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El Hombre A La Orilla Del Mar
El Hombre A La Orilla Del Mar
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El Hombre A La Orilla Del Mar

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—¿Hubo alguna investigación?

Diane se encogió de hombros.

—Por supuesto que la hubo, pero poca cosa. Eran principios de los ochenta. En aquellos tiempos, muchos delitos quedaban sin resolver. No teníamos todas esas cosas forenses y pruebas de ADN que ahora se ven por televisión. Se hicieron algunas preguntas (recuerdo que a mí me interrogaron), pero, sin evidencias, ¿qué podían hacer? Se consideró un accidente lamentable. Por alguna absurda razón se fue a nadar la noche anterior a la boda, dejó de hacer pie y se ahogó.

—¿Qué pasó con su novio?

—Lo último que oí fue que se mudó.

—¿Y las familias?

—Oí que la de él se fue al extranjero. La de ella se mudó al sur. Joanna era hija única. Su madre murió joven, pero su padre murió el año pasado. Cáncer —Diane suspiró como si esto fuera la culminación de la tragedia.

—¿Sabe de alguien más con quien pueda hablar?

Diane se encogió de hombros.

—Podría haber por aquí antiguos amigos. No lo sé. Pero tenga cuidado. No se habla de ello.

—¿Por qué no?

La anciana dejó el té sobre el cristal de una mesa de café con mariposas tropicales debajo de su superficie.

— Carnwell solía ser mucho más pequeño que hoy —dijo—. Hoy se ha convertido en una especie de pueblo dormitorio. Hoy puedes entrar en las tiendas sin ver ni una sola cara familiar. No solía ser así. Todos conocían a todos y, como toda comunidad muy unida, teníamos un bagaje, cosas que preferíamos que se mantuvieran en secreto.

—¿Qué podía haber de malo?

La vieja dama se giró para mirar por la ventana y, de perfil, Slim pudo ver que le temblaban los labios.

—Hay quienes creen que Joanna Bramwell sigue con nosotros. Que… nos sigue persiguiendo.

Slim deseó haber puesto más whisky en su té.

—No entiendo —dijo, forzando una sonrisa que no sentía—. ¿Un fantasma?

—¿Se burla de mí, caballero? Tal vez sea el momento de que…

Slim se levantó antes de que lo hiciera ella, levantando las manos.

—Lo siento, señora. Es que todo esto me suena a algo inusual.

La mujer miró fijamente por la ventana y murmuró algo en voz baja.

—Lo siento, no la he entendido.

La mirada en sus ojos le hizo estremecerse.

—He dicho que no diría eso si la hubiera visto.

Como si se le hubieran agotado las pilas por fin, Diane ya no diría nada más de interés. Slim asintió mientras ella le acompañaba a la puerta de entrada, pero en lo único en que podía pensar era en la mirada en los ojos de Diane y en cómo le había hecho querer mirar por encima de su hombro.

8

Tirado encima de un plato de pizza recalentada, Slim reflexionaba sobre lo que tenía de contar a Emma.

—Creo que mi marido tiene una aventura —había empezado la primera llamada telefónica grabada de Emma al móvil de Slim—. Señor Hardy, ¿puede devolverme la llamada?

Las aventuras eran fáciles de demostrar o negar con un poco de seguimiento y unas pocas fotografías. Eran pan comido para los investigadores privados, el tipo de ganancia fácil que pagaba las hipotecas. Ya había hecho esos trabajos. Ted estaba limpio, salvo que tuviera una aventura con el fantasma de una chica ahogada.

Emma había ofrecido pagar cuando tuviera información y la cuenta de Slim se estaba agotando. ¿Pero cómo podría explicar el ritual de Ted cada viernes por la tarde?

Acordó una cita con Kay en un café local.

—Es un ritual antiguo —le contó Kay—. Apela a un espíritu errante para que vuelva al lugar al que llama hogar. He comparado parte del texto con el manuscrito que he encontrado en un archivo en línea, pero ha cambiado otra parte. Es difícil, la gramática es un poco incierta. Creo que la escribió tu mismo objetivo.

—¿Y qué dice?

—Pide que le dé una segunda oportunidad.

—¿Estás seguro?

—Bastante seguro. Pero el tono… el tono es bajo. Podría ser un error de traducción, pero… de la manera en que lo dice, es como si fuera a ocurrir algo malo si ella no vuelve.

Kay aceptó traducir también el ritual de la siguiente semana, para ver si había alguna variación, lamentándolo, dijo que tendría que recibir algo por su tiempo.

Slim tenía que decir algo a Emma. Los gastos, tanto reales como potenciales, se estaban acumulando. Pero antes trataría de tirar de otro de sus hilos de viejos compañeros de armas para ver si podía profundizar un poco más en el trasfondo.

Ben Orland había trabajado en la policía militar antes de asumir un puesto de superintendente en Londres. Aunque su tono era lo suficientemente frío como para recordar a Slim la desgracia que había traído a su división, Ben sí se ofreció a llamar en nombre de Slim a un viejo amigo, el jefe de la policía local de Carnwell.

