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—Fue algo así —dijo—. Estaba bastante contenta hasta que una herida leve cuando perseguíamos a piratas en el Golfo Pérsico hizo que me transfirieran a inteligencia militar de vuelta a Reino Unido. Entonces podía ir a casa los fines de semana. Solo tardó una semana en irse.
—¿Con el carnicero?
Slim sonrió.
—¿Se lo he contado? Sí, con el carnicero. Mr. Staples. Nunca conocí su nombre. No lo supe hasta después. Había estado tonteando con un colega que dijo que se mudaba a Sheffield. Sumé dos y dos y me engañaron.
—Pobre —Emma palmeó su rodilla y la apretó un poco. Slim trató de ignorarlo.
—Las cosas son como son. No echo de menos el ejército en absoluto. La vida es mucho más interesante como investigador privado, sobreviviendo hasta que cobras.
—Bueno, me parece bien —dijo Emma, sin percibir la fuerte dosis de sarcasmo de Slim.
—Las cosas empeoraron —continuó Slim, en busca del golpe definitivo que los uniría para siempre como compañeros de penurias—. Hizo algunas maniobras legales mientras yo estaba de servicio. Pidió el divorcio y descubrí que la casa que yo estaba pagando se había puesto solo a su nombre. Reclamó que era propiedad suya desde antes de nuestro matrimonio. Hubo alguien que modificó unas pocas fechas de documentos legales y perdí todo. Oh, y estaba embarazada, lo que le hacía que fueran más indulgentes con ella. Esto después de abortar nuestro primer hijo mientras yo estaba de servicio, porque no quería que el niño creciera sin un padre.
—¿El segundo bebé era de usted?
Slim rio.
—Demonios, no. No habíamos estado juntos en años. Supongo que era del carnicero, como el resto de mi vida en aquel entonces.
—¡Es terrible! —Emma le estaba acariciando el muslo, pero Slim, con sus manos aún en el fondo de sus bolsillos, lo ignoró. Por el contrario, se encogió de hombros.
—Cosas que pasan —dijo.
—Debió ser devastador.
Slim cerró sus ojos un momento, recordando un par de botas sobre la arena.
—He visto cosas peores —dijo.
Emma guardó silencio durante un momento, frunciendo el ceño mientras miraba fijamente al camino, con su mano que seguía subiendo y bajando por el muslo de Slim, como si tratara de calentarla para quitarse el frío.
—¿Puede hacerle una pregunta personal? —dijo Slim.
—¿Cómo de personal?
—¿Esta sería la primera aventura de Ted?
Emma apartó la mano y pareció sorprenderse.
—Um, bueno, eso creo. Quiero decir, no estoy segura, pero siempre ha sido un buen marido.
—¿Y usted?
—¿Qué?
—Siento preguntarle esto, señora Douglas, pero ¿ha sido una buena esposa?
Emma se apartó de él. El espacio libre entre ellos en el banco miraba a Slim como un niño con los ojos muy abiertos.
—¿Y eso que tiene que ver? —Emma se levantó y se alejó—. Mire, Mr. Hardy, creo que es el momento de que termine nuestro contrato. No me ha dado nada de valor y ahora me hace preguntas como esa. No soy una esposa sola a quien usted pueda…
—¿Mostró Ted alguna vez interés por el ocultismo? —le interrumpió Slim.
Emma le miró fijamente, con la boca abierta, y luego sacudió la cabeza.
—No debería haberle contratado —le espetó—. Ya lo descubriré yo misma.
Sin decir nada más, se fue, dejando a Slim sentado en el banco, con los dedos acariciando el lugar tibio que había dejado la mano de ella en su muslo.
11
Falto de ideas, Slim se dirigió a la biblioteca y pidió una antología de Shakespeare. Una hora después estaba de Vuelta en el mostrador bajo la mirada condescendiente del funcionario aspirante a escritor para devolver el libro (que había sido tan útil como leer francés) y alquilar las copias de películas en DVD de la biblioteca.
Para la noche del martes, después de un empacho de televisión de dos días, había visto todas las películas de las que había oído hablar y un par de las que no. Incluso viendo las tragedias interpretadas, muchas tenían poco sentido, pero si Ted Douglas había pasado sus años de formación con cosas como Hamlet y Macbeth, era fácil ver de dónde podía haber venido su interés por lo oculto.
Borracho de vino tinto barato, Slim dormitaba durante las últimas escenas de Romeo y Julieta, levantándose al sonar su teléfono, para encontrar a ambos amantes muertos y pasando los títulos de crédito.
No se levantó lo suficientemente rápido de la silla como para recoger la llamada y no habían dejado ningún mensaje. Al comprobar el número, aparecía como desconocido y una llamada de vuelta se limitó a zumbar en el espacio. Lo más probable es que proviniera de Skype o algún proveedor digital similar.
Volvió a sentarse en su silla, preguntándose cómo avanzar. Arthur era su mejor pista, el dicharachero jefe de policía tenía más que contar y el conocimiento para dar a Slim detalles íntimos.
¿Pero a dónde le llevaba esto? Contratado para investigar la posible infidelidad de un rico banquero de inversión, se encontraba desenterrando detalles de un caso abierto de hace mucho tiempo y varios otros alrededor de él.
No le iban a pagar por esto. Era mejor dejarlo y olvidarlo. Tenía que pagar un alquiler. No podía irse por una tangente tan cara.
Aun así, ese mismo impulso le arrastraba igual aquel que le había hecho alistarse muchos años antes. La necesidad de aventura, de exotismo, era innegable.
12
La mañana del viernes se levantó con una resaca peor que cualquiera que recordara en las últimas semanas, miró con ira un par de botellas de vino vacías en el cubo de la basura y luego trató de recuperar la normalidad con una gran fritura en el café barato de la esquina de su calle.
Ted estaría en la playa de nuevo esta tarde, pero ¿tenía algún sentido ir a verlo? Era el mismo ritual una y otra vez. En todo caso, Emma le había dicho que lo dejara. No iba a conseguir nada.
Caminaba de vuelta a su casa cuando zumbó su móvil. Era Kay Skelton, su amigo traductor.
—¿Slim? Intente llamarte anoche. ¿Podemos vernos?
—¿Ahora?
—Si es posible…
La urgencia en la voz de Kay convenció a Slim. Le dio a Kay el nombre de un bar a un par de calles del café. Estaría abierto para cuando llegara allá.
Veinte minutos después, encontró a un camarero abriendo las puertas y encendiendo las luces. Luchó contra la tentación de empezar pronto, optando por un café, que llevó a un rincón oscuro, y se sentó en una mesa alta a esperar a Kay.
El traductor llegó media hora después. Slim estaba tomando su tercer café y la fila de botellas de whisky detrás de la barra amenazaba con romper todas sus defensas.
Slim no había visto a Kay en persona desde sus tiempos en el ejército. El experto lingüista, que ahora trabajaba en un empleo sedentario senillo traduciendo documentos extranjeros para un bufete de abogados, se había ablandado y ganado peso. Parecía que comía demasiado bien y no bebía lo suficiente.
Slim seguía siendo el único cliente, así que Kay le vio de inmediato. Llamó al camarero y pidió un brandy doble y luego se subió al taburete que había enfrente.
Se dieron la mano. Ambos mintieron acerca de lo bien que se veían. Kay ofreció a Slim un trago que este declinó. Luego, con un suspiro, como si fuera la última cosa que quisiera hacer; Kay sacó un sobre de la bolsa que había traído y la puso sobre la mesa.
—Cometí un error —dijo.
—¿Qué?
—Esta es la transcripción. La he comprobado dos veces y aunque el sentido era correcto, me equivoqué en una pequeña sección.
Kay sacó un papel del sobre. Un círculo rojo destacaba una sección de texto escrita a mano con desaliño y que Slim supuso que era latín.
—Esta sección. Tu hombre está diciendo a algo que vuelva, que necesita que retorne a casa. Solo que no es así —Kay señaló una palabra que era tan ilegible que Slim ni siquiera intentó leerla—. Aquí. No es «ven», es «vete».
—¿Vuelve?
Kay asintió.
—Tema lo que tema tu objetivo, eso sigue allí.
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