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La terra de todos / Соблазнительница. Книга для чтения на испанском языке
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La terra de todos / Соблазнительница. Книга для чтения на испанском языке

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Como parec?a conocer las visitas molestas que durante el d?a hab?an desfilado por el recibimiento, Robledo no pidiо una aclaraciоn а esta pregunta, limitаndose а contestarla con un movimiento negativo. Entonces еl hablо de aquella invasiоn de acreedores que llegaba de todos los extremos de Par?s.

– Huelen la muerte – dijo-, y vienen sobre esta casa como bandas de cuervos… Cuando entrо Elena а media tarde, el recibimiento estaba repleto… Pero ella posee una magia а la que no escapan hombres ni mujeres, y le bastо hablar para convencerlos а todos. Creo que hasta le habr?an hecho nuevos prеstamos de ped?rselos ella…

Ensalzaba con orgullo el poder seductor de su esposa; pero la realidad se sobrepuso muy pronto а esta admiraciоn.

– Volverаn – dijo con tristeza. – Se han ido, pero volverаn ma?ana… Tambiеn Elena ha visto а ciertos amigos poderosos que inspiran а los periоdicos о tienen influencia sobre los jueces. Todos le han prometido servirla; pero ?ay! cuando ella estа lejos, cuando no la ven, su poder ya no es el mismo… Le han dicho que arreglarаn las cosas, y no dudo que as? serа por el momento; pero ?quе puede una mujer contra tantos enemigos?… Ademаs, no debo consentir que mi esposa vaya de un lado а otro defendiеndome, mientras yo permanezco aqu? encerrado. Sе а lo que se expone una mujer cuando va а solicitar el apoyo de los hombres. No… Eso ser?a peor que la cаrcel.

Y por las pupilas de Torrebianca, que mostraba а veces un temor pueril y а continuaciоn una gran energ?a, pasо cierto resplandor agresivo al pensar en los peligros а que pod?a verse expuesta la fidelidad de Elena durante las gestiones hechas para salvarle.

– La he prohibido que contin?e las visitas, aunque sean а viejos amigos de su familia. Un hombre de honor no puede tolerar ciertas gestiones cuando se trata de su mujer… Confiе-monos а la suerte, y ocurra lo que Dios quiera. Sоlo el cobarde carece de soluciоn cuando llega el momento decisivo.

Robledo, que le hab?a escuchado sin dar muestras de impaciencia, dijo con voz grave:

– Yo tengo una soluciоn mejor que la tuya, pues te permitirа vivir… Vente conmigo.

Y lentamente, con una frialdad metоdica, como si estuviera exponiendo un negocio о un proyecto de ingenier?a, le explicо su plan.

Era absurdo esperar que se arreglasen favorablemente los asuntos embrollados por el suicidio de Fontenoy, y resultaba peligroso seguir viviendo en Par?s.

– Te advierto que adivino lo que piensas hacer ma?ana о tal vez esta misma noche, si consideras tu situaciоn sin remedio. Sacarаs tu revоlver de su escondrijo, tomarаs una pluma y escribirаs dos cartas, poniendo en el sobre de una de ellas: «Para mi esposa»; y en el sobre de la otra: «Para mi madre». ?Tu pobre madre que tanto te quiere, que se ha sacrificado siempre por ti, y а cuyos sacrificios corresponderаs yеndote del mundo antes de que ella se marche!…

El tono de acusaciоn con que fueron dichas estas palabras conmoviо а Torrebianca. Se humedecieron sus ojos y bajо la frente, como avergonzado de una acciоn innoble. Sus labios temblaron, y Robledo creyо adivinar que murmuraban levemente: «?Pobre mamа!… ?Mamа m?a!»

Sobreponiеndose а la emociоn, volviо а levantar Federico su cabeza.

– ?Crees t? – dijo – que mi madre se considerarа mаs feliz viеndome en la cаrcel?

El espa?ol se encogiо de hombros.

– No es preciso que vayas а la cаrcel para seguir viviendo. Lo que pido es que te dejes conducir por m? y me obedezcas, sin hacerme perder tiempo.

Despuеs de mirar los periоdicos que estaban sobre la mesa, a?adiо:

– Como creo dificil?sima tu salvaciоn, ma?ana mismo salimos para la Amеrica del Sur. T? eres ingeniero, y allа en la Patagonia podrаs trabajar а mi lado… ?Aceptas?

Torrebianca permaneciо impasible, como si no comprendiese esta proposiciоn о la considerase tan absurda que no merec?a respuesta. Robledo pareciо irritarse por su silencio.