Sin embargo, el jefe de policía no devolvía llamadas a investigadores privados basados en Internet.

Slim decidió reunir toda la información que tenía hasta entonces para pasársela a Emma y dejarlo así. Después de todo, había cumplido con su encargo original y, si se permitía profundizar mucho más, sería usando su propio tiempo y a su propia costa.

Antes pasó por Cramer Cove para darse un paseo, preguntándose si los salvajes promontorios podían inspirarle.

Era viernes y la playa estaba desierta. Con la ventosa carretera de aproximación, llena de baches y en algunas partes tan estropeada que no era más que un camino de tierra sobre piedras, no era sorprendente que Cramer Cove fuera impopular. Pero en lo alto de la playa encontró unos cimientos que sugerían que había disfrutado de mucha mayor popularidad en tiempos pasados.

En la planicie sobre la playa, Slim encontró piezas de madera tiradas sobre la maleza, con restos de pinturas de llamativos colores todavía visibles. Cerró los ojos y se dio la vuelta, respirando el aroma del mar e imaginando una playa llena de turistas, sentados sobre toallas, comiendo helados, jugando con pelotas sobre la arena.

Cuando abrió los ojos, había algo de pie cerca del distante borde del agua.

Slim entornó los ojos, pero sus ojos ya no eran los mismos que antes. Palmeó el bolsillo de su chaqueta, pero se había dejado los binoculares en el coche.

Aquello seguía allí, un revoltijo de grises y negros con forma humana. El agua relucía sobre su ropa y en las largas tiras de cabello enredado.

Mientras Slim miraba, se fundió hacia atrás en el mar y desapareció.

Se quedó mirando fijamente durante mucho tiempo y, a medida que pasaban los minutos, empezó a dudar si había visto realmente algo. Tal vez solo una sombra de una nube que pasaba sobre la playa. O incluso algo no humano en absoluto, una de las focas grises que vivían en esta parte de la costa.

Trató de recordar cuánto había bebido ese día. Habían sido el trago habitual de su café matinal, un vaso (¿o dos?) en la comida y ¿tal vez uno antes de salir?

Podría ser el momento de contenerse. Estaba jugando a la ruleta rusa cada vez que se subía al automóvil, pero llevaba tanto tiempo reprimiendo la culpabilidad y vergüenza de su propia existencia que apenas lo advertía ya.

Estaba contando los posibles tragos con los dedos cuando se dio cuenta de que no había todavía bajamar. Si algo hubiera estado ahí, habría rastros visibles en la arena mojada.

Slim saltó una oxidada barrera de metal y se apresuró a llegar a la parte pedregosa y pasar a la llanura arenosa. Mucho antes de llegar al borde del agua supo que su búsqueda era inútil. La arena estaba plana, mostrando solo las ligeras ondulaciones que dejaba el agua que retrocedía.

Para cuando volvió a su coche, se había convencido de que la figura que había visto desde el promontorio era el producto de su imaginación

Después de todo, ¿qué otra cosa podía ser?

9

El viernes siguiente, Ted repitió su ritual de costumbre. Slim había considerado hablar con Emma por la mañana y luego llevarla con él para demostrar su historia, pero después de una noche llena de pesadillas de demonios del mar y olas que rompían, se lo pensó mejor. Viendo a Ted desde el mismo promontorio de hierba desde el que lo había visto las últimas semanas, se sentía extrañamente inútil, como si hubiera estado corriendo hasta una pared de ladrillos y no le quedara otro sitio a donde ir.

Tras volver a bajar a la playa después de que Ted se fuera, dio una patada a los restos rosas desgastados de una pala de plástico y decidió que ya era el momento de profundizar más.

Imaginaba que el sábado y el domingo eran los días en que más gente estaría en casa, así que peinó las calles, llamando a las puertas y haciendo preguntas con su nuevo disfraz de falso documentalista. Poca gente le prestó atención y para cuando entró en uno de los tres pubs de Carnwell para reunir lo que había recabado hasta entonces, dudó que de todos modos estuviera en un estado como para avanzar mucho.

Iba tambaleándose por la última calle del límite del norte del pueblo cuando sonó brevemente una sirena para avisar de que había un coche de policía detrás de él.

Slim se detuvo y se dio la vuelta, apoyándose en una farola para recuperar el control. Un agente de policía bajo la ventanilla e indicó con la mano a Slim que subiera.

Con poco más de cincuenta años, el hombre sacaba diez a Slim, pero parecía en forma y saludable, el tipo de hombres que toma muesli y zumo de naranja para desayunar y sale a correr a la hora de comer. Slim recordó con cariño los días en que había visto en el espejo un hombre así que le miraba, pero habían pasado un par de años desde que había tirado y roto el único espejo de su piso y nunca se dedicó a pensar en la mala suerte que había generado.

El policía sonrió.

—¿Qué está pasando? Llevo hoy tres llamadas. El doble de la media semanal. ¿Qué casa está pensando robar?

