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El Viaje Del Destino
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El Viaje Del Destino

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Thorald agarró la mano de Herja y juntos atravesaron la habitación, pero antes de salir, el niño volvió a girarse hacia su padre y le sonrió, como para tranquilizarlo a su vez.

Olaf esperó a que salieran y después alzó el cuerno, seguido por Harald.

—¡Bebamos! En memoria de Sigrid y de todos nuestros antepasados —propuso el amigo.

—¡Drekka Minni! —brindaron al unísono, y vaciaron el cuerno de una sola vez.

Olaf se pasó el dorso de la mano por los bigotes.

—Ahora tienes que centrarte en superar este duro golpe, podrías emprender un largo viaje —le sugirió.

—Lo he pensado, si Thorald fuese más grande, le llevaría conmigo.

—Podemos hacerlo así: viajarás y comerciarás también por mí, mientras yo me encargo de instruirlo y de criarlo sano y fuerte —ofreció Olaf.

—Amigo mío, ¡jamás me has decepcionado! —declaró Harald.

Los dos hombres intercambiaron una mirada cargada de un profundo afecto y respeto recíproco.

—¡Estoy seguro de que tú harías lo mismo por mí! —afirmó Olaf sin la menor duda, mientras le ofrecía la palma de la mano derecha, gesto que su amigo le devolvió.

Harald viajó durante muchos años, muchos de los cuales pasó el invierno lejos de casa.

Pronto comenzó la instrucción y educación de los dos niños. Recibieron instrucción en leyes, historia, trabajo de la madera y del hierro, y aprendieron todos los secretos de la metalurgia. Se familiarizaron con las armas practicando varias disciplinas a diario.

En las largas noches del invierno noruego, toda la familia se reunía alrededor de la calidez de la chimenea. Mientras las mujeres tejían, los hombres tallaban la madera. A los niños se les transmitía, mediante los relatos de los ancianos, el conocimiento del pasado de la familia y del clan, junto a los principios, los valores y el código de honor que todo buen vikingo jamás debía infringir.

Ulfr y Thorald crecían sanos y fuertes, estudiaban y entrenaban juntos; entre ambos se creó un vínculo de afecto muy fuerte. Al igual que sus padres antes que ellos, se convirtieron en Hermanos de Juramento mediante un antiguo rito mágico...

El invierno pasó, los barcos vikingos surcaban las aguas escandinavas y los vikingos que habían pasado el invierno lejos de casa, al fin, regresaban con sus familias. También Harald, para gran sorpresa de todos, regresó aquella primavera.

Era el noveno misseri

de verano para los dos pequeños vikingos, a mediados de abril, cuando consagraron su fraternidad.

Aquel día, era su primer entrenamiento con el arco, y todo se instaló en el exterior, en la parte trasera de la casa, donde se ampliaban las vistas de toda la propiedad.

—Poned delante la pierna izquierda, os ayudará a tener mejor puntería y potencia —les aconsejó Bjorn, el mejor arquero del clan—. Apuntad…

Los niños se colocaron como les habían recomendado, empuñando el arco con la flecha cargada, y tensaron la cuerda con todas sus fuerzas, entrecerrando los ojos para concentrarse en el objetivo al que debían dar. Dos sacos rellenos de paja hacían las veces de títeres, con el blanco pintado a la altura del corazón.

—¡Ya! —ordenó Bjorn.

Los pequeños arqueros dispararon su primera flecha y una expresión de decepción se dibujó en sus rostros al seguir el vuelo, muy alejado del blanco.

—¡Por el ojo bueno de Odín! —maldijo la voz de un hombre.

Todas las miradas apuntaron en aquella dirección, mientras Leif, un hombre de cabello pelirrojo, surgía de entre la hierba con una cabra muerta, atravesada por las flechas.

Bjorn miró a Olaf y Harald con estupefacción.

—¡Se la han cargado al primer tiro! —dijo incrédulo.

La expresión de orgullo y satisfacción de ambos muchachos suscitó simpatía y gracia entre los hombres.

—¿Qué hacía la cabra fuera del establo? —inquirió Olaf mientras extraía la flecha del pobre animal.

—Se había escapado y estaba intentando llevarla con las otras —explicó el hombre.

