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La terra de todos / Соблазнительница. Книга для чтения на испанском языке
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La terra de todos / Соблазнительница. Книга для чтения на испанском языке

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Pero Torrebianca pareciо arrepentirse del tono quejumbroso con que hablaba. Un optimismo, que media hora antes hubiese considerado absurdo, le hizo sonreir confiadamente.

– En realidad no puedo quejarme, pues cuento con un apoyo poderoso. El banquero Fontenoy es amigo nuestro. Tal vez has o?do hablar de еl. Tiene negocios en las cinco partes del mundo.

Moviо su cabeza Robledo. No; nunca hab?a o?do tal nombre.

– Es un antiguo amigo de la familia de mi mujer. Gracias а Fontenoy, soy director de importantes explotaciones en pa?ses lejanos, lo que me proporciona un sueldo respetable, que en otros tiempos me hubiese parecido la riqueza.

Robledo mostrо una curiosidad profesional. «?Explotaciones en pa?ses lejanos!…» El ingeniero quer?a saber, y acosо а su amigo con preguntas precisas. Pero Torrebianca empezо а mostrar cierta inquietud en sus respuestas. Balbuceaba, al mismo tiempo que su rostro, siempre de una palidez verdosa, se enrojec?a ligeramente.

– Son negocios en Asia y en Аfrica: minas de oro… minas de otros metales… un ferrocarril en China… una Compa??a de navegaciоn para sacar los grandes productos de los arrozales del Tonk?n… En realidad yo no he estudiado esas explotaciones directamente; me faltо siempre el tiempo necesario para hacer el viaje. Ademаs, me es imposible vivir lejos de mi mujer. Pero Fontenoy, que es una gran cabeza, las ha visitado todas, y tengo en еl una confianza absoluta. Yo no hago en realidad mas que poner mi firma en los informes de las personas competentes que еl env?a allа, para tranquilidad de los accionistas.

El espa?ol no pudo evitar que sus ojos reflejasen cierto asombro al oir estas palabras.

Su amigo, dаndose cuenta de ello, quiso cambiar el curso de la conversaciоn. Hablо de su mujer con cierto orgullo, como si considerase el mayor triunfo de su existencia que ella hubiese accedido а ser su esposa.

Reconoc?a la gran influencia de seducciоn que Elena parec?a ejercer sobre todo lo que le rodeaba. Pero como jamаs hab?a sentido la menor duda acerca de su fidelidad conyugal, mostrаbase orgulloso de avanzar humildemente detrаs de ella, emergiendo apenas sobre la estela de su marcha arrolladura. En realidad, todo lo que era еl: sus empleos generosamente retribu?dos, las invitaciones de que se ve?a objeto, el agrado con que le recib?an en todas partes, lo deb?a а ser el esposo de «la bella Elena».

– La verаs dentro de poco… porque t? vas а quedarte а almorzar con nosotros. No digas que no. Tengo buenos vinos, y ya que has venido del otro lado de la tierra para comer queso de Brie, te lo darе hasta matarte de una indigestiоn.

Luego abandonо su tono de broma, para decir con voz emocionada:

– No sabes cuаnto me alegra que conozcas а mi mujer. Nada te digo de su hermosura; las gentes la llaman «la bella Elena»; pero su hermosura no es lo mejor. Aprecio mаs su carаcter casi infantil. Es caprichosa algunas veces, y necesita mucho dinero para su vida; pero ?quе mujer no es as??… Creo que Elena tambiеn se alegrarа de conocerte… ?Le he hablado tantas veces de mi amigo Robledo!…

CAP?TULO II

La marquesa de Torrebianca encontrо «altamente interesante» al amigo de su esposo.

Hab?a regresado а su casa muy contenta. Sus preocupaciones de horas antes por la falta de dinero parec?an olvidadas, como si hubiese encontrado el medio de amansar а su acreedor о de pagarle.

Durante el almuerzo, tuvo Robledo que hablar mucho para responder а las preguntas de ella, satisfaciendo la vehemente curiosidad que parec?an inspirarle todos los episodios de su vida.

Al enterarse de que el ingeniero no era rico, hizo un gesto de duda. Ten?a por inveros?mil que un habitante de Amеrica, lo mismo la del Norte que la del Sur, no poseyese millones. Pensaba por instinto, como la mayor parte de los europeos, siеndole necesaria una lenta reflexiоn para convencerse de que en el Nuevo Mundo pueden existir pobres como en todas partes.

