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La Danza De Las Sombras
La Danza De Las Sombras
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La Danza De Las Sombras

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¡Oh, claro, ya se sabe que los locos están convencidos de que existen realmente las voces, esas voces que sólo ellos escuchan! Pero él no estaba loco de ninguna manera.

De todas formas, en el fondo, no tenía importancia. ¿Qué mal había en ello?

Y luego fueron tantas y tan hermosas las cosas que la gota comenzó a decir.

Mientras tanto se felicitó por haberla conservado con amor. Señal de sabiduría, seguramente.

Recordaba claramente sus palabras exactas:

–Los humanos son contradictorios, por no decir que a veces son extraños. Sin ánimo de ofender, quiero decir: es una constatación. Crean simples piedras preciosas, como esmeraldas, zafiros, rubís. Y no se dan cuenta que eso en el fondo es carbón: fósil, joven e inexperto. Mientras que yo soy agua y estoy aquí desde siempre. He sido yo quien ha originado la vida en el planeta, y sin mí no hay nada que pueda vivir durante mucho tiempo: si yo falto, todos los seres mueren. Incluso el árbol que después se convierte en carbón y con el pasar del tiempo incluso en diamante. Pero primero estaba vivo y por lo tanto estaba yo. O por lo menos he estado: sin mi esa misma planta que ahora es brillante piedra no habría nacido, ni vivido, ni sobrevivido, a decir verdad. Primero estaba yo. Antes de nada. Yo le he dado la esencia y luego, cuando ha acabado su ciclo vital, la he dejado. Y he continuado mi recorrido, mi vida eterna que lleva vida a cada existencia. Por todas partes. Soy lo más preciado que hay en el planeta. Todos me tienen delante de sus ojos, sin embargo nadie me nota. Y tú me has cogido, hombre sabio. Sabio y triste al mismo tiempo.

Oh, sí, se acordaba perfectamente. Tanto las palabras como la sensibilidad. Había notado su misma tristeza, entretanto la examinaba amorosamente. Mientras que los otros, los humanos, contestaban con desconfianza a su encerrarse en si mismo. En ocasiones incluso con dureza. Y de esta manera también su manera de comportarse se endurecía, por reacción, todavía más, y aún más dura era la reacción del mundo.

Hasta que debió comenzar a encerrarse en si mismo para defenderse, para sobrevivir.

Y acabó solo.

Esa perla transparente, en cambio, le había abierto un mundo en la cabeza: el mundo de las cosas que creía inanimadas. Las llaman así los hombres.

Estúpidos.

Estúpidos e ingratos.

Se entendían perfectamente él y el agua acerca de la humanidad. ¿Qué habían sacado de la vida? Desilusiones, rencores, traiciones, oportunismos: si se pusieran en fila se llegaría paso a paso hasta China.

¿Ellos no le querían? Perfecto, entonces él no los quería a ellos. Además, a veces, los relatos del agua eran realmente fantásticos. Como cuando una mañana nubosa se puso a contar de cuando había sido la parte líquida del ojo de un dinosaurio y de lo que veía del planeta: atardeceres incendiarios de color rubí intenso irrepetibles, silencios profundos jamás oídos, estruendos inmensos y relámpagos de luz cegadores.

Qué maravilla: para escucharla con la boca abierta.

También otra vez que había sido la sangre de una mujer guerrera enamorada: una mujer que se disfrazó para seguir al ejército en el bosque y poder de esta manera cuidar a escondidas y estar en secreto al lado de su hombre. Y de cómo ocurrió que una mañana soleada se sacrificó por él, que permaneció ignorante por siempre sobre esto. Después de días de marcha y de acampadas, al comenzar el día, un enfrentamiento con el enemigo. Ella, durante la batalla, haciendo caso omiso del estrépito, de las mazas que destrozaban cráneos y huesos, de los gritos angustiosos y de las espadas que laceraban la carne, se mantuvo siempre cercana a él, pero dos o tres pasos por detrás para no ser vista ni reconocida. Y de repente, felina y decidida, interpuso su cuerpo a una aguda lanza que vislumbró, justo a tiempo, mientras descendía desde el cielo silenciosa: para mantenerlo a salvo escogió ser ella la sacrificada.

Un grito ahogado en la garganta.

Él salvó de esta forma la vida mientras que ella, tirada por el suelo, sonreía al cielo y a la muerte susurrando su nombre. La gota se vio expulsada en el chorro que le surgió del pecho a través del tajo que había provocado la punta afilada, destrozándole horriblemente el esternón. Desde la piedra pulida sobre la que terminó su carrera el agua pudo observar sus ojos, abiertos y serenos, mientras expiraba: quedaron impresos en el firmamento con el iris mirando fijamente hacia el infinito.

Nunca había sido parte de una vida cuyo latido hubiera sido tan fuerte, añadió:

–Tenía un corazón poderoso, disponía de una fuerza interior que hasta ahora desconocía y que nunca he vuelto a encontrar en ningún ser viviente del que haya sido savia.

Oh, sí, había visto mucho esa preciosa sustancia. Y cómo describía perfectamente sus sensaciones, los matices. Cromatismos del alma, sin duda. Y estaba persuadido de que aquella agua debía tener una: grande y hermosa. Por eso le había sobresaltado el pensamiento el haberla perdido para siempre. Como traicionar a alguien a quien quieres realmente, es como si te traicionases a ti mismo: se rompe un equilibrio universal de confianza que es imposible recuperar.

Alentado miró a su alrededor.

Había acabado, quién sabe cómo, en una vieja estación. Para empezar, lo comprendió por el olor, de hierro, de madera y piedras. Aquel olor lo conocía muy bien. Se dio cuenta porqué lo había reconocido y se sorprendió: ya no existían estaciones. Pero lo había conocido de niño.

Cerró los ojos e inspiró: ¡justo, era justo eso!

Las cosas. Las cosas.

Saben cómo hacerse recordar, las cosas. De mil y mil maneras, también con los olores. Durante toda una vida.

Y las esencias suscitaron otros recuerdos. Fragmentos de cuando era niño y quedaba embobado en la estación: los ruidos, el silbido lejano, el chirriar de los frenos, el humo. Y cuando volvía a casa, antes de dormir, soñaba con eso.

Soñaba con subir, un día, en uno de esos vagones fascinantes y misteriosos. Soñaba que era el jefe de estación con el banderín y el silbato, el tren que resoplaba y él que saludaba a las personas y la parte de él que se quedaba allí.

Volvió a abrir los ojos, se levantó del banco y recorrió el empedrado.

Una vieja farola con la luz débil se mecía, suspendida y chirriante. Era esa la luz que había seguido.

Llegó a una pequeña construcción desportillada, una especie de claridad provenía de su interior. Cruzó el umbral.

¿Pero qué estación era?

Es verdad, hacía tanto tiempo que no cogía el tren a no ser el de la metrópoli rebosante y llena de gente. En cambio, pensó, el mundo debe de estar lleno, por ahí, de estaciones como esta.

Un atrio, también poco iluminado, lo acogió: enfrente de él un pequeño mostrador y un vidrio con un agujero en medio. En honor a la verdad, bastante sucio y rallado por los años hasta casi convertirse en opaco.

Nadie alrededor y un gran silencio.

En la otra parte un hombre sentado, con un uniforme de color gris tranviario, para ser precisos, completado con la gorra también gris y lisa. Pareció que no lo había visto entrar, de hecho, dado que ni siquiera levantó la vista. Escribía algo concentrado con un viejo lápiz, de cuando en cuando le chupaba la punta. Un gesto obsoleto, pensó para sí mismo. Pero quedó fascinado. Esto es dar valor a las cosas, a los gestos, al propio lápiz y al papel, y también a las palabras que, de este modo, serían escritas en aquel ordenado folio.

Se aclaró la garganta para atraer su atención pero el hombre, indiferente, prosiguió anotando algo indescifrable en las líneas paralelas.

Entonces golpeó educadamente con los nudillos en el vidrio y dijo:

–Buenas noches.

El señor en uniforme se quedó quieto pero levantó la mirada, a su vez, y respondió:

–Buenas noches

Y no dijo nada más. ¡Qué extraño! Parecía que esperase que él, un posible viajero, añadiese todavía algo.

Esas no eran maneras ya que era, evidentemente, el despacho de billetes. Y sin embargo, inexplicablemente, su comportamiento no tenía nada de intencionadamente descortés.

Debido al silencio prolongado se vio obligado a seguir por propia iniciativa.

–Perdone. Querría comprar un tique.

En cuanto dijo esto el señor de detrás del vidrio se quedó inmóvil. Dejó el lápiz, levantó con lentitud la cabeza y lo miró fijamente de manera intensa. Echó atrás la espalda apoyándose en el respaldo y cruzó las manos en el regazo con una mirada que podía parecer casi de perplejidad.

–Un tique, dice. ¿Para qué hora de qué día, y para dónde, si puedo saber?

¡Mira tú! Ahora, hasta me da la reprimenda.

Ni siquiera un saludo, si tan siquiera eso por respuesta, ni tampoco, qué sé yo, un deseo de ser útil en algo, ¡para colmo pareció que quisiese subrayar la ausencia de no haber sido explicito en su petición!

Vale.

–No lo sé, a fuer de ser sincero. Me vendría fantástico el primer tren que pasa y que tenga por destino el lugar más alejado que alcance. Sólo de ida. Gracias.

Descendió de nuevo un silencio irreal.

El vendedor de billetes lo miró de nuevo y pareció todavía más absorto. Luego se movió hacia un cajón y extrajo de él un talonario. Extrajo de él un tique de cartón azul oscuro, lo puso en una maquina de prensar y tiró de una palanca. En manera ruidosa el tique fue impreso y lo giró despacio mientras lo miraba. Sopló encima y se lo dio a través de una rendija en la parte baja del biombo maltrecho, bajo el cual el potencial pasajero, mientras tanto, había deslizado un billete.

El hombre con la gorra lo cogió metiéndolo rápidamente en la caja y unió las manos. Dijo solamente

–Parte dentro de unos minutos

Luego se quedó mirándolo fijamente, mudo.

Asdrubale supuso que el precio debía ser exacto y que no sobraba nada.

Después de coger el resguardo se lo metió en el bolsillo del abrigo y se despidió:

–Buenas noches.

–Buenas noches tenga usted –respondió el hombre de la taquilla sin añadir nada más.

Mientras estaba todavía de espaldas hacia la salida para llegar al andén, oyó algo pronunciado en voz alta:

–Y buen viaje.

Bueno, finalmente, un poco de amabilidad en aquel lugar olvidado.

Esta vez no respondió. Salió al exterior.

¡Qué raro! sólo entonces se dio cuenta que había un único andén. Por lo que él sabía, incluso en las pequeñas estaciones, debería haber por lo menos dos, o más. Mira tú qué descubrimiento más interesante cuando iba a ser su última vuelta. Quizás aquel lugar era sólo un pequeño punto de tránsito, de intercambio, o quién sabe qué otra cosa. Sin embargo, era realmente algo muy raro, pensó: sólo dos raíles y bosque alrededor.

Quién sabe.

Pudo de esta manera volver a pensar en el agua y en sus fantasmagóricos relatos.

Como el de aquella mañana que le habló sobre las migraciones, por ejemplo: la gota volvía a la tierra y, más pronto o más tarde, abandonaba el elemento del que había formado parte evaporándose.

Cautivada, dijo, miraba la tierra hacerse pequeña mientras subía hacia el cielo. Entre las nubes encontraba otras gotas y en ocasiones las conocía porque se había cruzado con ellas en el pasado. Se intercambiaban saludos y relatos de todo tipo. Y juntas se convertían en nubes espectaculares, llegado a un cierto punto, poco a poco, comenzaban a viajar. ¡Qué panoramas, qué largas travesías! En cirros, en nubarrones, en cúmulos. Formando dibujos, haciendo evoluciones. Sobrevolando océanos, montañas, campos y ríos y praderas inmensas. Hasta que, a una orden del viento, llegaba el momento de volver a bajar.

¡Qué emoción, el salto hacia la tierra, en caída libre, volando!

–Es siempre como si fuese la primera vez, ese momento.

Exactamente, de este modo, se lo había confesado.

Luego, sobre la Tierra, terminaba su carrera: a veces en una planta, a veces en una charca, a veces en un ser vivo. Y el ciclo de la vida comenzaba otra vez. Como había ocurrido desde el comienzo de los tiempos.

Estaba absorto y de repente lo distrajo una luz al fondo del andén y un resoplido cíclico y constante que cada vez parecía más cercano: estaba llegando el tren.

¡Qué situación tan curiosa!, pensó: no sabía dónde iría y no le importaba. Y justo por esto se sentía feliz: cogía por última vez el tren y no sabía ni siquiera a dónde le llevaría, dónde terminaría, dónde iría. Sólo sabía que no volvería atrás jamás.

De repente notó que a su lado estaba el vendedor de billetes.

Ahora tenía con él un banderín y un silbato. Por lo que parecía en esa estación él hacía todo. Debe ser un modo para ahorrar en gastos, evidentemente. He aquí la razón por la que no había estado demasiado amable. Quizás no era ese su trabajo original, ahora se explicaba todo.

Al conocer un poco más las cosas se entiende mejor las razones de lo que sucede alrededor.

Ahora, aquel empleado distraído había tomado un aire austero, compuesto, erguido, subrayando, con esta manera de actuar, su papel. Del mismo modo que un soldado experimentado, se llevó el silbato a la boca con un gesto medido y silbó fuerte: tres veces, con la misma intensidad y duración. La maestría del gesto parecía el fruto de años de experiencia.

El tren comenzó a frenar y alcanzó con lentitud la acera parando a la altura de la entrada el centro justo de la cadena de vagones. Eran sólo tres: la locomotora, un vagón para pasajeros y en la cola un último vagón sin ventanas, destinado seguramente a las mercancías. No se sorprendió: con un solo andén, por otra parte, no se podía esperar un bólido plateado último modelo.

Las puertas se pararon justo enfrente de él y se abrieron deslizándose mientras resoplaban.

Puso el primer pie sobre el estribo y entró.

Se quedó estupefacto de nuevo porque las sorpresas no habían acabado. Todo lo demás, de alguna manera, lo había justificado, comprendido, pero esto realmente era inusual: los asientos eran de madera. Y de nuevo fue embestido por aquel olor típico y antiguo que sólo había sentido de niño.

¡Esta sí que era buena! Nunca hubiera creído que todavía existiesen vagones de este tipo circulando.

No había mamparas. Los asientos eran incómodos, espartanos, bajos y gastados por el tiempo. Pero casi todos estaban ocupados por enseres de distintos tipos: paquetes, cajas grandes, sacos. Sólo en una parte, aparentemente, había quedado disponible un puesto para sentarse: en la zona al fondo hacia la locomotora, donde dos filas de asientos una frente la otra, atravesadas por el pasillo, estaban ocupadas por personas. Llegó hasta ellas con aire circunspecto y un poco asombrado, y vio que sólo había un asiento vacío.

Una señora robusta y regordeta lo miró:

–Buenas noches, señor. ¿Quiere que aparte algún paquete y así se podrá sentar solo? Le pido perdón si nos hemos aprovechado del espacio, pero en este tren habitualmente no hay nadie.

Y dicho esto intentó levantarse como queriendo demostrar que hablaba en serio.

–No, no, señora –respondió educado inmediatamente –no se moleste, se lo ruego. Me colocaré allí abajo en ese puesto libre, con su permiso.

A la amabilidad, había aprendido, se responde siempre de manera amable, faltaría más.

Ella, ingenua y entusiasta, sonrió volviéndose a sentar.

Todos lo miraban: eran siete. O mejor dicho seis, para ser exactos, porque, para su sorpresa, se dio cuenta de que el séptimo, también bien sentado y educado, había un gran perro con el pelo de color dorado. También él lo estaba mirando como los otros: aparte de la postura había en él algo de humano.

Sintiendo los ojos centrados en él esbozó una sonrisa e inclinó un poco la cabeza, a modo de saludo.

Todos respondieron de la misma manera, incluso el perro: ¡Caramba, menudo efecto! Realmente, la velada más extraña de su vida, pensó: sin duda.

Después de doblar el abrigo se movió para colocarlo sobre la rejilla de arriba y se sentó al lado de la ventanilla. De reojo observó a todos los pasajeros, comenzando por la señora regordeta, justo enfrente. Mientras los miraba no notó nada de particular: uno era un anciano absorto en un viejo periódico. Luego un jovenzuelo con un aire de engreído pero educado, al mismo tiempo, bien vestido. Un chavalito, más o menos un adolescente, delgado. Una mujer joven, de unos treinta, con aire cansado y triste, y, finalmente, una viejecita que parecía ausente, como en otro lugar, o quizás era sólo una impresión.

Ninguno hizo caso a su discreta observación, pensó, hasta que cruzó los ojos con el perro. Lo estaba mirando fijamente y era cierto que había notado su manera de escrutarles: su mirada parecía casi de disgusto.

¡Por todos los demonios! Se estaba dejando impresionar. Toda aquella emoción, incluso aquel cansancio, la caminata, el tren inesperado, y todo lo demás. Seguramente era así, ¡caramba! Y eso era sólo un perro. Con una mirada un poco humana, sí, pero siempre un cuadrúpedo privo de palabra.

Miró hacia fuera y vio la luz alejarse poco a poco: ahora se estaban moviendo. No había trazas del vendedor de billetes jefe de estación sobre el arcén: se había oído, un poco antes, el austero y preciso triple silbido. Perfecto: habrá vuelto otra vez a su puesto.

Se quedó tranquilo mirando a su alrededor.

Continuaba, no obstante, sintiendo encima la mirada del perro. No tuvo el valor de comprobarlo y continuó repitiéndose que quizás sólo era una impresión.