—Has tenido suerte, podrías haber ocupado el lugar de la cabra —constató Harald.

—¡Sí! —exclamó Leif abriendo los grises ojos—. Las flechas le dieron mientras la estaba cogiendo —añadió mientras dirigía la mirada a los chicos, que esbozaron una tímida sonrisa de perdón—. ¡He sobrevivido a mil batallas en mi juventud y no quiero alcanzar el Valhalla por culpa de dos muchachos! —exclamó en tono irónico—. Y estoy seguro de que las Valquirias me habrían dejado pasar… ¡Muerto persiguiendo una cabra! —concluyó jocoso, y desató la risa de los allí presentes.

—Amigo mío, cuando hagas tu entrada en el Valhalla, seguro que será digna del gran vikingo que has sido. Ahora, llévasela a la cocinera, que la haga para la cena —dispuso Olaf entre risas.

Leif asintió agachando la cabeza en señal de respeto, antes de dirigirse hacia la cocina.

—Ahora, centraos en el blanco… —el arquero llamó la atención de los niños—, porque cuando lucháis contra el enemigo, no le venceréis abatiendo al ganado.

—Debes admitir que la primera flecha de sus vidas es un buen presagio para el futuro —afirmó Harald, con un tono a caballo entre la satisfacción y la diversión.

—Eso parece… —contestó Bjorn—. Ahora tienen que esforzarse para demostrar que merecen tal presagio —añadió dirigiéndose a los pequeños arqueros, que ya estaban preparados a la espera de la orden.

Un ruido a sus espaldas atrajo la atención de Olaf y Harald. Las puertas del establo se abrieron y, tras seis meses, una multitud de animales se dirigió al exterior, mientras algunos hombres del clan, entre mugidos, gruñidos y balidos, trataban de mantener el orden para conducir a las más de 500 cabezas de ganado a los terrenos donde las dejarían pastar libres.

—¡Llévate al ganado lejos de aquí, o estos causarán estragos! —exclamó Olaf en tono burlón.

En medio de aquel revuelo apareció Leif que, con paso veloz, se dirigía en su dirección y parecía ansioso por comunicarles algo.

—La vieja Sigrún ha visto la cabra y os comunica que os espera a los cuatro en el Claro Sagrado —les informó el hombre en cuanto se encontró frente a ellos.

—De acuerdo —comentó Olaf intercambiando una mirada cómplice con Harald—. Retomareis el entrenamiento a nuestro regreso —le comunicó a Bjorn.

—Os esperaré aquí —respondió el arquero.

Los cuatro emprendieron su camino y dejaron la aldea detrás de sí. La tierra se había liberado del hielo y, con los primeros calores, regalados por el sol, todo había vuelto a cobrar vida en la aldea de Gokstad. La propiedad de Olaf era notoria, de vastas dimensiones: se extendía a lo largo de la costa y hacia el interior, kilómetros y kilómetros, y él se enorgullecía de ello.

Los campos se encontraban divididos por un bajo muro de piedra que los cercaban; algunos granjeros estaban ocupados arando la tierra, mientras que otros se encargaban de las diversas semillas: el centeno, la valiosa cebada, todas las hortalizas y la avena. Esta última estaba destinada a convertirse también en forraje para el gran número de cabezas de ganado en el invierno venidero.

Las primeras flores salpicaban los prados de trébol, sembrados de plantas de bayas, moras y frambuesas, y se extendían hasta donde la tierra se alzaba en paredes rocosas y colinas, que alcanzaban los confines con los terrenos de Harald. Con el deshielo, la cascada de agua había vuelto a deslizarse por las rocas, cubiertas de líquenes, y hacía crecer el torrente que atravesaba el bosque y el Claro Sagrado.

La dirección que recorrían estaba flanqueada por hileras de manzanos y espino blanco, que habían germinado y que comenzaban a brotar las primeras flores blancas. Prosiguieron en silencio, entre los ruidos de la naturaleza que se había despertado y los rayos de sol que se filtraban entre los árboles. Se vislumbraban los primeros nidos hechos por los pájaros, y de algunas ramas colgaban cestas de paja en espiral, donde las abejas habían empezado a construir sus colmenas; para finales de verano, se habrían llenado de miel, con la que los vikingos producirían un hidromiel de primera.

