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Hoy ya, dos mentiras; una con la pintada y ahora, con ellos. TendrÃa que conseguir hacer mis cosas sin necesitad de mentir.
Carlotta descargó el coche y llevó todo a la cocina, excepto la pintada, que dejó, con las patas atadas, en una caja sin tapa en el interior del maletero del coche. Metió el requesón, el mascarpone y la mantequilla en la nevera, y ordenó las demás cosas en el aparador.
Miró el reloj: era mediodÃa. Decidió relajarse escuchando música y siguiendo con las lecturas que habÃa empezado la noche anterior. En el salón tenÃa un equipo de alta fidelidad de buena calidad y una discreta colección de discos. Puso en el plato a Harry Belafonte, encendió el tocadiscos y ajustó el volumen. Colocó en su lugar en la estanterÃa el libro sobre los ritos de los Celtas, que habÃa terminado, y se concentró en el libro de las religiones de las comunidades afroamericanas de las Antillas: un libro sobre el vudú.
Más o menos a las cuatro de la tarde, Carlotta fue a su habitación. Sacó del armario un vestido negro, largo y fino, que le llegaba a los tobillos. Al cogerlo, se acordó de cuando, para ir al teatro con su marido, se lo habÃa puesto por la primera vez. El contacto con el tejido le recordó la emoción que habÃa sentido durante la representación de la ópera de Wagner Las hadas.
HabÃa conservado el vestido y, cuando se habÃa mudado a la casa de campo, lo habÃa puesto junto a las cosas que se iba a llevar. Le gustaba ponérselo de vez en cuando, en verano, pero no sabÃa bien por qué. Algunas mañanas lo encontraba arrugado, una señal evidente de un uso que ni siquiera recordaba.
Se quitó el vestido, los zapatos y la ropa Ãntima. Se puso el traje negro, mirándose en el espejo de cuerpo entero que estaba en la pared al lado del armario. Se quedó descalza. Volvió a la cocina, donde cogió, de un cajón, un cuchillo grande, y, después se dirigió al garaje. Abrió las puertas traseras de su Mini y cogió la pintada por las patas. Se dirigió a la veranda. Estaba convencida de que podÃa hacer algo para ayudar al destino, para hacer que ese interés, esa atracción, se convirtiera en una relación indisoluble. Desplazó la mesa del medio de la veranda y la pegó a la pared de la casa. Puso la pintada encima. El animal se agitó un poco, pero después se calmó, casi con resignación.
Carlotta habÃa nacido el dÃa del solsticio de verano. Quizá por esta razón siempre habÃa sido sensible al aspecto mágico de la naturaleza. El hecho de que el helicóptero hubiese caÃdo en su jardÃn justo ese dÃa y que el piloto se hubiera sentido tan atraÃdo por ella le parecÃa un evidente signo sobrenatural. También la fecha de nacimiento de él, el dÃa del solsticio de invierno, la percibÃa como un elemento en una lógica de signos del destino. Esa mañana, se lo habÃa preguntado al piloto con la intuición de que era una fecha importante que habrÃa contribuido a aclarar ese sentido de inevitabilidad que ella sentÃa en las cosas que estaban ocurriendo. Y la respuesta habÃa sido una confirmación de sus sensaciones.
Se dejó envolver por un velo ligero y agradable de sensaciones mágicas, y se instaló en su «sueño de una noche de verano» personal, donde los confines entre la realidad y el sueño se disolvÃan y se confundÃan.
Cogió cuatro velas grandes, de esas amarillas con la cera en un tarro de base ancha y que se usan en el exterior para ahuyentar a los mosquitos. Encendió las mechas y las colocó en los cuatro lados de la veranda. Cogió las gafas de sol Ray-Ban, que estaban sobre la balaustrada. Eran del piloto; las habÃa perdido durante el accidente. Carlotta las habÃa encontrado en el jardÃn después de que se hubieran llevado el helicóptero, y las habÃa conservado. Las puso en el suelo, en el centro del porche. Con la mano izquierda cogió el cuello de la pintada, sujetándola contra la mesa de madera, y con la derecha, con la que sujetaba el cuchillo igual que un verdugo que va a ejecutar a un condenado, dio un golpe seco para cortarle el cuello justo por encima de donde la sujetaba. Mantuvo el agarre y, mientras acababan los espasmos del cuerpo del animal, caminó con paso rápido alrededor de la veranda, dejando que la sangre cayera por todo el perÃmetro. Después volvió al centro del porche, se puso justo encima de las gafas, y dejó que la sangre cayera sobre ellas.