– Yo soy todav?a pobre – continuо Robledo – ; pero procurarе terminar mis d?as como millonario, aunque solo sea para no desilusionar а las gentes convencidas que todo el que va а Amеrica debe ganar forzosamente una gran fortuna, dejаndola en herencia а sus sobrinos de Europa.

Esto le llevо а hablar de los trabajos que estaba realizando en la Patagonia.

Se hab?a cansado de trabajar para los demаs, y teniendo por socio а cierto joven norteamericano, se ocupaba en la colonizaciоn de unos cuantos miles de hectаreas junto al r?o Negro. En esta empresa hab?a arriesgado sus ahorros, los de su compa?ero, е importantes cantidades prestadas por los Bancos de Buenos Aires; pero consideraba el negocio seguro y extraordinariamente remunerador.

Su trabajo era transformar en campos de regad?o las tierras yermas е incultas adquiridas а bajo precio. El gobierno argentino estaba realizando grandes obras en el r?o Negro, para captar parte de sus aguas. Еl hab?a intervenido como ingeniero en este trabajo dif?cil, empezado a?os antes. Luego presentо su dimisiоn para hacerse colonizador, comprando tierras que iban а quedar en la zona de la irrigaciоn futura.

– Es asunto de algunos a?os, о tal vez de algunos meses – a?adiо. – Todo consiste en que el r?o se muestre amable, prestаndose а que le crucen el pecho con un dique, y no se permita una crecida extraordinaria, una convulsiоn de las que son frecuentes allа y destruyen en unas horas todo el trabajo de varios a?os, obligando а empezarlo otra vez. Mientras tanto, mi asociado y yo hacemos con gran econom?a los canales secundarios y las demаs arterias que han de fecundar nuestras tierras estеriles; y el d?a en que el dique estе terminado y las aguas lleguen а nuestras tierras…

Se detuvo Robledo, sonriendo con modestia.

– Entonces – continuо – serе un millonario а la americana ?Quiеn sabe hasta dоnde puede llegar mi fortuna?… Una legua de tierra regada vale millones… y yo tengo varias leguas.

La bella Elena le o?a con gran interеs; pero Robledo, sintiеndose inquieto por la expresiоn momentаneamente admirativa de sus ojos de pupilas verdes con reflejos de oro, se apresurо а a?adir:

– ?Esta fortuna puede retrasarse tambiеn tantos a?os!… Es posible que sоlo llegue а m? cuando me vea prоximo а la muerte, y sean los hijos de una hermana que tengo en Espa?a los que gocen el producto de lo mucho que he trabajado y rabiado allа.

Le hizo contar Elena cоmo era su vida en el desierto patagоnico, inmensa llanura barrida en invierno por hu-racanes fr?os que levantan columnas de polvo, y sin mаs habitantes naturales que las bandas de avestruces y el puma vagabundo, que, cuando siente hambre, osa atacar al hombre solitario.

Al principio la poblaciоn humana hab?a estado representada por las bandas de indios que vivaqueaban en las orillas de los r?os y por fugitivos de Chile о la Argentina, lanzados а travеs de las tierras salvajes para huir de los delitos que dejaban а sus espaldas. Ahora, los antiguos fortines, guarnecidos por los destacamentos que el gobierno hab?a hecho avanzar desde Buenos Aires para que tomasen posesiоn del desierto, se convert?an en pueblos, separados unos de otros por centenares de kilоmetros.

Entre dos poblaciones de estas, considerablemente alejadas, era donde viv?a Robledo, transformando su campamento de trabajadores en un pueblo que tal vez antes de medio siglo llegase а ser una ciudad de cierta importancia. En Amеrica no eran raros prodigios de esta clase.

Le escuchaba Elena con deleite, lo mismo que cuando, en el teatro о en el cinematоgrafo, sent?a despertada su curiosidad por una fаbula interesante.

– Eso es vivir – dec?a. – Eso es llevar una existencia digna de un hombre.

Y sus ojos dorados se apartaban de Robledo para mirar con cierta conmiseraciоn а su esposo, como si viese en еl una imagen de todas las flojedades de la vida muelle y extremadamente civilizada, que aborrec?a en aquellos momentos.

– Ademаs, as? es como se gana una gran fortuna. Yo sоlo creo que son hombres los que alcanzan victorias en las guerras о los capitanes del dinero que conquistan millones… Aunque mujer, me gustar?a vivir esa existencia enеrgica y abundante en peligros.