Alcanzaron el Claro Sagrado donde la vieja Sigrún les esperaba.

Se acercaron a la mujer que, de pie al lado de un roble, estaba envuelta de la cabeza a los pies en su manto negro. De la capucha a los costados colgaban dos trenzas blancas, y sus ojos destacaban como dos aguamarinas. Dos cuervos, criaturas vinculadas al culto del dios Odín, permanecían inmóviles sobre sus hombros. La vieja extendió los brazos al cielo y los dos pájaros emprendieron el vuelo graznando sobre sus cabezas, antes de desaparecer entre la espesura de los árboles.

—Este roble lo plantaron vuestros padres cuando tenían aproximadamente vuestra edad, y ha crecido sano y fuerte como su amistad —declaró con un tono de orgullo en la voz. Después, se agachó para recoger un brote nacido de las raíces del árbol y lo elevó al cielo—. Hoy, los dioses han expresado su voluntad a través de vuestras flechas, y el árbol de Thor ha creado una nueva vida… ¡Estáis preparados para vuestro juramento! —profirió la vieja Sigrún mientras ofrecía el germen a los dos muchachos.

Los pequeños vikingos escogieron un punto, un poco lejos de aquel roble, y revolvieron un trozo de hierba sobre el que se hicieron un corte en la palma de la mano derecha. Seguidamente, estrecharon las manos, mezclaron su sangre y se juraron lealtad mutua. Con ello fertilizaron la tierra que usaron para cubrir el brote que habían plantado; sellaron así un pacto de hermandad para toda la vida...

Isgred, además de la educación reservada a los hijos de una estirpe noble, debía aprender a regentar la casa, sobre todo cuando el marido se marchara de expedición. Un día, ella también debería, al igual que hizo su madre, dirigir la granja, educar a los hijos y administrar los negocios de su marido. Un día, ella también llevaría colgado a la cintura el manojo de llaves de la casa, símbolo de la autoridad y el respeto que disfrutaba una mujer de la familia.

Capítulo 4

La infancia de los nativos transcurría serena y tranquila.

Los padres enseñaban a los hijos a construir pequeñas armas y trampas, a reconocer la madera adecuada para construir las canoas, y todas las técnicas para aprender a cazar y pescar.

Las hijas aprendían de sus madres a construir los tipis, cultivar, cocinar, arreglar las pieles y a confeccionar la ropa.

Sin embargo, la práctica en que se basaba el alma gentil y pacífica de los nativos era, sin lugar a duda, el silencio y la meditación. Como el Gran Espíritu es omnipresente, los adultos enseñaban a los pequeños la sencilla práctica de observar y escuchar, por que Él es cada cosa y ser vivo.

Al caer la noche, las familias se retiraban a sus tipis, se sentaban alrededor del fuego mientras el anciano de la familia narraba sus relatos, repletos de historias y tradiciones culturales. Los ancianos poseían las virtudes más importantes de un ser humano, eran los depositarios de la cultura y la sabiduría de su pueblo. De este modo, la enseñanza de la generosidad, la valentía, el respeto y el amor hacia todos los seres vivos se transmitía a los pequeños.

Año tras año, los pequeños nativos crecían.

Halcón Dorado también alcanzó la edad de la pubertad.

En el exterior de los tipis, todos estaban ocupados con los preparativos de la fiesta que Gran Águila había organizado para honrar a su hija.

A la edad de 14 años ya podía verse la mujer espléndida en que se convertiría. Su madre le explicó el significado del cambio que había sufrido.

—Este es un momento muy importante en la vida de una jovencita… Te estás convirtiendo en una mujer. —Con infinita ternura empezó a peinarle su largo cabello negro, examinando con la mirada el flequillo que cubría su frente. Aquel peinado simbolizaba la virginidad de las muchachas—. Podrías dejar crecer también este pelo, el flequillo no formará parte de tu peinado de mujer porque, a partir de hoy, podrán cortejarte y pedirte como esposa. —Hizo una pausa, mientras le separaba en dos el resto del pelo para seguir peinándola—. Escucha siempre a tu corazón. Te hablará y te guiará en tu camino. Algún día, te casarás y tendrás hijos, cuidarás de tu familia como yo he hecho con vosotros, y tu marido cuidará de vosotros como tu padre ha hecho con nosotros —le explicó la madre mientras le colocaba algunas plumas de halcón rojo entre los coloridos lazos que fijaban las largas trenzas. —Halcón Dorado escuchaba en silencio y custodió aquellas palabras como el más valioso de los tesoros, depositándolas en su corazón—. Este vestido tampoco formará parte de tu condición de mujer, lo donaremos a una familia más necesitada —le dijo la mujer invitándola a quitárselo.

