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Slim asintió.
—Si hiciera más calor, me apetecería bañarme.
El hombre se detuvo, ladeando la cabeza. Miró rápidamente a Slim de arriba abajo.
—Usted no es de por aquí, ¿verdad?
Slim se encogió de hombros, algo que podía significar que sí o que no.
—Vivo en Yatton, a unos pocos kilómetros al este de Carnwell. No, los tipos del interior no venimos mucho a la costa.
—Conozco Yatton. Un mercado decente los sábados —El hombre se giró para mirar el mar—. Si usted está tan loco como para entrar en el agua, tenga cuidado con las resacas. Son mortales.
Dijo esto con tal certidumbre que causó un escalofrío de temor en la espalda de Slim.
—Sin duda lo tendré —dijo Slim—. De todos modos, hace demasiado frío.
—Siempre hace demasiado frío —dijo el hombre—. Si quiere un baño decente, vaya a Francia —Luego, llevándose la mano a la ceja, añadió—: Nos vemos.
Slim vio al hombre alejarse cruzando la playa, con el perro haciendo amplios círculos a su alrededor mientras chapoteaba en los pequeños charcos que había dejado la marea. El hombre, saltando de vez en cuando por encima de los charcos más profundos, continuó con sus movimientos de la correa, como si en ningún momento tratara de atar al perro. A medida que el paseante se alejaba, Slim tuvo una sensación creciente de soledad, como una ola extraña que apareciera para romper en torno a sus talones. Volvió a su coche al ir arreciando el viento. Mientras salía del estacionamiento de tierra hacia la carretera de la costa, advirtió algo tirado entre los arbustos en el mismo cruce.
Paró, salió y tiró del objeto para sacarlo de la maleza. Las zarzas que lo rodeaban arañaron una vieja superficie de madera, como rehusando que las abandonaran.
Un cartel, podrido y medio borrado.
En el lado posterior, Slim leyó:
CRAMER COVE
Prohibido nadar todo el año
Corrientes de resaca peligrosas
Slim apoyó el cartel contra el seto, pero este se desequilibró y cayó al suelo, cara abajo. Después de pensarlo un momento, lo dejó donde había caído y volvió a su coche.
Mientras se alejaba conduciendo a lo largo de una ventosa carretera costera entre dos altos setos que serpenteaban por un valle escarpado, pensó en lo que había dicho el paseante del perro. El cartel explicaba la poca gente que había visto, aunque, sin mostrar claramente la información, las resacas tenían que ser algo que solo conocían los lugareños.
Pero, con un nombre para la playa, ahora tenía alguna pista.
3
El lunes se citó con Emma Douglas para ponerla al día.
—Estoy cerca de averiguar algo —dijo—. Solo necesito unas pocas semanas más.
Emma, una mujer excesivamente acicalada pero poco agraciada de poco más de cincuenta años, se quitó las gafas para frotarse los ojos. Unas pocas arrugas y un pelo con apenas unas manchas de gris sugerían que un marido que desaparecía durante unas pocas horas una vez a la semana era lo que ella llamaba adversidad.
—¿Sabe su nombre? Apuesto a que es esa zorra de…
Slim levantó una mano, con su mirada militar todavía lo suficientemente enérgica como para cortar sus palabras en medio de una frase, aunque la suavizó con una rápida sonrisa.
—Es mejor que antes reúna todo lo que pueda —dijo—. No quiero darle como verdad unas suposiciones.
Emma parecía frustrada, pero después de un momento de pausa asintió.
—Entiendo —dijo—, pero debe darse cuenta de lo duro que es esto para mí.
—Lo sé, créame —dijo Slim—. Mi mujer se fugó con un carnicero.
Y había elegido al hombre equivocado con una navaja que había hecho que le expulsaran el ejército y recibiera una pena de prisión condicional de tres años. Por suerte, tanto para su libertad como para el rostro de su víctima, media botella de whisky había reducido su efectividad a la de un hombre con los ojos vendados que lanza golpes en la oscuridad.
—Entiendo —añadió él—. Necesito que haga algo por mí.
—¿Qué?
Le entregó un pequeño objeto de plástico.
