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La Corona De Bronce
Lucia, mientras descendía las escaleras que llevaban hacia la estancia en la cual había estado conversando con el Juez Uberti, para intentar calmarse repetía, en su mente, las enseñanzas recibidas de su abuela y, en tiempos más recientes, de Bernardino.
Ante todo, conócete a ti misma, comprende el Arte hasta ahora misterioso. Estate dispuesta a aprender, usa con sabiduría tus conocimientos. Que tu comportamiento sea equilibrado y tu manera de hablar organizada. Y además, ten bien ordenado tu pensamiento…
Y era verdad, debía pesar bien las palabras y mantener en orden sus pensamientos, para no atacar al dominico de mala manera y pasar de tener de su parte la razón a meter la pata. Antes de entrar en la habitación respiró profundamente dos veces, luego pidió al Juez que la dejase a solas con el Padre Ignazio. Uberti obedeció, aunque indeciso, y salió cerrando la puerta tras de sí.
Lucia miró fijamente con sus ojos color avellana a aquellos azules celeste, casi acuosos, del sacerdote, como queriendo demostrarle que no le tenía miedo.
―Ministro de Dios ¿os atrevéis a llamaros así? ¿Es de esta manera que sois testigo del mensaje de Nuestro Señor? Jesús descendió a la tierra para salvar a los pecadores. ¿O acaso me equivoco? Y vos, en vez de predicar el amor, ¿qué hacéis? Gozáis arrastrando por el fango a la pobre gente o, peor, en verla morir entre atroces sufrimientos. Pasen vuestras homilías dominicales en las que acusáis a presuntas brujas con difundir, con sus prácticas, la epidemia que está diezmando a nuestra población. Pase vuestra arrogancia al negar los consuelos religiosos a los apestados que están a punto de morir. Pase, incluso, el hecho de que hayáis negado una sepultura digna a unos cristianos, con la acusación de evitar la difusión de la peste. Pero torturar a una joven indefensa de esta manera, es demasiado. ¡Avergonzaos y enmendaos!
―Es la Santa Madre Iglesia quien lo quiere. Debemos combatir las herejías y al demonio, sea cual sea las formas en que se manifiesten ―le respondió el Padre Ignazio sin apartar la mirada para hacer comprender a Lucia que estaba aceptando el desafío. ―¡Yo actúo para alcanzar un objetivo concreto, hacer respetar la Regla y las Leyes! Desde el momento en que, actualmente, en esta ciudad nadie se toma la molestia de hacerlo...
―El único propósito que perseguís, Padre Ignazio, ¿sabéis cuál es? El de satisfacer vuestros propios asuntos sin tener en cuenta otra cosa. No creáis que he olvidado lo que estuvisteis a punto de hacerme. Aunque me convertisteis en un trapo, suministrándome vuestras malditas drogas, era plenamente consciente. Si aquel día, en mi dormitorio, no hubiese entrado mi tío, ¡no habríais dudado en aprovecharos de mi cuerpo!
El dominico, totalmente atrapado, se sonrojó y bajó la mirada. Luego intentó defenderse.
―No es así, mi Señora. Vuestros recuerdos están ofuscados. Sólo estaba intentando hacer un exorcismo, que finalmente conseguí llevar a cabo. Y es justo gracias a mi intervención si ahora estáis aquí y no habéis acabado en una hoguera también vos, ¡porque he exorcizado al demonio que albergabais!
―¡Mentiras! ¡Todo son mentiras! Vos sois un falso, un mentiroso y, además, un oportunista. Me dais asco. ¿Sabéis lo que pienso de vos? Que sois un pervertido. ¡Y que sois impotente! Justo, un impotente que se excita sólo viendo el sufrimiento. He aquí porque gozáis asistiendo a las torturas, ¡porque sólo si estáis presente en ciertas escenas vuestro miembro se excita!
―¿Qué decís, mi Señora? ¡Estáis usando un lenguaje que no se corresponde, realmente, con una noble damisela como vos! Os aseguro que no es así. Mi único propósito es el de hacer respetar las leyes, las divinas y las de los hombres. Y no soy impotente, sólo sigo la regla de mi orden que me impone la castidad.
Lucia había comprendido, por el temblor de la voz de su interlocutor, que estaba tomando la delantera, así que decidió lazarse a fondo. Se desató el lazo que ataba al cuello su camisa y, con un gesto repentino, la abrió por delante dejando al descubierto sus senos.