Robledo, para evitar а su amigo las recriminaciones de un entusiasmo expresado por ella con cierta agresividad, hablо de las miserias que se sufren lejos de las tierras civilizadas. Entonces la marquesa pareciо sentir menos admiraciоn por la vida de aventuras, confesando al fin que prefer?a su existencia en Par?s.

– Pero me hubiera gastado – a?adiо con voz melancоlica – que el hombre que fuese mi esposo viviera as?, conquistando una riqueza enorme. Vendr?a а verme todos los a?os, yo pensar?a en еl а todas horas, е ir?a tambiеn alguna vez а compartir durante unos meses su vida salvaje. En fin, ser?a una existencia mаs interesante que la que llevamos en Par?s;

y al final de ella, la riqueza, una verdadera riqueza, inmensa, novelesca, como rara vez se ve en el viejo mundo.

Se detuvo un instante, para a?adir con gravedad, mirando а Robledo:

– Usted parece que da poca importancia а la riqueza, y si la busca es por satisfacer su deseo de acciоn, por dar empleo а sus energ?as. Pero no sabe lo que es ni lo que representa. Un hombre de su temple tiene pocas necesidades. Para conocer lo que vale el dinero y lo que puede dar de s?, se necesita vivir al lado de una mujer.

Volviо а mirar а Torrebianca, y terminо diciendo:

– Por desgracia, los que llevan con ellos а una mujer carecen casi siempre de esa fuerza que ayuda а realizar sus grandes empresas а los hombres solitarios.

Despuеs de este almuerzo, durante el cual sоlo se hablо del poder del dinero y de aventuras en el Nuevo Mundo, el colonizador frecuentо la casa, como si perteneciese а la familia de sus due?os.

– Le has sido muy simpаtico а Elena – dec?a Torrebianca. – ?Pero muy simpаtico!

Y se mostraba satisfecho, como si esto equivaliese а un triunfo, no ocultando el disgusto que le habr?a producido verse obligado а escoger entre su esposa y su compa?ero de juventud, en el caso de mutua antipat?a.

Por su parte, Robledo se mostraba indeciso y como desorientado al pensar en Elena. Cuando estaba en su presencia, le era imposible resistirse al poder de seducciоn que parec?a emanar de su persona. Ella le trataba con la confianza del parentesco, como si fuese un hermano de su marido. Quer?a ser su iniciadora y maestra en la vida de Par?s, dаndole consejos para que no abusasen de su credulidad de reciеn llegado. Le acompa?aba para que conociese los lugares mаs elegantes, а la hora del tе о por la noche, despuеs de la comida.

La expresiоn maligna y pueril а un mismo tiempo de sus ojos imperturbables y el ceceo infantil con que pronunciaba а veces sus palabras hac?an gran efecto en el colonizador.

– Es una ni?a – se dijo muchas veces – ; su marido no se equivoca. Tiene todas las malicias de las mu?ecas creadas por la vida moderna, y debe resultar terriblemente cara… Pero debajo de eso, que no es mas que una costra exterior, tal vez existe solamente una mentalidad algo simple.

Cuando no la ve?a y estaba lejos de la influencia de sus ojos, se mostraba menos optimista, sonriendo con una admiraciоn irоnica de la credulidad de su amigo. ?Quiеn era verdaderamente esta mujer, y dоnde hab?a ido Torrebianca а encontrarla?…

Su historia la conoc?a ?nicamente por las palabras del esposo. Era viuda de un alto funcionario de la corte de los Zares; pero la personalidad del primer marido, con ser tan brillante, resultaba algo indecisa. Unas veces hab?a sido, seg?n ella, Gran Mariscal de la corte; otras, simple general, y el que verdaderamente pod?a ostentar una historia de heroicos antepasados era su propio padre.

Al repetir Torrebianca las afirmaciones de esta mujer, que le inspiraba amor y orgullo al mismo tiempo, hac?a memoria de un sinn?mero de personajes de la corte rusa о de grandes damas amantes de los emperadores, todos parientes de Elena; pero еl no los hab?a visto nunca, por estar muertos desde muchos a?os antes о vivir en sus lejanas tierras, enormes como Estados.

Las palabras de ella tambiеn alarmaban а Robledo. Nunca hab?a estado en Amеrica, y sin embargo, una tarde, en un tе del Ritz, le hablо de su paso por San Francisco de California, cuando era ni?a. Otras veces dejaba rodar aturdidamente en el curso de su conversaciоn nombres de ciudades remotas о de personajes de fama universal, como si los conociese mucho. Nunca pudo saber con certeza cuаntos idiomas pose?a.

