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Capítulo XIV 1925
Giulia se había levantado antes del amanecer y se movía por la cocina intentando hacer el menor ruido posible. Aún dormían todos. Era domingo y los chicos no debían ir a la escuela. Podían estar tranquilos en la cama todavía un par de horas.
La escuela.
Sonrió pensando como Antonino la soportaba. Dentro de pocos meses tendría el examen de selectividad y terminaría su tortura. Los años de la escuela superior habían sido para él un verdadero suplicio, los soportada en nombre de un deber impuesto al que no osaba rebelarse pero del que huía a la mínima ocasión. Lo veía bajar de su habitación ceñudo cada vez que se paraba sobre los libros el tiempo razonable para hacer los deberes y volver, en cambio, alegre y vigoroso de un día en el campo, donde había desenvuelto la pesada tarea de un hombre. Habría podido aliviarlo de aquella fatiga impuesto por la familia. Cada vez que, malhumorado, subía las escaleras con los libros y cuadernos para encerrarse en la habitación a estudiar, ella encontraba mil excusas para entrar y hablarle o llevarle un trozo de dulce.
Clara, en cambio, parecía fastidiada por sus raras incursiones. La escuela había sido siempre un pasatiempo para ella. Le bastaba poco para aprender y conseguía hacer rápidamente y de la mejor manera todos los deberes. Giulia subía con algún pretexto sólo para comprobar cómo ocupaba su tiempo.
Cada vez que entraba en su habitación la encontraba dedicada a leer los libros que tomaba prestados de la biblioteca escolar y a la pregunta de rigor:
–Clara, ¿quieres que te traiga algo?
Seguía siempre la misma respuesta:
–No, gracias, dentro de un rato bajo.
Sus relaciones no habían mejorado. Giulia la había visto crecer con el orgullo de la madre por una hija que se convertía cada día en más hermosa y con la aprensión de quien intuye el invisible obstáculo que no permitía que a ella, como a ningún otro, cruzar el umbral para llegar hasta el fondo de sus pensamientos. La relación con el padre era aquella privilegiada de la infancia pero también la mirada de Giovanni había cambiado. Con sus dieciséis años Clara había salido para siempre del mundo cómplice que los había unido desde niña, y también él, que la habría querido proteger, al mirarla se había visto asaltado por mil miedos y celos. Era Antonino, ahora, el que con su espontaneidad la hacía reír a menudo. Había mantenido con ella, como con todos, una relación alegre sin complicaciones. Fuerte por ser mayor que ella y de complexión más robusta, en cuanto estaba a su lado la hacía reír con pequeños puñetazos y ligeros empujones que la hacían vacilar para luego susurrar al oído:
–¿Me haces los deberes para mañana?
–No, hazlo solo.
Él, superándola en altura, desde detrás la estrechaba con fuerza por la cintura y medía su fuerza levantándola en el aire e implorándole:
–¡Te lo suplico, te lo suplico, te lo suplico…! ―hasta que, haciéndola reír, la obligaba a ceder.
Con los gemelos Clara era muy paciente. Agnese y Luciano mientras creían habían mantenido su vínculo exclusivo que les había convertido, desde que eran pequeños, en una entidad aparte, pero ahora, Agnese, ya adolescente, buscaba siempre la compañía de la hermana. Era feliz cuando ella podía dedicarle un poco de su tiempo.
–Buenos días, Giulia.
La voz de María, aunque suave, la sobresaltó.
–Buenos días. ¿Ya levantada? Podías reposar todavía un poco
–No tenía sueño… ¿Todavía duermen todos?
–Sí, hoy es domingo, no hay escuela.
–Ah, ya… hoy es domingo… entonces, hay que hacer la pasta…
–Sí, dentro de un rato la preparamos. No te preocupes, todavía hay tiempo.
María, después de la muerte de Ada, ya no era la misma. El físico delgado se había curvado ligeramente como si el peso de aquel dolor fuese demasiado grande para sus hombros. Había cambiado, sobre todo, la expresión de su rostro. Parecía que había perdido también las pequeñas certidumbres que la habían sostenido siempre y que ahora, para cada cosa, dependía totalmente de Giulia. Esperaba confiada las indicaciones de la cuñada, mirándola como un niño observa a su maestra antes de iniciar una tarea, para comenzar diligentemente a desarrollar el cometido que le han impartido, en silencio. Respondía a las preguntas que le hacían, sin jamás dar su parecer o intervenir de manera espontánea en la conversación. Sólo Antonino, con sus pequeñas bromas, y Agnese, que de vez en cuando la besaba en una mejilla llamándola tiíta, conseguían hacerla sonreír. Giulia, a pesar de que no fuese mucho más joven que ella, la consideraba ya como una hija necesitada de directrices continuas.