―Es cierto, no sois impotente. Venga, vamos, ¡queríais mi cuerpo! Tomadlo ahora que os lo ofrezco voluntariamente. Y demostrad que sois un hombre que sabe amar dulcemente a una doncella.
Padre Ignazio, consciente de la trampa hacia que lo estaba llevando la condesa, retrocedió. Allí dentro sólo estaban ellos dos. Sabía perfectamente que la joven no tendría escrúpulos a la hora de acusarlo de haber intentado abusar de ella, incluso con la violencia. Y hubiera sido su palabra contra la de ella.
―¡Cubríos, por favor! No es correcto, por vuestra parte, intentar inducirme de esta manera a la tentación. Decidme qué queréis que haga y lo haré ―dijo con un hilo de voz y la cabeza agachada.
―Sabía que erais impotente ―continuó Lucia mientras cogía del candelabro de encima del escritorio una vela encendida y entregándosela ―¿Por qué no intentáis derramar sobre mis senos un poco de cera ardiente? Quizás así comenzaréis a excitaros y además, finalmente, tendréis ganas de poseerme. Pero no, veo que todavía retrocedéis, os alejáis de mí. ¡Además de impotente sois también un bellaco!
―¡Basta, os lo ruego! Os lo repito: ¡decidme lo que queréis y lo haré!
El sacerdote vio con alivio a Lucia volver a poner la vela en el candelabro y abrocharse los vestidos para luego seguir con su discurso. Sentía el sudor cubrirle la frente y descender a chorros por su espalda.
―¿Queréis saber la verdad? De todas formas sois un bellaco y no tendréis el coraje de contarla a nadie. No es Mira la responsable de la muerte de mi tío sino yo. He sido yo quien lo hirió y provocó su caída desde el balcón. Y ahora que lo sabéis os diré lo que quiero que hagáis. Liberaréis a Mira de las acusaciones de brujería. Diréis que eran acusaciones infundadas y devolveréis mi sirvienta al Juez Uberti. Hecho esto, comenzad a preparar el equipaje. Os quiero lejos de Jesi, lo más lejos posible. Mañana mismo mandaré un mensajero al Santo Padre, a Adriano Sesto, aconsejando vuestro traslado a la Alta Saboya. Allí arriba las herejías campan por sus respetos y un inquisidor como vos sabrá perfectamente cómo actuar para combatirlas. ¡Os necesitan en esas lejanas tierras para devolver al redil a las ovejas descarriadas!
―¿El nuevo Santo Padre? ―respondió Padre Ignazio, ahora empalideciendo visiblemente, sintiendo todas sus certidumbres desaparecer.
―¿Habéis estado tan ocupado en servir a vuestra Santa Madre Iglesia que ni siquiera estáis al corriente del hecho de que el solio pontificio ha sido ocupado por el Obispo Adriano Florensz da Utrecht, más o menos hace seis meses? Después de la muerte de Leone Decimo, el cónclave ha estado mucho tiempo reunido para elegir a un nuevo pontífice. Pero, al fin, ha elegido, ¡no al Obispo de Firenze, Giulio Dei Medici, como quizás vos esperabais!
―¿Así que la Iglesia está gobernada por un hombre cercano a los Reformistas? ¿Y nuestro legado pontificio? ¿Cuándo llegará a la sede? ―Padre Ignazio estaba totalmente conmocionado por la noticia.
―¡Qué mal informado estáis, querido! El cardenal Cesarini ha llegado de Roma ya a mitad del pasado mes de marzo pero parece ser que Jesi no era la sede que esperaba. Ha dejado a su vicario, volviendo enseguida a la de Orvieto. Considerando su perenne ausencia, las autoridades civiles han pedido su sustitución. Pero esperamos las noticias de Roma que, realmente, no tardarán en llegar. Hacedme caso, preparad el equipaje, antes de que todo el mal que habéis hecho se vuelva contra vos. Todavía estáis bajo la protección de ese hábito que lleváis pero creo que esos vestidos, bien pronto, os asfixiarán.
Padre Ignazio, al no tener nada que responder, se dirigió con la cabeza gacha hacia la puerta, salió pasando al lado del Juez Uberti sin dignarse a dirigirle la mirada, y se desvaneció por los recovecos del torreón. ¡Es verdad, en esos meses había estado tan concentrado en demostrar que Mira era una bruja que había perdido totalmente el contacto con la realidad!
