda, cuando oyó el ruido de un coche que se paraba delante de la casa. Fue a la puerta peatonal del jardín.

—Bienvenido.

—Buenas noches, Carlotta —respondió Edoardo. Se inclinó para darle un beso en la mejilla, y después le dio un ramo de flores—. Para ti. Espero que te gusten.

—Es muy bonito. ¿Cómo lo has hecho? Las floristerías están cerradas a estas horas.

—Con nuestros horarios, estamos acostumbrados a prepararnos con antelación. He llamado a una tienda de Casteggio y he pedido que me lo llevaran a la base del helicóptero. Lo he comprado por teléfono, fiándome de las explicaciones que me daban.

—Lo has hecho muy bien —dijo Carlotta. Después, señalando la botella que Edoardo tenía en la mano, añadió—: ¿Y eso?

—Un brut de pinot de la zona, para el aperitivo. —Enseñó la etiqueta, y luego continuó—: He pensado que podría estar bien. Está a la temperatura justa. —La sonrisa de Edoardo hizo desaparecer las últimas reservas de Carlotta.

—Hay vasos encima de la mesa en la veranda. Sírvelo tú, que yo tengo que volver a la cocina. —Desapareció en el interior de la casa.

Cogió la botella de tomate triturado que había preparado en agosto del año anterior: tomates de distintas variedades, sal, unas hojas de albahaca y nada más. Puso una buena cantidad en una cazuela que puso a fuego bajo. Sacó el bloque de mantequilla que había comprado esa mañana de la nevera y lo dejó sobre la mesa. Una cazuela casi llena de agua puesta a calentar completó el principio de la preparación.

Volvió al porche. Edoardo había cogido los vasos y había preparado la botella del brut espumoso de pinot.

—¿Estás lista? No podré retenerlo mucho más. —Con una presión ligerísima sobre el tapón lo hizo saltar, y salió un chorro de espuma, que dirigió al interior del vaso de champán—. Sé que no debería salir disparado, pero es mucho más divertido. —Le dio un vaso a Carlotta y lo tocó con el suyo—. A ti, a nosotros, a la noche de San Juan.

—Sí —dijo Carlotta—. A nosotros y a esta noche de San Juan. —Bebió echando la cabeza hacia atrás. Su pelo se alejó del cuello, descubriéndolo. Edoardo tuvo el impulso de ir a besarlo.

«Tranquilo, Edoardo, ¿no has visto nunca un cuello de mujer?»

—Pero ¡estas son mis Ray-Ban!

—Las encontré en el jardín. No están rotas, y las he limpiado. —Carlotta se sentó de lado encima de Edoardo, cogió las gafas y se las puso, dejándolas sobre la punta de la nariz, para poder mirarlo a los ojos de cerca. Le susurró—: Dan suerte. Acuérdate de llevarlas siempre; tienes que ver el mundo a través de ellas.

Le dio un beso suave. Edoardo sintió los labios húmedos refrescados por el espumoso. Notó cómo el cuerpo de ella se apoyaba contra el suyo, y sintió el perfume proveniente de sus senos cálidos.

«Oh, dios mío... peor que el cuello...».

—Es un vino que nos sostendrá con su fuerza: me gusta esta referencia a la fuerza que da la madre tierra a sus hijos —dijo Carlotta, leyendo el nombre de la etiqueta—: Anteo. —Después siguió leyendo las características—: Método Martinotti [06], efervescencia fina; color amarillo pajizo con reflejos brillantes; buqué fresco y elegante con notas iniciales de pan fermentado y finales de cítricos; sabroso, equilibrado, con buena persistencia. Es lo mínimo que podemos esperarnos de un producto de la tierra con este nombre —añadió Carlotta—. Tomaré un poco más, tengo que ser fuerte.

Edoardo llenó los vasos. Bebieron mirándose a través de las burbujas.

—Voy a buscar el primer plato. —Carlotta le dio otro beso y se levantó, recorriendo la cara de Edoardo con una caricia de su mano. Veía claramente el efecto que había provocado y eso la hacía feliz. Edoardo sintió indistintamente cómo le subía el pulso. La miró alejarse y después se sirvió otro vaso de espumoso.

Sacó los tortelloni de la nevera y los echó en el agua salada que hervía. Apagó el fuego de la cazuela con el tomate triturado y añadió un trozo generoso del bloque de mantequilla. Después de unos minutos los tortelloni estaban listos; los recogió con la espumadera y los depositó en una sopera junto con la salsa de tomate y mantequilla. Cogió un plato, en el que colocó un trozo de queso parmesano curado y un rallador. Llevó todo al porche.

—Aquí estoy —dijo Carlotta, satisfecha. —Cogió un cucharón para servir y puso una docena de tortelloni en el plato de Edoardo—. Tortelloni de requesón condimentados con mantequilla y oro, Bononia docet [07]. El parmesano está a parte, puedes rallar la cantidad que quieras, pero se aconseja que sea entre poco y nada. Para el vino, podemos seguir con tu brut; en mi opinión, es perfecto.

