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El Amanecer Del Pecado
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El Amanecer Del Pecado

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El Amanecer Del Pecado

Circe había saltado a la fama de las noticias de sucesos por haber arruinado la carrera política de un diputado que se había enamorado de ella. Alguien había filmado al parlamentario en una habitación de hotel, completamente desnudo, tobillos y muñecas atados a los lados de la cama. Circe fue acusada de secuestro, malos tratos y tráfico de estupefacientes. Hubo un proceso donde la sentencia, finalmente, habló de Un juego erótico entre adultos consentidores. Los cargos se desestimaron y Circe fue absuelta totalmente. El resultado fue un diputado de menos y un personaje televisivo de más.

Ahora los cuatro jurados, las almas arañadas por los pecados humanos, estaban preparados para juzgar a los concursantes que participaban en la competición. El primer artista se llamaba Fernando Ramírez. Era un joven mejicano que había entrado clandestinamente en los Estados Unidos antes de que la administración Trump destinase dos billones de dólares para alzar el muro a lo largo de la frontera.

Fernando, una vez traspasado el muro, fue arrestado mientras desvalijaba una gasolinera en un lugar perdido del desierto de Texas. Debía comer, contó al público.

Arrestado y expulsado por los federales, sin un euro en los bolsillos, emprende un viaje aventurado que lo llevó a la otra parte del océano. Ahora, desde hacía unos años, vivía en Rovigo, huésped de tíos y sobrinos de segunda generación.

Fernando, la piel morena, los ojos negros y ardientes, después de haber conmovido un poco a todos con su historia, comenzó a cantar. Tenía una voz áspera y envolvente, y al público le gustó la actuación despellejándose las manos con un aplauso mandado por el productor.

Tres jueces de cuatro encontraron la exhibición convincente.

Sebastian Monroe votó en contra, explicando que el muchacho, desde su punto de vista, era, a duras penas, un aficionado, un listillo que quería conmoverlos con su historieta lacrimosa. El público, ante aquella afirmación, silbó indignado y Sebastian respondió mostrando el dedo medio. La web enloqueció. En las redes sociales llovieron un montón de insultos, la polémica se desató de manera estudiada y el nivel de audiencia subió medio punto.

Siguieron otros concursantes. Algunos eran de una genialidad impresionante, otros eran personajes sin talento pero lo suficientemente excéntricos para captar la atención del público. Los autores del programa les daban un puesto estratégico para subir la audiencia.

Pasaron unos anuncios que invitaban al espectador a comprar productos lujosos pero tan seductores y cautivadores que resultaban indispensables.

Después de un bombardeo de autos de ensueño, perfumes refinados y vestidos de firma, el directo recomenzó.

El nivel de audiencia estaba alrededor del ocho por ciento cuando Daisy Magnoli se asomó al escenario.

El rostro joven, perfecto e inquieto, los ojos sonrientes y seguros, y un vestido corto de colores pastel, enseguida llamaron la atención del jurado.

He aquí otra criatura que podría perder su inocencia detrás del brillante mundo del espectáculo –pensaron, más o menos los jueces, conscientes de tener delante un potencial personaje.

– ¡Eh, gente! ¿No decís nada? Esta muchacha, ¿no es espléndida? –exclamó Sebastian Monroe volviéndose al público que respondió a su petición con un aplauso auténtico.

–Un lirio realmente espléndido, Sebastian. Pero no me gusta tu tono; parece el zumbido de una abeja a la caza de polen, no sé si me explico. Y además es menor –remarcó Jenny deslizando la vista sobre las líneas de los letreros de los guionistas.

–Oh, vamos, Jenny, sabes perfectamente que eres tú la flor de mis sueños –respondió Sebastian con una risita.

Circe no leyó ningún guión prefiriendo improvisar.

–Adelante, querida Daisy. ¿Por qué no nos cuentas algo de ti?

–Hola a todos –sonrió Daisy que, a pesar de su edad y con una cierta sorpresa no se sentía para nada incómoda. Ser el centro de la atención le provocaba siempre un escalofrío de placer. –Me llamo Daisy, Daisy Magnoli. Vengo de Castelmuso, un pueblo de quince mil habitantes, no muy alejado del mar Adriático…

Daisy continuó contando algunas banalidades sobre su vida en el instituto pero sin la vivacidad pretendida por los guionistas.