Todavía trastornada por la conversación que acababa de tener e inmersa en sus propios pensamientos, Lucia ni se había percatado de que el Juez había vuelto a entrar en la habitación, esperando con paciencia que le dirigiese la palabra. Escuchó la frase salir de sus propios labios como si fuese otra persona la que hablase.
―Las acusaciones de brujería en contra de Mira han caído. Os toca a vos juzgarla. ¡Sed clemente con ella!
―Su culpabilidad en ser la responsable de la muerte del Cardenal ahora ya está ampliamente demostrada. Y, para un asesino, la condena es la muerte. No hay nada que discutir. La única clemencia que puedo reservarle es la de una ejecución rápida y sin público. Mira será decapitada mañana al alba. No haré pública la noticia. Será una cuestión entre ella y el verdugo.
―Lo único que pido es que no sufra ―contestó Lucia encogiéndose de hombros.
―Un golpe seco, bien asestado, y la cabeza de la joven rodará sobre el adoquinado de la Piazza della Morte. Mira no tendrá ni tiempo para darse cuenta de que ya no tiene la cabeza unida al cuello.
Lucia sintió las lágrimas que estaban a punto de salir de sus ojos pero las contuvo, advirtiendo su sabor salado en la garganta. Sus sombríos pensamientos fueron interrumpidos por un insólito alboroto que llegaba hasta las ventanas desde el exterior, desde la Piazza del Palio y de las calles limítrofes. Una multitud de personas, provenientes del condado, armadas con horcas, cuchillos y otros enseres rudimentarios, estaba entrando en la ciudad por Porta Valle y se dirigía amenazadora hacia la parte alta de la ciudad.
―¡Al palacio. Vayamos a la sede arzobispal!
―¡Muerte al vicario del Cardenal Cesarini!
―¡Muerte al ladrón, muerte al usurpador!
Lucia, al escuchar aquellas frases, comprendió lo que estaba a punto de suceder, y comprendió que la situación era realmente grave. Debía hacer algo para frenar a aquella gente y para evitar un inútil derramamiento de sangre.
Una revuelta popular, en este momento, significaría el fin de esta ciudad. Debo evitar que estos villanos transformen el centro en una carnicería. La población ya ha sido diezmada por la peste, sólo nos faltaban las luchas intestinas entre ciudadanos para reducir Jesi a cenizas.

Capítulo 4
El castillo de Massignano era acogedor y seguro pero Andrea realmente estaba cansado de entrenarse con el Mancino y sus esbirros. No es que la compañía de estos hombres rudos le molestase. Con frecuencia, por la noche, bebía vino y jugaba a los dados con ellos y más de una vez se había quedado dormido sobre el suelo, debido a los vapores del alcohol, junto a los otros esbirros. Es verdad, el Mancino, a pesar de que hacía tiempo había perdido el uso del brazo derecho, se las apañaba, y más de una vez le había hecho volar la espada de las manos. Con el pasar del tiempo cada vez eran más amigos, pero Andrea era un hombre de acción, y un noble por añadidura, y a menudo se preguntaba cuánto tiempo más debería soportar aquella semi prisión para contentar al Duca de Montacuto, para demostrar su reconocimiento por haberlo salvado del patíbulo. Andrea esperaba que, en cualquier momento, el Duca lo convocase y, finalmente, le hiciese marchar a Montefeltro, donde habría puesto sus cualidades de condottiero al servicio de un poderoso Señor. Y claro, ya no soportaba seguir derrochando el tiempo de manera tan absurda. Era como si el Duca, de manera deliberada, quisiera retenerlo, como si gozase con el hecho de mantenerlo inactivo el máximo tiempo posible.
―Si el Duca todavía no ha organizado tu traslado se entiende que hay algún obstáculo, ya sea material o político. Mi amo es un hombre sabio, aunque aparentemente parece una persona más ruda que nosotros que lo servimos. Pero lo que lo distingue con respecto a nosotros es la capacidad de hacer razonar a su mente ―y el Mancino se tocó la sien con el dedo índice para subrayar este concepto ―Verás, a su debido tiempo todo estará organizado, no se dejará nada al azar.
