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La terra de todos / Соблазнительница. Книга для чтения на испанском языке
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La terra de todos / Соблазнительница. Книга для чтения на испанском языке

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– Dеme su brazo… Beethoven.

Al deslizarse entre dos grupos, dijo, mostrando al m?sico:

– Voy а escribir cualquier d?a un libreto de оpera para еl, y entonces la gente se verа obligada а hablar menos de Wаgner.

Se lo llevо al gran salоn, que estaba ahora desierto, y le hizo sentarse al piano, empezando а recitar а toda voz, con acompa?amiento de arpegios. Pero las gentes no pod?an despegarse de la atracciоn de la mesa, y permanecieron sordas а los versos de la due?a de la casa, aunque fuesen ahora servidos con m?sica.

Los invitados de mаs distinciоn formaban grupo aparte en la plaza donde estaba instalado el buffet, manteniеndose lejos de las otras gentes reclutadas por la noble poetisa. Robledo viо en este grupo а los marqueses de Torrebianca, que acababan de llegar con gran retraso, por haber estado en otra fiesta. Elena hablaba con aire distra?do, pronunciando palabras faltas de ilaciоn, como si su pensamiento estuviese lejos de all?. Adivinando el ingeniero que la molestaba con su charla, fuе en busca de Federico, pero еste tampoco se fijо en su persona, por hallarse muy interesado en describir а un se?or los importantes negocios que su amigo Fontenoy iba realizando en diversos lugares de la tierra.

Aburrido, y no dаndose cuenta a?n de la causa del abandono en que le dejaba la due?a de la casa, se instalо en un sillоn, е inmediatamente oyо que hablaban а sus espaldas. No eran las dos se?oras de poco antes. Un hombre y una mujer sentados en un divаn murmuraban lo mismo que la otra pareja maldiciente, como si todos en aquella fiesta no pudieran hacer otra cosa apenas formaban grupo aparte.

La mujer nombrо а la esposa de Torrebianca, diciendo luego а su acompa?ante:

– F?jese en sus joyas magn?ficas. Bien se conoce que а ella y al marido les ha costado poco trabajo el adquirirlas. Todos saben que las pagо un banquero.

El hombre se cre?a mejor enterado.

– A m? me han dicho que esas joyas son falsas, tan falsas como las de nuestra poеtica condesa. Los Torrebianca se han quedado con el dinero que diо Fontenoy para las verdaderas; о han vendido las verdaderas, sustituyеndolas con falsificaciones.

La mujer acogiо con un suspiro el nombre de Fontenoy.

– Ese hombre estа prоximo а la ruina. Todos lo dicen. Hasta hay quien habla de tribunales y de cаrcel… ?Quе rusa tan voraz!

Sonо una risa incrеdula del hombre.

– ?Rusa?… Hay quien la conociо de ni?a en Viena, cantando sus primeras romanzas en un music-hall. Un se?or que perteneciо а la diplomacia afirma por su parte que es espa?ola, pero de padre inglеs… Nadie conoce su verdadera nacionalidad; tal vez ni ella misma.

Robledo abandonо su asiento,. No era digno de еl permanecer all? escuchando silenciosamente tales cosas contra sus amigos. Pero antes de alejarse sonо а sus espaldas una doble exclamaciоn de asombro.

– ?Ah? llega Fontenoy – dijo la mujer – , el gran protector de los Torrebianca! ?Quе extra?o verle en esta casa, que nunca quiere visitar, por miedo а que su due?a le pida luego un prеstamo!… Algo extraordinario debe ocurrir.

El ingeniero reconociо а Fontenoy en el grupo de gente elegante saludando а los Torrebianca. Sonre?a con amabilidad, y Robledo no pudo notar en su persona nada extraordinario. Hasta hab?a perdido aquel gesto de preocupaciоn que evocaba la imagen de un pagarе de prоximo vencimiento. Parec?a mаs seguro y tranquilo que otras veces. Lo ?nico anormal en su exterior era la exagerada amabilidad con que hablaba а las gentes.

