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El Amanecer Del Pecado
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El Amanecer Del Pecado

5

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El Amanecer Del Pecado

–Espera. Déjame acabar. Sí, me lo han robado. Pero no es esta la cuestión. La cuestión es que hay algo extraño en esta historia. Mira, quiero mostrarte una cosa.

Guido deslizó las cintas de la mochila sacándola de la espalda, la apoyó sobre el banco del camino, se sentó y extrajo el ordenador.

–Debía escribir un artículo cuando has aparecido en la pantalla –exclamó encendiendo el ordenador. –Te he visto en la ducha. Estaba confuso y sorprendido. He pensado en mil cosas. Incluso que tú… –se interrumpió, dudando si ser sincero hasta el final.

– ¿Qué has pensado? –respondió ella furiosa, intuyendo lo que estaba a punto de insinuar.

–Vale. Te lo digo. Entre miles de cosas he pensado que te habías grabado adrede.

– ¿Estás de broma? –exclamó ella enfadada.

–Escucha. Estoy convencido de que no tienes nada que ver. Sin embargo, reflexiona. ¿Cómo podía saber en que plato de ducha te podrías meter? Después de los entrenamientos uno, a menudo, se mete en una ducha siguiendo un criterio al azar. Podría haber gente que entra y sale, el agua caliente que no funciona, alguna tubería rota… demasiados imprevistos. Por lo tanto yo me pregunto: ¿te ha grabado una amiga tuya? Ni siquiera creo en esto. Imagino que alguien habrá escondido mi teléfono móvil en algún sitio. Pero, ¿cómo sabría a dónde apuntar? Hay muchas cosas extrañas. Y esto no es todo…

Ella lo interrumpió estupefacta.

– ¿Quizás estás insinuando que he robado yo misma el teléfono móvil para ponerlo en la ducha de las chicas para que tú te hicieses una paja?

–No. Yo… no estoy diciendo esto –respondió inseguro.

– ¡Justo estás diciendo esto! Intentas defenderte echándome la culpa. Pero yo, guapo, no soy como tú. Tú llevas un pervertido dentro. Lo llevas en el ADN. Un ADN que si lo desenrollas está hecho de kilómetros de mierda. ¿Sabes que te digo? Voy a ver al director. Le cuento todo y hago que te echen del colegio.

Daisy se desvió del portón que llevaba a la salida y caminó a grandes pasos por el camino del patio. Se había desfogado. Había sido impulsiva, se había enfurecido fingiendo no haber escuchado las explicaciones de Guido mientras que, en realidad, había prestado atención a cada una de las palabras. Su razonamiento era perfecto. Nadie podía saber en cuál plato de ducha se lavaría. Pero, por algún extraño motivo, había preferido insultarlo antes que darle la razón.

Daisy calculó los pasos que la separaban de la puerta de secretaría sin saber bien qué hacer. Detrás de las ventanas del vestíbulo observó la melena algodonosa de la secretaria. No sabía si denunciar o no lo ocurrido. Puso la uña brillante de esmalte sobre el timbre, indecisa si pulsar el botón.

Advirtió la respiración contenida de Guido detrás de ella, pero no se volvió, yendo a su rollo.

–No me has dejado terminar –dijo él a su espalda.

Guido miró pensativo el pequeño y compacto ordenador que tenía estrechado entre las manos.

–Quería decirte que junto con la película ha llegado un mensaje. Un comentario extraño.

Daisy cruzó los brazos esperando todo lo que tenía que decir; le lanzó una mirada de fastidio, como si tolerase a duras penas su presencia.

Guido giró el ordenador hacia Daisy. Ella buscó con aire medio enfadado las dos líneas adjuntadas al vídeo, donde se la veía meter las manos entre los muslos para enjabonarse las ingles con la espuma.

Daisy leyó el mensaje y empalideció.

Adriano debe dejar de buscarme. O tendrá un feo final.

Otra vez alguien estaba amenazando a su hermano.


Archivo clasificado nº 3

La redacción ha recibido la documentación grabada

Entrevistando al testigo (omitido)


GRABACIÓN COMPLETA

Los ruidos se deben al ir y venir de la enfermera, a los sensores de los aparatos sanitarios y a las idas y venidas del personal fuera de la habitación.

– ¿Cómo se siente hoy?

–Mejor. El buen Dios vigila mi martirio. Por favor ¿podrías presionar ese botón a los pies del lecho? Sirve para levantar la almohada.

–No sé si puedo hacerlo. Espere que llame a la enfermera.

–Aquí está, Beatrice. Gracias. Así está mejor. Sólo que ahora tengo un poco de sueño. No sé si conseguiré decirlo todo.

–Si quiere reposar, puedo volver más tarde.

–Pero, no. En el fondo me haces compañía. Así que: ¿qué decir sobre aquel día? No era yo, de verdad. Nunca he pensando en comportarme de esa manera. Mi vida es la oración. Rezo mucho, ¿sabes? Rezo todo el día y pienso en la iglesia. Mi vida la gasto en ella y sólo por ella: La Santa Madre Iglesia. Y… espera. Antes de continuar querría saber una cosa. ¿Los médicos qué dicen? ¿Me pondré bueno enseguida?

–Claro que se pondrá bueno, no se preocupe. Es más, estoy convencido que dentro de unos días volverá a casa.

–Sin embargo, me tienen atado a la cama. Las correas me tiran de las muñecas. Pero es mejor así. Si me muevo se reabren las heridas

(El entrevistado en realidad no tiene ninguna herida)

–Ha habido muchos muertos y debemos comprender qué ha sucedido esa noche.

–Yo… yo no lo sé. Si hablo condenaré para siempre mi apostolado. La verdad me alejará de la catedral.

–Esté tranquilo. Nadie lo echará.

–Es verdad, y… ¿morfina has dicho? ¿Realmente me dan morfina? ¿Pero no produce alucinaciones?

–No sabría decirle. Creo que sí.

(No está bajo los efectos de la morfina, aunque está convencido de que es así)

– ¿Puede confirmar todo lo que ha declarado en la iglesia?

– ¿Cuándo me han encontrado los paramédicos, dice? Esos ángeles han sido muy buenos, ¿sabe? Estaba en un lago de sangre. Sin embargo estaba consciente y he contado todo.

– ¿Podría repetírmelo otra vez? ¿Se ve con ánimos?

–No tengo ganas pero creo que debo dar testimonio, aunque nadie me crea. Creo que Dios haya visto qué se está incubando bajo las cenizas de nuestro pobre pueblo. Hay un plan oscuro y él lo sabe. Pero no puede dejar que seamos los hombres los que arreglemos las cosas. Necesitamos su intervención. Necesitamos urgentemente su misericordia.

–Por favor, cuente algunos hechos, quizás sin intentar interpretarlos.

–Pero estos son los hechos. Luego están los detalles. Y además, tutéame.

–Vale. Nos tutearemos. Sigue adelante…

–Como sabes, vivo en la sacristía de la catedral y esto me da la posibilidad, ¿cómo decirlo?, de vivir la iglesia. Porque yo vivo y siento la iglesia. Tengo una relación intensa, diría física, con la catedral. Los arcos, las naves, el techo dorado y artesonado, el cuadro de Lotto, porque La Madonna col Bambino es de Lorenzo Lotto, los estucados, los frescos, todas las cosas que convierten la fe en algo material, para tocar y adorar. Hace años que sufro de insomnio y esa noche, creo que eran cerca de las tres de la madrugada, estaba arrodillado, las manos juntas, rezando un Padrenuestro, cuando sentí un impacto que provenía de la carretera. Justo delante de la iglesia.

–Sí, recuerdo ese terrible accidente.

–Esa noche murió una persona. Pero lo supe sólo después. Cuando he escuchado el impacto he corrido para ver qué había sucedido, pero no conseguí salir. Lo intenté pero… pero… vale, ahora me resulta duro seguir adelante…

–Haz un esfuerzo e intenta explicarme qué sucedió.

–No es fácil, muchacho. Cuando el horror se vive es una herida que no cicatriza nunca. De todas formas: la puerta que iba de la iglesia a la sacristía se había cerrado de improviso. Un chirrido, y luego un golpe seco, como si alguien la hubiese golpeado. Pensaba en una broma. A continuación se cerraron las otras puertas. En ese momento tuve miedo. Ya no pensé en una broma sino en ladrones. Si algún delincuente entra en la iglesia hay cosas para robar y todas son cosas valiosas, ¿sabes? Creía que era Alberto, un toxicómano que habita en el barrio. Viene a menudo a robar las limosnas. De todas formas, todas las puertas estaban cerradas. La de la nave que lleva a la salida, la de la cripta, donde están los restos del santo. Y justo allí, bajo tierra, ha sucedido algo.

(Pausa, debida a la entrada de la enfermera. Escondo de nuevo la grabadora. Nadie del personal de la sección de psiquiatría sabe que estoy aquí para una entrevista. La enfermera se va. Vuelvo con las preguntas)

– ¿Qué ha ocurrido bajo tierra?

–Algo que no me hizo pensar ni en una broma ni en Alberto el Gualdrapa. Escuché unos ruidos sordos y apagados que me helaron la sangre en las venas mientras que fuera de la iglesia oía los gritos, el crepitar del fuego, el hedor del humo del automóvil que ardía.

Afuera percibía el terror de la gente del barrio. Pero dentro… dentro de la iglesia oía aquellos ruidos sordos provenir de abajo. Los bancos se movían, saltaban y se arrastraban sobre el mármol del pavimento. Creía que era de nuevo el terremoto pero sólo más tarde comprendí que no había habido ningún temblor de tierra.

Tuve la sensación de que lo que estaba sucediendo era, cómo decirlo, una prerrogativa de lo terrenal. La manifestación de una voluntad invisible. No sé porqué pero entendí que era algo maligno. Algo que estaba lejos de Dios. ¿La grabadora funciona? ¿Estás grabando todo?

–Funciona y estoy grabando. Así que las puertas estaban cerradas. Y escuchaste estos golpes.

–Justo de esa manera. Tenía un miedo mortal y comencé a rezar. Como un viejo ex cura lo hice en latín Agnus Dei, qui tollis percata mundi, miserere nobis. Pero recomendarme a Dios parecía que no servía para nada. Fue en este momento en que se me desencadenó, cómo explicarlo, una rabia insólita. Mira chaval, presumo de ser un tipo tranquilo, uno con un carácter suave y recatado, he aquí la razón por la que me avergüenza recordar lo que hice después…

(Hay una pausa, está realmente confundido. Retoma su discurso en cuanto encuentra un poco de lucidez)

–Quiero decir, la cuestión es: ¿por qué no estaba en mis cabales? ¿Por qué me sentía enloquecido? El Señor misericordioso sabe perfectamente que la locura es por lo que yo rezo día y noche. La locura es una plaga querida por Dios, una herida inflingida al pensamiento y lejana del alma, esa alma que es tan querida a nuestro Dios. La locura no es una expresión del maligno. Es por esto que debo escoger estar loco y no otra cosa. ¿Entiendes lo que quiero decir?

(Asiento sin hacer comentarios)

–Bueno. Finjamos que no esté loco. Entonces, yo, el susodicho, Simone Pietrangeli, sacristán, hombre que vive en el temor de Dios, esa noche me sentí obligado a hacer cosas horribles. No sé cómo explicártelo…

–Sé que te hiciste daño.

–Sí. Pero el dolor, aunque era insoportable, no era nada. Eran las acciones humillantes que había realizado antes de flagelarme, las acciones que ofendían a Dios, las que me destrozaron.

– ¿Puede entrar en detalles?

–Yo… yo… no lo consigo.

–Te ayudo a ir al grano. En el expediente, en la página doce, y excusa la franqueza, hablas de masturbación. Estamos entre adultos. Sabemos que la practicamos todos. Hombres, mujeres, ancianos, muchachos y, porqué no, incluso los sacristanes como tú. No hay nada malo o pecaminoso en esto.

– ¿Nada de malo? Tú no lo entiendes. Yo no soy sólo un sacristán. Soy un cura excomulgado. Un ex cura que se masturba en la iglesia, delante del altar, ¿y tú no encuentras nada malo en esto? Un cristiano que se saca el pene y goza pulverizando los paramentos sacros de esperma. Yo creo que esto es el Mal. Fuera de la iglesia la gente estaba muriendo, oía los gritos, ¿entiendes? ¿Y yo? ¿Yo qué hacía? ¡Yo disfrutaba! Disfrutaba y reía como un loco. Yo era el demonio que destruía la casa de Dios. Y luego he hecho otras cosas. Cosas innombrables…

(Llora)

–Veamos la cosa desde una perspectiva laica. Tenemos loa resultados de los análisis de sangre. Tenía una tasa de alcohol cuatro veces superior a la normal. Una concentración altísima de etanol. Sabes lo que significa, ¿verdad?

–Te lo ruego, no me muestres mis responsabilidades en manera tan brutal.

–Estar alcoholizado no es un delito.

–Entiendo a dónde quieres llegar. Bien, vale, bebo. Tengo un problema con el alcohol, de acuerdo. Pero esa noche los golpes los escuchaba realmente. Provenían de la cripta. Cada vez eran más fuertes. Parecía que el pavimento de mármol se rompía. Recuerdo que después de haber hecho esas cosas repugnantes me arrastré hasta el atril y leí algunos pasajes de la Biblia.

– ¿Recuerdas cuáles?

–Recité un versículo del Apocalipsis del apóstol Juan. Aquel que dice: Cuando se hubieren acabado los mil años, será Satanás soltado de su prisión y saldrá a extraviar a las naciones que moran en los cuatro ángulos de la tierra2 A continuación creo que… ¡Dios mío, perdóname! Creo que oriné sobre las Sagradas Escrituras. Fue en ese momento en el que intenté rebelarme.

–Has hablado de flagelación.

–Justo. Utilicé el crucifijo de plata. Lo había cogido del altar antes de comenzar a golpearme. Me lo he clavado una y otra vez. Quería hacer salir el mal, el pecado, de mi cuerpo. La sangre salía a borbotones desde debajo de los vestidos rotos. No sé cuántas veces atravesé el riñón derecho, girando dentro la barra del crucifijo. Cuanto más me hería más aumentaba el ruido de los golpes en la cripta. Cada vez los sentía más sombríos y sordos. Esto es lo último que recuerdo.

(En este momento se encuentra realmente mal. Una enfermera llega y me hace una señal para salir. Dejo de hacer preguntas)

–Gracias por todo, Simone. Ahora, sin embargo, te dejo descansar. Volveré a verte pronto, prometido.

–Debes saber que te aprecio, muchacho. Tengo un montón de cosas para contarte. ¡Ah…! Antes de irte, haz que me traigan una manzanilla.


Fin de la grabación

5

Sandra Magnoli se limitaba a fumar seis cigarrillos al día y ninguno en el trabajo, a pesar de que sus compañeros lo hacían habitualmente.

Era una empleada de segundo nivel en la oficina de inmigración del ayuntamiento de Castelmuso y se ocupaba de reagrupamientos familiares, de trabajo temporal y procedimientos para los permisos de residencia.

Había mucha burocracia en sus funciones pero también la oportunidad de hacer algo en concreto por una masa de desesperados que llamaban a las puertas del rico occidente. Sobre el escritorio había una serie de expedientes a través de los cuales necesitaba decidir el destino de un número impreciso de prófugos afganos, de disidentes coreanos agotados por un régimen comunista ajeno a la historia, y de la recolocación de los inmigrantes que llegaban desde Lampedusa. En su oficina las miserias ignoraban el color de la piel.

Cuando la Freecorporation Media, la sociedad que organizaba Next Generation, le envió los billetes para el viaje, Sandra pensó en rechazarlos pero el director la quería gratificar concediéndole una semana de vacaciones pendientes. Para Daisy, su hija, aquel sería su primer viaje a Milano.

Las dos mujeres embarcaron en el aeropuerto de Falconara y aterrizaron en el de Malpensa. Ese día, a causa de una huelga de transportes, madre e hija no encontraron conexiones demasiado cómodas. Daisy y Sandra, sin embargo, tenían a su disposición el auto de la Freecorporation Media, una berlina de color champaña con el logo del programa televisivo estampado en los laterales.

Un cámara taciturno con el gorrito de la empresa puesto sobre los ojos y un guionista pegajoso que vestía una aburrida chaqueta y pantalón grises, estaban al completo servicio de Daisy.

Las dos mujeres se alojaron en el hotel Cosmopolitan, a dos pasos del teatro de la Scala. El templo de la gran música estaba allí, vigilando severo los hermosos sueños de una chavalita de dieciséis años. A lo largo de dos días Daisy fue instruida sobre cómo debería comportarse en el palco del Millennium Arena. Esta era una carpa que surgía al oeste de la capital lombarda, un fascinante monstruo hecho de cables, tirantes y fibra de vidrio. Podía contener a cerca de ocho mil personas.

Visto desde afuera, el palacete mostraba formas curvas, ligeras y armónicas, y era una auténtica pena que fuese desmantelado después de cada una de las ediciones de Next Generation. El ayuntamiento de Milano era propietario del área donde se alzaba el Millennium. El contrato preveía que los veinte mil metros cuadrados alquilados fuesen ocupados por no más de tres meses al año, con un coste de trescientos mil euros al mes. El Millennium era elegante y evanescente, una ave fénix árabe hecha de tubos, teflón y poliéster, como fue definido por un crítico teatral.

Ahora, dentro del estadio, y delante de millones de personas, estaban a punto de exhibirse los finalistas de uno de los concursos de talentos más seguidos de Italia.

Adriano miraba los reflejos plateados y brillantes de la luna extenderse sobre las aguas oscuras del mar.

La cura prescripta por el doctor Salieri era una potente mezcla de nortriptilina y flufenacina3. La calidad de vida había mejorado realmente. Ya no balbuceaba, el temblor de las manos había disminuido y caminaba sin tambalearse como un muerto viviente.

En el piso de abajo, los huéspedes estaban esperando la conexión. La sala era amplia y luminosa gracias a un ventanal enorme que ocupaba el espacio de dos paredes. El mobiliario, moderno y refinado, con la mesa de cristal, el minibar, las butacas y los sofás de piel color crema abarrotados de amigos y parientes de la familia Magnoli.

Charlas y risas resonaban desde el hueco de las escaleras. Adriano oía destapar las cervezas, el tintinear de los brindis, la tía que se esforzaba en hacer los honores, la voz de barítono del tío Ambrogio que incitaba a los amigos a comer hamburguesas y tartaletas de crema de salmón.

– ¡Adry, está a punto de comenzar! ¡Venga, baja, que con el telemando Sky no entiendo un carajo! –gritó su tía Annetta, asomándose a las escaleras.

Adriano bajó al salón disfrutando el hecho de moverse, si no con desenvoltura, por lo menos con una discreta seguridad.

– ¡Adriano, eres un fenómeno! Daisy está en televisión gracias a ti, ¿te das cuenta? –lo felicitó Franco Leni, llamado Franz, el vecino barbudo con la piel clara, la panza de bebedor de cerveza y la cara de alemán.

Franz había traído a su gorda mujer, sus tres hijos, y una cantidad considerable de grandes salchichas hechas a la brasa.

–Si tú no hubieses escrito aquella canción no estaríamos aquí para darte la lata –había exclamado el tío, un tipo delgado y nervioso que para la ocasión vestía con orgullo un traje de lana peinada gris que parecía que iba a las fiestas del pueblo.

Todos habían observado cuánto había mejorado Adriano. El efecto de los nuevos medicamentos se sostendría por lo menos un par de meses. Luego, a causa de la tolerancia, volvería a tener alucinaciones. Llegado a ese punto el psiquiatra establecería un nuevo tratamiento.

La rotación de los medicamentos era indispensable para permitir al muchacho una calidad de vida digna, arriesgándose, sin embargo, a intoxicar gravemente algunos órganos.

El hígado, naturalmente, era el que corría más riesgo. Pero su juventud, unida a una dieta que no incluía el consumo de alcohol, representaban un buen antídoto que lo tendría a salvo de los efectos secundarios de las medicinas. Y Adriano aquella noche se sentía especialmente bien.

El programa estaba a punto de comenzar. Los tíos se habían hundido en el sofá, atentos y emocionados, y Annetta temblaba por la tensión. Franz estaba sentado al lado de su mujer, mantenida, sin embargo, a una discreta distancia de una fila de botellas de cerveza, mientras que los hijos iban y venían por el jardín, ruidosos y participando del aire festivo. Antonio Bruzzi, el otro vecino, era un comandante jubilado con un pasado en la Marina. Se había sentado sensatamente en la butaca más apartada del televisor.

Desde que la esposa había muerto, el jubilado sufría de depresión y creía que, a su edad, ya nada tenía demasiado sentido.

Había aceptado la invitación de Sandra por pura cortesía. Pero ahora que estaba allí debía admitir que encontraba placentera la compañía de toda aquella gente entusiasta y alegre.

Después de un montón de grandilocuentes anuncios que patrocinaban el evento, apareció el tema musical de Next Generation.

En el salón se elevó un ruido endiablado. Daisy, la pequeña Daisy, su Daisy, estaba a punto de debutar en un concurso de talentos.

En el escenario, deslumbrada por potentes rayos láser, apareció la figura esbelta de una mujer joven.

–Ahí está. ¡Es ella! –gritó Annetta dando saltos, el dedo apuntando la pantalla como el cañón de una pistola.

–Esa es la presentadora. ¡No montes alboroto y siéntate! –le dijo el marido tirando de un trozo de la manga del jersey y haciendo que cayese su culo sobre los cojines suaves del sofá.

– ¿Pero cuándo la enfocarán? –preguntó impaciente la esposa de Franz manteniendo las manos sobre el pecho, el corazón que le martilleaba.

–Todavía es pronto –explicó el tío de Adriano, el único que seguía con regularidad todos los episodios del concurso de talentos transmitidos por el Canale 104. –Primero presentan a los jurados. En realidad son ellos los protagonistas del espectáculo. Llegado a un cierto punto llamarán a los concursantes uno a uno. Los chavales cantarán y bailarán durante un minuto. Los buenos pasan el turno. Los otros vuelven a su casa.

Adriano observó el grupo reunido alrededor de la televisión. Sabía que eran considerados un poco sus guardaespaldas. La madre los había invitado con el objetivo de no dejarlo solo. Sandra llamó desde Milano para saber si todo estaba en su sitio. La hermana la tranquilizó. Un saludo veloz al hijo y todos cruzaron los dedos.

Sandra estaba detrás de las bambalinas del Millennium Arena, más aturdida que emocionada. Los rayos láser cortaban el escenario. Los jefe de estudio diseminados a los pies de las gradas sudaban bajo los auriculares y se quedaban sin brazos para incitar al público, pero no era necesario, ya que los gritos, energía y frenesí eran completamente espontáneos.

Filas de muchachos gritones levantaban pancartas mientras vestían camisetas con la foto de los amigos preparados para salir al escenario a cantar.

La presentadora, embutida en un vestido todo lentejuelas, anunció la llegada de los jurados de Next Generation.

Los cuatro descendieron las gradas que atravesaban las tribunas en medio de una selva de brazos que se agitaban como cañas al viento.

El presidente del jurado era Sebastian Monroe, el autor del formato, un tosco productor neocelandés llamado Nariz de Oro: un apodo debido a su infalible olfato para descubrir talentos, pero que también hacía referencia a su apéndice nasal, ahora ya gastado por años de coca.

Sebastian, intolerante a las reglas del mundo del espectáculo, donde todo debía ser políticamente correcto, era un tipo estirado, capcioso, a menudo borracho; no tenía problemas en tomar un whisky en directo o en discutir con alguien del público. La única prohibición era el humo: si se hubiese mostrado en público con un cigarrillo en la boca, los patrocinadores habrían abandonado el programa. De todas formas, unos pocos altercados y algún vicio en la franja protegida se toleraban, si no se fomentaban, dado que habitualmente producían picos record de audiencia.

Aquella noche Sebastian se presentó con una barba inculta, una camiseta grisácea debajo de las axilas por las manchas de sudor y con un pésimo humor. Los otros jurados eran tres advenedizos del mundo del espectáculo. Jenny Lio era una ítalo africana que había vendido dos millones de discos gracias a una canción que durante tres semanas había estado en la cima de la clasificación en quince países. Una cosa pegadiza, para niños. Nada importante. La biografía artística de Jenny Lio parecía algo melosa. Una pena que en su currículo había sido omitido un arresto en su juventud: dejarse coger en Trípoli con un ladrillo de hashish escondido en la maleta no es que hubiese sido lo más para quién, como ella, cantaba temas musicales para dibujos animados.

La otra estrella del jurado era Isabella Larini, célebre, no tanto por sus cualidades canoras, como por haber sido la intérprete de un reciente éxito veraniego. Una canción para bailar con culeteos vulgares, manos entre las tetas y sugestivos tocamientos en medio de los muslos. En las playas y en los campamentos los animadores habían impuesto el Ballo di Isabella. Cuando llegase el otoño todos ya se habrían olvidado de ella.

El último jurado era Alessandro Boni, llamada Circe. Una Drag Queen con un físico imponente y un maquillaje excesivo. Una brillante conversadora, pero sin un particular talento artístico. La habían construido con una fama de sadomasoquista, justo para dar un poco de sustancia al personaje.

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