―Gesualdo, también yo sé hacer funcionar bien la cabeza y lo que entiendo es que hace cuatro años que estoy aquí, en este castillo, y mis miembros se están oxidando. Si tuviera que enfrentarme con un enemigo, a solas, no sé cómo acabaría… ¡Quizás no demasiado bien!
El Mancino, que había comprendido la indirecta, para no dejar que el joven cayese en la melancolía, saltó, aferró su pesada espada con la izquierda e invitó al amigo a combatir.
―Ten coraje, venga, veamos cuánto te has oxidado. Tal como yo lo veo, lo que te falta es una mujer. Es inútil que continúes pensando en tu Lucia, ¡quién sabe si la volverás a ver! Dejame a mí y esta noche estarás acompañado. Un hombre necesita desfogar no sólo los músculos de los brazos y de las piernas. Conozco a un par de sirvientas que, en caso de necesidad, ¡saben lo que deben hacer para satisfacer un músculo que desde hace mucho tiempo permanece en letargo! Basta con compensarlas al final con un par de monedas de plata, y ya está ―y rompió en una gran risotada.
Andrea, picado en lo más vivo, a su vez empuñó su espada y la cruzó con violencia contra la del Mancino.
―¡No eres más que un maldito bastardo! ¿Por quién me has tomado? ¿Por una de tus putas? Soy fiel a mi amada, le he jurado fidelidad cuando estaba a punto de morir. ¿Ella ha curado mis heridas y la he de recompensar con una traición?
Gesualdo se desequilibró hacia atrás, manteniéndose bien asentado sobre las piernas e hizo que la espada del joven cayese al suelo ruidosamente.
―¡Eh, el amor juega malas pasadas! Sí, hoy estás muy distraído, combates muy mal, amigo mío. Tienes suerte al tenerme enfrente y no a un enemigo, en caso contrario ya estarías muerto.
Andrea levantó de nuevo la espada y lanzó un nuevo fendente5 contra la del Mancino que la hizo girar provocando el desequilibrio y la caída al suelo de su adversario. En un instante estuvo encima de él, el filo de la espada apoyado amenazador en el cuello del joven. Éste último, con un ágil salto hacia atrás, se liberó de la presa y con una patada hizo volar la espada de las manos del Mancino. Luego se adueñó de la suya y volvió al ataque. Esta vez Gesualdo estaba en posición de inferioridad. Los esbirros que asistían al espectáculo no eran novatos a las escaramuzas entre los dos y apostaban ya sobre uno ya sobre el otro. En poco tiempo la riña se volvió incontrolable: los dos continuaban batiéndose, arremetiendo el uno contra el otro, a veces incluso gritando, mientras los allí presentes continuaban a apostar sumas cada vez más altas e incitaban a la lucha. Hasta que, de repente, todos se callaron. Andrea y Gesualdo se dieron cuenta de que había algo iba mal y dejaron de combatir. Levantaron la cabeza y se encontraron cara a cara con el Duca Berengario di Montacuto.
―Dejad de jugar vosotros dos e iros a poneros presentables. Esta noche tendréis el honor de cenar sentados a mi mesa ―sentenció con voz autoritaria. Luego se giró sobre sus talones y desapareció por el largo pasillo, por la misma dirección por la que había venido.
Muy raramente, en el curso de estos largos años, Andrea había entrado en el ala del castillo donde residía el Señor, el Duca di Montacuto. Eran habitaciones muy ricas, tanto en mobiliario como en decoraciones, con respecto a las que estaba habituado a frecuentar, en la parte de la Rocca donde habitaban los soldados, hombres de armas y sirvientes, y donde él, a duras penas, había conquistado una estancia con una cama de paja, gracias a la intercesión de Gesualdo con el lugarteniente del Duca.