Ya casi había amanecido cuando al fondo del camino apareció una figura envuelta en un mantón oscuro. Caminaba con rapidez, casi corría, mientras mantenía con los brazos cruzados el pañolón alrededor de la cintura. Giulia se paró a mirarla con la aprensión de quien, no esperando a nadie sobre todo a aquella hora, teme una mala noticia. La figura se acercó y reconoció a Lucia.
Desde la muerte de Ada Lucia trabajaba con ellos todas las mañanas. Giulia y María necesitaban ayuda y Lucia había crecido, prácticamente, en su casa, trabajando ya en el campo ya ayudando con pequeñas tareas. Su figura menuda no conocía un momento de respiro, amable y servicial, eternamente agradecida a quien, de esta manera, la había aliviado de la continua angustia de la supervivencia cotidiana. Vivía con su hijo Andrea, orgullosa de haberlo podido sacar de la miseria y de las privaciones en las que ella había vivido. A costa de grandes sacrificios lo había llevado a la escuela hasta los catorce años cuando sus coetáneos, a menudo analfabetos, ya desde muy pequeños eran obligados a acompañar a los adultos a los campos, hiciese calor o frío. Crecía bien su muchacho, serio y voluntarioso, que en verano, durante las vacaciones, era el primero en ir al campo y, si la veía más fatigada de lo normal, se apresuraba a desarrollar su tarea para ir a ayudarla, sin hacer caso del implacable sol de agosto.
–Está llegando Lucia… tan pronto… ¿cómo es posible?
Giulia pensaba en voz alta mientras miraba afuera desde la ventana. También María miró afuera y, movida por aquella incontrolable agitación que la asaltaba ante cualquier acontecimiento inesperado, siguió a la cuñada que se había ido a abrir la puerta antes de que llegase Lucia.
–Buenos días, señora.
Muchas veces Giulia le había dicho que no la llamase con aquel apelativo hasta que había comprendido que era la misma Lucia la que se sentía a gusto manteniendo una relación de afectuosa distancia.
–¿Cómo tan temprano? ¿Ha sucedido algo?
El rostro delgado y severo de Lucia estaba tenso y atemorizado. La cogió por un brazo y la guió silenciosamente hacia la cocina. Después de que se hubiese sentado, bajo la mirada preocupada e inquisitiva de las dos mujeres dijo:
–Esta noche ha sucedido algo…
–¿El qué?
–Una cosa muy mala.
–Sí, pero qué cosa… ―la mente de Giulia en un momento había recorrido cada posible itinerario y se había parado ante un terrible pensamiento.
–No, no, señor, Andrea no… ―rezó casi paralizada.
–Han entrado en casa del doctor…
–¿Qué doctor… Marinucci?
–Sí, el doctor Marinucci.
–¿Quién ha entrado, Lucia? … habla.
–Ellos… los fascistas… han desfondado la puerta… han golpeado al doctor y antes de irse han incendiado su estudio.
Giovanni, alarmado por los insólitos ruidos, había bajado y desde las escaleras había escuchado todo.
–¿Cómo? ―dijo volviéndose hacia Lucia aunque hubiese entendido perfectamente.
Fue Giulia la que respondió.
–Han entrado en casa del doctor Marinucci…
–¿Cómo está el doctor? ―la interrumpió.
–Yo no lo he visto. Han subido a su casa Andrea con Cencio della Menna y Carlone, para ayudarlo. Han dicho que tenía un labio partido y se lamentaba.
–Voy con ellos ―dijo Giovanni y en un momento estuvo fuera de casa.
–Ten cuidado, por favor.
Las palabras, tantas veces repetidas, esta vez ni las escuchó.
Cuando volvió era casi la hora de comer.
Giulia oyó llegar la carreta antes incluso de verla. Había estado toda la mañana esperando aquel sonido, moviéndose mecánicamente en el interior de la casa, con los ojos continuamente vueltos hacia la ventana. Los muchachos habían intuido su nerviosismo pero sólo Antonino se había atrevido a pedir una explicación:
–¿Algo va mal, mamá?
Ella le contó lo que sabía.
–Voy al pueblo ―había sido la reacción del chaval.
–Tú no te mueves de aquí.