Carlotta se sentÃa invadida por una energÃa eufórica. Todo lo que hacÃa le venÃa de manera natural: estaba pidiendo a las fuerzas de vida, que ella sabÃa que existen, alrededor y dentro de nosotros, que la ayudaran, y sabÃa que serÃa escuchada. Esa especie de rito era el resultado del recuerdo de sus estudios y de las lecturas de la tarde y noche del dÃa anterior. Dijo, a media voz, con tono monótono, mirando las gafas como si fueran los ojos de Edoardo:
âNo verás a nadie más que a mÃ, no verás más que mis ojos, no verás más que a través de mis ojos. âDespués quitó la mirada del suelo y la levantó hacia el cielo. En la misma posición, justo encima de las gafas, levantó el vestido hasta descubrir sus muslos, y separó las piernasâ. Beberás solo de mÃ, comerás solo de mÃ, te saciarás solo conmigo.
Asà terminó ese rito, mezcla de religión y paganismo, de superstición y de espiritualidad. Tiró la cabeza de la pintada al cubo de basura y fue al garaje, donde colgó el cuerpo del grifo del lavabo para que terminara de desangrarse. Cogió dos trapos, llenó un cubo de agua, y volvió a la veranda, de la que limpió cuidadosamente toda mancha de sangre sin dejar trazas. Apagó las velas, volvió a colocar la mesa en el centro y puso encima, también perfectamente limpias, las gafas.
Empezó a preparar la cena, empezando por el postre. Sacó el mascarpone de la nevera (doscientos gramos), lo colocó en el bol y lo trabajó con una cuchara de madera hasta conseguir una consistencia cremosa. Cogió dos vasos para postres y los llenó hasta la mitad con la crema del mascarpone. Abrió dos tarros de Mostaza de Voghera, la llamada «mostaza de fruta [04] (#litres_trial_promo) y vertió el contenido sobre el mascarpone, dejando caer también parte del lÃquido dulce y al mismo tiempo picante. Introdujo el dedo en la fruta macerada y lo chupó.
Edoardo, quiero besarte con la boca embadurnada de esta mostaza y quiero que tu boca busque mi dulce y mi picante.
Abrió la nevera y metió los vasos con el postre.
Esto ya está listo, ahora preparamos el relleno de los «tortelloni».
QuerÃa hacer el relleno según la histórica receta boloñesa, que incluÃa un poco de ajo. No le gustaba a todo el mundo, pero a ella le encantaba ese aroma, y estaba segura de que le gustarÃa también a Edoardo. Abrió los dos paquetes de requesón, un bote de leche de cabra y uno de leche de vaca, y cogió cien gramos de cada una. Trituró finamente media cabeza de ajo, y añadió un puñado de perejil. Mezcló todo en una tarrina, con treinta gramos de queso parmigiano reggiano rallado, una yema de huevo batido y una pizca de sal.
Mientras mezclaba el relleno, el recuerdo de ellos en la ducha habÃa aumentado su deseo, ya estimulado por el lÃquido de la mostaza. Carlotta añadió un poco de su fluido Ãntimo, generado por el recuerdo del amor con Edoardo, al relleno de los tortelloni. Recordó todo lo que habÃa dicho en la veranda.
Esto lo origina mi amor, lo encontrarás en tu comida y lo querrás siempre como tu alimento.
Metió el relleno en la nevera, dentro de un plato hondo cubierto por otro plato.
Cogió doscientos gramos de harina de grano blando de tipo «0» y los dispuso como un monte en el banco de madera que estaba sobre la mesa robusta que habÃa querido tener en la cocina para poder trabajar sobre una base estable.
Hizo un agujero en el centro de la harina y rompió un huevo dentro, con mucho cuidado para que no cayera dentro ni un trocito de cáscara. Lo batió delicadamente con un tenedor, y después empezó a mezclarlo todo con cuidado, amalgamando la harina con los dedos y ensanchando poco a poco el cráter central. Carlotta no usaba la amasadora, le gustaba usar las manos. PodÃa reconocer la consistencia de la masa y saber cuándo la proporción entre la parte lÃquida y la harina era correcta. Tampoco usaba sal, según el estilo de la región de Emilia Romaña. Cuando el borde de la fuente [05] se redujo al mÃnimo posible para contener la parte más lÃquida en el interior, recogió, con el canto de la mano, la harina de los bordes externos y tapó el cráter. Trabajó la masa lejos de las corrientes de aire para que no se secara, unos cinco minutos más. Al final le dio la forma de un pan, que dejó reposar en una tarrina cubierta.
Fue a buscar la pintada al lavabo del garaje, donde la habÃa dejado goteando sangre. Cuando volvió a la cocina la sumergió durante unos segundos en una cazuela llena de agua hirviendo para que fuera más fácil desplumarla, operación que le llevó unos veinte minutos.
Empuñó un cuchillo de lama fina y bien afilada e hizo un inciso en la parte baja del vientre para poder sacar las vÃsceras. Después quitó el cuello, las patas, la cola y la grasa alrededor de esta. Cortó las alas, los muslos y los contramuslos. Dividió en dos partes el pecho y el busto. Ahora tenÃa delante de sà los trozos de la pintada. Cogió una gran cacerola de acero de debajo del banco de cocina. Preparó una mezcla de ajo, romero y salvia e hizo un sofrito con una generosa dosis de aceite de oliva extra virgen del Golfo de Tigullio. Pasó los trozos de la pintada sobre la llama, para asegurarse de eliminar todos los restos de plumaje.
Volvió a abrir la nevera grande, y extrajo un buen trozo de la suave, dulce y deliciosa panceta del Oltrepò. La colocó con cuidado sobre la plataforma de la máquina de cortar a mano, sólidamente anclada al mueble bajo de la cocina, empuñó el mango y lo giró con decisión, provocando el movimiento alternado de la plataforma. Paró cuando tuvo una loncha para cada trozo de carne de la pintada.
Introdujo los trozos de carne, envueltos cuidadosamente en la panceta, en la cacerola donde se refreÃan las hierbas.
Añadió una loncha de más y una salchicha con especias desmigada.
Cogió un limón de Sorrento que un frutero de Casteggio tenÃa la costumbre de conseguir para ella y otros pocos clientes. Cortó algunos trozos de cáscara sin la parte blanca y los puso en la sartén. Después exprimió medio fruto y lo añadió al preparado. Dio la vuelta a los trozos de la pintada, con cuidado para no separarla de la panceta y, cuando estuvo todo bien dorado, lo cubrió hasta la mitad con vino blanco Riesling tÃpico de la zona.
Después de unos tres cuartos de hora el lÃquido se habÃa absorbido y la pintada estaba en su punto. Carlotta apagó el fuego y dejó la cacerola, cubierta, donde estaba.
La actividad fÃsica necesaria para las operaciones de cocina era un elemento importante en el equilibrio que Carlotta habÃa encontrado en los dÃas, todos iguales, una vez agotado su matrimonio, y después de todos los intentos de relaciones afectivas interrumpidas forzosamente. Le gustaba trabajar en la cocina, y los resultados que obtenÃa con sus acciones le resultaban muy gratificantes. La comida nacida de su esfuerzo, ligada a los productos de la tierra y al ciclo de las estaciones, la unÃa al sentido profundo de la existencia. La nutrición del cuerpo como cura del contenedor del alma: asà percibÃa su trabajo.
A las ocho y media decidió que podÃa hacer los tortelloni. No podÃa pasar demasiado tiempo entre el final de su preparación y su cocción.
Cubrió el plano de trabajo con harina y colocó encima la masa que habÃa dejado reposando. Sacó el rodillo del armario. Lo cogió con las dos manos muy cerca la una de la otra. Separó los antebrazos, con los codos separados del cuerpo, para que la presión sobre el rodillo viniera de la parte de la palma bajo el dedo pulgar. Carlotta acompañó la fuerza de sus manos con movimientos alternados de la cadera; asà ejercÃa presión sobre el rodillo sin sujetarlo.
No sucederá otra vez. No lo permitiré.
Sincronizó la alternancia de la presión sobre el rodillo con el recuerdo de los movimientos rÃtmicos de Edoardo.
Con fuerza y control, extendió la masa hacia el exterior, girándola cada veinte segundos un cuarto de giro. Cuando el espesor de la masa fue tan fino que era casi transparente, la cortó en cuadrados no demasiado grandes: alrededor de ocho centÃmetros de lado. Sacó el relleno de la nevera y colocó una porción del tamaño de una nuez pequeña en el centro de cada cuadrado. Preparó dos docenas, que cerró rápidamente, para evitar que el relleno se secara. Primero los dobló en forma triangular, apretando sobre los bordes, después giró las solapas alrededor del dedo Ãndice, superponiendo los dos extremos, sobre los que presionó, para que se cerraran bien. Resultó la forma clásica de un tortello. Los dejó en la nevera, encima de una bandeja espolvoreada con sémola de grano duro, para evitar que se quedaran pegados.