Se contaban con los dedos de la mano las veces que Andrea se había encontrado en presencia del Duca. Vale, este último a menudo estaba lejos del castillo, ya que pasaba mucho tiempo en Ancona, tanto para mantener bajo control los negocios administrativos de la ciudad, ahora que había derrocado al Consiglio degli Anziani, como para seguir de cerca los trabajos de construcción de la ciudadela fortificada, nuevo baluarte de defensa del puerto. El hecho es que, desde el momento en que el Duca lo había salvado del patíbulo con un fin concreto, el de enviarlo a servir a Malatesta de Rimini, había esperado abandonar aquel lugar de descanso mucho antes. Y en cambio, parecía que el Duca se complacía en no recibirlo, ya por un motivo, ya por otro, y continuaba manteniéndolo en medio de aquellos bárbaros, que nada tenían que ver con él, con su nobleza, con su linaje, con su cultura. Ni siquiera había encontrado un libro para leer para poder transcurrir el tiempo de manera digna y el único pasatiempo era el de entrenarse combatiendo, lo que ya le estaba aburriendo. Su único consuelo era la amistad de Gesualdo que, a pesar de sus orígenes humildes, creía era un compañero fiel y sabio para dar consejos. El hecho de caminar a su lado lo animaba e infundía en su ánimo el coraje que necesitaba para enfrentarse a una posible conversación con el viejo Duca di Montacuto.
―Finalmente lo conseguimos. Seguro que ha llegado la hora de partir hacia los territorios de Montefeltro, de combatir en serio, de tener a sus órdenes hombres valerosos ―decía Andrea a su amigo mientras recorrían un largo pasillo, en el cual sus pasos eran amortiguados por alfombras dispuestas en el suelo, y a los ruidos y voces no se les permitía rebotar gracias a una serie de tapices que cubrían las pareces. ―Haré todo lo que me ordenen, pero en una cosa, sólo en una cosa, seré intransigente con el Duca. Tú, Gesualdo, deberás acompañarme. Serás mi guía y mi brazo derecho. No quiero ningún otro a mi lado en el trayecto desde aquí a Rimini.
―Mi joven amigo, tú eres fuerte y robusto mientras que yo soy un viejo inválido. No creo que nuestro Señor consienta tu petición. Aunque hace tiempo que no me llama y no me ha confiado misiones después de aquella que ambos conocemos, sólo saber que estoy lejos de aquí podría ser motivo de enojo para el Duca. Hazme caso. ¡Permanece callado y no formules pretensiones absurdas!
―¡Cállate tú! Serás viejo e inválido pero combates mucho mejor y eres mucho más astuto que un joven guerrero. Y además…
Las palabras se suavizaron porque habían llegado al final del pasillo. La puerta abierta de par en par enfrente de ellos mostraba el comedor, donde una larga mesa estaba repleta de manjares. Dos reverentes servidores mantenían abiertas las pesadas cortinas de terciopelo rojo que encuadraban la entrada. A su paso hicieron una profunda reverencia, luego volvieron a cerrar las cortinas una vez que los huéspedes hubieron traspasado el umbral. Andrea y Gesualdo miraron asombrados los asados de pavo, faisanes y pintada gris, las patatas al horno y las verduras cocidas. Todos los platos estaban embellecidos con decoraciones, en un derroche de colores difíciles de ver. Por no hablar de los aromas que llegaban hasta las narices de Andrea recordándole los efluvios que sólo en la casa paterna había apreciado en su momento y que casi había olvidado. El vino de las jarras era rojo, del típico color oscuro del vino de Monte Conero. Andrea sintió un ligero codazo, preludio del consejo susurrado por el Mancino.
―Ve despacio con el vino. Para uno como tú, habituado al Verdicchio y a la Malvasía, el Rojo Conero puede ser peligroso. ¡Enseguida se sube a la cabeza!
―El momento favorable podría no durar demasiado y, por lo tanto, debemos actuar ahora para apoyar a nuestro amigo Sigismondo Malatesta ―comenzó a decir Berengario volviéndose a sus huéspedes mientras le metía el diente a un muslo de pollo, sosteniéndolo por el hueso, mientras la grasa resbalaba desde la mano hasta el antebrazo. ―Ahora que Leone X está muerto, ¡arrebataremos Urbino y Montefeltro a los Medici y a la Santa Sede! Dentro de poco todos los territorios de Le Marche, comprendida la Marca Anconitana, deberían volver a su justo equilibrio. Sometidos, sí, al Estado de la Iglesia, pero siempre con gobiernos civiles independientes. Por desgracia, el Duca Francesco Maria della Rovere parece ser que se ha retirado a su Senigallia, renunciando a reconquistar el Ducato di Urbino, que le había sido quitado por Cesare Borgia y luego había pasado al sobrino del Papa Leone X. Además, los territorios de Jesi se hayan en el más total abandono. Después de la muerte del Cardenal Baldeschi se envió a un legado pontificio que parece que no tenga tanto la intención de gobernar la ciudad como la de acabar de mermarla, reduciéndola a la miseria, aprovechando la falta de un gobierno civil.
Al oír estas últimas palabras, el corazón de Andrea se sobresaltó. El gobierno civil de la ciudad de Jesi era suyo. Si el Duca di Montacuto quería restablecer el equilibrio político, bastaría que lo hubiese enviado a su ciudad y se habría ocupado él de arreglar las cosas y hacer entrar en razón a aquel famoso legado pontificio. ¿Qué sentido tenía mandarlo a combatir por el Señor de Rimini? Pero quizás, las intenciones de Montacuto eran otras. Quizás le venía bien mantener la situación de desorden en la cercana Jesi, ahora que había expulsado al Consiglio degli Anziani y había tomado en sus manos el gobierno de la ciudad y de la Marca Anconitana. A lo mejor, en el último momento, daría la espalda a todos y vendería Ancona al Papa por unas decenas de miles de florines de oro. O quizás se aliaría en secreto con el Duca della Rovere y harían un frente común contra el Papa y contra el mismo Malatesta, a fin de que éste último no extendiese sus miras expansionistas hacia el sur. ¡Quién sabe! A Andrea no le disgustaría regresar a Jesi y poder volver a ver a su amada. Pero si ni siquiera había sido informado de la muerte de su jurado enemigo el Cardenal Baldeschi, imaginemos si hubiese pasado por la mente del Duca hacerlo volver a su patria. Así que Andrea decidió permanecer en silencio y seguir escuchando la argumentación del Duca Berengario, mientras se llevaba distraídamente a la boca algunas patatas y saboreaba su delicado sabor. Sólo unos pocos años antes ni se conocía la existencia de este delicioso tubérculo que había sido importado del Nuevo Mundo. Un siervo le echó vino rojo en la copa y él lo tragó para acompañar a las patatas en su largo recorrido hacia el estómago.
―El Papa que ha sido nombrado hace poco, Adriano VI, es un títere, un fantoche en manos de la oligarquía eclesiástica, que ha apartado de sí al linaje de los Medici, que estaban adquiriendo demasiado poder, incluso en Roma. No creo que dure mucho, antes de que Giulio Dei Medici trame algo para echarlo y volver a tomar las riendas del estado eclesiástico. Por lo que debemos aprovechar el momento antes de que sea demasiado tarde. Mañana por la mañana, temprano, Andrea, partirás hacia Pesaro, donde tomarás el mando de la guarnición del ejército de Sigismondo Malatesta. Guiarás a esta guarnición hasta Urbino mientras Malatesta llegará a la misma ciudad desde el norte con el resto de su ejército, a través de los territorios de Montefeltro. Atenazaréis Urbino desde el norte y desde el sur y, tanto los Medici que ocupan Montefeltro como el conde Boschetti que gobierna Urbino de parte de la Santa Sede, no tendrán escapatoria. Tú, Gesualdo, acompañarás a Andrea hasta Pesaro. El camino es largo y peligroso y tú conoces las mejores vías para recorrerlo. Te asegurarás de que Andrea llegue a su destino lo antes posible. Luego volverás enseguida. Que no me entere de que por algún motivo, por muy válido que sea, tu acompañes a Andrea en la batalla. Dentro de cuatro días te quiero de vuelta en el castillo, en caso contrario… ―y se pasó dos dedos deslizando la piel del cuello, simulando lo que haría la hoja de un cuchillo presionado contra la yugular.
Aunque, en su interior, intentaba no admitirlo, Andrea había entrevisto brillar una luz de traición en los ojos del Duca mientras éste hablaba. Nunca se había fiado de él y ahora mucho menos. Cuando luego, él y Gesualdo, fueron despedidos y, al salir, se cruzaron con dos brutas caras de esbirros, que nunca habían visto antes en la Corte, los temores de Andrea todavía se acentuaron más. Por suerte el Mancino, en el que tenía completa confianza, en las horas y los días venideros, estaría a su lado para defenderlo a costa de su propia vida.
―Según tú, ¿quiénes son esos dos, Gesualdo? ¿Sicarios, quizás, unos matones?
―No sabría decirlo. Es la primera vez que los veo. Pero esas caras no me inspiran nada bueno. Pero no hablemos de eso aquí. Ven, vamos a escoger los caballos para mañana. En los establos podremos hablar tranquilamente.