La joven se quitó la ropa y entregó las vestiduras a su madre, quien le hizo ponerse un vestido de piel de ciervo que había cosido y decorado ricamente para ella. Las puntadas de las mangas y el borde del vestido estaban adornados con flecos que, a cada movimiento, ondeaban sinuosos. El cuello de la prenda lo había decorado con sus colores favoritos: el amarillo y el rojo, y en las polainas se apreciaba el mismo motivo.

Alguien se asomó al interior. Era la abuela, Rocío de la Mañana. Los ojos oscuros y vivaces de la abuela la examinaron de la cabeza a los pies.

—¡Estás preciosa! —admitió orgullosa—. El hombre que te tenga como esposa será muy afortunado. —Halcón dorado le dedicó una sonrisa cargada de cariño—. Creo que pronto tendremos que empezar a construir el tipi —serio la abuela mientras se disponían a salir.

Llegaron al centro del campamento, donde ardía el fuego sagrado y un pequeño altar, sobre el que había una calavera de bisonte, la pipa y un tazón con tinte rojo, se había montado para la ceremonia.

El Chamán la invitó a sentarse con las piernas cruzadas, mientras todos los miembros de la tribu, que vestían sus mejores galas, las de las grandes fiestas, se sentaron en un amplio círculo de colores a su alrededor. El hombre encendió la pipa y soltó una bocanada. Seguidamente, sopló en el hocico de la calavera de bisonte y lo envolvió en una nube de humo, mojó un dedo en el tinte y trazó una línea roja en al frente del cráneo.

Su voz se elevó con un canto sagrado y propiciatorio, y su cuerpo empezó a bailar frente a la muchacha, con movimientos que representaban a un bisonte, y cada vez que se le acercaba, la madre le metía hojas de salvia en el regazo.

Posteriormente, el chamán la invitó a sentarse como una mujer —pues en una se había convertido—, con ambas piernas hacia un lado. La madre le separó el cabello mientras el hombre, tras retirarle el flequillo, le trazó sobre la frente una línea roja que le llegaba hasta el nacimiento del pelo. Fue bendecida con el polen amarillo sagrado, y recibió así la purificación y el poder femenino para traer prosperidad y salud a su pueblo, que la festejó con alegría y devoción.

El olor de las verduras, de los caldos y de las carnes, que entretanto se habían cocinado lentamente en las brasas, se extendió por todo el campamento y anunció la fastuosidad del banquete.

Mientras tomaba asiento al lado de su mejor amiga, Luna Roja, la chica volvió a pensar en las palabras de su madre. Cerró los ojos durante unos instantes para escuchar a su corazón, y la imagen que resultó lo hizo palpitar, los volvió a abrir y… Su visión estaba justo ahí, delante de ella, y la miraba complacido. Era Viento que Sopla…

Atractivo y carismático, de estatura bastante alta y músculos esculpidos, cuyos ojos azules le conferían una mirada magnética y su largo cabello negro enmarcaban los bellos rasgos del rostro. Estaba enamorada de él desde que era pequeña. Le dedicó una tímida sonrisa que él le devolvió con un guiño.

La fiesta en honor a Halcón Dorado estaba resultando ser todo un éxito: la comida era exquisita y la atmósfera, tranquila y alegre.

—¿Crees que se declarará algún día? —le preguntó a su amiga.

—¿Acaso lo dudas? —le respondió incrédula Luna Roja—. ¿No ves cómo te mira? —Viento que Sopla no conseguía quitarle los ojos de encima y parecía que a ella le gustaba—. ¿No lo hueles? —le preguntó Luna Roja inspirando aire con la nariz.

—¿El qué? —inquirió Halcón Dorado.