Slim suspiró.

—Supongo que, si tuviera que elegir, iría a esa verde de Billing Street. ¿Era el número seis? ¿El marido trabajando y dos Mercury al lado? Se puede decir por el sonido del aire acondicionado que la casa contiene un tesoro. Quiero decir, ¿quién tiene aire acondicionado en el noroeste de Inglaterra? Ya estaría allí si no quisiera arriesgarme a que la alarma que hay justo detrás de la puerta tenga una conexión directa con la policía.

—Sí que la tiene. Terry Easton es un abogado local.

—Sanguijuelas.

—Tiene razón. Así que déjeme adivinar, ¿señor…?

— John Hardy. Llámeme Slim. Todo el mundo lo hace.

—¿Slim?

—No pregunte. Es una larga historia.

—Sería lo normal. Así que, Mr. Hardy, adivino que no está realmente interesado en mitos y leyendas locales. ¿Quién es usted, un policía camuflado de Scotland Yard?

—Ya me gustaría. Inteligencia militar, despedido. Ataqué a un hombre que en realidad no se estaba tirando a mi mujer. Cumplí mi condena, salí una serie de habilidades previas y un problema con la bebida esperando a desarrollarse.

—¿Y ahora?

—Investigador privado. Trabajo sobre todo en los alrededores de Manchester. El hambre me ha traído tan al norte —Palmeó su barriga—. Que no le engañe. Solo es cerveza y agua.

Como si no estuviera seguro dónde se encontraba Slim entre la verdad y el humor, el hombre intentó una sonrisa.

—Bueno, Mr. Hardy, mi nombre es Arthur Davis. Soy el inspector jefe de nuestra pequeña policía local aquí en Carnwell, aunque el tamaño de nuestra fuerza apenas se merece el título. Creo que usted trató contactarme acerca de un caso abierto. ¿Joanna Bramwell?

—¿Habitualmente responde así a las llamadas?

Arthur se rio con una voz de barítono que hizo que a Slim le zumbaran los oídos.

—Volvía a casa. Aunque voy a ser atento con usted. ¿Quiere contarme ahora de qué va todo esto? Ben Orland es un viejo amigo y esa es la única razón por la que me permito considerar siquiera hablar con usted. Hay casos abiertos y luego está el caso de Joanna Bramwell. Es uno que esta comunidad siempre ha preferido mantener enterrado.

—¿Por alguna razón concreta?

—¿De verdad quiere saberlo?

Sin pedirlo, Arthur se metió en un drive-through de McDonald’s y pasó a Slim un vaso caliente de café negro.

—Tres de azúcar —dijo Arthur, rasgando una bolsa— ¿Usted?

Slim le respondió con una sonrisa cansada.

—Echaría un chorrito de Bell’s si lo tuviera a mano —dijo—. Pero me lo tomaré tal cual. Fuerte funciona mejor.

Arthur se detuvo en una plaza de estacionamiento libre y apagó el motor. A la luz de la farola más cercana, la cara del jefe de policía era como la superficie de la luna: una serie de cráteres oscuros.

—Le voy a decir directamente que debería dejar tranquilo el caso —dijo Arthur, sorbiendo su café y mirando directamente adelante a las vías que los separaban de una rotonda de una circunvalación—. El caso de Joanna Bramwell acabó con uno de los mejores policías que hay tenido Carnwell. Mick Temple fue mi primer mentor. Llevó ese caso, pero se retiró inmediatamente después, con solo cincuenta y tres años. Se ahorcó un año después.

Slim frunció el ceño.

—¿Todo por una joven muerta en la playa?

—Usted es un militar —dijo Arthur. Slim asintió—. Adivino que ha visto cosas de las que no quiere hablar mucho. Salvo que estuviera bebido, en cuyo caso no hablaría de otra cosa.

Slim miró los faros de los automóviles que pasaban por la circunvalación.

—Una explosión —murmuró—. Un par de botas y un sombrero tirado en tierra. Todo lo demás… desaparecido.

Arthur se quedó en silencio durante unos segundos como si digiriera esta información y mostrando un momento de respeto cortés. Slim no había hablado de su antiguo líder de pelotón en veinte años. Bill Allen no había desaparecido completamente, por supuesto. Encontraron sus restos después.

—Mick siempre decía que ella volvería —dijo Arthur—. La encontraron tendida en la zona de alta de la playa, como si la hubiera llevado una gran ola. Usted ha estado en Cramer Cove, supongo. Estaba treinta metros por encima de la línea de marea de la primavera. No hay forma de que Joanna hubiera llegado hasta allí si no la hubiera arrastrado alguien.

—O que se hubiera arrastrado ella misma hasta ahí.

Arthur levantó una mano como si quisiera quitarse la idea de su cabeza.

—El informe oficial decía que los dos paseantes de perros que la encontraron debieron moverla, para alejarla de la marea, pero ambos eran residentes locales. Tendrían que saber que la marea estaba bajando.