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Pickle Pie
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Pickle Pie

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Héctor tomó su primer aliento profundo en horas.

CAÍDA CINCO

Timbo oyó la voz de Dios.

Con los pies desnudos golpeando el mármol frío giró alrededor de la estación del metro.

“Fuera”, dijo la voz de Dios.

Timbo miró hacia arriba, registró cada esquina, el techo era tan alto que al voltear la cabeza demasiado, cayó sentado de culo.

“Dije, ¡Fuera!” La voz de Dios resonó por todas partes.

Timbo Salió disparado y corrió unos pocos pasos y luego se escondió tras una esquina. Seguro que Dios no lo podría ver ahora.

“Todavía puedo verte”, dijo Dios con una voz clara que salía de todas partes. Crujía como un mal radio, como el que su abuela solía escuchar.

Timbo necesitaba obtener algunas monedas para ese día. En realidad no sabía cuántas tenía pero las tenía en su mano y podía sentir su peso. Era muy poco peso y el phuro le daría una paliza si regresaba así. Timbo descubrió que el mejor sitio para pasársela era cerca de las cabinas de recarga. La gente ponía los pases del metro en la máquina, presionaban algunas cosas y luego deslizaban otra tarjeta o ponían monedas. Los que iban contando las monedas mientras se acercaban a la máquina eran a los que Timbo podía estafar. Se les acercaría hurgando en su nariz por mocos, mostrándoles sus piernas asquerosas y mirándolos con sus grandes ojos.

Al menos eso era lo que la familia decía, que tenía ojos grandes. Timbo no podía ver sus ojos para saber cuán grande eran, pero si todo el mundo lo decía, debía ser verdad y Timbo era muy bueno en eso. Se dirigiría a la gente, le suplicaría y le darían algunas de las monedas que la máquina expedía. Salían por la ranura de un plástico que te dejaba verlas desde el fondo. Timbo había intentado alcanzarlas y tomar algunas monedas pero ninguna cayó. La máquina le aruñó el brazo e hirió a Timbo que dijo “Ay”.

Por eso era que Dios le estaba gritando, por patear la máquina que soltaba las monedas.

Timbo miró alrededor, la estación del metro estaba vacía a esa hora. Bien alumbrada, todo funcionaba, pero no había nadie más excepto el pequeño-pobre-Timbo. Se escondió detrás de la esquina con las monedas en su mano. Eran muy pocas y sabía que el phuro estaría enojado.

Timbo necesitaba llevar algo. Todos sus hermanos, hermanas y primos llevaban algo todas las noches. Si no lo hacían los golpeaban, se quedaban sin comer y dormían afuera. Algunas veces la gente veía las manos y los pies sucios de Timbo y le daban algo de comer comentando sobre ser un pedigüeño y cómo era usado.

Timbo asentía, sonreía y mantenía la palma de su mano hacia arriba, pero sabía que no lo usaban. La familia era la familia. Simplemente proveías a la familia y a la compañía como un todo. ¿Acaso esos extraños no lo sabían?

Y cuando eras lo suficientemente viejo como para tener hijos, obtenía parte del botín del trabajo. Timbo tenía un primo que ya tenía dos hijos a los que su esposa llevaba por todo el sur de Atenas. Timbo los veía algunas veces porque él estaba en el metro todo el día recorriéndolo de arriba a abajo y de abajo a arriba. Ellos lo trataban bien y cuando veían que tenía pocas monedas algunas veces le daban un par de ellas para qué se las llevara al phuro.

Su primo sabía muy bien que algunos días eran muy difíciles.

“¡Vete al coño, despreciable gitano de mierda!” dijo Dios desde todas partes.

Timbo se asustó y corrió como un demonio.

Corrió contra el flujo de las escaleras mecánicas jadeando mientras lo empujaban de nuevo hacia abajo. En su apuro, se le olvidó que esta era la forma más difícil. Timbo sólo iba contra el flujo cuando estaba fastidiado y quería divertirse. En su desespero empujó a todos en cuatro patas para llegar más arriba.

Logró salir. Sus ojos se adaptaron rápidamente a la calle oscura. El metro estaba tan alumbrado y con el reflejo de la luz en el mármol, parecía de día allá abajo. Caminó por algunas cuadras, mirando hacia todos lados para ver si Dios todavía podía verlo.

Afortunadamente, no podía.

Timbo encorvó los dedos de los pies. El mármol era agradable y liso, pero la calle era diferente. Le habría gustado tener zapatos pero el phuro siempre decía que seguiría creciendo y no tenía sentido tener zapatos. Además, se veía más patético de esa forma y la gente le daba monedas.

Pero ahora estaba haciendo frío y Timbo caminaba solo. No estaba perdido, se sabía el camino de regreso a la esquina del phuro y aunque fuera más tarde, igual se sabía el camino de regreso. No estaba perdido, pero no se atrevía a regresar con solo esas monedas.

Tenía que encontrar algo para llevar a casa. Los extraños lo llamaban robar. Su familia no lo llamaba así pero los extraños se enfadaban mucho cuando te atrapaban haciéndolo. Si no te atrapaban, todo estaba bien.

Entonces, necesitaba encontrar algo para llevar a casa. Algo… ¿Como un balón? No. Cómo… ¿una barra de chocolate? No, eso tampoco.

Algo… ¿Cómo la bolsa de ese hombre? La había dejado apoyada contra un poste de luz. Él estaba sentado en lo oscuro, esperando. Seguía rascándose el brazo y no podía estar quieto. Timbo estaba asustado, pero ¿tenía otra opción?

Además, el hombre no parecía estar pendiente. Se veía como los otros extraños cuando hablaban con alguien por teléfono, pero no tenía ningún teléfono. Timbo estaba seguro que estaba hablando consigo mismo, pero su mente estaba en otra parte, definitivamente.

Timbo era pequeño, le era fácil caminar silenciosamente, pegarse a la pared y permanecer en la sombra.

Extendió su pequeña mano hacia la bolsa.

El hombre giró hacia él y Timbo se escondió, seguro que lo había visto y le iba a dar una paliza y luego el phuro también le daría otra paliza por no llevar nada, pero el hombre se contrajo como antes y continuó murmurando.

Cuando miró hacia otro lado, Timbo decidió intentarlo. Se estiró y tomó la bolsa. Estaba llena de algo que Timbo no podía ver y era mucho más pesada que lo que había pensado. Gruñó y estuvo seguro que el hombre lo oiría, pero no lo hizo.

Timbo se llevó la bolsa, sintiendo el peso con una gran sonrisa.

Hoy llevaría algo a casa.

CAÍDA SEIS

Diego se rascó la costra de su brazo. Casi podía oír la voz de su mamá diciéndolo que parara, pero continuó hasta hacerlas sangrar.

No podía evitarlo después de haber comenzado a hacerlo.

Balanceándose sobre las puntas de sus pies, esperaba en el callejón. Estaba oscuro y no podía ver un carajo, registró sus bolsillos buscando su linterna. Le tomó bastante tiempo darse cuenta que la había vendido el día anterior. La había cambiado por una línea de coca que necesitaba.

Se rascó la costra por encima de la manga. ¿Dónde estaba el maldito ucraniano? El tipo era sospechoso como el carajo y no lo trataba bien, pero siempre era puntual. La puntualidad era una característica positiva rara de los buenos mafiosos. Si no llegabas a tiempo, la gente se ponía ansiosa y sacaba su pistola.

Los dedos nerviosos en el gatillo siempre mataban a alguien. Siempre.

Diego se lamió los labios mordiéndolos sobre las heridas secas. Miró a la calle oscura arriba y abajo. ¡Estaba malditamente oscura hombre! ¿Quién en su sano juicio sostendría un encuentro en este hueco de mierda? Atenas era un tazón de huecos de mierda, pero podías encontrar una parte iluminada para hacer negocios. ¡Hombre! Y algún sitio donde el viento no soplara y te congelara hasta los huesos.

Se apretó el abrigo, prácticamente no sirvió de nada. Maldita imitación turca. Se veía elegante y a Diego le gustaba sentirse elegante. Necesitaba publicar en los foros de internet su negocio. ¿De qué otra forma iba a poder lograr su propio equipo? Tenía a Patty Roo y eso era un buen comienzo. No estaba en mal estado y no era demasiado cara, una buena atleta promedio. Vaya, ¿Tuvo suerte o no en esa apuesta? El pendejo de Apostolis necesitaba dinero de inmediato y Diego estaba allí para apostar. Sortario, sortario, malditamente sortario. Apostolis, el imbécil ignorante perdió por supuesto y le entregó la clave de la mujer de Diego.

¡Por las tetas enormes de Deméter, qué bendición le había otorgado ese día!

Diego se rascó la roncha. Le dolía, pero se sentía bien tener algún tipo de sensación en esa noche helada. Si tan sólo tuviera su linterna, hombre.

Revisó la mercancía, eran cuatro chalecos HPP de alta tecnología. Maravillosos, simplemente maravillosos, como siempre. El maldito Héctor era un artista con esa mierda, hombre. Diego siempre se lo había dicho, estaba malditamente contento de ser su amigo, hombre. Orgulloso, tan malditamente orgulloso.

Diego se rascó el brazo de nuevo y miró a la bolsa. ¿Dónde estaba el pequeño ucraniano bastar-?

Finalmente.

Las luces de un carro aparecieron. Diego levantó su mano, no podía ver. Alguien, pequeño y fornido como el ucraniano, salió del carro. “Coño, finalmente hombre. Se me han estado congelando las bolas aquí afuera”.

El hombre se le acercó sin decir nada. Diego no podía verle la cara.

“Aquí tengo tu mierda. Es de primera calidad, lo mejor de la ciudad. No te va a decepcionar”. Se encogió de hombros. “Tuve que buscar bastante en el stock para hallarlos, no fue fácil, pero para ti y por el precio correcto…” dejó de hablar, su voz sonó orgullosa.

La cara del ucraniano era fea y llena de cicatrices como siempre. “Vamos Diego, enséñame lo que trajiste”.

“Seguro, déjame-” Diego se congeló y miró hacia donde había estado la bolsa hacía un minuto. “Hum…” Se rascó la cabeza arrastrando los pies en lo oscuro. ¿Quizás la había pateado sin darse cuenta? ¿Quizás la había dejado en otro poste?

“Déjate de tonterías. ¿La tienes o no la tienes? No me hagas perder el tiempo”

“Estaba justo aquí. ¡Lo juro! Hace sólo un minuto, justo antes de que llegaras-“

“Malaka prezoni”, el ucraniano soltó una blasfemia griega y sacó algo de su chaqueta.

Una linterna y por un momento Diego pudo ver todo. La calle sucia, las luces rotas, las persianas cerradas y el carro adelante.

Un pequeño ángel, corriendo con sus pequeños pies desnudos.

Se puso la mano en el estómago y la retiró llena de sangre.

Diego le gorgoteó una profanidad al ucraniano quien lo ignoró y simplemente lo dejó allí.

Ya no hacía tanto frío, incluso los temblores habían desaparecido.

Diego apenas tuvo tiempo para enviar un mensaje final.

CAÍDA SIETE

Diego le envió un texto raro. “Mira dentro de la alacena. Cuídala.

Héctor trató de llamarlo pero su teléfono no contestó. Estaba demasiado cansado y agitado para preocuparse por los pensamientos incoherentes de un drogadicto, así que lo ignoró y subió a tomar una siesta. Tan pronto como cayó en la cama sintió un sueño que lo arropó por completo como una sábana.

Algunas horas después se sintió mejor. No se sentía completamente fresco pero eso serviría por el momento. Apenas logró evitar pisar a Armadillo. La mascota lo miró enojado porque había olvidado alimentarlo. Estaba entrenado para que presionara el auto alimentador con comida seca por lo que nunca corría el peligro de morir de hambre por negligencia suya, pero el elegante bastardo prefería la comida enlatada.

Héctor revisó la alacena. “Sí, lo siento Armadillo”, dijo bostezando. “Resuélvete con la comida seca. No compré comida para mí tampoco. Estaba muy ocupado tratando que no nos asesinaran”.

El Armadillo se levantó y movió sus patas delanteras.

“Sé que sobrevivirías, pero ¿Qué tal éste viejo blando?” Héctor lo hizo a un lado. “Ah, voy a buscar víveres, la verdad es que no tenemos nada”.

El día estaba agradable. La ciudad seguía siendo una mierda, pero el haber logrado más tiempo de vida hacía que todo se viera sobredimensionado, los colores, los aromas, la vida alrededor de él. Normalmente usaría la camioneta, incluso para una distancia tan corta, pero hoy quería sentir el aire conocido, absorber el monóxido de carbono. Cruzó la avenida Syggrou, ignorando las prostitutas en sus esquinas. Se desvió dos calles de su ruta para ir al lugar usual de reuniones de Diego, detrás de un sitio de apuestas.

Héctor no estaba interesado en los deportes. Por primera vez en su vida se dio cuenta de los carteles y las estadísticas sobre el fútbol, básquetbol y Fórmula 1, clásica y eléctrica, pero sus ojo se fueron hacia el torneo de Ciberpink. Era difícil no notarlo, todo el espectáculo estaba diseñado para atraer la mirada masculina, al tiempo que te robaba tus ahorros.

Entró al sitio de apuestas. Pantallas sobre pantallas con estadísticas, repeticiones, partidos, todos con Realidad Aumentada (RA) controlada y con sonido holográfico direccional para que cada quien pudiera oír el partido que le interesara, lo que hacía que el lugar tuviera un raro efecto de eco, como si estuviera embrujado. Hombres y mujeres apostaban a los equipos, los resultados, los jugadores, el Jugador Más Valioso (JMV) y para sorpresa de Héctor, a las heridas de los jugadores.

Se dio cuenta que no sabía nada sobre Ciberpink. ¿Había algunas mujeres en los equipos? ¿Y algo sobre una calavera? ¿Una calavera de perro por alguna razón? ¿Y puntos?

Eso era todo lo que sabía. Su implante útilmente destacó el resultado de una búsqueda en su RA pero lo descartó. Se sentía muy cansado para aprender cosas nuevas en ese momento.

¿Dónde estaba Diego? Este era su sitio usual. Le preguntó al dependiente.

“Vaya hombre. ¿También te debía dinero?”

Héctor se dio cuenta del uso del verbo en pasado. “Sí, pero no es por eso que estoy preguntando. Conozco al bastardo desde hace años”.

“Oh, hombre, lo lamento entonces. Mis condolencias”.

Héctor retrocedió. “¿De qué puto estás hablando?”

“Lo mataron esta mañana, hombre, a dos cuadras de aquí. Estaba frágil por todas esas drogas y se desangró antes que alguien pudiera ayudarlo. Lo siento, en verdad lo siento y no vas a recuperar tu dinero. Diego no tenía cuenta bancaria ni nada. También me debía y tuve que hacer que un hacker revisara todo”.

Héctor forzó una sonrisa. “Una actitud muy comercial de tu parte”, dijo sin expresión.

El hombre se encogió de hombros. “Es lo que es, hombre. Si supieras cuan a menudo he tenido que hacer esto, no me juzgarías. En cualquier caso ¿te interesa colocar una apuesta? Las Beasties son fuertes candidatas para ganar la copa este año”. Levantó un ORA en la palma de su mano. Un Objeto de Realidad Aumentada que podía ser visto por cualquiera en su veil, es decir, casi todo el planeta. Era una mujer con armadura, endiabladamente sexy, con el culo levantado y labios seductores. “Esa es Sirena, mi favorita. Preciosa, ¿No? ¿Cuál te gusta?”

El hombre levantó la vista y en realidad parecía interesado en saber su respuesta.

“Uh, no estoy interesado en los deportes. ¿Dónde dices que mataron a Diego?”

El dependiente tocó el número de una calle y compartió el mapa con Héctor.

“Gracias”.

“De nada. Ven y apuéstale a Sirena ¿Sí? ¡Dinero garantizado!” Le gritó mientras se iba.

CAÍDA OCHO

Nadie se había preocupado por lavar la sangre.

Héctor se quedó allí con las manos en los bolsillos de su chaqueta. La sangre era roja en los bordes, seca, ahora se veía negruzca-marrón. No era rosada. Esto no era un partido deportivo. No era un espectáculo en el veil, o en la red o en Realidad Virtual.

Había conocido a Diego por más de 10 años y eso es bastante tiempo cuando sólo tienes 30. Prácticamente toda tu vida de adulto. En realidad no era un amigo, pero conocía al bastardo bastante bien.

Se habían emborrachado algunas veces juntos, compartido algunas risas. Menos cuando se volvió un adicto, desde ese momento todo se reducía a la siguiente apuesta de Diego. Nunca fue el mejor de los clientes, pero siempre pagaba sus deudas con datos que conseguía en la calle y otras oportunidades. La mayoría era pura mierda, pero algunos de sus datos en realidad habían dado resultados.

Y ahora todo lo que quedaba de él era una mancha al lado de la calle. Un envoltorio de comida botado se había pegado en la sangre seca.

Basura pegada a la basura.

Se pasó la media hora siguiente caminando arriba y abajo por el callejón tratando que alguien le atendiera el teléfono. El cuerpo de Diego había sido recogido e iba a ser dispuesto por la ciudad de Atenas. Él quería ser reciclado, que una planta naciera de él. Le informaron a Héctor que su amigo era un adorador de Deméter.

Héctor sonrió con sorpresa. No había conocido este lado de consciencia ambiental de Diego. La ciudad había declinado la solicitud del testamento por falta de fondos, naturalmente. Ni siquiera una iglesia corporativa daba donaciones a la gente, mucho menos a los muertos.

Héctor lo pensó durante un minuto.

“Pagaré por el funeral y por su deseo. Envíenme la cuenta”. 1.200 euros decía en el email.

Revisó su cuenta bancaria, tenía 1.700 euros. “Lo añadiré al resto de lo que me debes, bastardo estúpido”, le dijo a la mancha de sangre.

“¿Perdón, señor?”

“Nada, me encargaré de ello en este momento”.