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Un Bolívar en tiempos de crisis
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Un Bolívar en tiempos de crisis

Jose Bermudez

Un Bolívar en tiempos de crisis



Crónica existencial y social de un venezolano común



© 2025 José Bermúdez

Registro Safe Creative Nº: 2508182818607

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, mecánico, fotocopia, grabación o cualquier otro, sin el permiso previo y por escrito del autor.

Primera edición: 2025

Primera edición digital – Versión 3.7

Caracas – Venezuela; Taganrog – Federación de Rusia.

Diseño de portada: José Bermúdez, María Bermúdez.

Corrección y edición: José Bermúdez, en colaboración: María Bermúdez y Geomar D’Leon.

Este libro contiene relatos basados en hechos ocurridos, narrados desde la vivencia personal del autor. Algunas figuras públicas y otros actores de la vida política y social venezolana son mencionadas en el contexto de análisis histórico y social. El resto de los personajes y situaciones han sido modificados o recreados con fines literarios, de modo que cualquier coincidencia con personas reales es casual. Las opiniones y reflexiones expresadas pertenecen exclusivamente al autor.


Dedicatoria

Comienzo honrando a mis padres: a él, cuya imagen y legado siguen guiando mis pasos; y a ella, luchadora incansable, ejemplo de coraje y raíz de mi vida. A ambos debo los valores que me sostienen y la fuerza que me acompaña.

Con el mismo amor, dedico este libro a mis hijos, quienes merecen una patria justa, libre y digna, y que con su esfuerzo habrán de conquistarla. En ellos descubrí un príncipe heroico, confidente y compañero, y una princesa luminosa cuya ternura encarna el amor más sagrado que he podido sentir. Ellos son mi legado, mi esperanza y mi orgullo.

La dedicatoria más especial, a mi esposa: con toda ternura, amor y pasión; compañera de cada jornada, cómplice silenciosa de mis sueños, mis fracasos y mis logros; refugio en mis cansancios y llama en mis anhelos. Nuestro amor, probado por el tiempo y las dificultades, permanece inquebrantable como los amores eternos. A ella, mi Dulcinea, que sabe dar sentido a cada página de mi vida.

Extiendo también estas dedicatorias a mi muy querida y benemérita Guardia Nacional, donde transcurrieron cuatro décadas de sacrificios y satisfacciones que dejaron en mí una huella imborrable, guardada con honor y gratitud.

A la amistad, ese tesoro invaluable que me ha acompañado en alegrías y pruebas, y que en mi corazón tiene un templo sagrado donde permanecerá por siempre. A todos mis amigos, ¡gracias! Ustedes están siempre en mis oraciones.

Y, finalmente, a la patria grande de Bolívar y a mi patria Venezuela, porque todo lo escrito en estas páginas no es más que un intento de honrarlas.


Prólogo

En tiempos de crisis y desasosiego, cuando las certezas parecen derrumbarse y las palabras pierden fuerza frente a la crudeza de los hechos, surge la necesidad de volver la mirada hacia la historia. No como un simple ejercicio de memoria, sino como una búsqueda de sentido en medio del caos.

Este libro nace de un lamento del autor al reflexionar años atrás sobre la devaluación de la moneda que lleva el nombre de Simón Bolívar, al tiempo que se detuvo a pensar sobre la pérdida de valores que este héroe americano quiso dejar en su legado; y sobre la necesidad de compartir esas reflexiones con muchos otros.

No es una novela ni un ensayo en el sentido académico del término. Es una crónica reflexiva; un recorrido que enlaza la experiencia personal con los ecos de un pasado que se resiste a morir.

En estas páginas, el lector hallará no sólo la evocación de un personaje que marcó un continente —Simón Bolívar—, sino también un reflejo que devuelve las preguntas más urgentes de nuestro tiempo: ¿Qué significa la libertad cuando todo parece perdido? ¿Qué lugar ocupa la esperanza cuando la realidad insiste en imponerse con violencia? ¿Qué puede hacer un hombre común ante las adversidades de nuestros tiempos? ¿Qué hubiera hecho Bolívar?

El libro nació como se gestan muchas crónicas: de la necesidad de no callar. Escribirlo fue, para el autor, una forma de resistir y, al mismo tiempo, de entender. Porque ser venezolano en tiempos de crisis no es sólo cargar con las penurias cotidianas, sino también con las preguntas profundas sobre lo que somos, lo que fuimos y lo que podríamos llegar a ser.

El presente volumen no pretende dar respuestas definitivas. Más bien, invita a pensar, sentir y dialogar. No necesitamos un Bolívar resucitado. Necesitamos ser todos y cada uno un Bolívar en tiempos de crisis. Cada capítulo es una ventana abierta hacia un territorio donde la historia se cruza con la intimidad, y donde lo colectivo y lo individual se funden en una misma voz.

Aquí no encontrará el lector grandes teorías políticas ni fórmulas mágicas para salir del atolladero. Lo que encontrará son vivencias, reflexiones y escenas de la vida diaria, narradas desde la mirada de un hombre común que, como tantos otros, se ha visto obligado a reinventarse entre la esperanza y el desencanto.

Como quien escribe sabe que la memoria también se teje de pausas, cada capítulo habrá de dejar al final un destello: una reflexión breve, casi un eco, que invita a detenerse y pensar antes de pasar la página.

El autor ha querido que este relato funcione como un espejo: a veces claro, otras veces distorsionado, pero siempre honesto. Hablan de la patria, de la educación, de la dignidad, de la fe en que un país puede reconstruirse si se reconoce primero en sus errores. Y aunque es la voz de un venezolano, estas líneas también resonarán en otros rincones de América Latina, y quizás del mundo; donde la historia ha golpeado con ritmos distintos pero con heridas semejantes.

Al lector le corresponde ahora entrar en estas páginas con el ánimo dispuesto, no para encontrar certezas, sino para dejarse interpelar. Porque tal vez, en este diálogo entre la memoria y la crisis, podamos descubrir que Bolívar sigue hablándonos, no como estatua de mármol, sino como presencia viva en nuestras preguntas y en nuestras luchas.

Este es, en el fondo, un testimonio existencial y social: la crónica de alguien que camina entre la memoria y la ilusión, y escribe para no olvidar que, aun en medio de la crisis, siempre queda en pie la posibilidad de soñar.


I

El espejo terrenal

“La unidad de nuestros pueblos no es simple quimera de los hombres, sino inexorable decreto del destino.”

—Simón Bolívar

Allá, en el lugar de la paz y la felicidad perpetuas, donde lo glorioso es lo común y el tiempo es eterno pero inexistente; donde la luz no es de sol, mas la claridad perfecta es infinita y sirve tanto para ver como para saber. En el receptáculo del amor, en el sitio que no tiene coordenadas posibles en todo el universo y existe en él lo más maravilloso, cuya descripción no puede realizarse alcanzando la medida necesaria, sin embargo no puede exagerarse como no lo hiciere el escrito apocalíptico. Allá donde los materiales que no conocemos son como oro, jaspe, cristal, zafiro, ágata, esmeralda, rubíes, perlas y todo tipo de piedras preciosas.

En ese lugar indescriptible y real, saliendo de las moradas eternas, quien no sabe su nombre y figura, pero sí sabe quién es: Simón Bolívar (Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar Palacios Ponte y Blanco), el Libertador, fundador de la Gran Colombia y padre de seis naciones, se paseaba entre corredores de luz de oro y jardines paradisíacos.

Existiendo donde la vida es eterna y no puede hacerse rutina alguna, Bolívar, tan terco como siempre, parece haber encontrado una: detenerse frente a un “espejo terrenal” a contemplar los destinos de su patria, de sus naciones, de su gente.

Las paradas de Bolívar se repetían; no había períodos. ¿Cómo? Si no hay tiempo. Menos aún saber la duración de esas paradas frente a aquel espejo inmenso. ¿Cómo saber? Si el tiempo allá es eterno. No lloraba ni se entristecía. ¿Cómo podría? Si en aquel lugar la paz y la alegría son perpetuas. Miraba con detenimiento, sin expresar sentimiento aparente, como en profunda reflexión.

Las paradas de Bolívar no podían pasar desapercibidas, tanto por la repetición como por su duración —nadie sabe cuánto duraron ni cuántas fueron—. ¿Cuánto habría podido ver? Hasta que alguna vez, un querubín raudo y veloz se acercó a Bolívar y le habló:

–¡Don Simón! ¿Cómo está usted?