– Piensa en los documentos que firmaste para servir а Fontenoy, declarando excelentes unos negocios que no hab?as estudiado.

– No pienso en otra cosa – contestо Federico – , y por eso considero necesaria mi muerte.

Ya no contuvo su indignaciоn el espa?ol al oir las ?ltimas palabras, y abandonando su asiento, empezо а hablar con voz fuerte.

– Pero yo no quiero que mueras, grand?simo majadero. Yo te ordeno que sigas viviendo, y debes obedecerme… Imag?nate que soy tu padre… Tu padre no, porque muriо siendo t? ni?o… Hazte cuenta que soy tu madre, tu vieja mamа, а la que tanto quieres, y que te dice: «Obedece а tu amigo, que es lo mismo que si me obedecieses а m?.»

La vehemencia con que dijo esto volviо а conmover а Torrebianca, hasta el punto de hacerle llevar las manos а los ojos. Robledo aprovechо su emociоn para decir lo que consideraba mаs importante y dif?cil.

– Yo te sacarе de aqu?. Te llevarе а Amеrica, donde puedes encontrar una nueva existencia. Trabajarаs rudamente, pero con mаs nobleza y mаs provecho que en el viejo mundo; sufrirаs muchas penalidades, y tal vez llegues а ser rico… Pero para todo eso necesitas venir conmigo… solo.

Se incorporо el marquеs, apartando las manos de su rostro. Luego mirо а su amigo con una extra?eza dolorosa. ?Solo?… ?Cоmo se atrev?a а proponerle que abandonase а Elena?… Prefer?a morir, pues de este modo se libraba del sufrimiento de pensar а todas horas en la suerte de ella.

Como Robledo estaba irritado, y en tal caso, siempre que alguien se opon?a а sus deseos, era de un carаcter impetuoso, exclamо irоnicamente:

– ?Tu Elena!… Tu Elena es…

Pero se arrepintiо al fijarse en el rostro de Federico, procurando justificar su tono agresivo.

– Tu Elena es… la culpable en gran parte de la situaciоn en que ahora te encuentras. Ella te hizo conocer а Fontenoy, ?No es as??… Por ella firmaste documentos que representan tu deshonra profesional.

Federico bajо la cabeza; pero el otro todav?a quiso insistir en su agresividad.

– ?Cоmo conociо tu mujer а Fontenoy?… Me has dicho que era amigo antiguo de su familia… y eso es todo lo que sabes.

A?n se contuvo un momento, pero su cоlera le empujо, pudiendo mаs que su prudencia, que le aconsejaba callar.

– Las mujeres conocen siempre nuestra historia, y nosotros sоlo sabemos de ellas lo que quieren contarnos.

El marquеs hizo un gesto como si se esforzase por comprender el sentido de tales palabras.

– Ignoro lo que quieres decir – dijo con voz sombr?a – ;

pero piensa que hablas de mi mujer. No olvides que lleva mi nombre. ?Y yo la amo tanto!…

Despuеs quedaron los dos en silencio. Seg?n transcurr?an los minutos parec?a agrandarse la separaciоn entre ambos. Robledo creyо conveniente hablar para el restablecimiento de su amistosa cordialidad.

– Allа, la vida es dura, y sоlo se conocen de muy lejos las comodidades de la civilizaciоn. Pero el desierto parece dar un ba?o de energ?a, que purifica y transforma а los hombres fugitivos del viejo mundo, preparаndolos para una nueva existencia. Encontrarаs en aquel pa?s nаufragos de todas las catаstrofes, que han llegado lo mismo que los que se salvan nadando, hasta poner el pie en una isla bienaventurada. Todas las diferencias de nacionalidad, de casta y de nacimiento desaparecen. Allа sоlo hay hombres. La tierra donde yo vivo es… la tierra de todos.

Como Torrebianca permanec?a impasible, creyо oportuno recordarle otra vez su situaciоn.

– Aqu? te aguardan la deshonra y la cаrcel, о lo que es peor, la est?pida soluciоn de matarte. Allа, conocerаs de nuevo la esperanza, que es lo mаs precioso de nuestra existencia… ?Vienes?

El marquеs saliо de su estupefacciоn, iniciando el esperado movimiento afirmativo; pero Robledo le contuvo con un ademаn para que esperase, y a?adiо enеrgicamente:

– Ya sabes mis condiciones. Allа hay que ir como а la guerra: con pocos bagajes; y una mujer es el mаs pesado de los estorbos en expediciones de este gеnero… Tu esposa no va а morir de pena porque t? la dejes en Europa. Os escribirеis como novios; una ausencia larga reanima el amor. Ademаs, puedes enviarla dinero para el sostenimiento de su vida. De todos modos, harаs por ella mucho mаs que si te matas о te dejas llevar а la cаrcel… ?Quieres venir?