Observаndole de lejos, el espa?ol pudo ver cоmo hac?a una leve se?a con los ojos а Elena. Luego, fingiendo indiferencia, se separо del grupo para aproximarse lentamente al gabinete solitario donde hab?an estado al principio Robledo y la condesa.

Tomaba al paso distra?damente las manos que le tend?an algunos, deseosos de entablar conversaciоn. «Encantados de verle…» Y segu?a adelante.

Al pasar junto а Robledo le saludо con la cabeza, haciendo asomar а su rostro la sonrisa de bondad protectora habitual en еl; pero esta sonrisa se desvaneciо inmediatamente.

Los dos hombres hab?an cruzado sus miradas, y Fontenoy viо de pronto en los ojos del otro algo que le hizo retirar el antifaz de su sonrisa. Parec?a que hubiese encontrado en las pupilas del espa?ol un reflejo de su propio interior.

Tuvo el presentimiento Robledo de que se acordar?a siempre de esta mirada rаpida. Apenas se conoc?an los dos, y sin embargo hubo en los ojos de este hombre una expresiоn de abandono fraternal, como si le librase toda su alma durante un segundo.

Viо al poco rato cоmo Elena se dirig?a tambiеn disimuladamente hacia el gabinete, y sintiо una curiosidad vergonzosa. Еl no ten?a derecho а entrometerse en los asuntos de estas dos personas. Pero al mismo tiempo, le era imposible desinteresarse del suceso extraordinario que se estaba preparando en aquellos momentos, y que su instinto le hac?a presentir.

Este hombre hab?a necesitado hablar а Elena con una urgencia angustiosa; sоlo as? era explicable que se decidiese а buscarla en casa de la condesa Titonius, ?Quе estar?an diciеndose?…

Se atreviо а pasar, fingiendo distracciоn, ante la puerta del gabinete. Ella y Fontenoy hablaban de pie, con el rostro impasible y muy erguidos. Sus labios se mov?an apenas, como si temieran dejar adivinar en sus contracciones las palabras deslizadas suavemente.

Robledo se arrepintiо de su curiosidad al ver la rаpida mirada que le dirig?a Fontenoy, mientras continuaba hablando а Elena, puesta de espaldas а la puerta.

Esta mirada volviо а emocionarle como la otra. El hombre que se la dirig?a estaba tal vez en el momento mаs cr?tico de su existencia. Hasta creyо ver en sus ojos una reconvenciоn. «?Por quе te intereso, si nada puedes hacer por m??…»

No se atreviо а pasar otra vez ante la puerta. Pero obedeciendo а una fuerza obscura mаs potente que su voluntad, se mantuvo cerca de ella, aparentando distracciоn y aguzando el o?do. Reconoc?a que su conducta era incorrecta. Estaba procediendo como cualquiera de aquellos murmuradores а los que hab?a escuchado por casualidad. Sin duda, el ambiente de esta casa empezaba а influir en еl…

Era dif?cil enterarse de lo que dec?an las dos personas al otro lado de la puerta abierta. Ademаs, los invitados hab?an empezado а bailar en los salones y el pianista golpeaba rudamente el teclado.

Unas palabras confusas llegaron hasta еl. La pareja del gabinete levantaba el tono de su conversaciоn а causa del ruido. Tal vez las emociones de su diаlogo les hac?an olvidar tambiеn toda reserva.

Reconociо la voz de Fontenoy.

– ?Para quе frases dramаticas?… T? no eres capaz de eso. Yo soy el que se irа… En ciertos momentos es lo ?nico que puede hacerse.

La m?sica y el ruido del baile volvieron а obstruir sus o?dos. Pero todav?a, al humanizar el pianista por unos instantes su tempestuoso tecleo, pudo escuchar otra voz. Ahora era Elena la que hablaba, lejos, ?muy lejos! con un tono de inmenso desaliento:

– Tal vez tienes razоn. ?Ay, el dinero!… Para los que sabemos lo que puede dar de s?, ?quе horrorosa la vida sin еl!…

No quiso oir mаs. La verg?enza de su espionaje acabо por vencer а la malsana curiosidad que le hab?a dominado durante unos momentos. Deb?a respetar el secreto que hac?a buscarse а estas dos personas. Presintiо ademаs que el tal misterio iba а ser de corta duraciоn. Tal vez durase lo que la noche.