Edoardo había trabajado todo el día y solo había comido un bocadillo a mediodía. Se lanzó sobre los tortelloni con la misma energía que la que dedicaba a volar con el helicóptero sobre los viñedos. Y con la misma energía se los comió todos.

—Buenísimos. ¿Me equivoco, o hay una nota de ajo? Una maravilla.

—Esperaba que te gustaran con el ajo —dijo Carlotta.

—¿Es una broma? Me encanta el ajo, y... las mujeres que huelen a él. —Dejó de hablar y se desplazó hacia Carlotta, que estaba a su derecha en la mesa, que había puesto para que comieran en dos lados adyacentes. Hizo un gesto como si la olfateara y luego la besó. Pasó su lengua sobre los labios de ella, como para limpiarlos. Puso un dedo en la sopera, recogió un poco de salsa y lo puso en la boca de ella, que la cerró a medias para permitirle meter el dedo lo mínimo para que ella pudiera chuparlo. Le dio un beso largo con la lengua, que movió junto a la suya en esa mezcla de mantequilla y oro.

—Tienes un sabor buenísimo —dijo.

—Tú también —dijo Carlotta—, y yo puedo decirlo con conocimiento de causa.

La alusión, directa y maliciosa, tuvo un efecto demoledor sobre Edoardo. Se levantó, encontró el interruptor de la luz al lado de la veranda y la apagó, dejando que la única iluminación fuera la de las débiles llamas de las cuatro velas en las esquinas. Volvió al lado de Carlotta y dijo:

—Esta es una condición de desigualdad que tiene que ser corregida inmediatamente.

Giró su silla, de manera que no estuviera mirando a la mesa, se arrodilló delante de ella y metió las manos bajo la falda, subiendo desde las pantorrillas hasta los muslos y más arriba aún. Sintió que Carlotta separaba las piernas para facilitar sus acciones. Se dio cuenta de que no llevaba ropa interior. Llegó con las manos hasta la cadera y tiró de ella hacia sí, haciéndola adoptar una posición medio tumbada en la silla. Subió la falda hasta la cintura para descubrir su sexo, que se abrió rosa y húmedo en medio del negro del pelo exuberante. Edoardo sumergió su boca en él y lo probó, adaptándose a los movimientos que ella imprimía a su cadera.

Sintió sus manos sobre la nuca y oyó sus palabras:

—Querido... querido. Bebe de mí... tendrás sed de mí.

Después, las mismas manos lo detuvieron.

—Ya está bien. Ahora que conoces mi sabor, podemos comer el segundo plato. ¿Qué te parece?

Edoardo la miró y sonrió.

—Es un placer mirarte desde esta perspectiva —dijo.

—Después podrás mirarme desde todas las perspectivas que quieras —respondió Carlotta, dándole un golpecillo sobre la nariz con su dedo índice.

Se levantó y se fue a la cocina. Sacó las botellas de vino de la nevera y las acercó a la puerta:

—Abre el vino, uno de los dos, que se ha acabado el brut y, de todas maneras, ahora es mejor cambiar.

Edoardo eligió una botella y dejó la otra en una mesa de servicio que estaba cerca. La destapó y la puso en la mesa.

Carlotta encendió un fuego fuerte bajo la pintada. Tenía que calentarla un poco. Después de calentarla rápidamente, apagó el fuego. Decidió llevarla a la mesa directamente en la cacerola.

Edoardo había llenado dos copas de vino hasta la mitad.

«Buttafuoco» [08] con la pintada —dijo—. Esta es mi elección.

—¿Te has dado cuenta de que lo he enfriado ligeramente? Espero que no te moleste, a pesar de que los expertos lo desaconsejan.

—Es una buena idea. Solo está un poco más frío de la temperatura aconsejada.

—¿Por qué has elegido el Buttafuoco?

—Me ha hecho pensar que tiene algo de tu impresión.

—¿Mi impresión? —Carlotta cogió la botella y encendió la luz que Edoardo había apagado.

Giró la botella y leyó la etiqueta.

—De color rojo rubí vivaz con reflejos violáceos. —Miró a Edoardo—. Diría que, por su aspecto, debería ser más bien un rosado.

—He dicho de tu impresión, no de tu aspecto —rebatió Edoardo con tono serio.

—En nariz —continuó Carlotta—, buena intensidad, penetrante, con una nota ligera de regaliz, mermelada de grosellas con matices especiados. ¿Entonces?

—Buena intensidad, penetrante, matices especiados y una nota de regaliz. Confirmado. No me acuerdo de cuál es el perfume de las grosellas, así que sobre eso no me pronuncio. Si tienes jugo podré comprobarlo.

Carlotta siguió leyendo.

—En boca: completo, redondo, robusto. —Lo miró con esa expresión que solo las mujeres saben adoptar. Esa mezcla de inocencia y malicia que impide dormir a los hombres—. Ahora sí que puedo afirmar que me recuerda a ti.

Cogieron las copas. Él lo olió y dijo: