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Buscando A Goran
Buscando A Goran
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Buscando A Goran

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Goran sonrió.

"¿Me pediste que te ayudara pensando que me sacaría del camino con una patada en la frente?".

"No, ¿qué está diciendo?". El chico se sonrojó. "Simplemente me parecía que ella era más... bueno, no sé cómo me parecía, pero Saetta sabe más que yo".

La pesada figura de Agnese, la dueña de los establos, se asomaba por la entrada de las cuadras.

"¡Joe, son las seis en punto! Mira, no te pagaré horas extras... oh, Sr. Milani. ¿Ha decidido saltar la zanja?".

"¿Zanja?".

"Lo que nos separa de las enormes bestias peludas". La mujer apareció en la puerta del establo con una sonrisa comunicativa en el rostro. "Hay quienes tardan años. Ya sabe, el tamaño, y luego esa mirada certera... deja claro que el caballo lo lleva, pero no está a su servicio. Lo consideran la combinación perfecta de elegancia y potencia, pero muchas personas a las que les gustaría acercarse a la equitación, les atemoriza. Pensé que pertenecía a ese grupo, pero al verlo, ahora estoy tentada a cambiar de opinión. ¿Por qué no viene a echar un vistazo a los nuevos corrales? Están a solo unos minutos a pie".

Goran vaciló. El reloj lo llamaba a su cita con Irene, pero al final ya era un hombre adulto; no necesitaba pedir permiso a nadie. Se levantó de forma brusca, volvió a ponerse la chaqueta y siguió a Agnese al exterior.

Los últimos rayos del sol se volvieron violetas, filtrados por la niebla que se acumulaba en las colinas. Los nuevos recintos estaban a solo unos minutos a pie, a la vista de un buen excursionista. Goran, avergonzado por los zapatos inadecuados, luchó por mantener el ritmo de Agnese, que caminaba despreocupadamente, charlando. Caminar aún le producía un sutil placer, como escucharla explicar sus planes y las dificultades para manejar los establos. Fue un buen momento para compartir con un extraño. La vida no estaba llena de ellos últimamente.

Cuando regresaron a los establos, el reloj marcaba más de las siete.

"Tengo que irme. Gracias por todo".

Mientras aceleraba su paso hacia el estacionamiento, la voz de Agnese lo alcanzó.

"¡Si quiere, puede lavarse usando nuestro baño!".

Goran se detuvo con su mano ya en la manija de la puerta.

"¿Para qué? Los caballos huelen bien".

IRENE

"¡Más rápido más rápido! ¡Aumenta la inclinación, porque así, es un trabajo para alguien de la tercera edad!".

Irene apretó los dientes y obedeció, mirando de lado al instructor. Muchas frases se precipitaron a sus labios, ninguna pronunciable sin una gota de estilo. Desde la cinta de correr a su lado, puesta a una velocidad perezosa, Valeria la observaba con picardía.

"Así que lo hiciste de nuevo", dijo su amiga, tan pronto como el instructor se alejó. "¿Debería considerar perder?".

"Cuenta con ello", jadeó Irene.

La apuesta se remontaba a un par de semanas antes, donde según Valeria, en un mes enviaría al demonio al guapo instructor de modales insoportables; pero se necesitaba más que eso para hacerla perder el control.

"Tú, en cambio, ¿vienes a calentar o a dormir?".

Valeria sonrió.

"Fuiste tú quien pidió un programa de tonificación para bajar de peso, no yo. A mí me basta un pequeño interludio recreativo en mi pausa del almuerzo".

Irene negó con la cabeza en silencio para no alterar el ritmo de su respiración. Que Valeria considerara ‘recreativo’ verla trabajar duro, no era ningún misterio. En cuanto a ese instructor imbécil, quién sabe cómo reaccionaría si se corriera la voz de que manosea a las clientas, por ejemplo. A su currículum ciertamente no le caería bien. Si era cierto o no, era algo completamente secundario.

"Está por comenzar la hora de Pilates", le informó Valeria, envolviendo la toalla alrededor de su cuello.

Junto con otras mujeres caminaron hacia el salón. Entre los paneles ajustables que servían de divisorio, se podía ver al instructor, ya ocupado calentando en la escalera sueca.

Pilates, qué invento tan revolucionario. Desde que lo descubrió, Irene nunca lo había dejado. La hacía sentirse ágil y tranquila, abismalmente alejada de los problemas que la aguardaban fuera del gimnasio. Caminaba cinco centímetros por encima del suelo, y desde ese nivel era más fácil mantener el control, ya se tratara del trabajo, la familia o cualquier otra trampa tendida por el destino. Pensándolo bien, el término ‘control’, aparecía con demasiada frecuencia en sus pensamientos. Quizás valía la pena comentarlo con el analista.

Después de Pilates, la agenda incluía el almuerzo con los japoneses en la esquina de la plaza y el regreso a la oficina a pie. Por supuesto, la hora del almuerzo estaba fuera de los horarios normales, pero tanto ella como Valeria desempeñaban funciones en Cosmos lo suficientemente importantes como para poder ignorar las reglas impuestas a los simples mortales. Ese día, ni siquiera tenía la intención de volver a la oficina. Tenía que preparar la cena, ¡y qué cena!

La llamada telefónica se produjo mientras luchaba con los palillos para mojar un maki en salsa de soya. Odiaba esas torturas orientales, pero hubiera preferido ayunar antes que darse por vencida. Molesta por la interrupción, sacó su teléfono celular de su bolso de mano y se lo colocó entre el hombro y la oreja.

"¿Qué pasa?", ladró, tanteando con el indisciplinado bocado. "Quise decir ‘hola, mamá, ¿cómo estás? ¿Qué deseas?’".

El tema era una invitación a una fiesta benéfica la tarde siguiente, en uno de los clubes favoritos de su madre. Tiempo perdido.

"No hablemos más. Yo trabajo, por si lo olvidaste. Más bien, recuerda que dejé dicho a la gente de los muebles que te los entregaran... no, no quiero llevarlo todo a casa por ahora. Ahora me despido, estoy ocupada".

Dejó su celular con un suspiro y evaluó la situación. Valeria, el maki, los odiosos palillos. El enésimo intento resultó en una pequeña salpicadura en el tazón, lo que provocó que los granos de arroz salieran disparados y que hubiera salpicaduras de salsa por todas partes. Amén.

"Siempre tan tierna con tu madre", comentó Valeria.

"Ella también ha perdido varias oportunidades de estar conmigo, entre exposiciones y conciertos... De niña estaba convencida de que mi verdadera madre era María, el ama de llaves". Irene descartó el pensamiento con molestia. "No me gusta hablar de ella, pensé que lo habías entendido".

"No he visto a Goran en mucho tiempo", dijo Valeria, cambiando rápidamente de tema. "¿Cómo está?".

"Bastante bien, diría yo".

Valeria se inclinó para mirarla a los ojos.

"‘¿Diría yo?’ ¿Ninguna mejora, ni siquiera algún destello de memoria?".

"Aún no".

"Sin embargo, los médicos dijeron que con el tiempo...".

"… tal vez recupere la memoria. No fue una promesa". Irene intentó sonreír. La comprensión se parecía demasiado a la compasión, para su gusto. "Es un mal momento, pero lo superaremos. Lo importante es luchar".

"Muy bien. ¿Qué intenta hacer?".

"¿Quién?".

Valeria la miró perpleja.

"Goran. ¿No dijiste que está tratando de luchar?".

"Oh no, él no. Estaba hablando de mí. Para él... es como si nada hubiera pasado. Espera Dios sabrá qué. Hace las cosas que hacía antes, pero no está en ello con su cabeza, parece un autómata. Peor aún, también hace cosas nuevas".

"¿Como qué?".

"Paseos sobre barro, visitas a establos... a juzgar por los libros que encuentro por ahí y el estado de la ropa que llevo a la tintorería, debe ser así como pasa su tiempo libre, en lugar de comprometerse a recuperar el terreno perdido".

Valeria se quedó con la cuchara suspendida frente a su boca.

"Eres muy dura. No ha de ser fácil para él".

"¿Y para mí? Han pasado ocho meses. No sabes lo que significa vivir con un marido que es un perfecto extraño. Estas cosas las ves en las películas, no crees que te puedan pasar. En cambio, suceden. Pero nuestra vida tiene que cambiar, y es hora de tomar el asunto en nuestras propias manos".

"No me digas que lo vas a dejar", dijo Valeria con incredulidad.

"¿Estás bromeando? No tiro la toalla tan fácilmente".

"¡Ahora te reconozco! No en vano en el trabajo te han apodado "el mastín". ¿Qué tienes en mente?".

Irene le dirigió una sonrisa enigmática.

"Digamos que intentaré abordar el problema con un enfoque menos... directo".

GORAN

El aroma de los establos acompañó a Goran en su viaje en automóvil y lo siguió hasta la entrada a casa. Mantener las ventanas abiertas sólo había servido para que volviera semicongelado. Sin embargo, la visita a la escuela de equitación había mejorado su estado de ánimo.

"¿Eres tú, cariño?". La cabeza de Irene apareció y desapareció por la puerta de la cocina. "Está listo, solo faltabas tú".

Goran bendijo su estrella de la suerte. Llegar con más de media hora de retraso para una ‘cena especial’ podría hacer que la noche diera un giro poco romántico, siempre que el romance estuviera incluido en su contrato matrimonial. Era difícil definir la naturaleza de su relación con Irene. Ciertamente Irene era ‘una gran mujer’, que era la expresión más popular para definirla. Inteligente, culta, decidida… y una chica hermosa, imposible negarlo, mientras se acercaba a él enfundada en un suéter negro de cuello alto, con esa sonrisa perfecta y el cabello color miel colgando por sus hombros.

"Afortunadamente, esperé para poner las papas en el horno".

Se inclinó para darle un beso, colocando su cálida mano en la parte de atrás de su cuello, y allí se congeló, su nariz se curvó en una mueca. Goran trató de no reír.

"Una ducha y estaré presentable de nuevo", dijo, tratando de sonar arrepentido. "Solo necesito unos minutos".

Los brazos de Irene cayeron a sus costados mientras su sonrisa perdía dos puntos de brillo.

"Este olor...".

"Fui a los establos".

Mirando de reojo la reacción de Irene, observó con deleite sus esfuerzos por mantener la calma. En su sentido práctico, una cosa era quedarse hasta tarde para no perder un buen negocio, y otra era poner tontos cuadrúpedos antes de la cena. En cuanto a él, le gustaba burlarse de Irene y verla implementar todas sus estrategias de adaptación, incluso si no estaba orgulloso de ello. Había resultado mucho peor para él después del accidente.

Cuando regresó al salón se encontraba relajado y dispuesto a afrontar lo desconocido, que por el momento se presentaba en forma de un juego de mesa de estilo moderno, minimalista, platos y vasos con motivos visuales en blanco y negro sobre lo que formaba una hermosa exhibición de una fantasía de entremeses. Mordió un bocadillo y se sentó a la mesa, mientras Irene aparecía detrás de él para verter el prosecco helado en una copa de champán.

"¿Un día improductivo?", preguntó, sentándose a su lado.

"No diría eso, hoy hubo bastante tráfico en la tienda".

"Pensé que... como habías estado en los establos...".

"Un descanso de vez en cuando es bueno para mí".

Lo necesito. Él podría haberle dicho la verdad, pero un desafío a la vez era suficiente. Mientras tanto, Irene abandonaba el tema y desaparecía.

"¿Han hablado, tú y Edoardo?", gritó desde la cocina.

"¿Sobre qué?".

"Sabía que querías tomarte unas horas para discutir el futuro de la tienda".

"Él quiere discutirlo. Para mí, el Orient Express está bien, tal como está".

El tono fue, quizá, más brusco de lo que pretendía, pero no podía soportar los constantes intentos de Edoardo de dirigir el negocio con ese trabajo furtivo en la costa, sin ponerse en franco conflicto con él. Hubiera preferido una discusión real, incluso a golpes, a ese falso equilibrio irritante. Si él mismo no tomaba la iniciativa era solo porque su situación lo colocaba en desventaja. Era de esperar que Irene, simpatizante, sin ocultarlo demasiado, de las ideas de Edoardo, no hubiera decidido interferir. La sonrisa con la que abandonó el tema le provocó que un escalofrío recorriera su espalda. ¿Qué había en el plato de servir, el de verdad?

"Tagliolini con limón y caviar, filete a la miel con espinacas, y para terminar, panna cotta al café. ¿Qué te parece el menú?". Irene colocó el primer plato humeante en el centro de la mesa. "Todo preparado con mis propias manos".

"¿Tú cocinaste?", Goran tosió para camuflar la incredulidad en su voz. "Este nuevo interés tuyo es una verdadera... sorpresa".

Irene no respondió de inmediato, decidida a manejar las pinzas para servir los tagliolini, con la punta de la lengua entre los labios.

"No es un interés nuevo". Movió el plato que sobresalía de la mesa con un movimiento de cadera. "Siempre me ha gustado cocinar, pero nunca encuentro el tiempo para hacerlo".

Goran se abstuvo del comentario mordaz que tenía preparado. Las mujeres como Irene no cocinaban; en todo caso, criticaban lo que los demás cocinaban. Pero era mejor quedarse callado. Cuanto más bajas fueran las defensas de Irene, antes podría llegar al punto. Su mirada se deslizó sobre los pechos que ella le ofrecía junto con el plato, magnéticos en la constricción del ajustado suéter. Un mechón rubio cayó por su frente, inmediatamente lo reacomodó con su mano cuidada. Ciertamente Irene tenía lo que se necesitaba para calentar la sangre de cualquiera.

"¿Entonces, de ahora en adelante, te dedicarás a preparar asados y fettuccine, en lugar de estrategias de marketing y capacitación del personal?".

"En realidad no, pero es hora de un cambio", dijo Irene, ignorando la ironía. "La vida continúa".

"Claro que sigue. Si no tienes cuidado, a veces te abruma".

Irene esbozó una sonrisa, como si le agradara la broma. La dulzura y las fórmulas de consuelo no formaban parte de su repertorio. Goran redujo la velocidad de su masticación. El tema de la noche zumbaba tan amenazador como un escarabajo que se acerca.

"Pensé que algunos cambios también te vendrían bien", dijo Irene. "¿Sabes que el medio ambiente tiene una influencia decisiva en la psique?".

"¿Quieres pintar las paredes de púrpura?".

"¡Lo digo en serio! Es hora de que tengamos un hogar".

"Esta es un hogar", dijo Goran con cautela.

"¿Un apartamento en alquiler? Me refiero a un hogar real, completamente nuestro. Grande, iluminado. ¿Qué dices?".

Goran contempló la expresión entusiasta de Irene con una mezcla de ternura y culpa. Era desagradable sentir una aversión tan instintiva a cualquier cosa que la excitara. Pero quizás tenía razón. Un nuevo hogar... luz, espacio, aire. ¿Por qué no? Podían permitírselo, y ciertamente no empeoraría la situación.

"Me toma por sorpresa, pero no es mala idea. He visto que están construyendo en las colinas al sur de la ciudad, cerca de...".

Irene lo detuvo con un gesto.

"Tengo algo diferente en mente".

Abandonó su tenedor para buscar a tientas en el armario. Cuando regresó a la mesa traía en sus manos un montón de revistas de bienes raíces, que colocó junto al plato de tagliolini.

"Aquí encuentras lo mejor que hay en el mercado".