Cuando volviо а la pieza donde estaba el buffet, viо а su amigo Federico que segu?a conversando con el mismo personaje: un se?or ya viejo, con la roseta de la Legiоn de Honor en una solapa y el aspecto de un alto funcionario retirado.

Ahora era еste el que hablaba, despuеs que Torrebianca hubo terminado la explicaciоn de los grandes negocios de Fontenoy.

– Yo no dudo de la honradez de su amigo, pero me abstendr?a de colocar dinero en sus negocios. Me parece un hombre audaz, que sit?a sus empresas demasiado lejos. Todo marcharа bien mientras los accionistas tengan fe en еl. Pero, seg?n parece, empiezan а no tenerla; y el d?a que exijan realidades y no esperanzas, el d?a que Fontenoy tenga que presentar con claridad la verdadera situaciоn de sus negocios… entonces…

CAP?TULO IV

Robledo se levantо muy tarde; pero a?n pudo admirar el suave esplendor de un d?a primaveral en pleno invierno. Una neblina ligera saturada de sol extend?a su toldo de oro sobre Par?s.

– Da gusto vivir – pensо al abandonar su hotel despuеs de haber almorzado rаpidamente en un comedor donde sоlo quedaban los criados.

Paseо toda la tarde por el Bosque de Bolonia, y poco antes del ocaso volviо а los bulevares. Se propon?a comer en un restorаn, buscando luego а los Torrebianca para pasar juntos una parte de la noche en cualquier lugar de diversiоn.

Estando en la terraza de un cafе comprо un diario, y antes de abrirlo presintiо que este papel reciеn impreso guardaba algo que pod?a sorprenderle. Tuvo el obscuro aviso de que iba а conocer cosas hasta entonces envueltas en el misterio… Y en el mismo instante sus ojos tropezaron con un t?tulo de la primera pаgina: «Suicidio de un banquero.»

Antes de leer el nombre del suicida estaba seguro de Conocerlo. No pod?a ser otro que Fontenoy. Por eso no experimentо sorpresa alguna mientras continuaba su lectura. Los detalles del suicidio le parecieron sucesos naturales y ordinarios, como si alguien se los hubiese revelado previamente.

Fontenoy hab?a sido encontrado en su lujosa vivienda ten-dido en la cama y guardando todav?a en la diestra el revоlver con que se hab?a dado muerte.

Desde el d?a anterior circulaba por los centros financieros la noticia de su quiebra en condiciones tales que iba а atraer la intervenciоn de la Justicia. Sus accionistas le acusaban de estafa, y el juez se propon?a registrar al d?a siguienta su conta-bilidad, lo que hac?a esperar а muchos una prisiоn inmediata del banquero.

El colonizador leyо por dos veces el final del art?culo:

«La muerte de esta hombre deja visible el enga?o en que viv?an los que le confiaron su dinero. Sus empresas mineras е industriales en Asia y en Аfrica son casi ilusorias. Estаn todav?a en los comienzos de un posible desarrollo, y sin embargo, еl las presentо al p?blico como negocios en plena prosperidad. Era un hombre que, seg?n afirman algunos, tuvo mаs de iluso que de criminal; pero esto no impide que haya arruinado а muchas gentes. Ademаs, parece que invirtiо una parte considerable del dinero de sus accionistas en gastos particulares. Su tremenda responsabilidad alcanzarа indudablemente а los que han colaborado con еl en la direcciоn de estas empresas enga?osas.»

«A ?ltima hora se habla de la probable prisiоn de algunos personajes conocidos que trabajaron а las оrdenes del banquero.»

Cesо de pensar en el suicida para ocuparse ?nicamente de su amigo. «?Pobre Federico! ?Quе va а ser de еl?…» Y tomо inmediatamente un automоvil para que le llevase а la avenida Henri Martin.

El ayuda de cаmara de Torrebianca le recibiо con un rostro de f?nebre tristeza, como si hubiese muerto alguien en la casa. El marquеs hab?a salido а mediod?a, as? que supo por telеfono la noticia del suicidio, y a?n estaba ausente.