Para la preparación de la mesa usó un mantel y unas servilletas blancas, sin bordados, y vajilla también blanca, de buena calidad y de diseño simple. Unos vasos de proporciones variables y los clásicos cubiertos de acero de forma cómoda completaron la presentación.
Carlotta puso en el compartimento menos frÃo de la nevera los vinos rosados que pensaba servir. SabÃa que no era conveniente hacerlo, pero supuso que una hora de enfriamiento no les harÃa daño, sino que los harÃa más agradables en esa cálida noche de junio.
Después pudo centrar su atención en el cuidado de su aspecto. Fue al cuarto de baño y se liberó del vestido largo que todavÃa llevaba. Entró en la ducha. El recuerdo de Edoardo y ella dos dÃas antes le provocó un temblor que subió desde sus costados hasta la nuca. Abrió el grifo y dejó que el masaje del agua relajase sus músculos, mientras se abandonaba a sus pensamientos. En un cuarto de hora acabó con el aseo y fue al armario. Le habrÃa gustado ponerse el mismo vestido, pero se habÃa ensuciado con la sangre de la pintada. El escotado ya se lo habÃa puesto el dÃa del accidente. ¿Qué podÃa ponerse para la noche de San Juan con Edoardo? Su guardarropa, que llevaba mucho tiempo sin renovar, no le dejaba mucha elección. Al final se decidió por una falda coloreada, larga y cómoda, de aspecto vagamente gitano, y una camisa blanca liviana con mangas anchas e hinchadas. A los pies se puso las mismas sandalias con cuña que llevaba el dÃa del aperitivo que ofreció después del accidente. Y eligió los mismos anillos de oro como pendientes, combinados con el collar.
Buscó qué tenÃa para maquillarse. Abrió los muebles y miró en su interior. Al final solo usó un lápiz de ojos negro, con el que acentuó el contorno de sus ojos, un pintalabios, que usó con moderación, y un esmalte de uñas para las manos y los pies. Tanto el pintalabios como el esmalte eran de un bonito rojo bermellón, y combinaban bien con uno de los colores de la falda. El pelo habÃa sido sometido al tratamiento clásico: lavado y dejado secar solo, y se habÃa ordenado a los lados de la cara formando unos rizos suaves. No miró el resultado final de los cuidados hechos a su persona en el espejo. TenÃa miedo de no gustarse.
Me tiene que ver con sus ojos, tiene que verme a mà y dentro de mÃ, mi corazón con su corazón.
Pensó en las gafas de Edoardo, que esperaban encima de la mesa de la veranda.
IV
La cena
Se habÃa hecho de noche poco tiempo antes. La luz del crepúsculo, esos dÃas, era persistente. Carlotta acababa de encender las cuatro velas, colocadas a los lados de la veranda, cuando oyó el ruido de un coche que se paraba delante de la casa. Fue a la puerta peatonal del jardÃn.
âBienvenido.
âBuenas noches, Carlotta ârespondió Edoardo. Se inclinó para darle un beso en la mejilla, y después le dio un ramo de floresâ. Para ti. Espero que te gusten.
âEs muy bonito. ¿Cómo lo has hecho? Las floristerÃas están cerradas a estas horas.
âCon nuestros horarios, estamos acostumbrados a prepararnos con antelación. He llamado a una tienda de Casteggio y he pedido que me lo llevaran a la base del helicóptero. Lo he comprado por teléfono, fiándome de las explicaciones que me daban.
âLo has hecho muy bien âdijo Carlotta. Después, señalando la botella que Edoardo tenÃa en la mano, añadióâ: ¿Y eso?
âUn brut de pinot de la zona, para el aperitivo. âEnseñó la etiqueta, y luego continuóâ: He pensado que podrÃa estar bien. Está a la temperatura justa. âLa sonrisa de Edoardo hizo desaparecer las últimas reservas de Carlotta.
âHay vasos encima de la mesa en la veranda. SÃrvelo tú, que yo tengo que volver a la cocina. âDesapareció en el interior de la casa.