La respuesta tenía el tono perentorio de quien no acepta réplicas y Antonino comprendió que cualquier otra insistencia habría complicado la situación.
El trote veloz del caballo los hizo salir corriendo. Con Giovanni venía también Andrea y el aire atemorizado del muchacho iba parejo con aquel preocupado del hombre.
–¿Y bien… cómo está el doctor… qué ha ocurrido…?
–Marinucci está en la cama. Se ha asustado mucho y está dolorido. Lo han agredido hacia las dos de la madrugada. Ha dicho que había oído llamar a la puerta, se levantó pensando que alguien lo necesitase y se ha encontrado de frente con cuatro hombres que no conocía. Lo han empujado dentro de la casa y han comenzado a golpearle con patadas y a puñetazos gritando: Maldito subversivo, ahora aprenderás. ―Se quedó en el suelo aturdido y los ha escuchado ir hacia la habitación de abajo donde tiene su estudio. Han roto todo, luego le han pegado fuego y se han escapado. Ha tenido suerte de que los ruidos han despertado a Carlone que habita cerca. Ha corrido enseguida y ha conseguido apagar el fuego, luego ha llamado a Andrea y a Cencio para que le ayudasen a llevar a la cama al doctor.
–¿Pero por qué lo han hecho? Marinucci es un anciano que vive solo y que siempre ha hecho el bien a todos. No hay nadie en el pueblo que lo quiera mal.
Las palabras ahogadas por el ansia salían a duras penas y Giulia hablaba estrujando nerviosa el delantal entre las manos.
–Giulia, Giulia ―dijo Giovanni con un tono de desesperación en la voz ―ya no vale ser buenos o malos… ya no sé lo que es importante… ¿entiendes?… ¿Qué es importante?
Una pregunta a la que nadie supo responder.
En los días sucesivos las condiciones del doctor parecieron mejorar. Consiguió levantarse y estar sentado por lo menos un poco en la butaca cerca de la cama. Cada vez más encerrado en un penoso aislamiento, no hablaba, ni una palabra ni un acusación por los asaltantes ni de agradecimiento por quien estaba a su lado, los ojos fijos en el suelo como queriendo olvidar el mundo que le rodeaba.
Se fue así, en un silencio amargo que ni siquiera todos los recuerdos de su vida consiguieron vencer.
Lo que había sucedido es que Marinucci veía en Roma a un viejo compañero de estudios con el que había mantenido una relación de fraternal amistad. Era un estimado profesor universitario que había rechazado tener el carné del partido y no escondía su abierta crítica con respecto a las nuevas leyes excepcionales aprobadas por el régimen. Ahora ya, en los umbrales de la jubilación, debido a esto había quedado relegado de su puesto y se había ido de la universidad sin renunciar a la oposición contra el sistema. Muchas veces amenazado, desahogaba toda su rabia y su desilusión hablando con el viejo compañero, personalmente o por teléfono, sin imaginar que estuviese bajo control. Esta había sido la culpa de Marinucci: compartir las ideas y los actos de quien se atrevía a objetar.
De esta manera Giovanni había sabido que todas las redes telefónicas, todos los puestos públicos, estaban controlados y que de los raros abonados privados se debía saber quién era, cómo actuaban y a qué partido pertenecían.
El dolor por la muerte de Marinucci, que tanta felicidad e inquietudes había compartido con su familia, se hizo más grande por la preocupación. Desde hacía poco tiempo también en su casa había un teléfono. Había sido Giulia la que había insistido.
–… así Rudi puede llamar cuando quiera desde Milano.
Ahora eso que parecía un milagro de la técnica se estaba transformando en un peligro, también porque Rudi no escondía su firme oposición al régimen.
Capítulo XV En Milano
―De ahora en adelante es necesario tener más cuidado.
–¿Más cuidado, por qué, Rudi, a lo que se escribe? ¿Con lo que se escucha? ¿A cómo se habla? ¿En lo que se piensa? ―Fosco hablaba con rabia.
–No… no… no quería decir esto… decía… mirar a nuestro alrededor con más cautela…
–¿No crees, por el contrario que, lo que ha sucedido, pueda marcar un giro, que se deba incitar a actuar de otra manera, a participar más directamente en los acontecimientos y no sólo a describirlos?
–Fosco ¿por qué crees que no es suficiente? ¿No es ya ésta una forma de combatir? ¿No es éste un modo de actuar?
Los dos amigos, sentados en la trattoria de siempre, en un rincón, hablaban en voz baja. Habían escogido una mesa alejada de oídos indiscretos, una pequeña mesa para dos pegada a la pared, lo más distante posible de los pocos clientes. Esperaban a que Totò trajese las viandas. El rostro de Fosco estaba ceñudo, los ojos bajos mirando fijamente a un punto indefinido del mantel. Con los codos apoyados mantenía las manos juntas delante de la boca y las palabras salían con dificultad, fruto de un pensamiento largamente meditado.
–No lo sé, Fosco, no lo sé… ―continuó Rudi ―creo que tú tienes razón… quizás no basta ya definirse en contra… quizás es necesario actuar contra…
–Rudi, escucha…―de repente el rostro de Fosco se había animado y, curvando el pecho hacia delante, se había acercado más al amigo. ―Escucha ―repitió ―En estos últimos años hemos visto cambiar a la sociedad… a mejor… a peor… para unos sí, para otros no… no lo sé, depende… pero de lo que estoy convencido es de que, si hay alguien que quiere matar mi pensamiento, es porque tiene miedo de este pensamiento y si tiene miedo es porque en su mundo no hay lugar para todos, sino sólo para algunos. Lo que ha sucedido esta mañana en el periódico me da miedo por mí, por ti, pero aquello por lo que todos somos amenazados mi aterroriza todavía más, porque no me ofrece seguridad con respecto al futuro.
Rudi escuchaba en silencio, los brazos cruzados sobre la mesa con las manos cerradas en un puño. Vio subir de la cocina a Totò y por un momento le sonrió.
–¡Aquí está, buen provecho!
El rostro del tabernero, abierto y cordial, disipó por un instante incluso los pensamientos de Fosco que se enderezó en la silla y acogió el plato humeante con un Gracias, Totò.
Durante unos minutos los dos amigos comieron en silencio, luego, después de haberse servido un abundante vaso de vino. Fosco volvió a hablar:
–¿Has comprendido lo que quiero decir?
–He comprendido y no sé si hacerte caso… veo todos los días que le situación empeora… ahora ya quien se opone tiene miedo de acabar como Matteotti y muchos se marchan…
–¡Es eso lo que quieren! ¡Expulsarnos, reducirnos al silencio! Esa calavera que hemos encontrado esta mañana dibujada en la puerta del periódico dice esto: ¡cuidado, estáis siendo controlados y vuestra vida no vale nada para nosotros! Lo que quieren es nuestro silencio, ¡el silencio o el consenso servil de la prensa!
–¿Qué más se puede hacer sino continuar defendiéndonos?
–No dejarán que lo hagamos, ya lo verás. Es demasiado fácil para ellos. ¿Cuánto piensas que podamos todavía resistir? Dentro de poco nos reducirán al silencio como ya han hecho con los otros y entonces la batalla estará perdida.
Rudi miró con aprensión al amigo y después de unos momentos de duda, dijo:
–¿Qué te propones hacer?
Fosco guardó silencio. Había comido muy poco. Alejó el plato hasta el centro de la mesa, bebió un sorbo de vino manteniendo la mirada baja murmuró:
–No lo sé, realmente no lo sé. Debo pensar sobre esto… debo pensarlo.
Capítulo XVI En casa
―Giovanni, ¿qué ocurre?
La pregunta le había cogido por sorpresa y a Giulia no se le escapó un ligero sobresalto. La casa estaba silenciosa con los chicos en la escuela y María encerrada en las habitaciones de arriba.
Giovanni estaba quieto y miraba afuera desde la gran ventana de la cocina. El campo en diciembre estaba vacío, endurecido por el viento tramontano. Con las faenas casi paradas había poco que hacer. Por la mañana podía demorarse en casa y salir sin prisa. Giulia, antes de hablar, se había parado un instante para observar la figura cargada por los años, los cabellos con alguna cana y las espaldas un poco curvadas. Una gran ternura la había invadido, parecida a aquella que sentía cuando observaba a sus hijos dormir cuando por la noche entraba en sus habitaciones y los acariciaba con los ojos para no despertarlos.
–¿Qué ocurre? ―le repitió.
Había angustia en su voz. Entre ellos nunca había sido ella la que había hecho preguntas. Giovanni sabía hablarle facilidad de cualquier cosa y a ella le bastaba con escucharle para comprender todo. Ahora advertía detrás de su silencio una inquietud que no conseguía entender, especialmente amenazadora porque era indescifrable.
Después de unos minutos Giovanni respondió.