Quedо pensativo Torrebianca largo rato. Despuеs se levantо е hizo una se?a а Robledo para que esperase, saliendo de la biblioteca.

No permaneciо mucho tiempo solo el espa?ol. Le pareciо oir muy lejos, como apagadas por las colgaduras y los tabiques, voces que casi eran gritos. Luego sonaron pasos mаs prоximos, se levantо violentamente un cortinaje y entrо Elena en la biblioteca seguida de su esposo.

Era una Elena transformada tambiеn por los acontecimientos. Robledo creyо que para ella las horas hab?an sido igualmente largas como a?os. Parec?a mаs vieja, pero no por eso dejaba de ser hermosa. Su belleza ajada era mаs sincera que la de los d?as risue?os. Ten?a el melancоlico atractivo de un ramo de flores que empiezan а marchitarse. Hab?an transcurrido veinticuatro horas sin que pudiera ella dedicarse а los cuidados de su cuerpo, y se hallaba ademаs bajo la influencia de incesantes emociones, unas dolorosas y otras irritantes para su amor propio. Mаs que en la suerte de su marido, pensaba en lo que estar?an diciendo а aquellas horas las numerosas amigas que ten?a en Par?s.

Arrojо violentamente а sus espaldas el cortinaje, y fuе avanzando por la biblioteca como una invasiоn arrolladora. Sus ojos parecieron desafiar а Robledo.

– ?Quе es lo que me cuenta Federico? – dijo con voz аspera. – ?Quiere usted llevаrselo y que deje abandonada а su mujer entre tantos enemigos?…

Torrebianca, que al marchar detrаs de ella sent?a de nuevo su poder de dominaciоn, creyо del caso protestar para convencerla de su fidelidad.

– Yo no te abandonarе nunca… Se lo he dicho а Manuel varias veces.

Pero Elena no lo escuchaba, y continuо avanzando hacia Robledo.

– ?Y yo que le ten?a а usted por un amigo seguro!… ?Mal sujeto! ?Querer arrebatar а una mujer el apoyo de su esposo, dejаndola sola!…

Al hablar miraba fijamente los ojos del espa?ol, como si pretendiese contemplarse en ellos. Pero debiо ver tales cosas en estas pupilas, que su voz se hizo mаs suave, y hasta acabо por fingir un moh?n infantil de disgusto, amenazando al hombre con un dedo. El colonizador permaneciо impasible, encontrando, sin duda, inoportunas estas gracias pueriles, y Elena tuvo que continuar hablando con gravedad.

– A ver expl?quese usted. D?game cuаles son sus planes para sacar а mi marido de aqu?, llevаndolo а esas tierras lejanas donde vive usted como un se?or feudal.

Insensible а la voz y а los ojos de ella, hablо Robledo fr?amente, lo mismo que si expusiese un trabajo de ingenier?a.

Hab?a discurrido, mientras conversaba con Federico, la manera de sacarlo de Par?s. Buscar?a al d?a siguiente un automоvil para еl, como si se le hubiese ocurrido de pronto emprender un viaje а Espa?a. Era oportuno tomar precauciones. Torrebianca a?n estaba libre, pero bien pod?a ser que lo vigilase preventivamente la polic?a mientras el juez estudiaba su culpabilidad. Aunque la frontera de Espa?a estaba lejos, la pasar?an antes de que la Justicia hubiese lanzado una orden de prisiоn. Ademаs, еl ten?a amigos en la misma frontera, que les ayudar?an en caso de peligro para que pudiesen llegar los dos а Barcelona, y una vez en este puerto era fаcil encontrar pasaje para la Amеrica del Sur.

Elena le escuchо frunciendo su entrecejo y moviendo la cabeza.

– Todo estа bien pensado – dijo – ; pero en ese plan, ?por quе ha de incluir usted solamente а mi esposo? ?Por quе no puedo marcharme yo tambiеn con ustedes?

Torrebianca quedо sorprendido por la proposiciоn. Horas antes, al volver Elena а casa, hab?a mostrado una gran confianza en el porvenir para animar а su marido y tal vez para enga?arse а s? misma. Ven?a de visitar а hombres que conoc?a de larga fecha y de recoger grandes promesas, dadas con la galanter?a melancоlica y protectora que inspiran los recuerdos lejanos de amor. Como no ve?a otro remedio а su situaciоn que estas palabras, hab?a necesitado creer en ellas, forjаndose ilusiones sobre su eficacia; pero ahora, al conocer el plan de Robledo, todo su optimismo acababa de derrumbarse.

Las promesas de sus amistades no eran mas que dulces mentiras; nadie har?a nada por ellos al verlos en la desgracia; la Justicia seguir?a su curso. Su marido ir?a а la cаrcel, y ella tendr?a que empezar otra vez… ?otra vez! en un mundo extremadamente viejo, donde le era dif?cil encontrar un rincоn que no hubiese conocido antes… Ademаs, ?tantas amigas deseosas de vengarse!…

Robledo viо pasar por sus ojos una expresiоn completamente nueva. Era de miedo: el miedo del animal acosado. Por primera vez percibiо en la voz de Elena un acento de verdad.

– Usted es el ?nico, Manuel, que ve claramente nuestra situaciоn; el ?nico que puede salvarnos… Pero llеveme а m? tambiеn. No tengo fuerzas para quedarme… Primero mendigar en un mundo nuevo.

Y hab?a tal tristeza y tal mansedumbre en esta s?plica, que el espa?ol la compadeciо, olvidando todo lo que pensaba contra ella momentos antes.

Torrebianca, como si adivinase la repentina flaqueza de su amigo, dijo enеrgicamente:

– O te sigo con ella, о me quedo а su lado, sin miedo а lo que ocurra.

A?n dudо Robledo unos momentos; pero al fin hizo con su cabeza un gesto de aceptaciоn. Inmediatamente se arrepintiо, como si acabase de aprobar algo que le parec?a absurdo.

Empezо а reir Elena, olvidando con una facilidad asombrosa las angustias del presente.

– Yo siempre he adorado los viajes – dijo con entusiasmo. – Montarе а caballo, cazarе fieras, arrostrarе grandes peligros. Voy а vivir una existencia mаs interesante que la de aqu?; una vida de hero?na de novela.

El espa?ol la mirо como espantado de su inconsciencia. Ya no se acordaba de Fontenoy. Parec?a haber olvidado igualmente que a?n estaba en Par?s, y de un momento а otro la polic?a pod?a entrar en la casa para llevarse а su marido.

Le alarmо tambiеn la enorme distancia entre la existencia real de los que colonizan las soledades de Amеrica y las ilusiones novelescas que se forjaba esta mujer.

Torrebianca les interrumpiо con palabras de desaliento, como si juzgase imposible la realizaciоn del plan de su amigo.

– Para marcharnos, necesitamos pagar antes lo que debemos. ?Dоnde encontrar dinero?…

Su esposa volviо а reir, haciendo al mismo tiempo gestos de estra?eza.

– ?Pagar!… ?Quiеn piensa en eso? Los acreedores esperarаn. Yo encuentro siempre una palabra oportuna para ellos… Ya les pagaremos desde Amеrica cuando t? seas rico.

Obsesionado por sus escr?pulos, el marquеs insistiо en ellos con una tenacidad caballeresca.

– No saldrе de aqu? sin que hayamos pagado а lo menos nuestra servidumbre. Ademаs, necesitamos dinero para el viaje.

Hubo un largo silencio; y el marido, que segu?a pensativo, dijo de pronto, como si hubiese encontrado una soluciоn:

– Por suerte, tenemos tus joyas. Podemos venderlas antes de embarcarnos.

Mirо Elena irоnicamente el collar y las sortijas que llevaba en aquel momento.

– No llegarаn а dar dos mil francos por еstas ni por las otras que guardo. Todas falsas, absolutamente falsas.

– Pero ?y las verdaderas? – preguntо, asombrado, Torrebianca. – ?Y las que compraste con el dinero que te enviaron muchas veces de tus propiedades en Rusia?

Robledo creyо oportuno intervenir para que no se prolongase este diаlogo peligroso.

– No quieras saber demasiado, y hablemos del presente… Yo pagarе а tus domеsticos; yo costearе el viaje de los dos.

Elena le tomо ambas manos, murmurando palabras de agradecimiento. Torrebianca, aunque conmovido por esta generosidad, insist?a en no aceptarla; pero el espa?ol cortо sus protestas.

– Vine а Par?s con dinero para seis meses, y me irе а las cuatro semanas; eso es todo.

Despuеs a?adiо con una desesperaciоn cоmica:

– Me privarе de conocer unos cuantos restoranes nuevos y de apreciar varias marcas de vinos famosos… Ya ves que el sacrificio nada tiene de extraordinario.

Federico le estrechо la diestra silenciosamente, al mismo tiempo que Elena le abrazaba y besaba con un impudor entusiаstico. Todas sus palabras eran ahora para un pa?s desconocido, en el que no pensaba horas antes y que admiraba ya como un para?so.

– ?Quе ganas tengo de verme en aquella tierra nueva, que, como dice usted, es la tierra de todos!…

Y mientras los esposos hablaban de sus preparativos para emprender al d?a siguiente un viaje que en realidad, era una fuga, Robledo, puestos sus ojos en ella, se dijo mentalmente:

«?Quе disparate acabo de hacer!… ?Quе terrible regalo voy а llevar а los que viven allа lejos, duramente… pero en paz!»

CAP?TULO V

Unos trabajadores aragoneses que hab?an emigrado а la Argentina, llevando una guitarra como lo mаs precioso de su bagaje para acompa?ar las coplas «sacadas de su cabeza», al verla pasar а caballo dedicaron una canciоn а «la Flor de R?o Negro».

Este apodo primaveral se difundiо inmediatamente por el pa?s, y todos llamaron as? а la hija del due?o de la estancia de Rojas; pero su verdadero nombre era Celinda.

Ten?a diez y siete a?os, y aunque su estatura parec?a inferior а la correspondiente а su edad, llamaba la atenciоn por sus аgiles miembros y la energ?a de sus ademanes.

Muchos hombres del pa?s, que admiraban lo mismo que los orientales la obesidad femenil, considerando una exuberancia de carnes como el acompa?amiento indispensable de toda hermosura, hac?an gestos de indiferencia al escuchar los elogios que dedicaban algunos а la ni?a de Rojas. Admit?an su rostro gracioso y picaresco, con la nariz algo respingada, la boca de un rojo sangriento, los dientes muy blancos y puntiagudos, y unos ojos enormes, aunque demasiado redondos. Pero aparte de su carita… ?nada de mujer! «Es igualmente lisa por delante y por el revеs – dec?an. – Parece un muchacho.»

Efectivamente, а cierta distancia la tomaban por un hombrecito, pues iba vestida siempre con traje masculino, y montaba caballos bravos а estilo varonil. A veces agitaba un lazo sobre su cabeza lo mismo que un peоn, persiguiendo alguna yegua о novillo de la hacienda de su padre, don Carlos Rojas.

Еste, seg?n contaban en el pa?s, pertenec?a а una familia antigua de Buenos Aires. De joven hab?a llevado una existencia alegre en las principales ciudades de Europa. Luego se casо; pero su vida domеstica en la capital de la Argentina resultaba tan costosa como sus viajes de soltero por el viejo mundo, perdiendo poco а poco la fortuna heredada de sus padres en gastos de ostentaciоn y en malos negocios. Su esposa hab?a muerto cuando еl empezaba а convencerse de su ruina. Era una se?ora enfermiza y melancоlica, que publicaba versos sentimentales, con un seudоnimo, en los periоdicos de modas, y dejо como recuerdo poеtico а su hija ?nica el nombre de Celinda.

El se?or Rojas tuvo que abandonar la estancia heredada de sus padres, cerca de Buenos Aires, cuyo valor ascend?a а varios millones. Pesaban sobre ella tres hipotecas, y cuando los acreedores se repartieron el producto de su venta no quedо а don Carlos otro recurso que alejarse de la parte mаs civilizada de la Argentina, instalаndose en R?o Negro, donde era poseedor de cuatro leguas de tierra compradas en sus tiempos de abundancia, por un capricho, sin saber ciertamente lo que adquir?a.

Muchos hombres arruinados ven de pronto en la agricultura un medio de rehacer sus negocios, а pesar de que ignoran lo mаs elemental para dedicarse al cultivo de la tierra. Este criollo, acostumbrado а una vida de continuos derroches en Par?s y en Buenos Aires, creyо poder realizar el mismo milagro. Еl, que nunca hab?a querido preocuparse de la administraciоn de una estancia cerca de la capital, con inagotables prados naturales en los que pastaban miles de novillos, tuvo que llevar la vida dura y sobria del jinete r?stico que se dedica al pastoreo en un pa?s inculto. Lo que sus abuelos hab?an hecho en los ricos campos inmediatos а Buenos Aires, donde el cielo derrama su lluvia oportunamente, tuvo que repetirlo Rojas bajo el cielo de bronce de la Patagonia, que apenas si deja caer algunas gotas en todo el a?o sobre las tierras polvorientas.