Cogió la botella de tomate triturado que habÃa preparado en agosto del año anterior: tomates de distintas variedades, sal, unas hojas de albahaca y nada más. Puso una buena cantidad en una cazuela que puso a fuego bajo. Sacó el bloque de mantequilla que habÃa comprado esa mañana de la nevera y lo dejó sobre la mesa. Una cazuela casi llena de agua puesta a calentar completó el principio de la preparación.
Volvió al porche. Edoardo habÃa cogido los vasos y habÃa preparado la botella del brut espumoso de pinot.
â¿Estás lista? No podré retenerlo mucho más. âCon una presión ligerÃsima sobre el tapón lo hizo saltar, y salió un chorro de espuma, que dirigió al interior del vaso de champánâ. Sé que no deberÃa salir disparado, pero es mucho más divertido. âLe dio un vaso a Carlotta y lo tocó con el suyoâ. A ti, a nosotros, a la noche de San Juan.
âSà âdijo Carlottaâ. A nosotros y a esta noche de San Juan. âBebió echando la cabeza hacia atrás. Su pelo se alejó del cuello, descubriéndolo. Edoardo tuvo el impulso de ir a besarlo.
«Tranquilo, Edoardo, ¿no has visto nunca un cuello de mujer?»
âPero ¡estas son mis Ray-Ban!
âLas encontré en el jardÃn. No están rotas, y las he limpiado. âCarlotta se sentó de lado encima de Edoardo, cogió las gafas y se las puso, dejándolas sobre la punta de la nariz, para poder mirarlo a los ojos de cerca. Le susurróâ: Dan suerte. Acuérdate de llevarlas siempre; tienes que ver el mundo a través de ellas.
Le dio un beso suave. Edoardo sintió los labios húmedos refrescados por el espumoso. Notó cómo el cuerpo de ella se apoyaba contra el suyo, y sintió el perfume proveniente de sus senos cálidos.
«Oh, dios mÃo... peor que el cuello...».
âEs un vino que nos sostendrá con su fuerza: me gusta esta referencia a la fuerza que da la madre tierra a sus hijos âdijo Carlotta, leyendo el nombre de la etiquetaâ: Anteo. âDespués siguió leyendo las caracterÃsticasâ: Método Martinotti [06], efervescencia fina; color amarillo pajizo con reflejos brillantes; buqué fresco y elegante con notas iniciales de pan fermentado y finales de cÃtricos; sabroso, equilibrado, con buena persistencia. Es lo mÃnimo que podemos esperarnos de un producto de la tierra con este nombre âañadió Carlottaâ. Tomaré un poco más, tengo que ser fuerte.
Edoardo llenó los vasos. Bebieron mirándose a través de las burbujas.
âVoy a buscar el primer plato. âCarlotta le dio otro beso y se levantó, recorriendo la cara de Edoardo con una caricia de su mano. VeÃa claramente el efecto que habÃa provocado y eso la hacÃa feliz. Edoardo sintió indistintamente cómo le subÃa el pulso. La miró alejarse y después se sirvió otro vaso de espumoso.
Sacó los tortelloni de la nevera y los echó en el agua salada que hervÃa. Apagó el fuego de la cazuela con el tomate triturado y añadió un trozo generoso del bloque de mantequilla. Después de unos minutos los tortelloni estaban listos; los recogió con la espumadera y los depositó en una sopera junto con la salsa de tomate y mantequilla. Cogió un plato, en el que colocó un trozo de queso parmesano curado y un rallador. Llevó todo al porche.
âAquà estoy âdijo Carlotta, satisfecha. âCogió un cucharón para servir y puso una docena de tortelloni en el plato de Edoardoâ. Tortelloni de requesón condimentados con mantequilla y oro, Bononia docet [07]. El parmesano está a parte, puedes rallar la cantidad que quieras, pero se aconseja que sea entre poco y nada. Para el vino, podemos seguir con tu brut; en mi opinión, es perfecto.
Edoardo habÃa trabajado todo el dÃa y solo habÃa comido un bocadillo a mediodÃa. Se lanzó sobre los tortelloni con la misma energÃa que la que dedicaba a volar con el helicóptero sobre los viñedos. Y con la misma energÃa se los comió todos.
âBuenÃsimos. ¿Me equivoco, o hay una nota de ajo? Una maravilla.
âEsperaba que te gustaran con el ajo âdijo Carlotta.