– ¿Eso es todo? –exclamó Sebastian fingiéndose desilusionado. –Espero que la timidez esconda un gran talento, en caso contrario…

Sebastian abrió los brazos como para decir En caso contrario ¿qué has venido a hacer aquí? ¿Desilusionar a todas estas personas?

Daisy sabía perfectamente que el guión del programa incluía algunos pasajes ineludibles: el jurado comenzaría con las felicitaciones, luego para elevar el nivel de audiencia la provocarían para meterla en problemas. Ella no debería hacer otra cosa que hacer frente a los ataques del jurado.

Estaba todo programado.

Ahora sólo debía cantar I’am Rose y se convertiría en una celebridad.

6

Guido sintió un escalofrío correr a través de los omóplatos. Daisy estaba a punto de exhibirse delante de millones de italianos.

– ¡Ese cabrón de Sebastian! ¿Habéis visto cómo la ha tratado? ¿Pero quién se ha creído que es?

Manuel Pianesi se enfadó tanto que, debido al nerviosismo, derramó la cerveza sobre los cojines del sofá donde estaba tirado, haciendo despotricar a Guido.

Guido Gobbi ya estaba arrepentido de haber invitado a sus amigos a su casa, un apartamento en la periferia del pueblo, en el populoso barrio de San Lorenzo. Cinco mil almas tranquilas, divididas entre los edificios con fachadas altas que seguían el perfil de la colina.

Por una parte Manuel gritaba haciendo que perdiese los diálogos del jurado, por otra, Leo Fratesi contestaba a los comentarios, con el vicio de subrayar reiteradamente el concepto ya expresado.

– ¡Por favor! ¿Queréis parar de hacer ruido? –gritó Guido pulsando sobre la tecla del telemando para subir el volumen.

Había pasado una semana desde que Daisy y Guido habían discutido. Ella pensaba que Guido era un fisgón y quería denunciarlo al director del colegio. Parecía el triste epílogo de una historia no comenzada. Luego había aparecido aquella frase en el ordenador.

Adriano debe dejar de buscarme. O tendrá un feo final.

Después de una agotadora explicación donde Guido había intentado convencerla de que no tenía nada que ver con aquella historia, habían hecho las paces, aunque la tan suspirada cita se había pospuesto.

Daisy, de hecho, había preferido investigar sobre quién había sido el remitente del mensaje, recurriendo a la ayuda de Manuel. El compañero del instituto con los cabellos de rasta era un fantástico friqui, uno de esos capaces de descubrir quién había sido el autor, pero con cada intento el ordenador se bloqueaba, inexplicablemente.

La seriedad del ataque les hizo descartar la hipótesis de que se tratase de una broma dirigida a Daisy.

Guido afirmó que, probablemente, Adriano había hecho algo que no debía. Quizás un encuentro virtual que había ido mal. O había pisado el pie a las personas equivocadas, o algo parecido, y por esto lo estaban amenazando. Daisy jamás había considerado seriamente la hipótesis de que se la tuviesen jurada. La costumbre de sentirse el centro de atención la había inducido a pensar que el mensaje estaba dirigido a ella. Probablemente el hermano discapacitado había atraído el odio de alguien y ahora quería descubrir el porqué.

–Bien, Daisy, ¿qué nos vas a hacer escuchar? –preguntó Sebastian Monroe bebiendo un sorbo de whisky escocés que le hizo musitar de gusto.

–Bueno, querría cantar una canción. Una canción inédita –respondió ella cogiendo el mástil del micrófono que levantó para adecuarlo a su estatura.

– ¿Lo habéis oído? –exclamó el jurado girándose hacia el público.

–Estamos tratando con una cantante –añadió perpleja Circe que buscó entre las gradas alguien que compartiese su escepticismo. Hubo algún murmullo de aprobación.

–Realmente no la he escrito yo.

– ¿Podrías ser un poco más prolija o continuamos con los monosílabos?

Hubo una risotada ente el público.

–Es una canción escrita por Adriano Magnoli. Mi hermano. La canción se titula: I’m Rose.

En Castelmuso Adriano observaba el programa con los brazos cruzados, la espalda apoyada en el quicio de la puerta, mientras a su alrededor se había creado mucha expectación.

– ¡Por Dios, Adry, están hablando de ti! –había gritado Franz haciendo escapar la espuma de la botella de cerveza.

–En serio, Adriano. Es grandioso –había remarcado el tío Ambrogio, levantando el vaso para pedir otro brindis.

Las felicitaciones de la gente reunida en el salón del chalet eran sinceras, insistentes, y un poco fastidiosas. En los oídos de Adriano sonaban como Nada mal para un enfermo mental.

No podía culparles. En el fondo era la verdad.

–Ahora un poco de silencio, por favor –dijo Sebastian levantando las manos para hacer callar al público mientras el ojo despiadado de la telecámara se posó sobre el dedo de Circe apuntando al escenario.

–Daisy Magnoli. ¡Ha llegado tu momento!

Daisy cerró los ojos buscando la máxima inspiración.

Se elevó el dulce sonido de un piano. Unas pocas notas una detrás de otra, ligeras. La música, suave y evocadora, parecía conducir a un jardín de rosas perfumadas. Una melodía que evocaba colores tenues, vuelos delicados de mariposas y cielos despejados llenos de armonía.

La música de Adriano comenzó como un viaje tranquilo en el alma.

Daisy, con la sensación de cabalgar sobre un arco iris de emociones, comenzó a cantar.

Mi corazón atravesado por soles cegadores

Mis lágrimas, duras armas de cristal

Es la belleza

Es la dicha del amor

Pero hay una sombra escondida entre las arrugas de mi alma.

Las palabras, susurradas como el canto de un ruiseñor, no provocaron ninguna reacción por parte del público.

Según lo planeado, si durante la exhibición el artista mostraba poco talento, o ninguno, se comenzaba a gritar y a silbar, pero cuando la destreza era innegable empezaban los aplausos y los gritos de entusiasmo. Con Daisy no sucedió nada. Nadie se expresaba. Todo estaba parado, suspendido en el vacío.

De repente el suspiro del piano se convirtió en un ruido de truenos. Un bajo potente y sombrío desencadenó una impresionante energía. Melodía y ritmo explotaron en un fragmento rock con atmósfera gótica. Batería y guitarra se fundieron, en segundo plano un coro de voces profundas. Era un antiguo canto gregoriano traducido del latín, las voces moduladas con tonos proféticos. Una advertencia que hablaba de belleza, amor y condenación.

El amor es el espejo de lo oscuro

Lo oscuro será mi esposo

El manto negro de la Parca caerá sobre mi rostro, pesado como un sudario

Belleza y condenación…

Luego el coro calló. Sobre el escenario descendió un humo denso y gris.

La voz de Daisy se elevó límpida y vibrante.

El pecado se insinuó entre las nieblas de mi inocencia

El ángel oscuro es gozo e inocencia

El ángel oscuro es gozo y perversión

Yo soy la rosa

Él es la condenación…

Los pasos de baile acariciaban el escenario con toques ligeros y ágiles, un tamborileo se liberó como una sucesión de truenos amenazadores, el coro creaba una atmósfera de advertencia y presagios.

Hacia el final de la canción las guitarras interpretaron un solo acrobático, un contrapunto perfecto para celebrar la muerte del sonido de los tambores.

Luego, de repente, la música se disolvió.

La canción había acabado.

Daisy se quedó quieta, el rostro vuelto hacia el cielo, el sudor que le regaba las sienes, los mechones de cabello pegados sobre las mejillas sonrojadas, la rodilla hacia el suelo y el brazo tieso vuelto hacia el cielo, en una espléndida pose épica.

Daisy sonrió al jurado conteniendo los jadeos, el corazón le latía fuerte en el medio del pecho.

Era el momento del veredicto.

Alrededor, un pesado e insondable silencio.

Daisy miró fijamente a Sebastian Monroe. Sabía que la sentencia pasaría a través de sus ojos. El neozelandés, casi siempre arrogante y claro en sus juicios, tenía una mirada indecisa, y todo su aplomo hacía pensar en una inseguridad que nadie reconocía. Incluso los otros jueces se mostraban nerviosos e indecisos.

Daisy, a la espera de la respuesta, tuvo la sensación de oír unos ruidos provenientes de abajo del escenario.

Oyó a un técnico blasfemar detrás de las bambalinas. Las bombas de humo no tendrían que haber comenzado. Daisy, en efecto, se había quedado sorprendida. Durante las pruebas nadie le había dicho que debería bailar en medio a una desagradable niebla fría.

I’m Rose –dijo finalmente Sebastian. –Es, cómo decirlo, en fin… lo que he escuchado es de locos.

Inmenso es la palabra justa –le respondió Circe, comprimida en un negro y brillante vestido de látex, el sudor descendiendo debajo de la peluca.

La respuesta del jurado precedió al veredicto del público que se levantó aplaudiendo. Un tributo insólito, donde el entusiasmo de todos era medido, pero completo, como si la exhibición mereciese la admiración y el respeto casi como si fuese una pieza de ópera.

Mientras la gente aplaudía, los ruidos sordos debajo del escenario eran cada vez más sombríos y profundos.

Daisy hizo una reverencia. Ese era el momento más importante de su vida. Intranquila, sonreía y daba las gracias.

Los ruidos sordos aumentaron. Pero, ¿nadie los oye?, pensó mientras el escenario vibraba bajo sus pies, el mástil del micrófono que saltaba delante de sus labios. Echó la culpa a la tensión y pensó en el hermano. Adriano había enfermado debido a un fuerte estrés. Ahora, también ella estaba bajo presión. La imaginación le hizo creer que alguien, o algo, estuviese sepultado en alguna parte. Una presencia atrapada en un lugar oscuro e indefinido que intentaba liberarse. ¿Quizás también ella estaba enferma?

Advirtió un calambre doloroso en el estómago y temió que fuese a vomitar. A pesar de todo, se esforzaba en sonreír.

–Daisy, no tengo palabras. Sencillamente, estoy estupefacto –exclamó Sebastian moviendo la cabeza, como para sacarse de encima la emoción que le había causado I’m Rose.

Isabella Larini estuvo de acuerdo mientras se acariciaba el brazo para tocar la piel de gallina, los ojos que mostraban un brillo de admiración.

–Señores, personalmente todavía estoy conmocionada. Hemos asistido al nacimiento de una estrella. Una estrella que relucirá durante mucho tiempo en el firmamento de Next Generation –fue el comentario de Circe.

–Ahora, queremos saber todo, realmente todo sobre ti –dijo Sebastian acariciándose con curiosidad la barba dura y áspera.

Daisy sintió que los golpes habían parado. El mástil del micrófono ya no saltaba y el escenario dejó de vibrar. Se convenció que los había imaginado. Pasó el dorso de la mano sobre la frente empapada de sudor, los ojos moviéndose entre las gradas. En sus sueño su público siempre era invisible, alguien que la aplaudía pero que sólo ella podía ver. Ahora el público era real. Estaba allí, en carne y hueso, alineado delante de ella despellejándose las manos de tanto aplaudir.

–Me alegro de que os haya gustado la canción –consiguió decir, casi conmovida.

En la casa de Daisy se había armado una buena. Amelia, la gruesa esposa de Franz, reía con el rostro rechoncho lleno de satisfacción. Tía Annetta se quitó con el dorso de la mano dos lágrimas por la emoción. El teléfono fijo y los móviles sonaban continuamente. Cada llamada era un amigo, un vecino, un conocido que llamaba para felicitarles. Franz y tío Ambrogio, medio borrachos, pidieron un brindis mientras tenían en la mano pintas de cerveza que desparramaban espuma.

En ese momento en Castelmuso todos podían vanagloriarse de ser conciudadanos de una celebridad.

Adriano observaba a Daisy en el escenario de Next Generation. Él la conocía como nadie. Estaba tensa y nerviosa y la sonrisa no era sincera.

También el joven, como Daisy, se vio sobrepasado por la inquietud.

–Adriano, eres grande –le dijo el tío abrazándole con un gesto brusco y echando su peso encima para sostenerse.

–Ya lo había dicho. Yo siempre lo he dicho. No tengo dos sobrinos. Tengo dos fenómenos.

Adriano se apartó del pariente para liberarse de aquel abrazo engorroso. Salió de la sala y se metió en el pasillo. Subió las escaleras, maldijo cada escalón, maldijo la migraña que se había desatado de repente y maldijo las medicinas que le frenaban los movimientos.

Entró en la habitación. Abrió el cajón del escritorio para coger un analgésico. En su cabeza todo comenzó a asumir formas borrosas y confusas.

Rebuscó con la mano en el cajón sin recordar qué estaba buscando. Comenzó a vagar por la estancia con aire desorientado e impresionado, antes de tirarse al suelo con la cabeza entre las manos. En ese momento las alucinaciones volvieron.

Adriano se convenció de que su cabeza era una maceta llena de tierra, donde se estaban adhiriendo espesos ovillos de raíces, imposibles de extirpar.

Cogió de la estantería un viejo volumen con las cubiertas pesadas y desgastadas. Las manos temblorosas voltearon las páginas de la Biblia con una lentitud frustrante y resignada.

Se paró delante de una página particularmente arrugada, consciente de que no le serviría de nada leer, y ni siquiera rezar, como si en ese momento la religión se hubiese convertido en algo lejano y contrario a la verdad.

Esquizofrenia. Se llama esquizofrenia. Mi mente está enferma. Sólo esto. Sólo esto, repitió lanzando la Biblia a los pies de la cama, las páginas abiertas en el suelo como las alas de un pájaro muerto.

No. No es esquizofrenia, Adriano. Él está a punto de entrar en escena.

–Muy bien, Daisy Magnoli –dijo Sebastian. –No sé si te das cuenta, pero tu voz es maravillosa, bailas como una profesional y si no me equivoco sólo tienes dieciséis años, ¿verdad?

–Cierto. Al menos por lo que respecta a mi edad. Por lo demás me fío de vuestro juicio.

La respuesta de Daisy fue subrayada por un aplauso del público que pareció agradecer, además de su talento artístico, también su facilidad de palabra.

–Lo has dicho, bonita –exclamó Circe –La canción fue escrita por tu hermano, ¿cierto? ¿Cómo has dicho que se llama?

–Adriano. Adriano Magnoli.

– ¿Quieres hablarnos un poco de él? Un autor tan fantástico merecería estar aquí, junto a ti.

–Bueno, mi hermano no puede venir. Porque él, cómo lo diría, él… él… está

– ¿Qué le pasa? Te veo un poco incómoda –dijo frunciendo el ceño Sebastian. – ¿Quizás no te apetece hablar de Adriano?

Ha llegado el momento de la malicia pensó Daisy. Según lo planeado, ahora me las harán pasar canutas.

Daisy sabía perfectamente cómo los jueces, en nombre de la audiencia, podían convertirse en algo especialmente odioso, incluso crueles.

Ella, sin embargo, no tenía ninguna intención de caer en la trampa e intentó concentrarse para hacer frente a sus asaltos.

–Entonces, ¿dónde está tu hermano? Debería dárnoslo a conocer, querida.

La voz meliflua de Isabella Larini dio, oficialmente, el comienzo de las provocaciones.

– ¿Quizás no lo has querido aquí contigo porque estás celosa de él?

– ¡Adriano! ¿Dónde estás? ¡Adriano! –gritó de improviso Circe apoyando la mano sobre la frente para mirar a lo lejos, provocando la hilaridad entre los espectadores.

Sandra se había quedado todo el tiempo detrás de las bambalinas. La ejecución de I’m Rose había sido perfecta. Estaba orgullosa de Daisy. Había disfrutado y llorado por la emoción.

Las telecámaras se habían parado en sus lágrimas, conmoviendo a amas de casa y madres delante del televisor.

Todo el programa estaba discurriendo como la seda. Estaba la muchachita con el talento fue de serie, una madre emotiva y un hermano compositor que, con su ausencia, estaba alimentando la curiosidad de los telespectadores.

Todo oxígeno para los niveles de audiencia. Y los niveles de audiencia se convertían en paletadas de euros gracias a los beneficios de los ingresos publicitarios.

Los contratos de la NCC se basaban sobre las encuestas de popularidad. Cuanto más alto era el índice de audiencia, le pagaban una cuota más consistente al emisor las empresas que publicitaban sus productos. Y cada punto en el nivel de audiencia valía algo así como dos millones de euros.

Para Sandra, sin embargo, el programa estaba tomando un giro desagradable.

¿Por qué le toman el pelo a mi hijo?, se preguntó. Los guionistas saben que no está bien. Han hablado mucho con él. Incluso han preparado un vídeo típico de nuestra familia. Una entrevista donde Daisy hablaba de sus sueños, de sus seres queridos, de su madre, del padre que ya no está… Los guionistas conocen el suicidio de Paolo, los problemas de Adry. Daisy sólo tiene dieciséis años. No puede manejar una entrevista donde se habla de cosas demasiado grandes para ella. Entonces, ¿por qué se comportan de este modo? ¡No era este el trato, joder!

En el monitor del jurado aparecieron los índices de audiencia. La media de Next Generation estaba entorno al nueve por ciento. Los jurados se emocionaron cuando leyeron que el índice de audiencia estaba rozando el once.

Los datos eran calculados en tiempo real gracias a un sofisticado sistema que cruzaba las informaciones de una muestra de veinte mil familias esparcidas por todas las regiones. Y el once por ciento era una fantástica noticia, por esto los guionistas decidieron presionar a Daisy. Era ella, de hecho, la que elevaba el nivel de audiencia.

Era necesario crear interés alrededor de la muchacha. Mucho interés. Sobre los monitores de los jueces aparecieron, muy remarcados, una serie de sugerencias especialmente cínicas.

El índice de audiencia sube. ¡Dadle duro a la chavalita!

Ánimo. Removed en la mierda. ¡Debemos llegar al trece!

El padre se ha suicidado. Mirad a ver si podéis meterlo por algún sitio.

Hermano loco, padre suicida. Esto es algo fuerte. Habíamos decidido no hacerlo, ¡al diablo todo! Sacad todo fuera. Pero haced de manera que no se vuelva contra nosotros. Debemos llegar hasta el trece.

Jenny Lio miraba el monitor entusiasmada. Pensó en la gratificación del jurado, también calculada sobre los niveles de audiencia. Si el nivel de audiencia se pusiese en torno al doce, ella podía cobrar un plus de cincuenta mil euros. Pero para ganar aquella suma debería dar lo mejor de sí misma. Se puso en pie. Sarcástica comenzó a canturrear:

– ¡Adrianinnno! ¡Adrianinnnno! ¿Por qué juegas al escondite?

También Isabella Larini, hechas sus cuentas, comenzó con su pérfido show. La jurado fingió indignarse y gritó:

–Olvídate, Jeny. No seas cabrona. Adriano no está aquí porque tiene un problema. Y estamos hablando de algo serio. ¿No es verdad, Daisy? Por lo que yo sé, Adriano, el autor de tu bellísima canción está… ¿quieres decirlo tú? ¿Quieres hablar de su problema?

Daisy no estaba preparada para una pregunta de ese tipo. No era aquel el trato. Debía cantar y divertirse. Y si, además, hubiese mostrado ser realmente buena, habría tenido la posibilidad de entrar en el mundo del espectáculo.

Los jueces, ahora, no estaban respetando ni los acuerdos ni el guión.

Esperaba que no la obligasen a hablar de las desgracias de su familia.

En el fondo, I’m Rose, no era sólo una canción.

Era su historia.

–Vamos, Daisy. A nosotros nos puedes contar todo. ¿Qué le ocurre a tu hermano? –preguntó Sebastian poniendo los pulgares bajo el mentón, fingiéndose atento y preocupado.

–Mi hermano no está bien –respondió la muchacha con la odiosa sensación de sentirse como un conejito perdido rodeado de lobos hambrientos.

En ese momento habría querido tener a su madre a su lado y echarse entre sus brazos para sentirse segura y protegida como cuando era una niña. Miró a los jueces que la presionaban con preguntas cada vez más incómodas e irritantes. Las mejillas se le llenaron de lágrimas y maldijo su estupidez. Debía ser fuerte, debía responder golpe por golpe a esas preguntas insidiosas. En cambio, sólo consiguió llorar.

Un relámpago de triunfo atravesó la mirada de Jenny Lio. Los indicadores mostraban el índice de audiencia en el trece y medio.

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