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El Hombre A La Orilla Del Mar
El Hombre A La Orilla Del Mar
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El Hombre A La Orilla Del Mar

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—¿Pero estaba muerta?

—Lo suficiente. Informe forense y todo eso. Oficialmente, se ahogó. La llevaron a la morgue y luego la enterraron.

—¿Y eso es todo? ¿Ninguna investigación?

—No teníamos nada. Ninguna indicación de que fuera otra cosa que un accidente. Sin testigos, nada circunstancial. Fue un accidente, eso fue todo.

Slim sonrió.

—¿Por qué lo llamó entonces un caso abierto? Eso equivale a una investigación de asesinato sin resolver, ¿no?

Arthur tamborileó con los dedos sobre el salpicadero.

—Me ha pillado. Todos lo han olvidado, salvo los pocos que recordamos a Mick.

—¿Qué más sabe?

Arthur se giró, mirando a la cara a Slim.

—Creo que ya le he contado bastante. ¿Qué tal si usted me dice qué está haciendo al peinar las calles de Carnwell en busca de información?

Slim pensó en contar una mentira al jefe de policía. Después de todo, si abría un melón y la policía se veía implicada, probablemente no iba a cobrar. Al final dijo:

—Tengo un cliente que está obsesionado con Joanna. Estoy tratando de averiguar por qué.

—¿Qué tipo de obsesión?

—Bueno, una oculta.

—¿Es usted uno de esos cazafantasmas chalados?

—No lo era hasta hace una o dos semanas.

Arthur gruñó.

—Bueno, este debería ser un buen lugar para empezar. ¿Ha oído hablar de Becca Lees?

Slim frunció el ceño, repasando en su memoria. El nombre había aparecido en algún sitio…

—La segunda víctima —dijo Arthur—. Cinco años después de la primera. 1992. Hubo una tercera en 2000, pero ya llegaremos a eso.

—¿Debería anotar esto?

En la penumbra, el gesto de Arthur podría haber sido de asentimiento o de indiferencia.

—No voy a hablar con usted ahora mismo —dijo—. Ya lo descubrirá.

—¿Pero sería bueno para usted que el caso abierto de Joanna Bramwell se… cerrara un poco?

—Mick era un buen amigo —dijo Arthur.

Slim tuvo la impresión de que había terminado.

—¿Qué tiene para mí?

— Becca Lees tenía nueve años —continuó Arthur—. La encontraron en los charcos de la playa del lado sur con la marea baja.

—Ahogada —dijo Slim, recordando que había leído la historia—. Muerte accidental.

—Ni una señal sobre ella —añadió Arthur—. Yo iba en el primer coche que llegó al lugar. Yo… —Slim oyó un sonido similar a un sollozo contenido—… yo la di la vuelta.

—He oído muchas cosas acerca de esas resacas marinas—dijo Slim.

—Era octubre —dijo Arthur—. Aproximadamente esta época del año. Una semana de vacaciones, pero había habido una tormenta y la playa estaba cubierta de desechos. La pequeña Becca, según su madre, había ido a recoger madera para un trabajo de arte en la escuela.

Slim suspiró.

—Recuerdo haber hecho una vez lo mismo. Y decidió darse un baño rápido y fue arrastrada.

—Su madre la dejó camino de Carnwell. Volvió una hora después para recogerla y ya era demasiado tarde.

—¿Cree que la asesinaron?

Arthur golpeó el salpicadero con una ferocidad que hizo que Slim se estremeciera.

—Mierda, sé que la asesinaron. Pero ¿qué podía hacer? No asesinas a alguien en una playa si no hay ya bajamar. ¿Sabe por qué?

Slim sacudió la cabeza.

—Dejas rastros. ¿Ha tratado alguna vez de eliminar rastros dejados en la arena? Imposible. Pero solo había uno. Eso era todo. Hacia el borde del agua, había un pequeño espacio en el que la marea había bajado. La niña había sido arrastrada por el agua y arrojada sobre las rocas, quedando abandonada cuando el agua se retiró.

—Parece un ahogamiento. Se acercó demasiado, la absorbió y la arrastró por la playa.

—Eso parece. Salvo que Becca Lees no sabía nadar. Ni siquiera le gustaba la playa. No llevaba ningún bañador. Cuando llegamos, había un zigzagueo en la arena donde estaba recogiendo cosas. Luego desde aproximadamente la mitad de camino hasta la marca de bajamar hay una única línea recta hasta el borde del agua, que acababa con dos marcas en la arena, mirando al mar. ¿Qué le sugiere esto?