–¡Qué os puedo decir, querido amigo! Aquí todos estamos bien, ¡qué más se puede pedir! —contestó Bolívar, sin desdén, pero como poco interesado en conversar mucho.

–¡Anímese y hablemos! Usted sabe por lo que pregunto —se apresuró el querubín, bordeando a Bolívar para hablarle cerca al oído.

–¿De qué me habláis, amigo? —contestó Bolívar, algo esquivo.

–De este espejo y de sus largas paradas aquí; parece que usted no tuviera otros sitios para reflexionar —inquirió el querubín y prosiguió. —Aquí hay mucho que hacer para distraerse, las posibilidades son infinitas: jugar, reír, disfrutar, en fin, cualquier cosa; pero usted se empeña en ponerse frente a este espejo para reflexionar.

–¡Yo no me veo en el espejo! Más bien veo lo que sucede allá abajo; y eso, creo, es lo que me hace reflexionar —dijo el Libertador.

El elemento celestial se intrigó mucho, pero, disimulando, volvió a preguntar:

–¿Y qué es lo que ve, don Simón? Si acaso quiere conversar de ello.

Bolívar expandió sus manos, como quien quiere explicar bien:

–Yo soñé una Colombia unida, única y grande, con una sociedad heredera de todos los bienes comunes y viviendo en perfecta armonía con el Estado; y este último, como el director de la gestión que logre la mayor suma de felicidad posible para los pueblos. Esto, mi pequeño amigo, lo soñé hace tiempo, y me duele en el alma no haberme hecho entender.

–¡Lamentos aquí, mi don! —interrumpió brevemente el querubín. Y luego continuó Bolívar:

–¡Perdonadme! Lo llegué a lamentar; inclusive escribí una carta, por allá en el año 1815, por petición de mi amigo Henry Cullen. En ella expresé a mis contemporáneos la idea de integración de la Gran Colombia, como yo la entendía:

“…una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión, debería, por consiguiente, tener un solo gobierno que confederase los diferentes estados que hayan de formarse…” —Carta de Jamaica, 1815.

–Pero mi propia generación no me entendió. Yo procuré establecer el orden y la unión; logré, aunque por poco tiempo, la consolidación; y creí ingenuamente que ese ejemplo se repetiría en el tiempo y con mucha más amplitud, para que al final se alcanzaran mis sueños.

–¡Aunque no se podrá quejar usted de lo que pudo lograr, don Simón! —intervino el querubín y prosiguió—. Hasta donde se sabe, usted, don Simón, le dio la libertad a seis naciones de Hispanoamérica e inspiró la liberación de otras tantas. Además, de nada vale aquí quejarse. Por algo está usted aquí en los cielos. Mas dígame, ¿qué es lo que ha visto?

–Lo que he visto me confunde —comenzó a explicar Bolívar, llevándose la mano a la barbilla—. Me confunde porque no tengo una noción clara de cuánto tiempo ha pasado, pero aún no han cesado los partidos y siguen las divisiones, que las iniciativas de unión son timoratas y los imperios continúan dominando a la América hispana.

–¿Tanto así? —susurró el querubín, inclinándose hacia él.

–He visto que aún no ha sido posible la unión de nuestros pueblos, porque “…climas remotos, situaciones diversas, intereses mezquinos y opuestos, caracteres desemejantes, dividen a nuestra América” —carta a Patricio Campbell, 1829.

El Libertador hizo una breve pausa, respiró hondo y prosiguió con un dejo de amargura:

–Pude ver, pequeño amigo, que sobrevinieron imperios más ominosos que el español, del cual liberé a la América; y que nuestras naciones, o al menos sus gobiernos, impotentes, deslumbrados e ignorantes, precisamente por la falta de unión, no sólo permiten, sino que incluso algunos apoyan y elogian que ese imperio, desde su parcialidad, domine y subyugue comercial y financieramente a uno de sus países hermanos.

El pequeño ente celestial interrumpió a Bolívar con un suspiro de frustración.

–¡Alcancé a mirar con pesar, mi querido querubín, que los ciudadanos y autoridades de nuestra América hispana siguen siendo impotentes y nulos! Les advertía que, si no entraban en cuenta de ello, continuarían dominados. Siguen abstraídos, ausentes del universo en cuanto a la ciencia de gobernarse y de desatarse de las cadenas que ahora los atan. Se los dije en Angostura: “Uncido el pueblo americano al triple yugo de la ignorancia, de la tiranía y del vicio, no hemos podido adquirir ni saber, ni poder, ni virtud” —Discurso de Angostura, 1819.