—Él viste un cortavientos cuando… cuando lo veo. Envuelva esto en un pequeño pedazo de tela y póngalo en un bolsillo interior. Conozco ese tipo de cazadoras. Tienen muchos bolsillos en su interior. No debería darse cuenta de que está ahí.
Levantó el objeto y le dio la vuelta.
—Es una memoria USB…
—Está diseñada para que lo parezca. En caso de que la encuentre. Es un dispositivo remoto automático del ejército.
—Pero ¿qué pasa si mira lo que tiene dentro?
—No lo hará.
Y, si lo hiciera, una carpeta de pornografía preinstalada haría que la tirara en la papelera más cercana si Ted tenía algún atisbo de decencia, dejando sin detectar el diminuto micrófono escondido debajo de la cubierta de la USB.
—Confíe en mí —dijo Slim, mostrando autoridad—. Soy un profesional.
Emma no parecía convencida, pero le lanzó una sonrisa tímida y asintió.
—Lo haré esta noche —dijo.
4
Al día siguiente, Slim llegó a Cramer Cove un par de horas antes de cuando esperaba que apareciera Ted, tratando de encontrar un buen sitio para instalar su equipo de grabación. Normalmente veía a Ted desde una zona de hierba no muy alejada del camino de la costa, pero esta vez subió un poco más arriba y eligió un saliente asimismo con hierba que seguía teniendo vistas de la playa, pero también estaba escondido a la vista de cualquiera que pasara paseando. Allí, con un plástico impermeable para evitar la lluvia, instaló su equipo de grabación y se sentó a esperar.
Ted llegó poco después de las dos. Había llovido a ratos durante todo el día y Slim frunció el entrecejo cuando el tiempo empeoró, amenazando con perturbar su grabación al irse intensificando el golpeteo de la lluvia sobre la tela impermeable. Ted, que llevaba un chubasquero, se acercó al borde de las aguas y adoptó su postura habitual. La marea estaba ese día a mitad de la playa. Ted estaba solo: el último paseante de perros se había ido a casa media hora antes de que llegara.
Ted se agachó y sacó el libro. Lo puso sobre una rodilla y luego se inclinó para que la capucha lo protegiera de la lluvia. Entonces empezó a leer y una voz amortiguada empezó a sonar en los auriculares de Slim.
Por unos segundos, Slim ajustó el control de frecuencia, seguro de que estaba recibiendo algo más que la voz de Ted. Las palabras eran un galimatías, pero los gestos de Ted se ajustaban al aumento y caída de la entonación, así que Slim se sentó en la hierba a escuchar. Ted estuvo perorando varios minutos, hizo una pausa y luego volvió a empezar. Slim fue perdiendo la atención mientras luchaba por dar sentido a las palabras. Para cuando Ted imploró en inglés: «Por favor, dime que me perdonas», Slim llevaba un buen rato estudiando la suave sucesión de las olas, pensando en otras cosas.
Slim se sentó al tiempo que Ted devolvía el libro al bolsillo de su abrigo. Después de una última mirada al mar, Ted se dio la vuelta para volver al coche, con la cabeza baja. Slim empezó a guardar su material en una bolsa. Tenía un hormigueo en los dedos y estaba desconcertado. Sentía que algo no iba bien, como si se hubiera entrometido en un acto que era privado y no debía haber compartido nunca. Mientras observaba al coche de Ted salir del estacionamiento, sabía que debía perseguirlo, que esa noche podía ser la noche en que Ted cayera en los brazos de una amante hasta entonces invisible, pero estaba paralizado, atrapado en sus propias aguas revueltas por la amenaza de lo que las palabras de Ted podrían revelar.
5
Esa noche, sin haber tomado aún ninguna decisión sobre qué hacer con la misteriosa grabación, Slim soñó con olas que rompían y brazos de color gris azulado que salían de las gélidas profundidades para arrastrarlo al fondo.
Consciente de que llegaba su expulsión, Slim había aprovechado todo lo que había podido del ejército y, durante los quince años pasados, y especialmente los cinco desde que renunció a una serie de trabajos de camionero mal pagados y aún menos interesantes para establecerse como investigador privado, había hecho un buen uso de sus contactos. Al final de la mañana del día siguiente, con un bol de copos de avena en la mano (aromatizados con una chorro de whisky) hizo una llamada a un viejo amigo especializado en idiomas y traducciones.
Mientras esperaba que le respondiera, volvió de nuevo a la cama y se puso su viejo portátil sobre las rodillas. Internet, rastreando un poco, empezaba a revelar respuestas.
Cramer Cove no estaba listada entre los mejores sitios turísticos de Lancashire desde hacía más de treinta años. Según un sitio web sobre legislación local, se prohibió el baño después del verano de 1952, cuando la poderosa resaca se llevó tres vidas en unas pocas semanas. Al quedar prohibida oficialmente cualquier actividad, una sentencia de muerte recayó sobre Cramer Cove como lugar de veraneo, mientras lugareños y turistas abandonaban al tiempo la pintoresca cala por las arenas más anodinas, pero más seguras de Carnwell y Morecombe. Aun así, algunos valientes se habían resistido, ya que había otras cuatro muertes conocidas desde principios de la década de 1980 y, aunque las circunstancias que las rodeaban eran más misteriosas, todas se habían atribuido oficialmente a ahogamientos por accidente.
A medida que se alargaba el rastro de la tragedia, Slim se iba sintiendo más reticente a profundizar en su investigación. Su experiencia activa durante la Guerra del Golfo en 1991 había destruido mucha de su curiosidad. Había un piso para el que el ascensor debería estar deshabilitado permanentemente y ya sentía haberlo sobrepasado, pero ahora estaba en nómina de otros y su renta no se iba a pagar sola.
Comparó fechas con edades. Ted Douglas tenía cincuenta y seis años, así que en 1984 habría tenido veintitrés.
Y ahí estaba.
25 de octubre de 1984, Joanna Bramwell, veintiún años, supuestamente ahogada en Cramer Cove.
¿Estaba Ted lamentando un amor perdido? Según los detalles que Slim había pedido a Emma Douglas, se conocieron y casaron en 1989. Para entonces, Joanna Bramwell ya llevaba muerta cinco años.
A Slim le gustó que no hubiera ninguna aventura. Era algo mucho más normal, algo anticlimático en muchos sentidos.
Internet se limitaba a dar un nombre y una causa de muerte, así que Slim dio vida a su viejo Honda Jazz en una gélida mañana y condujo hasta la biblioteca de Carnwell para hurgar en los archivos microfilmados del periódico.
Las tres víctimas posteriores a Joanna eran una adolescente, una niña y una señora mayor. Cuando Slim llegó a la página que debería haber mostrado un artículo acerca de la muerte de Joanna, encontró la página arruinada, como si estuviera dañada por agua, con las palabras pegadas unas a otras, ilegible.
El bibliotecario al cargo dijo que no había otra copia, a pesar de las protestas de Slim. Su pregunta sobre la causa del daño recibió un encogimiento de hombros como respuesta.
—¿Está buscando un artículo sobre una chica muerta? —preguntó el bibliotecario, un hombre más de treinta años, con especto de novelista frustrado, con un jersey de cuello alto, una bufanda de adorno y gafas metálicas—. Tal vez alguien no quiere usted lo lea.
—No, tal vez no —dijo Slim.
El joven bibliotecario guiñó un ojo, como si fuera una especie de juego.
—¿O tal vez la persona a quien usted está buscando descubrir preferiría que siguieran sin molestarla?
Slim mostró una sonrisa forzada y lo que consideraba la risita esperada, pero, cuando salió de la biblioteca, todo era frustración. Parecía que Joanna Bramwell realmente quería que siguieran sin molestarla.
6
El ejército, con toda su rigidez y sus normas, había enseñado habilidades a Slim y le había hecho un maestro de multitud de disfraces que podía asumir a voluntad. Armado con un sujetapapeles, un cuaderno en blanco y un bolígrafo tomado prestado indefinidamente de la oficina local de correos, estuvo varias horas paseando y bebiendo, simulando ser un investigador para un documental de historia local, llamando a una puerta tras otra, haciendo preguntas solo a aquellos lo suficientemente mayores como para poder saber algo y diciendo tonterías para desviar la atención de aquellos demasiado jóvenes que no.
Nueve calles y ningún indicio importante después, volvió a su piso, bebido y agotado, y encontró en el teléfono fijo una llamada perdida de Kay Skelton, su amigo traductor del ejército, que ahora trabajaba como lingüista forense.
Le llamó.
—Es latín —dijo Kay—. Pero incluso más arcaico de lo habitual. El tipo de latín que normalmente no conoce ni siquiera la gente que habla latín.
Slim tuvo la sensación de que Kay estaba simplificando un concepto complicado que podría no entender, pero este continuó explicando que las palabras eran una llamada a un muerto, un lamento por un amor perdido. Ted imploraba un recuerdo, una resurrección, una vuelta.
Kay había escaneado la transcripción en línea y había encontrado una cita directa en una publicación de 1935 titulada Pensamientos sobre la muerte.
—Es probable que tu objetivo encontrara el libro en una tienda de objetos usados —afirmó Kay—. Ha estado descatalogado durante cincuenta años. ¿Quién quiere algo así?
Slim no tenía una respuesta, porque, francamente, no lo sabía.
7
Otra semana de investigación simulada llevó a Slim a otra pista. Tras mencionar el nombre de Joanna, apareció una sonrisa en la cara de una vieja dama que se presentó como Diane Collins, una donnadie local. Asintió con el tipo de entusiasmo de alguien que no ha tenido una visita desde hace mucho tiempo y luego invitó a Slim a sentarse en un luminoso cuarto de estar con ventanas que daban a un césped cortado como una manicura y que descendía hacia un límpido estanque oval. Lo único que había fuera de lugar era una zarza que se abría paso al fondo del jardín. Slim, cuyos conocimientos de jardinería se limitaban a eliminar de vez en cuando las malas hierbas en las escaleras de delante de su casa, se preguntó si no sería en realidad un rosal sin flores.
—Fui la maestra de Joanna —indicó la vieja dama, con sus manos rodeando una taza de té flojo, que tenía la costumbre de dar vueltas entre sus dedos, como si tratara de mantener a raya su artritis—. Su muerte afectó a todos en la comunidad. Fue tan inesperada y era una chica tan encantadora. Tan brillante, tan guapa, quiero decir, había algunos alumnos verdaderamente terribles en esa clase, pero Joanna, siempre se comportaba muy bien.
Slim escuchó con paciencia mientras Diane empezada un largo monólogo acerca de los méritos de la niña que había muerto hacía tanto tiempo. Cuando estuvo seguro de que ella no miraba, sacó una petaca de su bolsillo y puso un poco de whisky en su té.
—¿Qué pasó el día que se ahogó? —preguntó Slim cuando Diane empezó a divagar con historias de sus años de maestra—. ¿No conocía las resacas de Cramer Cove? Quiero decir, Joanna no fue la primera en morir allí. Ni la última.
—Nadie sabe lo que pasó en realidad, pero alguien que paseaba el perro encontró su cuerpo a primera hora de la mañana en la línea de marea alta. Por supuesto, ya era demasiado tarde.
—¿Para salvarla? Bueno…
—Para su boda.
Slim se sentó.
—¿Puede repetir eso?
—Desapareció la noche anterior a su gran día. Yo estaba allí, entre los invitados mientras la esperábamos. Por supuesto, todos pensamos que le había plantado.
—¿Ted?
La anciana frunció el ceño.
—¿Quién?
—¿Su novio? ¿Se llamaba…?
Sacudió la cabeza, rechazando la sugerencia de Slim, agitando su mano llena de manchas.
—Ahora no lo recuerdo. Pero recuerdo su cara. La foto estaba en el periódico, Nunca deberían haber fotografiado a un hombre con un corazón roto como ese. Aunque debo decir que había rumores…
—¿Qué rumores?
—De que él la tiró al mar. La familia de ella tenía dinero, la de él no.
—¿Pero antes de la boda?
—Por eso no tenía sentido. Hay maneras más fáciles de eliminar a alguien, ¿no?
La manera en que Diane le miraba hizo que Slim sintiera como si estuviera mirando dentro de su alma. «Nunca maté a nadie», quería decirle. «Puede que lo intentara una vez, pero nunca lo hice».