– Los hablo todos – contestо Elena en espa?ol un d?a que Robledo le hizo esta pregunta.

Contaba anеcdotas algo atrevidas, como si las hubiese escuchado а otras personas; pero lo hac?a de tal modo, que el colonizador llegо algunas veces а sospechar si ser?a ella la verdadera protagonista.

«?Dоnde no ha estado esta mujer?… – pensaba. – Parece haber vivido mil existencias en pocos a?os. Es imposible que todo eso haya podido ocurrir en los tiempos de su marido, el personaje ruso.»

Si intentaba explorar а su amigo para adquirir noticias, la fe de еste en el pasado de su mujer era como una muralla de credulidad, dura е inconmovible, que cortaba el avance de toda averiguaciоn. Pero llegо а adquirir la certeza de que su amigo sоlo conoc?a la historia de Elena а partir del momento que la encontrо por primera vez en Londres. Toda su existencia anterior la sab?a por lo que ella hab?a querido contarle.

Pensо que Federico, al contraer matrimonio, habr?a tenido indudablemente conocimiento del origen de su esposa por los documentos que exige la preparaciоn de la ceremonia nupcial. Luego se viо obligado а desechar esta hipоtesis. El casamiento hab?a sido en Londres, uno de esos matrimonios rаpidos como se ven en las cintas cinematogrаficas, y para el cual sоlo son necesarios un sacerdote que lea el libro santo, dos testigos y algunos papeles examinados а la ligera.

Acabо el espa?ol por arrepentirse de tantas dudas. Federico se mostraba contento y hasta orgulloso de su matrimonio, y еl no ten?a derecho а intervenir en la vida domеstica de los otros. Ademаs, sus sospechas bien pod?an ser el resultado de su falta de adaptaciоn – natural en un salvaje – al verse en plena vida de Par?s.

Elena era una dama del gran mundo, una mujer elegante de las que еl no hab?a tratado nunca. Sоlo al matrimonio de su amigo deb?a esta amistad extraordinaria, que forzosamente hab?a de chocar con sus costumbres anteriores. A veces hasta encontraba lоgico lo que momentos antes le hab?a producido inmensa extra?eza. Era su ignorancia, su falta de educaciоn, la que le hac?a incurrir en tantas sospechas y malos pensamientos. Luego le bastaba ver la sonrisa de Elena y la caricia de sus pupilas verdes y doradas para mostrar una confianza y una admiraciоn iguales а las de Federico.

Viv?a en un hotel antiguo, cerca del bulevar de los Italianos, por haberlo admirado en otros tiempos como un lugar de paradis?acas delicias, cuando era estudiante de escasos recursos y estaba de paso en Par?s; pero las mаs de sus comidas las hac?a con Torrebianca y su mujer. Unas veces eran еstos los que le invitaban а su mesa; otras los invitaba еl а los restoranes mаs cеlebres.

Ademаs, Elena le hizo asistir а algunos tеs en su casa, presentаndolo а sus amigas. Mostraba un placer infantil en contrariar los gustos del «oso patagоnico», como ella apodaba а Robledo, а pesar de las protestas de еste, que nunca hab?a visto osos en la Argentina austral. Como еl abominaba de tales reuniones, Elena se val?a de diversas astucias para que asistiese а ellas.

Tambiеn fuе conociendo а los amigos mаs importantes de la casa en las comidas de ceremonia dadas por los Torrebianca. La marquesa no presentaba al espa?ol como un ingeniero que a?n estaba en la parte preliminar de sus empresas, la mаs dif?cil y aventurada, sino como un triunfador venido de una Amеrica maravillosa con much?simos millones.

Dec?a esto а sus espaldas, y еl no pod?a explicarse el respeto con que le trataban los otros invitados y la simpаtica atenciоn con que le o?an apenas pronunciaba algunas palabras.

As? conociо а varios diputados y periodistas, amigos del banquero Fontenoy, que eran los convidados mаs importantes. Tambiеn conociо al banquero, hombre de mediana edad, completamente afeitado y con la cabeza canosa, que imitaba el aspecto y los gestos de los hombres de negocios norteamericanos. Robledo, contemplаndole, se acordaba de еl mismo cuando viv?a en Buenos Aires y hab?a de pagar al d?a siguiente una letra, no teniendo reunida a?n la cantidad necesaria. Fontenoy ofrec?a la imagen que se forma el vulgo de un hombre de dinero, director de importantes negocios en diversos lugares de la tierra. Todo en su persona parec?a respirar seguridad y convicciоn de la propia fuerza. Pero а veces, como si olvidase el presente inmediato, frunc?a el ce?o, quedando pensativo y completamente ajeno а cuanto le rodeaba.

– Piensa alguna nueva combinaciоn maravillosa – dec?a Torrebianca а su amigo. – Es admirable la cabeza de este hombre.

Pero Robledo, sin saber por quе, se acordaba otra vez de sus inquietudes y las de tantos otros allа en Buenos Aires, cuando hab?an tomado dinero en los Bancos а noventa d?as vista y era preciso devolverlo а la ma?ana siguiente.

Una noche, al salir de casa de los Torrebianca, quiso Robledo marchar а pie por la avenida Henri Martin hasta el Trocadero, donde tomar?a el Metro. Iba con еl uno de los invitados а la comida, personaje equ?voco que hab?a ocupado el ?ltimo asiento en la mesa, y parec?a satisfecho de marchar junto а un millonario sudamericano.

Era un protegido de Fontenoy y publicaba un periоdico de negocios inspirado por el banquero. Su acidez de parаsito nece-sitaba expansionarse, criticando а todos sus protectores apenas se alejaba de ellos. A los pocos pasos sintiо la necesidad de pagar la comida reciente hablando mal de los due?os de la casa. Sab?a que Robledo era compa?ero de estudios del marquеs.

– Y а su esposa, ?la conoce usted tambiеn hace mucho tiempo?…

El maligno personaje sonriо al enterarse de que Robledo la hab?a visto por primera vez unas semanas antes.

– ?Rusa?… ?Cree usted verdaderamente que es rusa?… Eso lo cuenta ella, as? como las otras fаbulas de su primer marido, Gran Mariscal de la corte, y de toda su noble parentela. Son muchos los que creen que no ha habido jamаs tal marido. Yo no me atrevo а decir si es verdad о mentira; pero puedo afirmar que en casa de esta gran dama rusa nunca he visto а ning?n personaje de dicho pa?s.

Hizo una pausa como para tomar fuerzas, y a?adiо con energ?a:

– A m? me han dicho gentes de allа, indudablemente bien enteradas, que no es rusa. Eso nadie lo cree. Unos la tienen por rumana y hasta afirman haberla visto de joven en Bucarest;

otros aseguran que naciо en Italia, de padres polacos. ?Vaya usted а saber!… ?Si tuviеsemos que averiguar el nacimiento y la historia de todas las personas que conocemos en Par?s y nos invitan а comer!…

Mirо de soslayo а Robledo para apreciar su grado de curiosidad y la confianza que pod?a tener en su discreciоn.

– El marquеs es una excelente persona. Usted debe conocerlo bien. Fontenoy hace justicia а sus mеritos y le ha dado un empleo importante para…

Presintiо Robledo que iba а oir algo que le ser?a imposible aceptar en silencio, y como en aquel instante pasaba vac?o un automоvil de alquiler, se apresurо а llamar а su conductor. Luego pretextо una ocupaciоn urgente, recordada de pronto, para despedirse del maligno parаsito.

Siempre que hablaba а solas con Torrebianca, еste hac?a desviar la conversaciоn hacia el asunto principal de sus preocupaciones: el mucho dinero que se necesita para sostener un buen rango social.

– T? no sabes lo que cuesta una mujer: los vestidos, las joyas; ademаs, el invierno en la Costa Azul, el verano en las playas cеlebres, el oto?o en los balnearios de moda…

Robledo acog?a tales lamentaciones con una conmiseraciоn irоnica que acababa por irritar а su amigo.

– Como t? no conoces lo que es el amor – dijo Torrebianca una tarde – , puedes prescindir de la mujer y permitirte esa serenidad burlona.

El espa?ol palideciо, perdiendo inmediatamente su sonrisa. «?Еl no hab?a conocido el amor?» Resucitaron en su memoria, despuеs de esto, los recuerdos de una juventud que Torrebianca sоlo hab?a entrevisto de un modo confuso. Una novia le hab?a abandonado tal vez, allа en su pa?s, para casarse con otro. Luego el italiano creyо recordar mejor. La novia hab?a muerto y Robledo juraba, como en las novelas, no casarse… Este hombre corpulento, gastrоnomo y burlоn llevaba en su interior una tragedia amorosa.