â¿Es una broma? Me encanta el ajo, y... las mujeres que huelen a él. âDejó de hablar y se desplazó hacia Carlotta, que estaba a su derecha en la mesa, que habÃa puesto para que comieran en dos lados adyacentes. Hizo un gesto como si la olfateara y luego la besó. Pasó su lengua sobre los labios de ella, como para limpiarlos. Puso un dedo en la sopera, recogió un poco de salsa y lo puso en la boca de ella, que la cerró a medias para permitirle meter el dedo lo mÃnimo para que ella pudiera chuparlo. Le dio un beso largo con la lengua, que movió junto a la suya en esa mezcla de mantequilla y oro.
âTienes un sabor buenÃsimo âdijo.
âTú también âdijo Carlottaâ, y yo puedo decirlo con conocimiento de causa.
La alusión, directa y maliciosa, tuvo un efecto demoledor sobre Edoardo. Se levantó, encontró el interruptor de la luz al lado de la veranda y la apagó, dejando que la única iluminación fuera la de las débiles llamas de las cuatro velas en las esquinas. Volvió al lado de Carlotta y dijo:
âEsta es una condición de desigualdad que tiene que ser corregida inmediatamente.
Giró su silla, de manera que no estuviera mirando a la mesa, se arrodilló delante de ella y metió las manos bajo la falda, subiendo desde las pantorrillas hasta los muslos y más arriba aún. Sintió que Carlotta separaba las piernas para facilitar sus acciones. Se dio cuenta de que no llevaba ropa interior. Llegó con las manos hasta la cadera y tiró de ella hacia sÃ, haciéndola adoptar una posición medio tumbada en la silla. Subió la falda hasta la cintura para descubrir su sexo, que se abrió rosa y húmedo en medio del negro del pelo exuberante. Edoardo sumergió su boca en él y lo probó, adaptándose a los movimientos que ella imprimÃa a su cadera.
Sintió sus manos sobre la nuca y oyó sus palabras:
âQuerido... querido. Bebe de mÃ... tendrás sed de mÃ.
Después, las mismas manos lo detuvieron.
âYa está bien. Ahora que conoces mi sabor, podemos comer el segundo plato. ¿Qué te parece?
Edoardo la miró y sonrió.
âEs un placer mirarte desde esta perspectiva âdijo.
âDespués podrás mirarme desde todas las perspectivas que quieras ârespondió Carlotta, dándole un golpecillo sobre la nariz con su dedo Ãndice.
Se levantó y se fue a la cocina. Sacó las botellas de vino de la nevera y las acercó a la puerta:
âAbre el vino, uno de los dos, que se ha acabado el brut y, de todas maneras, ahora es mejor cambiar.
Edoardo eligió una botella y dejó la otra en una mesa de servicio que estaba cerca. La destapó y la puso en la mesa.
Carlotta encendió un fuego fuerte bajo la pintada. TenÃa que calentarla un poco. Después de calentarla rápidamente, apagó el fuego. Decidió llevarla a la mesa directamente en la cacerola.
Edoardo habÃa llenado dos copas de vino hasta la mitad.
«Buttafuoco» [08] con la pintada âdijoâ. Esta es mi elección.
â¿Te has dado cuenta de que lo he enfriado ligeramente? Espero que no te moleste, a pesar de que los expertos lo desaconsejan.
âEs una buena idea. Solo está un poco más frÃo de la temperatura aconsejada.
â¿Por qué has elegido el Buttafuoco?
âMe ha hecho pensar que tiene algo de tu impresión.
â¿Mi impresión? âCarlotta cogió la botella y encendió la luz que Edoardo habÃa apagado.
Giró la botella y leyó la etiqueta.
âDe color rojo rubà vivaz con reflejos violáceos. âMiró a Edoardoâ. DirÃa que, por su aspecto, deberÃa ser más bien un rosado.
âHe dicho de tu impresión, no de tu aspecto ârebatió Edoardo con tono serio.
âEn nariz âcontinuó Carlottaâ, buena intensidad, penetrante, con una nota ligera de regaliz, mermelada de grosellas con matices especiados. ¿Entonces?
âBuena intensidad, penetrante, matices especiados y una nota de regaliz. Confirmado. No me acuerdo de cuál es el perfume de las grosellas, asà que sobre eso no me pronuncio. Si tienes jugo podré comprobarlo.
Carlotta siguió leyendo.
âEn boca: completo, redondo, robusto. âLo miró con esa expresión que solo las mujeres saben adoptar. Esa mezcla de inocencia y malicia que impide dormir a los hombresâ. Ahora sà que puedo afirmar que me recuerda a ti.
Cogieron las copas. Ãl lo olió y dijo: