banner banner banner
La Danza De Las Sombras
La Danza De Las Sombras
Оценить:
Рейтинг: 0

Полная версия:

La Danza De Las Sombras

скачать книгу бесплатно


Y aquí estaba ahora. Dirigiéndose encantado a ninguna parte, la última noche de la última vez que hacía algo: ¡Qué emoción! La única posible, ahora ya, pero más que suficiente. Siempre mejor que al revés o incluso que el vacío que aturdía su mente. En aquellas jornadas ahora ya pasadas, aquellas veladas apagadas, aquellas noches vacuas y silenciosas, aquellas mañanas apresuradas, desequilibradas de tristeza a la luz de la mañana que chirriaba con su sordo no sentir nada. Nada.

Nada en que soñar, nada que desear, nada que esperar y nada que imaginar.

Nada era una palabra difícil de entender. ¿Cómo se hace para describir aquello que no sólo no existe sino que no está?

Una palabra capaz de desbloquear los pensamientos en un círculo vicioso, si lo pensamos bien.

Y sin embargo lo sentía dentro de él, la nada.

¿Cómo puedo sentir algo que no está?, se preguntaba.

Sin embargo existe y absorbe todo alrededor de él: luz, color, música y vida.

Una vorágine infinita e informe que lo devora todo, que aniquila, que destruye.

Pero ahora no había ningún problema, afortunadamente.

Soltó un suspiro de alivio, desde que había comenzado a pensar que sería la última vez que hacía algo todo había desaparecido durante un rato. Todo esto había comenzado casi como un juego.

Pero luego, casi al instante, se había convertido en una manera de escapar: había acabado por guiar sus pasos y, en fin, hasta llegar en esta noche extraña a este extraño tren.

Estaba tan absorto mirando afuera la oscuridad discurrir desde la ventana que, cuando oyó una voz, le sobresaltó un poco.

–Billetes, por favor.

¡Hay que fastidiarse!, pensó levantando la mirada. El vendedor de billetes jefe de estación, con su uniforme un poco andrajoso y con la gorra, también ahora hacía de revisor.

¿Pero qué compañía es esta que hace hacer de todo a la misma persona? Tuvo un momento de solidaridad e incluso de indignación. Admiró a aquel hombre que, a fin de cuentas, sin inmutarse, desenvolvía de la mejor manera cada uno de sus trabajos. ¡Qué tiempos, qué degradación!, pensó: hago bien en querer sólo ya a las cosas, sólo ellas merecen consideración.

Todos, diligentes, extrajeron en cuanto le oyeron el billete y se lo tendieron al hombre de uniforme que se aseguraba, de manera diligente, en practicar un agujero encima con el habitual punzón.

Se quedó de piedra cuando notó que ¡incluso el perro tenía un billete en la boca!

Le faltó poco, a decir verdad, para quedar sin respiración al ver aquello. Movió la cabeza e intentó no pensar: ¿cómo podía ser posible? Quizás era un perro adiestrado, sí, había oído hablar de ellos. Pero a pesar de esto ciertas cosas no conseguía explicarlas. Decidió que era mejor no hacer caso y observó la mano del hombre agujerear su billete, de forma decidida pero cortés.

Al mismo tiempo advirtió un olor penetrante. Pan recién hecho. Inconfundible. Y salami cortado recientemente.

El señor anciano a su izquierda, con el periódico puesto sobre las piernas a modo de pequeño mantel, había desenvuelto dos paquetes de papel crepé marrón, sacando dos hogazas de pan. En un cartucho de papel encerado, bien extendidas, aparecían numerosas lonchas del sabrosísimo embutido.

Se dio cuenta, y quedó por ello agradablemente sorprendido, de que se le hacía la boca agua. Hacía mucho tiempo que no la sentía tan intensamente. Ahora ya se alimentaba de manera perezosa sin demasiadas pretensiones. Casi olvidándose, a veces.

Sin embargo el apetito es algo importante, se descubrió pensando. Todas las cosas agradables de la vida son aquellas que después de haberlas hecho te producen un gran apetito: caminar en el bosque, el aire de ciertos lugares, el olor del mar. O también el amor.

Sí, el amor. Él lo había conocido. O al menos eso pensaba. Ella era muy hermosa pero no por lo que parecía. Era hermosa por él. Dulce, amable. La había querido. Y ella había respondido a sus coqueteos, a sus miradas, a sus crecientes gestos de amabilidad, hasta el día del beso. Mágico, aunque sin pretensiones. Y había sido hermoso perderse en aquel mar de labios y de emociones. Como venir al mundo en ese momento.

¡Oh, sí, había sido hermoso!

Pero después, después. Después todo había acabado mal, como todas las cosas de las personas.

Despreciado, ofendido, insultado, vilipendiado: ¿qué había quedado de aquel sentimiento puro? De aquel volar, de aquella magia capaz de poder transportarte al otro extremo del mundo en un momento, poco a poco, no había quedado nada. O quizás nunca había existido realmente, estaba convencido. Quizás sólo él lo había soñado, la había creado con la mente. Y había acabado, también eso, en nada. De nuevo en la nada, que ya se había apoderado de todo.

Y nada más. Con el amor había acabado. Para siempre. Siguió mirando lo que el anciano tenía sobre las piernas, y este dijo:

–Buen hombre, ¿le apetecería un poco? No sienta vergüenza, se lo ruego.

Se quedó cortado por el hecho de que los demás se hubiesen dado cuenta.

No pasaron ni unos segundos que cada uno de los pasajeros, libremente, extrajeron zurrones, sacos y paquetes de tela con cosas maravillosas: focacce

, quesos, hasta verduras fritas, salsas aromáticas y todo tipo de exquisiteces. No faltaron dos fiascos

de vino y los vasos.

Todos le ofrecieron algo (esta vez quedó excluido el perro que, en cambio, masticaba con parsimonia un hueso aparecido de no sé sabe dónde) y estaban contentos al hacerlo, y eran generosos. Realmente querían que aceptase, como si supiesen exactamente lo que sentía su estómago conectado ahora a su mente.

Dudó un solo segundo y luego asintió. Y tuvo lleno su regazo en un decir Jesús.

Todos comenzaron a comer, con calma y lentitud.

Él sonrió agradecido, como pudo, con la boca llena, aunque sin ser maleducado.

¡Qué extraño! Pero ¡qué extraño! Ahora se sentía muy extraño. No sabía cómo decirlo, pero por un momento le pasó por la mente una palabra. Un término que lo dejaba incrédulo: feliz.

¿Pero por qué?, se preguntó.

Quizás, se respondió, porque esta vez las personas me han sorprendido. ¡Y ni siquiera saben quién soy!

Son gente sencilla, ya se ve. Sincera, limpia, magnánima y amable.

Y comió con gusto, por una vez. Por última vez.

A continuación, el adolescente, entre una alcachofa frita y un trozo de queso curado, comenzó a decir:

–Bueno, esta noche, ¿quién comienza?

Se quedaron todos en silencio. Incluso el vendedor de billetes jefe de estación revisor, que habiéndose quitado la chaqueta se había sentado en un apoyabrazos, tomando parte en el banquete. Ahora ya había de todo de comer, dulces y rosoli incluido, y se compartía.

Tenían todos los pasajeros, entre ellos, un aire familiar. Como si se conociesen desde siempre. Como si fuese un rito habitual.

Guardándolo de reojo el joven engreído le dio un codazo al jovencito y guiñó el ojo indicando a Asdrubale. Como respuesta, con naturalidad y sin dudarlo, el muchachito comenzó a decir:

–Ah, sí. Vale. Verá, señor, nosotros a menudo cogemos este tren. Y para pasar el tiempo, sabe, contamos algunas historias agradables. ¿Le gustaría?

El hombre se quedó al principio desconcertado pero luego hizo una señal de asentimiento, faltaría más. y realmente sentía bastante curiosidad. Sólo le faltaba esto a la velada.

–Bien. Entonces, ¿quién tiene algo que contar? ¿Quiere comenzar usted, señora Agnese?

La señora con el rostro regordete sonrió. Parecía un poco avergonzada pero con una alegría mal disimulada.

–Bueno, no sabría…. Sí, es verdad, ahora que lo pienso, tengo una pero es bastante confidencial para contarla. Porque, para ser exactos, se trata de un secreto. Pero un secreto único. Un secreto especial.

Dieciséis ojos, incluidos los del revisor, se abrieron como platos ante aquellas palabras.

– ¡Hable, Agnese! Se lo ruego, cuéntelo –dijo el anciano del pan y del salami.

–Vale, de acuerdo. Si insistís. Tened en cuenta que lo que estáis a punto de escuchar es una historia auténtica. Es un secreto que ha pasado de generación en generación desde hace milenios y ahora lo conoceréis. Pero no puede ser revelado a nadie. Ni siquiera queriendo. Podréis contarla a alguno pero este alguien, sabedlo, no podrá revelarla jamás. Y es por esto que todavía es un secreto. Y es por esto que será para siempre un secreto.

Sonrió enigmática al llegar a este punto.

Mientras tanto, se había hecho el silencio, e incluso los cuerpos se movieron hacia delante sintiendo auténtica curiosidad.

Agnese suspiró y se aclaró la voz. Con las manos gordezuelas volvió a coger el hatillo y posó el vaso. A continuación habló de esta manera:

–Esta, señores y señoras, es la historia de Pembaca. Pero para poderla contar bien pido que esta vez pueda quedarme de pie.

Todos asintieron y ella se levantó. Y de esta manera comenzó a hablar, con énfasis, esmero, la voz impostada y maneras teatrales.

La piedra pulida era resbaladiza y lisa. Y antigua. Se sentía por el olor. Olor de pasos, de historias. De mar, pan y amor. De tiempos pasado. De muerte y de pasión, sucedidas en el interior de las personas que, sobre aquellas piedras, habían estado.

Estaba oscuro y no había ninguna luz iluminando aquella noche sombría y sin estrellas. En el callejón, antiguo y ruinoso, una imprevista ráfaga de viento y un pequeño escalofrío.

Pembaca encogió los hombros y levantó las solapas de la chaqueta en aquella intensa y profunda noche de junio.

Miró a su alrededor circunspecto: nadie.

No sabía exactamente dónde se encontraba y había atravesado hacía poco un arco de piedra, siguiendo el instinto, y el ruido de la resaca, levemente, a lo lejos.

Volvió a caminar, después de escuchar tres retoques de campana que señalaban, desde hacía siglos, la hora.

Tres retoques.

Y luego otra vez la oscuridad y el silencio de pasos. Los suyos. Y nada más. ¿Qué clase de puesto encantado es este? ¿Qué historias han ocurrido aquí?

Con los ojos cerrados imaginó la multitud de historias que se sucedieron en el tiempo: familias, amores, maquinaciones, intrigas, fortunas, decadencias, miserias rescatadas, y pescadores que habían cruzado aquellas piedras.

Vividas por quien había pasado antes que él. Antes de aquella noche oscura.

En todas aquellas noche de luna, de estrellas, de calma o de tempestad. Y en todos aquellos días, soleados y calurosos de primera tarde o helados en invierno por el viento cortante.

Está hecha así la historia. La historia de cada parte del mundo y de cada uno de nosotros.

Cuando levantó la mirada Pembaca descubrió con esfuerzo, a duras penas, un gran reloj sobre la fachada blanca enfrente de él. Había llegado a una amplia plaza blanca.

Más allá de la plaza se veía un callejón estrecho.

El ruido ligero de la resaca sobre los escollos, a lo lejos, lo guió.

Estaba tranquilo y prosiguió con lentitud, después de un suspiro, sintiendo otra vez en la nariz y en los pulmones el olor de la historia, intenso y apabullante para sus sentidos.


Вы ознакомились с фрагментом книги.
Для бесплатного чтения открыта только часть текста.
Приобретайте полный текст книги у нашего партнера:
Полная версия книги
(всего 370 форматов)