Pero como si Robledo tuviera empe?o en evitar que le tomasen por un personaje romаntico, se apresurо а decir escеpticamente:

– Yo busco а la mujer cuando me hace falta, y luego contin?o solo mi camino. ?Para quе complicar mi existencia con una compa??a que no necesito?…

Una noche, al salir los tres de un teatro, Elena mostrо deseos de conocer cierto restorаn de Montmartre abierto recientemente. Para sus amigos era un lugar mаgico, а causa de su decoraciоn persa – estilo Mil y una noches vistas desde Montmartre – y de su iluminaciоn de tubos de mercurio, que daba un tono verdoso а los salones, lo mismo que si estuviesen en el fondo del mar, y una lividez de ahogados а sus parroquianos.

Dos orquestas se reemplazaban incesantemente en la tarea de poblar el aire de disparates r?tmicos. Los violines colaboraban con desafinados instrumentos de metal, uniеndose а esta cencerrada bailable un claxon de automоvil y varios artefactos musicales de reciente invenciоn, que imitaban dos tablones que chocan, un fardo arrastrado por el suelo, una piedra sillar que cae…

En un gran оvalo abierto entre las mesas se renovaban incesantemente las parejas de danzarines. Los vestidos y sombreros de las mujeres – espumas de diversos colores en las que flotaban briznas de plata y oro – , as? como las masas blancas y negras del indumento masculino, se esparc?an en torno а las manchas cuadradas de los manteles.

Con la m?sica estridente de las orquestas ven?a а juntarse un estrеpito de feria. Los que no estaban ocupados en bailar lanzaban por el aire serpentinas y bolas de algodоn, о insist?an con un deleite infantil en hacer sonar peque?as gaitas y otros instrumentos pueriles.

Flotaban en el aire cargado de humo esferas de caucho de distintos colores que los concurrentes hab?an dejado escapar de sus manos. Los mаs, mientras com?an y beb?an, llevaban tocadas sus cabezas con gorros de bebе, crestas de pаjaro о pelucas de payaso.

Hab?a en el ambiente una alegr?a forzada y est?pida, un deseo de retroceder а los balbuceos de la infancia, para dar de este modo nuevo incentivo а los pecados monоtonos de la madurez. El aspecto del restorаn pareciо entusiasmar а Elena.

– ?Oh, Par?s! ?No hay mas que un Par?s! ?Quе dice usted de esto, Robledo?

Pero como Robledo era un salvaje, sonriо con una indiferencia verdaderamente insolente. Comieron sin tener apetito y bebieron el contenido de una botella de champa?a sumergida en un cubo plateado, que parec?a repetirse en todas las mesas, como si fuese el ?dolo de aquel lugar, en cuyo honor se celebraba la fiesta. Antes de que se vaciase la botella, otra ocupaba instantаneamente su sitio, cual si acabase de crecer del fondo del cubo.

La marquesa, que miraba а todos lados con cierta impaciencia, sonriо de pronto haciendo se?as а un se?or que acababa de entrar.

Era Fontenoy, y vino а sentarse а la mesa de ellos, fingiendo sorpresa por el encuentro.

Robledo se acordо de haber o?do hablar а Elena repetidas veces del banquero mientras estaban en el teatro, y esto le hizo presumir si se habr?an visto aquella misma tarde. Hasta se le ocurriо la sospecha de que este encuentro en Montmartre estaba convenido por los dos.

Mientras tanto, Fontenoy dec?a а Torrebianca, rehuyendo la mirada de la mujer de еste:

– ?Una verdadera casualidad!… Salgo de una comida con hombres de negocios; necesitaba distraerme; vengo aqu?, como pod?a haber ido а otro sitio, y los encuentro а ustedes.

Por un momento creyо Robledo que los ojos pueden sonreir al ver la expresiоn de jovial malicia que pasaba por las pupilas de Elena.

Cuando la botella de champa?a hubo resucitado en el cubo por tercera vez, la marquesa, que parec?a envidiar а los que daban vueltas en el centro del salоn, dijo con su voz quejumbrosa de ni?a:

– ?Quiero bailar, y nadie me saca!…

Su marido se levantо, como si obedeciese una orden, y los dos se alejaron girando entre las otras parejas.

Al volver а su asiento, ella protesto con una indignaciоn cоmica: