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El Viaje Del Destino
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El Viaje Del Destino

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Los dos muchachos desempeñaron su trabajo con gran afán y entusiasmo, a pesar de ser agotador. Durante horas, cargaron sin parar las cajas de madera que contenían armas para todos los hombres, hachas, espadas, escudos, mallas de cota y yelmos de cuero, productos para el comercio, pieles y cueros, marfil de morsa, esteatita para construir todo tipo de utensilios y ámbar para la creación de joyas, cajas de víveres para el comercio y para el viaje que contenían pescado seco, cecina, mantequilla salada, algas secas, pan y una abundante reserva de agua potable conservada en cubetas cerradas con tapas.

Cuando terminaron su tarea, Olaf y Harald pasaron revista del trabajo de los chicos.

—¿Qué te parece, Olaf? —preguntó Harald en tono divertido.

—Pues que se han ganado la cena —fue la respuesta de Olaf, que se reía bajo los bigotes.

Los muchachos se miraron con expresión de satisfacción. Los cuatro partieron hacia la casa, donde les aguardaba un magnífico festín preparado en su honor.

Olaf presidía la mesa en la silla más hermosa. Era grande y de madera, y sobre el respaldo había imágenes esculpidas de los dioses.

—¿Cuánto tiempo pensáis estar lejos? —inquirió Isgred.

—Al menos tres meses —respondió su padre—. ¿Tienes prisa por comprometerte, Isgred? —añadió en tono irónico.

—No, no era más que una pregunta —resopló molesta y poco convencida.

—Si yo no regresara, te quedarías soltera de por vida —la desafió el padre.

—Entonces os impediré que partáis atándoos a la cama —replicó la joven de tirón, ojiplática, lo que provocó las risas divertidas de los allí presentes.

—Vaya, vaya, ¡cuánto descaro! Pobre Heidrek, no me gustaría estar en su piel —se burló cariñosamente el padre.

Isgred estaba a punto de replicar, pero se limitó a suspirar profundamente: su padre y ella podría haber continuado picándose durante horas.

Su partida estaba prevista para la mañana siguiente.

El knorr de Olaf era una espléndida embarcación sobre cuya proa se encontraba, magistralmente esculpida la cabeza de un dragón profusamente decorada con grifos recubiertos de oro y los ojos con incrustaciones de plata que resplandecían bajo la luz del sol; en la popa estaba tallada la cola. El mástil sostenía el vadhmal, una gran vela cuadrada a rayas negras y púrpura; en la cima del mástil habían fijado una veleta que indicaba la dirección del viento. A ambos lados de la nave estaban alineados los escudos, pintados en colores vivos y brillantes, y en el centro de cada uno había un gran tachón de metal que exaltaba su belleza.

El knorr era, indudablemente, sinónimo de prestigio y riqueza en una fusión perfecta de elegancia y terror.

La tripulación se dispuso a remar y el barco comenzó a moverse lentamente para salir de la muralla circular que, además de proteger la aldea, servía de rompeolas. En cuanto la cruzó, empezó a coger algo más de velocidad y se adentró en las largas y estrechas ensenadas de los imponentes fiordos noruegos. El knorr se deslizaba, ágil y ligero, sobre las aguas.

Cruzados los fiordos, se adentraron en el mar Báltico y remaron hasta que el viento permitió que desplegaran la vela.

Olaf estaba al mando, sobre la popa, manejando el timón. Harald, a su lado, le indicaba el camino que ya había recorrido, sosteniendo un disco de madera sobre el que estaban grabados símbolos mágicos y en cuyo centro estaba engarzada la piedra del sol.

Los dos muchachos los alcanzaron, ansiosos por aprender todas las nociones posibles e, intrigados por esa herramienta, preguntaron de qué se trataba.

—Esto es un vegvisir, un poderoso sello mágico. Todo buen navegante posee uno para no perder jamás el rumbo —explicó Harald, extendiendo el brazo hacia arriba para que pudieran ver bien su uso—. Este cristal mágico captura la luz del sol y permite comprobar su posición aunque esté escondido entre las nubes.

—¿Y cuando llueve? —preguntó Thorald.

—Un buen navegante conoce muy bien las corrientes y los vientos, el desplazamiento de los bancos de peces y el vuelo de los pájaros.

—¿Y por la noche? —demandó Ulfr.

—Por la noche las estrellas te indican el camino —añadió Olaf.

El viento infló la vela y el knorr cogió velocidad; surcaron el mar Báltico, la embarcación cabalgaba las olas espumosas de manera armónica. Los dos jóvenes vikingos esperaban aquel día ansiosamente y al final había llegado. Sintieron cómo crecía en su interior el intrépido sentimiento que reina en un vikingo a bordo del knorr: el rey del mar, así se sentían todos los vikingos.

Llegaron hasta el golfo de Finlandia, cruzaron el Neva y atravesaron el Vóljov hasta llegar al lago Ilmen y después al río Lovat, que les condujo hasta Gnezdovo. Solo quedaba atravesar el Dniéper que les llevaría hasta su meta: Kiev.

—Este es el río peligroso del que te hablaba. Serán necesarias todas las energías de los hombres para cruzarlo —advirtió Harald a Olaf.

Habían pasado unos cuantos días desde la última parada. Necesitaban descansar y comida caliente.

—¡Acerquémonos a la orilla, pasaremos aquí la noche! —dispuso Olaf.

Tras lanzar el ancla, sacaron la pasarela para descender a tierra firme y organizar el vivac.

—Montad la tienda y encended un fuego para la cena —ordenó a la tripulación.

Mientras algunos hombres se ocupaban de la tienda (una estructura de madera cubierta de wadmal

), otros desembarcaban la comida, las bebidas, un trípode y un enorme caldero, y otros, lo necesario para pasar la noche.


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