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La Danza De Las Sombras
La Danza De Las Sombras
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La Danza De Las Sombras

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La Danza De Las Sombras
Nicky Persico

Esta novela trata de un viaje hacia las profundidades del alma, un viaje que dependerá de cuán lejos querrá ir el lector, de dónde querrá partir, desde dónde y cuándo querrá volver. Un viaje cruel, silencioso, apasionado e inolvidable que rompe el recorrido y las convenciones para conducirnos fuera del tiempo. El ritmo de la escritura es el mismo de un respiro, la velocidad, la de una mirada, el tiempo reducido a un paso de danza si bien dilato por el sueño, para intentar buscar la armonía de la vuelta a ese mismo lugar del que no creemos que hayamos partido nunca

Nicky Persico

La danza de las sombras

Traducción de María Acosta

Copyright © 2019 - Nicky Persico

Trabajo con derechos de autor - todos los derechos reservados - cualquier divulgación o reproducción, incluso parcial, está prohibida a menos que esté expresamente autorizado

Prefacio

La danza de las sombras es un libro anómalo (extraño, por usar una palabra que gusta mucho a Persico) que une al placer de la lectura el sabor de los viejos tiempos, en el estilo, y de un suspense que podría sugerir una atmósfera kafkiana.

Todo es posible en el no-lugar y en el no-tiempo en el que el protagonista actúa y con él los personajes que lo rodean, invitando al lector a detenerse en nuevos e inusitados puntos de vista, reflexiones sobre la vida para nada banales. Queda la atmósfera de suspense de la historia detectivesca sobre a dónde el narrador nos querrá conducir, acompañándonos con frecuentes intervenciones que nos llevan de la mano.

El tren que Asdrubale ha decidido coger ofrece el punto de partida para revivir las propias decisiones, concernientes a la propia vida, justo cuando esta parece no poder sorprenderle más.

El ojo de Persico es como el de un niño que todavía sabe asombrarse y, en consecuencia, asombrar. Ingenuo y puro, capaz y ansioso por aprender, escuchando al otro, mirándolo con atención e incluso con afecto. Otro que no siempre es un ser humano ya que incluso los llamados seres inanimados, los objetos, tienen historias que contar.

Si tan sólo se les sabe escuchar.

Lara Cardella

A todos aquellos que están en camino

Tened un buen viaje

Un día

en que el mundo no me gustó

me inventé uno para mí.

Y es ahí donde yo vivo.

Cada día, al atardecer, el discurrir del tiempo se ralentiza.

Antes de que la oscuridad comience a descender como la nieve recubriendo todas las cosas, la luz se atenúa, esparciéndose suavemente sobre la ciudad y sus gatos que están sobre los tejados, sobre los chopos y sobre los tilos, en las playas, en los bosques, en los automóviles y en el campo, sobre los libros y los chavales en motocicleta y sobre el agua que por doquier refleja y multiplica los colores.

En las casas cada ventana va cambiando de color y anuncia la noche por venir.

Por último, el horizonte se incendia de naranja y azul para, a continuación, cambiar lentamente al azul marino.

Es el crepúsculo el momento de los pensamientos, de los recuerdos, de los suspiros profundos y de la respiración contenida. Si se pudiesen contar se descubriría que en ese momento existen en el mundo el mayor número de ojos dirigidos hacia el cielo.

En ese instante, todo aparece en su belleza más absoluta: incluso las anónimas y frías áreas llenas de fábricas amontonadas en los confines de las metrópolis, cuando el perfume de la brisa ligera invade las inmensas carreteras todas iguales, desiertas y ahora ya silenciosas.

Exactamente allí, en aquel día de mayo avanzado, en el mismo centro de un inmenso y vacío patio de carga y descarga, trae y lleva, derecho e inmóvil con el atardecer de fondo destacaba un caballero, envuelto en un abrigo bien puesto y abotonado, al lado de un viejo y cuidado automóvil acabado de aparcar exactamente en el centro de aquel gris lago de asfalto.

Inspiró profundamente, inmerso en el silencio sólo roto por algún trozo de periódico que intentaba, sin resultado, salir volando, y luego expiró lentamente.

Abrió la puerta y, flexionando las piernas, se echó hacia delante sobre el asiento. Cerró los ojos, con los puños sobre el asiento, venteando a pleno pulmón el aire perfumado.

Luego se levantó, miró a su alrededor, cogió con suavidad un frasquito de un recoveco entre los asientos de atrás, se lo metió en el bolsillo, y se apartó: cerró la puerta con cuidado y acarició la carrocería con suavidad.

Finalmente, le dio la espalda y se puso a caminar lentamente. Sin volver a mirar atrás llegó al límite del desolado aparcamiento. Después de desaparecer detrás de un desportillado muro gris, se puso a recorrer un enorme pasillo delimitado por chapas onduladas, ahora ya oxidadas.

Pasados unos minutos la oscuridad comenzó a esparcirse lentamente por doquier, como polvo de cenizas, ocultando cualquier imagen: aparecieron, de repente, anchos conos de luz de las farolas y en el cielo espectrales lámparas rojas mostraban torres invisibles.

Con la mirada baja, el hombre, que se llamaba Asdrubale, miraba sus pasos y escuchaba con claridad su sonido, en el silencio que lo rodeaba, oyendo con claridad el ritmo alternante del pie derecho y del izquierdo: no es notaba ningún ruido, en aquel día que ya se convertía en noche, excepto el eco débil, distante e informe, del estruendo de la metrópoli al fondo de aquel pequeño mundo.

También en su mente las preguntas ya habían enmudecido. Las respuestas, en cambio, no tenían ninguna importancia y se habían disuelto hasta desaparecer, inútiles.

Todo parecía nuevo, límpido, fresco y ligero. Como nunca antes.

Esta noche era la última vez. Había acariciado aquel viejo automóvil con amor y gratitud después de haber recorrido juntos durante años las mismas carreteras de circunvalación, durante el invierno, inhospitalarias y desoladas, amparado por la calefacción del habitáculo, mientras la radio calentaba el alma manteniéndolo en contacto con el mundo. Y en verano, a la caída de la tarde, había soñado con las ventanillas bien abiertas, y también los ojos, fantaseando sobre las luces que salpicaban el horizonte.

Aquel coche había sido su mundo, su refugio, su compañero tranquilizador y amable. Siempre había pedido tan poco y en cambio nunca había hecho preguntas. Estaba convencido de que tenía un alma: casi como avergonzándose, siempre lo había pensado, en secreto. E incluso había creído, un día, que era verdad. Una mañana se armó de valor y le habló mientras conducía, sintiéndose, de repente, para su sorpresa, aliviado de su pequeña angustia.

Y en última instancia, a los ojos de cualquiera, aquella última caricia dada con dulzura antes de irse y a punto de acabar el día, parecería un saludo: una tierna despedida.

Poco tiempo después, también con una pluma estilográfica, le había ocurrido.

La tenía con él desde hacía años: conservaba un recuerdo nítido del cumpleaños en la que se la habían regalado, ¡caramba! La baquelita tenía ya amplios y evidentes signos de uso, irrepetibles y preciosos señales del sacrificio. Se sorprendió una mañana mirándola y sintiéndose injusto, por todas las veces que la había considerado un sencillo objeto, y recordó la consternación que sintió el día en que la había perdido, cuando, con los ojos entreabiertos, se descubrió hablando consigo mismo: Oh pluma, mi pluma, quién sabe cuán sola te sientes y cuánto estarás sufriendo. Seguramente te preguntarás cómo he podido olvidarte. Perdón. Perdón. Te pido perdón.

Y así, tiempo después, objeto tras objeto, poco a poco comenzó a encariñarse con las cosas como si estuviesen vivas. A veces más que con las personas porque incluso se había convencido que tuviesen más corazón.

Llegó a un punto tal que incluso le ocurrió que el automóvil se averió y le salía decir que estaba enfermo, y se debió controlar porque más que a un mecánico habría querido llevarlo al hospital.

Cuando se dio cuenta, tuvo que comenzar a ocultarlo, a moderarse en exteriorizarlo. Nadie habría entendido su manera de actuar.

En cambio él a las cosas las apreciaba. ¿Cómo podía ser de otra manera?

El coche, por ejemplo: habían pasado tantas cosas juntos. En aquella vida siempre igual, a menudo injusta, fría, ingrata.

¿Cómo olvidar ciertos amaneceres incandescentes de recorridos todos iguales, venga a soñar, con todas sus fuerzas, miles de aventuras?

A cubierto de la lluvia torrencial, a cubierto del viento en las tormentas desencadenadas, al calor en el frío y al fresco en el calor sofocante: él siempre lo protegía, en un mundo inhóspito, cuando ciertas noches, como ahora, la ciudad, allá en el fondo, parecía una gran nave espacial con miles y miles de luces, que había aterrizado de un planeta desconocido.

Sí, amaba las cosas. Incluso podían decirle que se había vuelto loco, si así querían. Él lo sabía bien, por otra parte, como todos creían, insensatos, que las cosas no son mejores que la gente. Y en cambio no es así. Basta dar una ojeada alrededor, a lo que sucede: los humanos, esos sí hacen cosas espeluznantes.

Poco a poco había llegado la oscuridad y había llegado casi al final de aquella enorme avenida.

Se subió las solapas y miró a su alrededor: a su derecha, a lo lejos, la astronave urbana; a su izquierda, la profunda oscuridad: la periferia o el campo, o quién sabe que otra cosa desconocida.

La elección era fácil, en el fondo.

Porque esta vez ya era suficiente, estaba cansado. De todo. De pensar, de despertarse, de tener que levantarse. De hacer todos los días cosas sin sentido para poder mantenerse vivo y de esta forma hacer cosas sin sentido. Concéntricamente sin sentido.

Sólo quedaban los atardeceres, los amaneceres y las cosas. Para poder soñar y, por lo tanto, vivir realmente.

Se encaminó con decisión hacia un pequeño camino de tierra. Una luminosa luna aclaraba el campo alrededor.

No se sentía solo. No lo estaba. Había algo importante que le hacía compañía. Repasó con la mente sobre cómo la perla de agua, que conservaba celosamente en el bolsillo, había entrado en el habitáculo del coche y en su vida. Una mañana temprano, mientras el cielo estaba sereno.

Por la ventanilla apenas abierta, de repente, un aguacero misterioso. Ni siquiera una nube a lo lejos. Y acabó mojándole tanto la manga del abrigo que en la oficina debió escurrirla: inadvertidamente una gruesa gota entró en la botellita que habitualmente utilizaba para llevar el café. Recién lavada, estaba encima del escritorio, abierta y enjuagándose.

Después de poner el abrigo sobre el radiador cogió la botellita y observó el interior: en aquella esfera líquida e inmóvil consiguió observar su reflejo y fue cono, si de repente, se reconociese.

Pero qué extraño.

Volvió a poner el tapón y la guardó en un cajón. Más tarde volvió a mirar: y todavía se veía a si mismo a través del vidrio.

Se vio a sí mismo. Entiendo justo esto: se percibió a sí mismo, y nunca le había ocurrido realmente, mirándose como en realidad era y valorarse, en definitiva.

Al principio comenzó a sentir orgullo. Luego valor. No para actuar, sino para pensar libremente en todo. En todo lo que era, en lo que había sido y en lo que había alrededor.

Y de esta manera comenzó a cambiar.

Comenzó a llevarla siempre consigo y a veces se reflejaba en ella y pensaba.

Pensaba mucho, como esta tarde que se había convertido, poco a poco, en noche. Se paró y levantó la mirada. Todo oscuro alrededor y ni siquiera se veía ya el aura de la ciudad. Sólo el claro de luna y el perfume del campo.

Ahora estaba donde quería: sin una meta, sin un destino.

En el final.

Hacía tiempo que pensaba en esto. Y le producía consuelo.

Hacía cada cosa por última vez.

Pensar en esto embellecía todo: significaba sentirse vivo. Todas las cosas volvían a emocionarlo. Y tenía delante de él la noche, todavía.

Al fondo de la carretera de tierra una pequeña luz. Comenzó a caminar con energía. La seguía sin una razón ya que en el fondo no sabía a dónde ir. Sólo sabía que sería la última vez y esto podía ser suficiente.

La senda cada vez se estrechaba más mientras la recorría hasta que se introdujo, oscura, en un bosque.

No tenía una idea de dónde había acabado, ni la quería tener. Las zarzas cada vez eran más espesas. Abriéndose camino con los brazos continuó avanzando a tientas: ahora volvió a ver claramente el puntito luminoso que lo guiaba.

Apartado el último ramaje se encontró de repente desembocando en una vieja acera.

Estaba cubierto por hojas y rocío se limpió, deslizando las manos sobre el abrigo.

Un escalofrío le recorrió todo el pecho.

Al tacto no había sentido el consuelo habitual, la botella con la gota de agua. ¿había desaparecido?

Intentó concentrarse, mantener el control, respirar. Volvió a pasar la mano, esta vez con los ojos cerrados, pero nada. ¡Nada!

Un primer signo de dolor partió desde el estómago que sentía angostado como si hubiera sido agarrado por el puño de un gigante que le ceñía la cintura, y llegó a la espalda. Todo se volvía oscuro en su mente. ¿Cómo había podido? ¿Cómo?

Habría debido tener más cuidado con ella, ¡esa tarde que había decidido caminar por última vez! Justo esa tarde. Justo esa tarde.

Y, luego, de improviso, parpadeó, finalmente se acordó.

¡Sí! Como siempre, en el bolsillo. Pero esta vez la había puesto en el bolsillo interior, arriba, más segura para que estuviese protegida y cerrada.

Tocó de nuevo y finalmente la sintió bajo los huesos de los dedos.

Echó la cabeza hacia atrás, como reacción al aflojarse el puño en la barriga y le pidió perdón al agua.

Volvió a abrir los ojos: un banco desportillado reveló su existencia justo a unos pocos metros. Llegó hasta allí, y se dejó caer sobre él agradecido.

Sacó fuera la pequeña botella transparente y la estrechó contra el pecho.

Aquella agua, aquella gota que había entrado por casualidad en su vida, no sólo le había permitido mirarse a sí mismo: era la primera en haberle enviado una señal aquel día. Un día que era más monótono y más gris de lo acostumbrado: un día pesado y oscuro como sólo sabe serlo la oscuridad profunda del pensamiento.

Aquel día había escuchado dos palabras.

Dos palabras sólo, que habían dado un vuelco a su vida.

– ¿Estás triste?

Había mirado a su alrededor, lo recordaba como si hubiera sido hoy, incrédulo por la pregunta.

Había movido la cabeza. Quizás lo había soñado en el silencio de la sala vacía. Pero de nuevo oyó aquel sonido.

– Dime ¿Estás triste?

Era una voz. Una voz auténtica. Y venía de una dirección concreta.

Miró en la pequeña botella y se volvió a ver reflejado

– ¿Estás triste?

No había una explicación para aquella voz. No había ninguna posible, excepto una.

Inseguro y tembloroso, reaccionando, susurró.

– Sí.

Ocurrió así.

Así comenzó, aquel día, que el agua le habló realmente.