Slim dejó escapar un profundo suspiro.

—Que, o bien una niña a la que no le gusta el agua sintió una urgencia repentina por andar directamente a la orilla… o vio alago que atrajo su atención.

Arthur asintió.

—Algo que salía del agua.

Slim pensó en la figura que había pensado haber visto junto a la orilla. ¿Había visto Becca Lees algo similar? ¿Algo que le habría impulsado a dejar de recoger madera y dirigirse directamente al borde del agua?

¿Algo que la atrajo a su muerte?

—Hay algo más —dijo Arthur—. El forense lo apreció, pero no bastaba para negar una muerte accidental. Los músculos de detrás de los hombros y el cuello mostraban una rigidez antinatural, como si se hubieran tensado inmediatamente después de su muerte.

—¡Qué pudo haber pasado?

—Hablé con el forense y se lo conté al superintendente como justificación para prolongar la investigación, pero no había más evidencias. Lo que podía probar era que Becca estaba tratando de resistir una gran presión en el momento de su muerte.

Slim asintió. Se frotó los ojos esperando que se desvaneciera una desagradable imagen de su mente.

—Alguien la empujaba hacia el fondo del agua.

Intercambiaron sus números de teléfono antes de que Arthur dejara a Slim cerca de su casa con la promesa de revisar todo lo que pudiera encontrar en los ficheros de los casos. Había más que contar, pero con una mujer y una cena esperándolo tendría que aplazarse para otro momento.

Slim, con la cabeza exhausta después de un día agotador, solo había llegado a una conclusión concreta: tenía que hablar con Emma acerca de Ted.

10

Quedó con Emma en un parque forestal a unos tres kilómetros del pueblo. Ella había elegido el sitio considerando que allí era menos probable que los vieran, de forma que podían ocuparse de sus asuntos sin que lo supiera Ted. Mientras la esperaba, a Slim le acosaba la sensación de que eran una pareja de amantes en secreto y la soledad que iba con él a todas partes disfrutó de la analogía mucho más de lo que creía apropiado. Cuando se acercó Emma, caminando enérgicamente y con la cabeza baja, Slim metió sus manos en los más hondo de los bolsillos de su abrigo, no fuera que pudieran traicionarlo de alguna manera.

Emma fue al grano.

—Han pasado casi dos meses —dijo—. ¿Tiene ya algo que decirme?

Ni siquiera un saludo formal. Y el analista que habitaba en Slim hubiera querido contestar que habían sido siete semanas y cuatro días.

—Señora Douglas, por favor, siéntese. Sí, tengo alguna información, pero también necesito alguna.

—Oh, de acuerdo, Mr. Hardy, todavía está contratado, pero aún está descubriendo cosas, ¿es eso?

Slim estuvo a punto de mencionar que todavía no había recibido ni un penique. Por el contrario, dijo:

—Mi conclusión es que su marido no está teniendo ninguna aventura… —El alivio en el rostro de Emma se vio algo atemperado por la última palabra de Slim—… todavía.

—¿De qué está hablando?

—Creo que, hasta ahora, su marido está tratando de contactar con una antigua novia o amante. No estoy seguro de para qué, pero se puede pensar en lo obvio. Sin embargo, tengo que repasar el pasado de su marido una vez más para averiguar qué tipo de relación tiene o quiere tener Ted con la persona con la que intenta contactar.

Slim se regañó a sí mismo por mostrar las especulaciones como hechos, pero necesitaba que Emma aflojara la lengua.

—Qué capullo. Sabía que nunca debimos volver aquí. Todos se acuestan unos con otros en estos horribles pueblecitos endogámicos.

Slim hubiera querido señalar que, si Carnwell estaba en medio de una orgía masiva, lo habían dejado lamentablemente a un lado, pero en su lugar trató de fingir una mirada de simpatía en sus ojos.

—Hace tres años, me dijo usted, ¿verdad? Desde que volvieron aquí.

—Dos —dijo Emma, corrigiendo el error deliberado de Slim. Inspiró profundamente, preparando un montón de información que Slim esperaba que contuviera algo que necesitaba. Siempre es mejor que un cliente te cuente algo antes de que le preguntes. Hace que la lengua, a menudo una bestia recelosa, se convierta en un compañero dispuesto.

—Le habían ofrecido un trabajo, o eso dijo. Yo estaba encantada en Leeds. Tenía mi trabajo a tiempo parcial, amigos, mis clubes. No sé por qué quería volver. Quiero decir, sus padres murieron hace mucho y su hermana vive en Londres (y tampoco la llama nunca), así que no tiene ninguna relación con esto. Quiero decir, hemos estado casados veintitrés años y solo habíamos pasado por aquí unas pocas veces para hacer algo más interesante. Bueno, sí, hubo una vez que paramos para comprar unas patatas, pero no valían nada: demasiado secas…

—Y su marido, ¿trabaja en banca?

—Ya se lo he dicho. Inversión. Pasa todo el tiempo enfrascado con el dinero de otros. Quiero decir, es una existencia desalmada, ¿no? Pero no siempre podemos ganar dinero haciendo lo que queremos en la vida, ¿no, Mr. Hardy?

—Es verdad.

—Quiero decir, si pudiera, me pagarían por beber oporto a la hora de comer.

Slim sonrío. Tal vez había encontrado después de todo un alma gemela. Emma Douglas era diez años mayor que él como mínimo, pero se había cuidado de una manera poco habitual en mujeres miembros de gimnasios en Navidad y con mucho tiempo libre. Se dio cuenta de que, a fin de cerrar el caso, con un trago o dos dentro, haría lo que fuera necesario si eso significaba desatarle la lengua.

Y a la mierda la ética.

—Y el historial de su marido… ¿Siempre ha trabajado en finanzas?

Emma resopló.

—Dios mío, no. Probó suerte de muchas maneras, eso creo, después de graduarse. Pero no hay mucho dinero en tonterías como la poesía, ¿no?

Slim alzó una ceja.

—¿Su marido era poeta?

Emma agitó una mano con desdén.

—Oh, estaba en ello. Estudió inglés clásico. Ya sabe, ¿Shakespeare?

Slim se permitió no ofenderse.

—Conozco algunas de sus obras —dijo, ocultando una sonrisa.

—Sí, a Ted le encantaban esas cosas. A finales de los setenta era un verdadero hippy. Lo intentó con la poesía en directo, actuaciones, ese tipo de cosas. Se graduó con veintiocho años y trabajó por un tiempo como profesor sustituto de inglés. Pero eso no pagaba las facturas, ¿no? Cuando eres joven, está bien estar en eso, pero no es algo que puedas mantener a largo plazo. Un amigo le consiguió en trabajo en un banco poco después de casarnos y creo que encontró los ingresos bastante adictivos, como es natural.

Slim asintió lentamente. Estaba dando forma tanto a una imagen de Emma como a la de Ted. El romántico reprimido, encajado en una vida basada en el dinero, con una esposa trofeo materialista pegada del brazo, añorando los viejos tiempos de poesía, libertad y tal vez playas y antiguas amantes.

—¿Habla Ted a menudo de los viejos tiempos? Quiero decir, de antes de que se casaran.

Emma se encogió de hombros.

—A veces solía hacerlo. Quiero decir, nunca quise oírle hablar de antiguas amantes o algo parecido, pero hablaba de vez en cuanto acerca de su infancia. Menos a medida que pasaban los años. Quiero decir, ningún matrimonio se mantiene igual, ¿no? La gente no habla como antes. ¿No lo ve así?

—¿Yo?

—Me dijo que estuvo casado, ¿no?

A veces, presentarse como una víctima hacía que la gente se abriera y necesitaba que Emma sintiera un cierto compañerismo antes de plantear las complicadas preguntas siguientes.

—Nueve años —dijo—. Nos conocimos cuando tuve un permiso después de la Primera Guerra del Golfo. Estuve en cuarteles durante la mayor parte de nuestro matrimonio. Charlotte vino conmigo al primer par de bases, cuando estaba en Alemania. Pero no quiso ir a Egipto, ni después a Yemen. Prefirió quedarse en Inglaterra y «cuidar de la casa», como decía.

Emma puso una mano sobre la rodilla de Slim.

—¿Pero lo que hacía realmente era apoderarse de vuestro dinero y llevarse a otros hombres a vuestra cama?

Si hubiera podido elegir las palabras, Slim, que veía menos telenovelas de las que estaba claro que Emma veía, lo hubiera expresado de otra forma, pero no era del todo mentira.