—¡El amor está en el aire! —rió Luna Roja sacudiendo la cabeza—. Estoy de acuerdo con tu abuela cuando dice que deberían construir el tipi para tu matrimonio pronto.

Mientras los dos jóvenes continuaban intercambiando miradas y sonrisitas, Ojo de Lince se acercó al muchacho y le preguntó cuándo se declararía.

—Cuando regrese de mi visión —le confesó Viento que Sopla.

—Estoy seguro de que estará muy agradecida —comentó el amigo.

—Espero que la fila fuera de su tipi no sea demasiado larga —reveló el muchacho en tono de preocupación.

—Dudo que alguien se atreva —respondió entre risas Ojo de Lince.

Todos los muchachos sabían que le gustaba, y visto el respeto del que disfrutaba en la tribu, nadie se habría atrevido a desafiarlo en la conquista de la chica, porque, además, ambos se habían escogido cuando solo eran unos niños…

Con 15 años, Viento que Sopla ya tenía madera de gran guerrero: era un óptimo arquero y jinete y, sin duda, el mejor cazador de la tribu.

Con la llegada de la pubertad, también llegó el momento más importante de su vida: la búsqueda de la visión.

Su padre, Ciervo Moteado, lo invitó a sentarse alrededor de la fogata de su tipi, mientras su madre, Arroyo Bailarín, llenaba una alforja con víveres. El hombre cargó la pipa, y con un gesto solemne, la ofreció al cielo y a la tierra. Seguidamente, la encendió y comenzó a hablar.

—Hijo mío, a todos los hombres les llega el momento de la búsqueda de la visión. Ningún hombre será jamás él mismo si todavía no ha experimentado la propia visión. —Hizo una pausa para dar una larga bocanada, le pasó la pipa a su hijo y continuó—. Te aislarás en un lugar sagrado, velarás en soledad y ayuno durante cuatro días, y esperarás pacientemente hasta recibir, a través de un sueño o de una visión, a tu espíritu protector que te guiará en la vida.

El muchacho escuchó las palabras de su padre en un respetuoso silencio.

Ciervo Moteado vació la pipa y la colgó en la pared del tipi, para después dirigirse nuevamente a su hijo.

—Ahora duerme, mañana te prepararás para partir con el sol naciente.

El joven asintió con la cabeza y se retiró a su lecho para dormir.

Con las primeras luces del alba acudió a la «cabaña del sudor» para una sauna purificadora. A continuación, se dirigió hacia el lugar sagrado que había escogido para recibir su visión.

En su tercera noche en soledad esta le fue concedida.

El el cielo, una gran luna plateada lo vigilaba. Había alcanzado el silencio interior, era un solo ser con la madre Tierra y el padre Cielo, la imagen era nítida, el mundo a su alrededor era un inmenso mar, por el norte se acercaba una silueta caminando sobre las aguas: era un lobo.

Un ruido lo alejó de la tan codiciada meta. Resignado, abrió los ojos y a pocos metros de él se encontraba el propio lobo de pelaje leonado. Se miraron a los ojos durante unos cuantos segundos que parecieron interminables. Un escalofrío espeluznante recorrió su cuerpo al vislumbrar su rostro reflejado en los ojos del animal. Permaneció inmóvil, mientras una ligera ráfaga de viento acarició su piel y el pelo del lobo. Paralizado por el miedo, contuvo la respiración mientras rezaba íntimamente al Gran Espíritu por ser perdonado.

Como si hubiera entendido su malestar, el animal dio unos cuantos pasos atrás y, antes de marcharse, emitió un aullido que retumbó en todo el valle. Luego desapareció en la oscuridad de la noche.

Fue una gran experiencia, se sentía feliz y agradecido, pero no logró pegar ojo.

Con las primeras luces del alba se preparó para regresar al campamento. Recorrió unos cuantos metros hasta que algo atrajo su atención. Se inclinó para recogerlo: era un colmillo de lobo. Lo apretó con al mano y dirigió una mirada cargada de gratitud, después lo colocó cuidadosamente en su saquito de medicinas y siguió su camino.

La luz enrojecida del cielo se filtraba a través de la tela del tipi de Viento que Sopla anunciando la llegada del crepúsculo vespertino.