– La se?ora marquesa – continuо el criado – estа enferma, y no quiere recibir а nadie.

Robledo, escuchаndole, pudo darse cuenta del efecto que hab?a producido en aquella casa la muerte del banquero. La disciplina glacial y solemne de estos servidores ya no exist?a. Mostraban el aspecto azorado de una tripulaciоn que presiente la llegada de la tormenta capaz de tragarse su buque. Robledo oyо pasos discretos detrаs de los cortinajes, con acompa?amiento de susurros, y viо cоmo se levantaban aquеllos levemente, dejando asomar ojos curiosos.

Sin duda, en las inmediaciones de la cocina se hab?a hablado mucho de la posibilidad de ciertas visitas, y cada vez que llegaba alguien а la casa tem?an todos que fuese la polic?a. El chоfer preguntaba con sorda cоlera а sus compa?eros:

– Se matо el capitаn, y este barco se va а pique. ?Quiеn nos pagarа ahora lo que nos deben?…

Regresо el ingeniero al centro de la ciudad para comer en un restorаn, y tres veces llamо por telеfono а la casa de Torrebianca. Cerca ya de media noche le contestaron que el se?or acababa de entrar, y Robledo se apresurо а volver а la avenida Henri Martin.

Encontrо а Federico en su biblioteca considerablemente avejentado, como si las ?ltimas horas hubiesen valido para еl a?os enteros. Al ver entrar а Robledo lo abrazо, buscando instintivamente un apoyo para sostener su cuerpo desalentado.

Le parec?a asombroso que pudieran soportarse tantas emociones en tan poco tiempo. Por la ma?ana hab?a sentido la misma impresiоn de felicidad y confianza que Robledo ante la hermosura del d?a. ?Daba gusto vivir!… Y de pronto el llamamiento por telеfono, la terrible noticia, la marcha apresurada al domicilio de Fontenoy, el cadаver del banquero tendido en la cama y arrebatado despuеs por los que intervienen en esta clase de muertes para hacer su autopsia.

A?n le hab?a causado una impresiоn mаs dolorosa ver el aspecto de las oficinas de Fontenoy. El juez estaba en ellas como ?nico amo, examinando papeles, colocando sellos, procediendo а un registro sin piedad, apreciаndolo todo con ojos fr?os, recelosos е implacables. El secretario del banquero, que hab?a llamado а Torrebianca por telеfono, hac?a esfuerzos para ocultar su turbaciоn, y acogiо la presencia de еste con gestos pesimistas.

– Creo que vamos а salir mal de esta aventura. El patrоn deb?a habernos prevenido…

Pasо Torrebianca el resto del d?a buscando а otras personas de las que hab?an colaborado con Fontenoy, cobrando grandes sueldos por figurar como autоmatas en los Consejos de Administraciоn de sus empresas. Todos se mostraban igualmente pesimistas, con un miedo feroz capaz de toda clase de mentiras y vilezas contra los otros para conseguir la propia salvaciоn.

Se quejaban de Fontenoy, al que hab?an alabado hasta pocas horas antes para que les proporcionase nuevos sueldos. Algunos le llamaban ya «bandido». Los hubo que, necesitando atacar а alguien para justificarse, insinuaron sus primeras protestas contra Torrebianca.

– Usted ha dicho en sus informes que los negocios eran magn?ficos. Debe haber visto con sus propios ojos lo que existe en aquellas tierras lejanas, pues de otro modo no se comprende cоmo puso su firma en unos documentos tеcnicos que sirvieron para infundirnos confianza en los negocios de ese hombre.

Y Torrebianca empezо а darse cuenta de que todos necesitaban una v?ctima escogida entre los vivos, para que cargase con las tremendas responsabilidades evitadas por el banquero al refugiarse entre los muertos.

– Tengo miedo, Manuel – dijo а su camarada. – Yo mismo no comprendo ahora cоmo firmе esos papeles, sin darme cuenta de su importancia… ?Quiеn pudo aconsejarme una fe tan ciega en los negocios de Fontenoy?

Robledo sonriо tristemente. Pod?a darle el nombre de la persona que le hab?a aconsejado; pero considerо inoportuno aumentar con tal revelaciоn el desaliento de su amigo.

A?n en medio de sus preocupaciones, Torrebianca pensaba en su mujer.

– ?Pobre Elena! He hablado con ella hace un momento… Cre? que iba а sufrir un accidente al contarle yo cоmo hab?a visto el cadаver de Fontenoy. Este suceso ha perturbado de tal modo su sistema nervioso, que temo por su salud.

Pero Robledo sintiо tal impaciencia ante sus lamentaciones, que dijo brutalmente:

– Piensa en tu situaciоn y no te ocupes de tu mujer. Lo que te amenaza es mаs grave que un ataque de nervios.

Los dos hombres, despuеs de hablar largamente de esta catаstrofe, acabaron por sentir cierto optimismo, como todos los que se familiarizan con la desgracia. ?Quiеn pod?a conocer la verdad exacta mientras los asuntos del banquero no fuesen puestos en claro por el juez!… Fontenoy era mаs iluso que criminal; esto lo reconoc?an hasta sus mayores enemigos. Muchos de los negocios ideados por еl acabar?an siendo excelentes. Su defecto hab?a consistido en pretender hacerlos marchar demasiado aprisa, enga?ando al p?blico sobre su verdadera situaciоn. Tal vez unos administradores prudentes sabr?an hacerlos productivos, reconociendo los informes de Fontenoy como exactos y declarando que Torrebianca no hab?a cometido ning?n delito al aprobarlos.

– Bien puede ser as? – dijo Robledo, que necesitaba mostrarse igualmente optimista.

Le hab?a infundido al principio una gran inquietud el desaliento de su amigo, y prefer?a ayudarle а recobrar cierta confianza en el porvenir. As? pasar?a mejor la noche.

– Verаs como todo se arregla, Federico. No concedas demasiado valor а lo que dicen los antiguos parаsitos de Fontenoy, aconsejados por el miedo.

Al d?a siguiente lo primero que hizo el espa?ol al levantarse fuе buscar los periоdicos. Todos se mostraban pesimistas y amenazadores en sus art?culos sobre este suicidio, que tomaba la importancia de un gran escаndalo parisiеn, augurando que la Justicia iba а meter en la cаrcel а personalidades muy conocidas antes de que hubiesen transcurrido cuarenta y ocho horas. Hasta creyо adivinar en uno de los periоdicos vagas alusiones а los informes de cierto ingeniero protegido de Fontenoy. Cuando volviо а encontrar а Federico en su biblioteca, todav?a le viо mаs viejo y mаs desalentado que en la noche anterior. Sobre una mesa estaban los mismos diarios que hab?a le?do еl.

– Quieren llevarme а la cаrcel – dijo con voz doliente. – Yo, que nunca he hecho mal а los demаs, no comprendo por quе se encarnizan de tal modo conmigo.

En vano intentо Robledo consolarle.

– ?Quе verg?enza! – siguiо diciendo. – Jamаs he temido а nadie, y sin embargo, no puedo sostener la mirada de los que me rodean. Hasta cuando me habla mi ayuda de cаmara bajo los ojos, temiendo ver los suyos… ?Quе dirаn de m? en mi propia casa!

Luego a?adiо, encogido y humilde, como si hubiese retrocedido а los a?os de su infancia:

– Tengo miedo de salir. Tiemblo sоlo de pensar que puedo ver а las mismas personas que he encontrado tantas veces en los salones, y me serа preciso explicarles mi conducta, sufrir sus miradas irоnicas, sus palabras de falsa lаstima.

Callо, para a?adir poco despuеs con admiraciоn:

– Elena es mаs valiente. Esta ma?ana, despuеs de leer los periоdicos, pidiо el automоvil para ir no sе dоnde. Debe estar haciendo visitas. Me dijo que era preciso defenderse… Pero ?cоmo voy а defenderme si es verdad que he autorizado con mi firma esos informes sobre negocios que no conozco?… Yo no sе mentir.

Robledo intentо en vano infundirle confianza, como en la noche anterior. Su optimismo carec?a ya de fuerzas para rehacerse.

– Tambiеn mi mujer cree, como t?, que esto puede arreglarse. Ella se siente tan segura de su influencia, que nunca llega а desesperar. Tiene en Par?s muchas amistades; le quedan muchas relaciones de familia. Se ha ido esta ma?ana jurando que conseguirа desbaratar las tramas de mis enemigos… Por-que ella supone que tenemos muchos enemigos y esos son los que intentan perderme, buscando un pretexto en la quiebra de Fontenoy… Elena sabe de todo mаs que yo, y no me extra?ar?a que consiguiese hacer cambiar la opiniоn de los periоdicos y la del mismo juez, desvaneciendo esas amenazas disimuladas de proceso y de cаrcel.

Se estremeciо al pronunciar la ?ltima palabra.

– ?La cаrcel!… ?Ves t?, Manuel, а un Torrebianca en la cаrcel?… Antes de que eso ocurra, apelarе al medio mаs seguro para evitar tal verg?enza.

Y recobraba su antigua energ?a vibrante y nerviosa, como si en su interior resucitasen todos sus antepasados, ofendidos por la amenaza.

Robledo se alarmо al ver la luz azulenca que pasaba por las pupilas de su amigo, igual al resplandor fugaz de una espada cimbreante.

– T? no puedes hacer ese disparate – dijo. – Vivir es lo primero. Mientras uno vive, todo puede arreglarse bien о mal. Con la muerte s? que no hay arreglo posible… Ademаs, ?quiеn sabe!… Tal vez no te equivocas en lo que se refiere а tu mujer, y ella pueda llegar а influir en el arreglo de tu situaciоn. Cosas mаs dif?ciles se han visto.

Al salir de la biblioteca encontrо Robledo а varias personas sentadas en el recibimiento y aguardando pacientemente. El ayuda de cаmara, con una confianza extemporаnea y molesta para еl, murmurо:

– Esperan а la se?ora marquesa… Les he dicho que el se?or hab?a salido.

No a?adiо mаs el criado; pero la expresiоn maliciosa de sus pupilas le hizo adivinar que los que esperaban eran acreedores.

El suicidio del banquero hab?a dado fin al escaso crеdito que a?n gozaban los Torrebianca. Todas aquellas gentes deb?an saber que Fontenoy era el amante de la marquesa. Por otra parte, la quiebra de su Banco privaba al marido de los empleos que serv?an aparentemente para el sostenimiento de una vida lujosa.

Comprendiо ahora que su amigo tuviese miedo y verg?enza de ver а los que le rodeaban en su propia casa y permaneciese aislado en su biblioteca.

A media tarde hablо por telеfono con еl. Elena acababa de regresar de su correr?a por Par?s, mostrаndose satisfecha de sus numerosas visitas.

– Me asegura que por el momento ha parado el golpe, y todo se irа arreglando despuеs – dijo Torrebianca, no queriendo mostrarse mаs expansivo en una conversaciоn telefоnica.

Cerrada la noche, volviо Robledo а la avenida Henri Martin. Hab?a le?do en un cafе los diarios vespertinos, no encontrando en ellos nada que justificase la relativa tranquilidad de su amigo. Continuaban las noticias pesimistas y las alusiones а una probable prisiоn de las personas comprometidas en la escandalosa quiebra.

Viо otra vez sobre una mesa de la biblioteca los mismos periоdicos que еl acababa de leer, y se explicо el desaliento de su amigo, quebrantado por el vaivеn de los sucesos, saltando en el curso de unas pocas horas de la confianza а la desesperaciоn. Era rudo el contraste entre su voz fr?a y reposada y el crispamiento doloroso de su rostro. Indudablemente, hab?a adoptado una resoluciоn, y persist?a en ella, sin mаs esperanza que un suceso inesperado y milagroso, ?nico que pod?a salvarle. Y si no llegaba este prodigio… entonces…

Mirо Robledo а todos lados, fijаndose en la mesa y otros muebles de la biblioteca. ?No poder adivinar dоnde estaba guardado el revоlver que era para su amigo el ?ltimo remedio! …

– ?Hay gente ah? fuera? – preguntо Torrebianca.