–¡Qué duro debe ser para usted ver eso! —musitó el querubín, apenas interrumpiendo.

–También les advertí sobre los Estados Unidos de Norteamérica; y no han hecho nada para contrarrestarlo. Y veo que ese imperio nefasto, tiene plagada a la América hispana de miserias y pobreza; y todo alcanzado como lo dije, más por el engaño que por la fuerza que ostenta dicha potencia; sin percatarse pues, tanto los pueblos como sus gobernantes que a quien interesa más su propia desunión, es precisamente a ese imperio que les domina; y que sin unión nunca podrán salir de esas cadenas.

–¡Sin embargo no todo debe ser tan malo! Habrá aspectos que han cambiado desde el final de su obra —advirtió el querubín.

El Libertador inhaló un suspiro, como quien carga una pena, antes de asentir con pesar:

–¡Sí! También he visto que en las naciones de la América hispana, divididas incomprensiblemente, creyéndose cada una libre, aunque a mi juicio solamente consienten una suerte de coloniaje diferente, cuentan con gobiernos propios en el entendido de que sus gobernantes son connacionales. Tienen constituciones que afirman democracias, y sus habitantes ejercen el voto para elegir a sus autoridades.

–Eso explica sus tantos retornos aquí…—murmuró el querubín, sorprendido por la crudeza de aquellas palabras, lo miró con cierta inquietud. El Libertador apenas levantó la vista hacia él y, tras un suspiro, continuó:

–¡Sí! Hay cosas que han cambiado. No obstante sus sistemas de gobierno siguen siendo viciosos, defectuosos y sus ciudadanos, infelices e ignorantes. La intención de voto tiene dos vertientes, una más lamentable que la otra: los unos, la mayoría del pueblo, tan ignorantes que votan sin conciencia y sin saber; los otros, la minoría pudiente y la clase que domina la política, tan ambiciosos que únicamente buscan sus propios beneficios y engordar sus bolsillos, manipulando todo cuanto les conviene.

Vuelve a suspirar Bolívar frente a la cara impávida del querubín; y prosigue:

–Puedo resumir, mi querido amigo, que entre los asuntos que más me perturban está la educación. Aunque llega a casi toda la población, no es popular en la mayoría de las naciones. Es clasista, discriminatoria y sigue el mismo patrón por siempre. Los esquemas y estructuras no han cambiado con el tiempo, cuando debieron evolucionar con la propia sociedad. Esa estructura parece haber sido concebida, paradójicamente, para que el hombre subyugue al hombre y no para liberarlo.

–¡Ay! Don Simón, —asintió el querubín y volvió al silencio, como si temiera volver a interrumpirle, y Bolívar continuó con vehemencia:

–Hay pocos analfabetas; la mayoría sabe leer, aunque de manera trastocada, pero sigue habiendo ignorantes. Hay inventos, mas son utilizados para alienar y no para educar y hacerse verdaderamente libres. No existe la esclavitud en un sentido estricto, aunque sí en un sentido lato: la alienación del trabajador y de la clase obrera, la esclavitud del rico para con el pobre. Las riquezas, que debían quedar repartidas en equidad conforme al esfuerzo de cada quien, están en manos de quienes viven de obtener ventajas a través del engaño y de una falsa moral que debilita a la sociedad.

El Libertador bajó la voz, como si dictara sentencia:

–¡En fin! Mi obra quedó inconclusa, mis sueños no se realizaron, mi empresa no alcanzó los logros que me había planteado.

–Sé que a usted todo esto lo debe tener cuando menos confundido, don Simón —acotó el elemento celestial.

Bolívar lo miró con un gesto breve, aunque sin responder. Quiso expresar el sentimiento de agobio que sobrepasaba los límites de la confusión, la decepción y la pena.

–Ya no le dé tantas vueltas al asunto, mi señor. Deje de pasearse frente al espejo, disfrute aquí en el cielo; y deje que allá suceda lo que ha de suceder. ¡En fin! ¿Qué pudiera hacer usted si volviera allá y para qué?

–¿Es que acaso me fuere posible volver, mi querido querubín? —preguntó Bolívar intrigado por la posibilidad.

–¡Bueno! ¡este! ¡eh! ¿volver? Mire, don Simón, hablamos luego… yo le busco —tartamudeó el querubín al escabullirse.

Estando en el espacio de la luz admirable, donde en gozo absoluto sólo pueden estar los santos, ángeles y demás elementos celestiales; aquel querubín que habló con Bolívar, a quien Dios nombró Serafín, se dirigió al creador:

–¡Mi señor, tengo algo que decirle!

–¡Dime, mi pequeño Serafín! —contestó la voz de la luz perpetua.

–Estuve conversando un rato con Simón Bolívar. Él puede ver en el espejo el presente y el transcurso del tiempo —con timidez contaba Serafín.

–¡Tranquilo! muchos otros pueden ver por algún tiempo por el espejo, seguro se le pasará como a todos —dijo Dios.

–¡Pero! Bolívar además puede relacionar pasado y presente, infiriendo y reflexionando sobre ello, muy conscientemente —aclaró el querubín.

–¡Bueno! bien sabes que algunos pueden desarrollar esa facultad. Seguramente se le pasará también —habló Dios.

–¡Mi Dios! Además Bolívar sabe que existe la posibilidad de volver —exclamó Serafín, casi apenado.

En paciencia y sabia respuesta, Dios le dijo:

–¡Te dije que debes tranquilizarte! Yo sé que inocentemente le hiciste saber a Bolívar del asunto. Me encargaré y todo resuelto será.

A pesar de su grandeza, Bolívar cargaba el pesar de su obra inconclusa. Esa herida, más que política, era humana: la de todo hombre que, en la soledad del tiempo, se pregunta qué habría pasado si…


II

Un escenario divino

“Quien pierde la fe lo ha perdido todo.”


Andrés Eloy Blanco

Desde aquella ocasión en la que habló con Serafín, Bolívar no podía dejar de pensar en la posibilidad de volver. La idea de corregir los entuertos de su obra lo asaltaba constantemente. Aunque se reconfortaba en las palabras del querubín sobre sus logros, pensaba que todo podía hacerse mejor.

Las visitas de Bolívar al gran espejo se hicieron más frecuentes, como quien busca en los detalles del tiempo las causas y los efectos. Parecía estudiar con cautela a los actores de aquel escenario terrenal, como quien elabora un mapa mental de todo lo que observa.

De la posibilidad de volver le surgió a Bolívar un cúmulo de inquietudes e interrogantes; la curiosidad le nublaba la mente y el juicio. No podía siquiera imaginar cómo sería todo.

Observando el espejo, Bolívar se preguntaba meditabundo:

«¿Qué debo hacer para volver? ¿Me concederá mi Dios tal petición? ¿Quién ha de interceder por mí para lograrlo?».

Siguió reflexionando:

«Si tan sólo supiera cómo son los manejos en este reino…».

Apenas levantó la cara, vio el visaje de aquel querubín que pasaba, y lo detuvo para pedirle:

–¡Mi querido amigo, por favor, ayudadme!

Serafín se detuvo, sólo para volver a titubear:

–¡Mi querido don Simón! ¡Este… eh! ¿Yo en qué puedo ayudarle? ¡No me meta en más problemas, se lo ruego!

–Sólo quiero saber cómo hago para que mi Dios me conceda volver —explicó Bolívar, tratando de calmar al ente celestial y conseguir una respuesta antes de que volviera a desaparecer.

–¡Mire, don Simón! Sólo le diré lo que usted sabe; y le haré una pregunta: ¿quién tiene las llaves del cielo?

Bolívar no titubeó en responder:

–¿San Pedro?

–¡Yo no le he dicho nada! —arguyó el querubín en tono cómplice, y se escabulló.

Bolívar, quedándose solo, sin darse siquiera cuenta de ello, infirió en voz alta:

–¡Claro! San Pedro intercederá por mí y me ayudará.

Se acercó con bastante timidez hasta los aposentos del pescador de Galilea. Aquel gabinete era imponente, pero a la vez sencillo. En aquel espacio estaba, ceñudo pero tierno a la vez, quien fungía como una de las tres columnas de la Iglesia de Jerusalén; a quien el propio Señor Jesucristo confió el ministerio como “príncipe de los apóstoles” y le entregó las llaves del Reino de los Cielos para edificar en él su Iglesia.

–¡San Pedro, San Pedro! —expresó Bolívar casi en voz queda.

El rostro ceñudo y barbudo, pero cándido y puro, se volvió hacia él y le dijo:

–¡Querido mío! acércate, ¿qué te trae por aquí?

–¡Mi señor! he sabido que es posible retornar y quisiera saber si podéis ayudarme en este asunto —respondió Bolívar.

–¿Retornar?, querrás decir resucitar; pero ¿cómo podría yo ayudarte en ello? —repuso San Pedro.

–¡Pues, mi señor Pedro, sois vos quien tiene las llaves del Cielo, ¿verdad?! —dijo Bolívar.

–¡Ah, sí!. Yo tengo las llaves del Cielo, pero sólo para abrir las puertas a la entrada; ese es el don que he recibido. Mas la resurrección es por voluntad de Dios y no mía —explicaba el zelote del Cielo.

–¡Señor mío! ¿podríais interceder por mí ante Dios? —replicó Bolívar en tono angustiado.

–¡Bolívar! deja que sea la voluntad de nuestro Padre celestial y no la mía ni la vuestra. Ve y habla con nuestro Dios y Él te escuchará.

–¡Mas, mi señor! ¿Cómo haré para hablar con nuestro Padre? ¿Podríais llevarme, al menos, ante mi Dios? —insistió Bolívar.

–¡Bolívar! La palabra del Señor permanece para siempre; y nuestro Jesucristo nos ha enseñado cómo llegar a Dios nuestro Padre. Ve y reza a nuestro Señor y estarás en su presencia; no necesitas que yo te lleve a ningún lado. Aquí, recuerda, no existe el tiempo ni el espacio. ¡Si es la voluntad de Dios, ya está resuelto

Bolívar, menos confundido que antes, se sentó nuevamente frente al gran espejo, cerró sus ojos y se concentró en oración. Quizás recordando aquel evento, en vida, frente al Papa Pío VII en Roma, lentamente se arrodilló y expresó en lo más íntimo:

«¡Mi Señor todopoderoso! he aquí vuestro siervo Simón. Os pido humildemente que me permitáis volver para culminar mi obra. ¡Mi adorado y compasivo Dios! Concededme nuevamente la suerte de quebrantar las cadenas que confinan a mi querida América. Dadme, mi Señor, la dicha de ser el instrumento del cual os valgáis para intentar acabar con las aflicciones de mi pueblo…».

De pronto fue interrumpido por una voz: la voz del que es. Una voz como terremoto y fuego, pero también como el susurro de una brisa apacible; poderosa y majestuosa, que rompe los cedros; como el sonido de muchas aguas y de trompetas resplandecientes de gloria.

–¡Bolívar! He escuchado vuestras plegarias.

Bolívar abrió los ojos y no estaba frente al espejo: sino en la presencia de aquel cuya voz nadie ha oído jamás, ni cuya apariencia ha visto. Una nube luminosa lo cubría, y todo estaba lleno del Espíritu Santo, en un espacio indescriptible: no material, pero real; manifestado por signos sensibles, espiritual y envuelto en un amor que vivifica.

Aquel espacio no tenía bordes; brillaba como la luz de velas blancas. Una esencia incorpórea y divina lo cubría todo, como en oro fino y lustroso. Y allí, sobre el arca del testimonio, entre dos querubines, estaba el que es: sin tiempo y sin espacio, con pies semejantes al bronce bruñido refulgente en el horno.

Aún atónito, Bolívar fue interrumpido nuevamente por aquella voz:

–¡Bolívar! Subid acá y os mostraré las cosas que deben suceder después de estas.

–¡Mi Señor todopoderoso, he aquí vuestro siervo Simón! ¿Me será permitido volver? —preguntó Bolívar con timidez.

–¡Bolívar! os he dicho que he de mostrar las cosas que deben suceder. Resuelto está que has de ser resucitado —contestó la voz del que es.

–¡Mi Señor todopoderoso! vuestro siervo Simón agradece la oportunidad y jura que no volverá a cometer los mismos yerros —comentó Bolívar, con algo de entusiasmo y presunción.

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